—Oh, ya basta, los dos —dijo la madre ya harta, apenas mirándolos.
Chloe, aún con una fina sonrisa de triunfo, apretó más la cadera contra mi pierna, mientras Myles ponía una mueca, frunciendo los labios en una O, y esta vez reprimiendo las lágrimas, aunque a duras penas, y frotándose la muñeca enrojecida.
Cuando acabó la carretera el señor Grace detuvo el coche y sacaron del maletero la cesta con los sandwiches y las tazas de té y las botellas de vino, y echamos a andar por una amplia pista de arena dura delimitada por una alambrada inmemorial, medio sumergida y oxidada. Nunca me había gustado, incluso me daba un poco de miedo, esa zona silvestre de marisma donde todo parecía darle la espalda a la tierra y volver desesperadamente la mirada hacia el horizonte, como en callada búsqueda de una señal de rescate. El lodo brillaba azul como una magulladura recién salida, y había matas de anea, y olvidadas boyas indicadoras atadas a postes de madera medio podridos y recubiertos de cieno. En esa zona, la marea alta no alcanzaba más de unos cuantos centímetros de altura, y el agua recorría impetuosa aquellos bancos de arena, veloz y reluciente como el mercurio, sin detenerse ante nada. El señor Grace correteaba hacia delante inclinado, llevando bajo cada brazo una silla plegable y ese cómico sombrero como un balde inclinado sobre una oreja. Rodeamos el cabo y al otro lado del estrecho vimos el pueblo encorvado sobre la colina, una maraña color lavanda como de juguete de planos y ángulos rematados por una aguja de iglesia. El señor Grace, que parecía saber adonde íbamos, se salió de la pista para adentrase en un prado poblado de grandes y altos helechos. Le seguimos, la señora Grace, Chloe, Myles y yo. Los helechos me llegaban a la altura de la cabeza. El señor Grace nos esperaba en una ribera cubierta de hierba que quedaba en la linde del prado, bajo la sombra de un pino paraguas. Sin que me diera cuenta, un tallo de helecho atrizado me había hecho un surco en el tobillo, que llevaba al descubierto, por encima del lateral de la sandalia.
Sobre una extensión de hierba entre la ribera baja y herbosa y el muro de helechos se extendió un mantel blanco. La señora Grace, de rodillas, un cigarrillo apresado en la comisura de la boca y un ojo cerrado para protegerse del humo, fue colocando los objetos del picnic mientras su marido, el sombrero cada vez más torcido, luchaba por extraer un tapón de vino rebelde. Myles ya se había adentrado en los helechos. Chloe estaba sentada como una rana sobre las nalgas, comiendo un sandwich de huevo. Rose&hllip;, ¿dónde está Rose? Está allí, con su blusa escarlata y sus zapatillas de bailarina y sus ajustadas mallas negras de bailarina con las tiras que ciñen la planta del pie, y el pelo negro como un ala de cuervo recogido en un penacho detrás de su cabeza de huesos finos. Pero ¿cómo ha llegado allí? No ha venido en el coche con nosotros. En bicicleta, sí, veo una bicicleta tirada entre los helechos, el manillar girado a un lado y la rueda delantera asomando en un ángulo inverosímil, una sutil premonición, parece ahora, de lo que iba a suceder. El señor Grace aprisionó la botella de vino entre sus rodillas y tiró y tiró hasta que las orejas se le pusieron rojas. Detrás de mí Rose se sentó en una esquina del mantel, apoyándose sobre un brazo, la mejilla reposando en el hombro, las piernas dobladas hacia un lado, en una pose que debería haber sido inelegante, pero que no lo era. Oí a Myles corriendo entre los helechos. De repente el corcho salió de la botella con un cómico pum que nos sobresaltó a todos.
