Para nosotros, entonces, a esa edad, todos los adultos eran impredecibles, incluso estaban un poco chalados, pero Carlo Grace exigía un estudio especialmente atento. Era propenso a la finta repentina, al salto inesperado. Sentado en una butaca y aparentemente absorto en su periódico, lanzaba una mano rápida como una serpiente que ataca cuando Chloe pasaba, y la agarraba de la oreja o de un mechón de pelo y se lo retorcía vigorosa y dolorosamente, sin decir una palabra ni hacer una pausa en su lectura, como si brazo y mano hubieran actuado con voluntad propia. Se interrumpía deliberadamente mientras estaba diciendo algo y se quedaba quieto como una estatua, una mano suspendida, fijando la mirada perdida en la nada que había más allá de tu hombro, que temblaba nervioso, como si atendiera una terrible señal de alarma o un distante tumulto que sólo él podía oír, y entonces, repentinamente, hacía como si te echara la mano al cuello y reía en un siseo entre los dientes. Entablaba conversación con el cartero, que era medio idiota, para consultarle muy en serio qué tiempo pensaba que haría o el resultado de un inminente partido de fútbol, asintiendo y frunciendo el ceño y manoseándose la barba, como si lo que estaba oyendo fueran purísimas perlas de sabiduría, y luego, cuando el pobre iluso se había marchado, silbando de orgullo, se volvía hacia nosotros y sonreía, las cejas enarcadas y los labios fruncidos, meneando la cabeza en una silenciosa alegría. Aunque toda mi atención parecía estar centrada en los demás, creo que ahora derivaba de Carlo Grace la idea de que me hallaba en presencia de los dioses. A pesar de su actitud distante y su divertida indiferencia, él era el que parecía estar al mando de todos nosotros, una deidad que se carcajeaba, el Poseidón de nuestro verano, a cuya señal nuestro mundo se disponía de manera obediente en sus actos y porciones.
Pero ese día de licencia e ilícita invitación no había terminado. Mientras la señora Grace, extendida sobre la herbosa ribera, seguía roncando suavemente, un sopor fue descendiendo sobre todos los que estábamos en esa pequeña hondonada, la red invisible de la lasitud que cae sobre un grupo cuando uno de sus miembros se separa y se hunde en el sueño. Myles estaba echado sobre la tripa en la hierba, a mi lado, pero encarado a la otra dirección, aún observando a Rose, que seguía sentada detrás de mí, en una esquina del mantel, ajena, como siempre, al escrutinio de los ojillos de Myles. Chloe seguía de pie a la sombra del pino, con algo en la mano, la cara levantada, mirando concentradamente hacia arriba, un pájaro, quizá, o tan sólo la celosía de ramas contra el cielo, y esas nubes de vapor blanco que habían comenzado a avanzar, lentísimas, desde el mar. Qué meditativa estaba y qué vívidamente definida, con esa piña —¿lo era?— en las manos, su mirada extasiada fija entre las ramas acribilladas de sol. De pronto era ella el centro de la escena, el punto de fuga sobre el que todo convergía, de repente era para ella que se habían dibujado con tan meticulosa falta de artificio esas figuras y esas sombras: esa tela blanca sobre la hierba bruñida, el árbol inclinado verde-azul, los volantes de los helechos, incluso esas nubecillas, que intentaban aparentar no moverse, en el cielo marino y sin límites. Le eché un vistazo a la señora Grace, dormida, la miré casi con desdén. De súbito ya no era más que un gran torso arcaico y sin vida, le efigie caída de alguna diosa ya no adorada por la tribu y echada al estercolero, un blanco al que los mozos del pueblo disparaban con sus tirachinas, sus arcos y flechas.
Súbitamente, como si la hubiera despertado el frío tacto de mi desprecio, la señora Grace se incorporó y miró a su alrededor con los ojos borrosos, parpadeando. Observó su copa de vino y pareció sorprendida al encontrarla vacía. La gota de vino que había caído sobre su vestido blanco había dejado una mancha color rosa, y ella la frotó con la punta del dedo, chasqueando la lengua. A continuación volvió a mirar a su alrededor, se aclaró la garganta y anunció que deberíamos jugar a perseguirnos. Todo el mundo se la quedó mirando, incluso el señor Grace.