Nos comimos el picnic. Myles fingía ser un animal salvaje y venía corriendo de donde los helechos y agarraba comida y volvía a marcharse, ululando y relinchando. El señor y la señora Grace se bebieron el vino, y el señor Grace no tardó en abrir otra botella, esta vez con menos dificultad. Rose dijo que no tenía hambre, pero la señora Grace dijo que eso era una bobada y le ordenó comer, y el señor Grace, sonriendo, le ofreció un plátano. En la tarde soplaba la brisa bajo un cielo aún sin nubes. El pino torcido susurraba encima de nosotros, y había un olor a agujas de pino, y a hierba y a helechos aplastados, y el aroma penetrante del mar. Rose se enfurruñó, supongo que a causa de la reprimenda de la señora Grace y la oferta del señor Grace del lascivo plátano. Chloe estaba enfrascada quitándose las costras de una cicatriz color rubí que tenía justo debajo del codo, un arañazo que se había hecho el día antes con una espina. Examiné la herida que el helecho me había producido en el tobillo, un airado surco rosa entre los bordes desiguales de piel blanquecina; no había salido sangre, pero en las profundidades del surco relucía un icor claro. El señor Grace se despatarró en una silla plegable con una pierna cruzada sobre la otra, fumando un cigarrillo, el sombrero caído sobre la frente, haciendo sombra a los ojos.
Sentí que algo blando y pequeño me golpeaba la mejilla. Chloe había dejado de quitarse la costra y ahora me lanzaba una corteza de pan. La miré y ella me devolvió una mirada sin expresión y me arrojó otra corteza. Esta vez falló. Recogí la corteza de la hierba y se la devolví, pero también fallé. La señora Grace nos miraba con desinterés, recostada de lado justo delante de mí, en la escasa pendiente de la verde ribera, la cabeza apoyada en una mano. Había dejado el pie de su copa de vino en la hierba, con el cuenco empotrado en ángulo contra un pecho que se derramaba a un lado — me pregunté, como tantas otras veces, si no le dolía acarrearlos, esos grandes bulbos gemelos de carne lechosa—, y en ese momento se lamió un dedo y lo pasó por el borde del vaso, con la intención de que emitiera alguna nota, pero no lo consiguió. Chloe se puso una bolita de pan en la boca y la humedeció con saliva y volvió a sacarla y la amasó entre los dedos con lenta parsimonia, se tomó su tiempo para apuntar y me la lanzó, pero el tiro quedó corto.
—¡Chloe! —dijo su madre, un leve reproche, pero Chloe no le hizo caso y me lanzó su fina sonrisa de regodeo de gato. Tenía el corazón cruel, mi Chloe. Un día, para divertirla, cogí un puñado de saltamontes y les arranqué las patas traseras para impedir que escaparan y puse los troncos palpitantes en la tapa de una lata de betún, les apliqué parafina y les prendí fuego. Con qué concentración, acuclillada con las manos apretadas en las rodillas, observaba a las desdichadas criaturas mientras éstas se hervían, cocidas en su propia grasa.
Chloe estaba preparando otra bola con saliva.
—Chloe, eres desagradable —dijo la señora Grace con un suspiro, y Chloe, de repente aburrida, escupió el pan y se despolvoreó las migas del regazo, se puso en pie y se alejó enfurruñada hacia la sombra del pino.
¿Se cruzó mi mirada con la de Connie Grace? ¿Fue eso una sonrisa de complicidad? Con un suspiro se dio la vuelta y se echó en posición supina sobre la hierba con una pierna flexionada, por lo que de pronto pude ver debajo de su falda, desde el lado interior del muslo hasta la depresión de su regazo y el rollizo montículo que allí había, enfundado en tenso algodón blanco. Enseguida las cosas comenzaron a ralentizarse. Su vaso de vino cayó en un desvanecimiento y una última gota de vino se deslizó hasta el borde y quedó allí en el relucir de un instante y a continuación cayó. Miré y miré, la frente se me calentó y las palmas se me humedecieron. El señor Grace, bajo su sombrero, parecía soltarme una sonrisita, pero no me importaba, que sonriera cuanto se le antojara. Su esposa, grande, se hacía grande por momentos, una giganta en escorzo, sin cabeza, a cuyos pies enormes yo me acuclillaba en lo que parecía casi miedo; por un momento pareció estremecerse y levantó aún más la rodilla, revelando la arruga en forma de media luna que había en la carnosa parte posterior de la pierna donde comenzaba la rabadilla. Un golpeteo en las sienes hizo que se me nublara la vista. Percibía el palpitante escozor del tobillo que tenía herido. Y ahora, desde la distancia, llegó un sonido fino y agudo procedente de los helechos, una nota de flauta arcaica que desgarró el aire lacado, y Chloe, en el árbol, frunció el ceño como si hubieran tocado diana, y se inclinó, y arrancó una brizna de hierba y apretándola entre los pulgares emitió una nota de respuesta que salió de sus manos ahuecadas en forma de caracola.