—No pienso perseguir a nadie —dijo Chloe desde debajo de la sombra del árbol, y soltó una risotada, un bufido de incredulidad.
Cuando su madre le dijo que debía hacerlo, y le llamó aguafiestas, Chloe se acercó y se quedó de pie junto a la silla de su padre, apoyó un codo sobre el hombro de él y observó a su madre apretando los ojos, y el señor Grace, el dios viejo-verde-sonriente, le puso un brazo en torno a las caderas y la ciñó con su peludo abrazo. La señora Grace se volvió hacia mí.
—Tú jugarás, ¿verdad? —dijo—. Y Rose.
Veo el juego como una especie de cuadros vivos, entrevistas instantáneas de movimiento que son todo velocidad y color: Rose de cintura para arriba corriendo a través de los helechos con su camisa roja, la cabeza levantada y su pelo negro ondeando a su espalda; Myles, con una raya de jugo de helecho en la frente, como una pintura de guerra, intentando soltarse de mí, que lo rodeo con los brazos y le clavo los dedos en la carne y siento la bola del omóplato chirriar en su cavidad; otra imagen fugaz de Rose corriendo, esta vez sobre la dura arena que hay más allá de ese calvero, donde es perseguida por una señora Grace que ríe enloquecida, dos ménades descalzas enmarcadas durante un instante por el tronco y las ramas del pino, y más allá de ellas el brillo plateado de la bahía y el cielo y un azul mate intenso y uniforme hasta llegar al horizonte. Ahí está la señora Grace en el calvero entre los helechos, agachada sobre una rodilla como un esprínter a la espera de que den la salida, y cuando la sorprendo, en lugar de huir, como debería hacer según las reglas del juego, me hace seña de que me acerque de manera perentoria, y me hace agacharme a su lado y me rodea con un brazo y me aprieta contra ella para que pueda sentir el bulto de sus pechos, que ceden suavemente, y oír latir su corazón y su olor a leche y vinagre. «¡Shhh!», me dice, y me pone un dedo en los labios. Está temblando, la recorren unas oleadas de risas reprimidas. No he estado tan cerca de una mujer adulta desde que era pequeño y mi madre me tenía en brazos, pero en lugar de deseo ahora siento tan sólo una especie de hosco temor. Rose nos descubre a los dos allí agachados, y pone ceño. La señora Grace agarra la mano de la niña como si fuera a tirar para levantarse, pero lo que hace es tirar de ella para que se agache sobre nosotros, y hay una melé de brazos y piernas y el pelo de Rose que vuela y los tres, reclinados sobre los codos y jadeando, nos despatarramos juntando los dedos de los pies hasta formar una estrella en medio de los helechos aplastados. Me pongo en pie, temiendo de pronto que la señora Grace, mi repentinamente antigua amada, quiera mostrarme de nuevo su regazo, licenciosamente, y ella se acerca una mano a la frente para hacer visera y me lanza una sonrisa impenetrable, dura, hostil. Rose también se pone en pie de un salto, se despolvorea la blusa y farfulla unas palabras coléricas que no capto y se adentra en los helechos a grandes zancadas. La señora Grace se encoge de hombros.
—Está celosa —dice, y entonces me suplica que vaya a buscarle los cigarrillos, pues de repente, afirma, se muere por un pitillo.
Cuando regresamos a la ribera herbosa y al pino, Chloe y su padre no estaban. Los restos del picnic, esparcidos sobre el mantel blanco, parecían sometidos a un orden deliberado, como si los hubieran dispuesto de ese modo, un mensaje en clave que nosotros debíamos descifrar.
—Qué bonito —dijo la señora Grace agriamente—, nos lo dejan para que lo limpiemos nosotros.