Al cabo de un par de minutos intemporales, mi maja despatarrada bajó la pierna y volvió a colocarse de lado y se quedó dormida de manera sorprendentemente repentina —sus suaves ronquidos eran el sonido de un motor blando y pequeño que intenta ponerse en marcha repetidamente sin conseguirlo—, y yo me incorporé cuidadosamente, como si algo en precario equilibrio en mi interior pudiera hacerse trizas al menor movimiento. De pronto tuve una amarga sensación de desinflamiento. Había desaparecido la excitación del momento anterior, y en mi pecho había una melancólica constricción, y sudor en mis párpados y en mi labio superior, y la piel húmeda que había bajo la pretina de mis pantalones, estaba caliente, me picaba. Me sentía perplejo, y extrañamente molesto, como si se hubieran inmiscuido y abusado de mi yo íntimo, y no del de ella. Acababa de presenciar una manifestación de la diosa, de ello no había duda, pero el instante de la divinidad había resultado desconcertantemente breve. Bajo mi ávida mirada, la señora Grace había pasado de mujer a demonio para convertirse de nuevo en mujer. Un momento antes era Connie Grace, la esposa de su marido, la madre de sus hijos, y al siguiente era un objeto que sólo cabía venerar, un ídolo sin rostro, anciano y elemental, evocado por la fuerza de mi deseo, y luego algo en ella se había aflojado repentinamente, y yo había experimentado un reparo de repugnancia y vergüenza, no vergüenza de mí mismo y de lo que había saqueado, sino, vagamente, de la mujer en sí, y tampoco de algo que hubiera hecho, sino de lo que era, en el momento en que con un ronco gemido se puso de lado y se echó a dormir, no ya un demonio tentador, sino sólo ella misma, una mujer mortal.
No obstante, a pesar de todo mi desconcierto, está la mujer mortal, no la divina, que sigue brillando para mí, aunque sea con un brillo ya empañado, entre las sombras de lo que ya no existe. En mi memoria ella es su propio avatar. ¿Qué es más real, la mujer que se recuesta en la ribera herbosa de mis recuerdos, o la extensión de polvo y médula seca que es toda la tierra y que sigue conteniéndola? Sin duda para los demás ella pervive en otra parte, una figura que se mueve en el museo de cera de la memoria, pero su versión será diferente de la mía, y de la de los demás. De este modo, en las mentes de muchos el uno se ramifica y se dispersa. No dura, no puede, no es inmortalidad. Llevamos a los muertos con nosotros hasta que también morimos, y entonces es a nosotros a quien llevan durante un tiempo, y luego nuestros portadores caen a su vez, y así sucesivamente en todas las generaciones imaginables. Yo recuerdo a Anna, nuestra hija Claire recordará a Anna y me recordará a mí, y luego Claire desaparecerá y otros la recordarán a ella, pero no nosotros, y eso será nuestra disolución final. Cierto, algo de nosotros permanecerá, una fotografía desvaída, un mechón de su pelo, unas pocas huellas, unos cuantos átomos en el aire de la habitación donde exhalamos nuestro último aliento, y no obstante nada de todo eso será nosotros, lo que somos y lo que fuimos, sino sólo el polvo de los muertos.
De niño yo era bastante religioso. No devoto, sólo compulsivo. El Dios que veneraba era Yahvé, destructor de mundos, no el dulce Jesús dócil y afable. Para mí el Altísimo era una amenaza, y reaccionaba con miedo y con su compañero inseparable, la culpa. En aquellos días juveniles yo era un gran virtuoso de la culpa, y sigo siéndolo ahora, si a eso vamos. En la época de mi Primera Comunión, o, para ser más precisos, de la Primera Confesión que la precedió, un sacerdote venía diariamente al colegio de monjas para introducir a nuestra clase de futuros penitentes en las complejidades de la Doctrina Cristiana. Era un fanático pálido y enjuto con unas permanentes motas blancas en la comisura de los labios. Recuerdo con especial claridad una cautivadora disquisición que nos hizo una hermosa mañana de mayo acerca del pecado de mirar. Sí, mirar. Se nos habían enseñado diversas categorías de pecado, el de comisión y el de omisión, el mortal y el venial, los siete capitales, y aquéllos tan terribles de los que se decía que sólo un obispo podía absolverte, pero ahí teníamos una nueva categoría: el pecado pasivo. ¿Acaso nos imaginábamos, preguntó burlón el padre Motadesaliva, recorriendo impetuoso el trayecto de la puerta a la ventana, de la ventana a la puerta, entre frufrú de sotana y con una estrella de luz refulgiendo en su frente estrecha y rala como un reflejo del propio efluvio divino, acaso nos imaginábamos que para pecar hay que cometer necesariamente una acción? Mirar con lujuria, envidia u odio es lujuriar, envidiar, odiar; el deseo no satisfecho por el acto deja la misma mancha sobre el alma. ¿Acaso el Señor mismo, gritó, entusiasmándose con su tema, acaso el Señor mismo no insistió en que un hombre que mira a una mujer con el corazón adúltero es como si hubiera cometido el propio acto? En ese momento ya se había olvidado de nosotros, que estábamos sentados como un grupito de ratones mirándole en sobrecogida incomprensión. Aunque todo eso me resultaba tan nuevo como a todos los demás de la clase ¿qué era adulterio, un pecado que sólo los adultos podían cometer?, lo comprendí perfectamente, a mi manera, y lo recibí con los brazos abiertos, pues a los siete años ya era ducho en espiar actos que se suponía no debía presenciar, y conocía bien el secreto placer del ejercicio de la vista y la vergüenza aún más secreta que venía luego. De modo que cuando me hube hartado de mirar, y bien que miré y bien que me harté, la plateada extensión del muslo de la señora Grace hasta la entrepierna de sus bragas y esa arruga que cruza la rolliza parte superior de su pierna debajo del culo, fue natural que inmediatamente mirara a mi alrededor por miedo a que durante ese tiempo alguien a su vez me hubiera mirado a mí, el mirón. Myles, que había venido desde los helechos, estaba ocupado comiéndose con los ojos a Rose, y Chloe estaba sumida en un distraído ensueño bajo el pino, pero el señor Grace, ¿no me había estado observando todo el rato desde debajo del ala de ese sombrero que llevaba? Estaba sentado como si se hubiera desplomado allí mismo, la barbilla sobre el pecho y su barriga peluda asomando de la camisa abierta, un tobillo desnudo cruzado sobre una rodilla desnuda, de modo que todo el rato pude ver la parte interior de su pierna, también, hasta el gran bulto en forma de bola de sus pantalones cortos caquis apretado hasta reventar entre sus gruesos muslos. Durante toda esa larga tarde, a medida que el pino extendía su sombra púrpura cada vez más oscura sobre la hierba, hacia él, prácticamente no había abandonado la silla plegable como no fuera para rellenar el vaso de vino de su esposa o coger algo para comer: es como si le viera, aplastando la mitad de un sandwich de jamón entre la aglomeración de sus dedos y el pulgar delante, y metiéndose la pasta resultante de una vez en el rojo agujero de su barba.