Myles volvió a salir de entre los helechos y se arrodilló y arrancó una brizna de hierba, emitió otra nota aflautada entre sus pulgares y esperó, quieto y extático como un fauno de yeso, el sol bruñendo su pelo pajizo, y un momento después, desde muy lejos, llegó la respuesta de Chloe, un puro y agudo silbido que atravesó como una aguja el declinar de aquel día de verano.
Sobre el tema de observar y ser observado, debo mencionar la ojeada larga y deprimente que me he echado esta mañana en el espejo del cuarto de baño. Generalmente estos días no me demoro contemplando mi reflejo más de lo necesario. Hubo una época en la que me gustaba bastante lo que veía en el espejo, pero ya no. Ahora me quedo asustado, y más que asustado, por el semblante que aparece tan de súbito, y que nunca es ni mucho menos el que espero. Me ha apartado a codazos una parodia de mí mismo, una figura tristemente despeinada cubierta con una máscara de Halloween hecha de goma flácida, gris rosácea, que ya no guarda más que un fugaz parecido con el aspecto de mí que tercamente conservo en mi cabeza. Además está el problema que tengo con los espejos. Es decir, tengo muchos problemas con los espejos, pero casi todos son de naturaleza metafísica, mientras que este al que ahora me refiero es de un orden enteramente práctico. Debido a mi tamaño desmesurado y absurdo, los espejos para afeitarme y otros similares siempre me quedan demasiado bajos en la pared, de modo que he de agacharme para poderme ver toda la cara en el espejo. Últimamente, cuando me veo asomar en el espejo, encorvado de ese modo, con esa expresión de leve sorpresa y de vago y estúpido temor, que ahora llevo perpetuamente en mi interior, la mandíbula floja y las cejas arqueadas con un aire de deprimido asombro, me parece que me parezco, definitivamente, a un ahorcado.
Cuando llegué aquí se me pasó por la cabeza dejarme barba, más por inercia que por otra cosa, pero a los tres días me di cuenta de que la barba tenía un peculiar color óxido oscuro —ahora entiendo por qué Claire es pelirroja—, totalmente distinto al pelo de mi cuero cabelludo, y con motas plateadas. Esta pelusa ferruginosa, áspera como el papel de lija, combinada con esa mirada furtiva e inyectada en sangre, me convertía en un convicto de tira cómica, un auténtico malvado, aún no ahorcado, pero sí ya en el Corredor de la Muerte. Mis sienes, allí donde el pelo gris se ha vuelto ralo, están moteadas de pecas avrilescas color chocolate, o manchas de la vejez, supongo que son, cualquiera de las cuales, soy perfectamente consciente de ello, podría ponerse a proliferar en cualquier momento por el capricho de una célula canalla. Observo también que mi rosa avanza a buen ritmo. Tengo la piel de la frente marcada de manchas encarnadas y hay una fuerte erupción en las aletas de la nariz, e incluso en mis mejillas está apareciendo un rubor antiestético. Mi venerable y muy hojeado ejemplar del
Diccionario Médico Black
, escrito por el estimable y siempre imperturbable William A. R. Thomson, doctor en Medicina —y publicado por Adam & Charles Black, Londres, decimotercera edición, con 441 ilustraciones en blanco y negro, o más bien en gris claro y gris oscuro, y cuatro láminas en color que siempre consiguen ponerme un nudo en la garganta—, me informa de que la rosácea, un hermoso nombre para una dolencia desagradable, se debe a
una congestión crónica de las zonas de rubor de la cara y la frente, lo que lleva a la formación de pápulas rojas;
el eritema resultante, que es el nombre que los médicos le damos al enrojecimiento de la piel, va y viene, hasta que al final se vuelve permanente,
y es posible
, nos advierte el sincero doctor,
que vaya acompañado de una fuerte dilatación de las glándulas sebáceas (véase PIEL), lo que conduce a una fuerte dilatación de la nariz conocida como rinofima (véase) o flores del ponche
. La repetición —
fuerte dilatación …fuerte dilatación
— es un desacierto poco habitual en el estilo generalmente eufónico aunque un tanto anticuado de la prosa del doctor Thomson. Me pregunto si visita a domicilio. Probablemente es de los que saben calmar al paciente y poseen un caudal de información sobre todo tipo de temas, no sólo los relacionados con la salud. Los médicos son mucho más versátiles de lo que se cree. El Roget del
Roget's Thesaurus
era médico, hizo importantes investigaciones acerca de la consunción y el gas de la risa, y sin duda, y por si fuera poco, también curó a algún paciente. Pero las flores del ponche, en fin, eso es algo que no hay que despreciar.
Cuando contemplo mi cara en el espejo de esta manera pienso, naturalmente, en esos últimos estudios que Bonnard hizo de sí mismo en el espejo del cuarto de baño de su casa de Le Bosquet, hacia el final de la guerra, después de la muerte de su mujer —los críticos califican esos retratos de despiadados, aunque no entiendo por qué debería intervenir la piedad—, pero, de hecho, lo que más me recuerda mi reflejo, acabo de darme cuenta, es el autorretrato de Van Gogh, no ese famoso en el que lleva un vendaje, la pipa y el terrible sombrero, sino uno perteneciente a una serie anterior, pintado en París en 1887, en el que tiene la cabeza descubierta y lleva cuello duro, corbata azul Provenza y las dos orejas aún completas, y tiene aspecto de acabar de recibir algún tipo de golpe punitivo, la frente inclinada, las sienes cóncavas y las mejillas hundidas como de hambre; nos mira de soslayo desde el marco, con cautela, con iracunda premonición, esperando lo peor, como bien debería.
Esta mañana ha sido el estado de mis ojos lo que más me ha llamado la atención, el blanco surcado de esas venillas de vivo rojo y los húmedos párpados inferiores inflamados y colgando flácidos de los globos oculares. Observo que apenas me quedan pestañas, yo, que cuando era joven tenía unas sedosas pestañas que habrían sido la envidia de cualquier muchacha. En la comisura interior de los párpados superiores hay un bultito justo antes de la caída del canto, que resultaría casi hermoso de no ser porque es permanentemente amarillento en la punta, como si estuviera infectado. Y esa pequeña protuberancia del propio canto, ¿para qué sirve? No hay nada en el rostro humano que soporte una prolongada observación. La palidez teñida de rosa de mis mejillas, que están, me temo, sí, hundidas, al igual que las del pobre Vincent, resaltaba aún más, con un aspecto más enfermizo, a causa del brillo que reflejan las paredes blancas y el esmalte del lavamanos. Ese brillo no era el resplandor apagado de un otoño septentrional, sino que parecía esa luz deslumbradora, dura, implacable y seca del remoto Sur. Destellaba en el cristal que había delante de mí y se hundía en la pintura al temple de las paredes, dándoles la textura quebradiza y reseca de un hueso de sepia. En la curva del lavamanos un punto de luz se reflejaba en todas direcciones, como una nebulosa inmensamente lejana. De pie en medio de esa caja blanca de luz, por un momento fui transportado a una orilla lejana, real o imaginada, no sé a cuál, aunque los detalles poseían una extraordinaria definición onírica, en la que yo estaba sentado al sol, sobre un duro montículo de arena pizarrosa, sosteniendo en mis manos una gran piedra azul plana y lisa. La piedra era seca y cálida, parecía que me la apretaba contra los labios, parecía tener ese sabor a sal de las profundidades y lejanías del mar, islas remotas, lugares perdidos bajo frondas inclinadas, los frágiles esqueletos de los peces, destrucción y podredumbre. Las pequeñas olas que hay ante mí al borde del agua hablan con una voz animada, y con impaciencia nos susurran alguna antigua catástrofe, el saqueo de Troya, quizá, o el hundimiento de la Atlantis. Todo rebosa, salobre y resplandeciente. Gotitas de agua rompen y caen en un hilo de plata desde el extremo de un remo. Veo el barco negro en la distancia, acercándose a cada instante de manera imperceptible. Estoy allí. Oigo sus cantos de sirena. Estoy allí, casi allí.