Y luego estaban los amantes propiamente dichos. Cómo me maravillé ante la facilidad, la pura desfachatez con que habían disimulado todo lo que había entre ellos. La misma indiferencia de Carlo Grace me parecía ahora la marca de una mente criminal. ¿Quién, sino un seductor despiadado, se reiría de ese modo, y tomaría el pelo, y sacaría la barbilla y se rascaría rápidamente la barba entrecana que había debajo haciendo ese sonido rasposo con las uñas? El hecho de que en público no le prestara más atención a Rose del que le prestaba a cualquiera que se cruzara en su camino era sólo otra señal de su astucia y habilidad en el disimulo. Rose sólo tenía que entregarle el periódico, y él sólo tenía que cogérselo, para que a mi mirada atentamente vigilante le pareciera que estaba teniendo lugar un intercambio clandestino e indecente. La actitud amable y tímida de Rose cuando estaba en presencia de él era la de una monja deshonrada, ahora que yo conocía su vergüenza secreta, y en los rincones más profundos de mi imaginación veía las imágenes de la forma de ella, pálida y titilante, unida a él en toscas y borrosas cópulas, y oía los apagados gritos de él y los apagados gemidos de ella compartiendo el clandestino placer.
¿Qué le había impulsado a confesar, y a contárselo a su amada esposa, encima? ¿Y qué pensó la pobre Rosie la primera vez que sus ojos se posaron en el slogan que Myles garabateó con tiza en los postes de la verja y sobre el sendero que salía de ella —
RV ama a CG
—, con el acompañamiento del dibujo rudimentario de un torso femenino, dos círculos con puntos en el centro, dos curvas para los costados, y, debajo, un paréntesis que encerraba una breve raja vertical? Cómo debió de sonrojarse, oh, cómo debió de encenderse. Pensó que era Chloe, y no yo, quien de alguna manera lo había descubierto. De todos modos, por extraño que parezca, no fue Chloe quien vio incrementado su poder sobre Rose, sino al contrario, o eso pareció. El ojo de la institutriz tenía ahora una luz nueva y más acerada cuando caía sobre la chica, y ésta, para mi sorpresa y perplejidad, parecía amedrentada bajo esa mirada, actitud que nunca le había visto. Cuando pienso en ellas así, una con un destello en la mirada y la otra acobardada, no puedo sino imaginar que lo que ocurrió el día de la extraña marea fue, de alguna manera, consecuencia del desvelamiento de la pasión secreta de Rose. Después de todo, ¿por qué iba yo a ser menos susceptible que cualquier otro escritor de melodramas a la exigencia del relato de un hábil giro que lo concluya?
La marea se adentró en la playa hasta el pie de las dunas, como si el mar desbordara sus límites. En silencio contemplamos el firme avance del mar, sentados en fila, los tres, Chloe, Myles y yo, la espalda apoyada en las grises tablas descamadas de la cabaña en desuso del encargado del campo de golf, que estaba junto al primer tee. Habíamos estado nadando, pero habíamos tenido que salir, pues esa marea imparable, sin olas, lo hacía difícil, y también la manera calma y siniestra en que seguía avanzando. Todo el cielo era de un neblinoso blanco, y el sol un disco plano de oro pálido pegado allí en medio, inmóvil. Las gaviotas bajaban en picado, chillando. El aire estaba en calma. No obstante, recuerdo claramente cómo cada brizna de barrón —así se llamaban las plantas que sobresalían de la arena a nuestro alrededor— había inscrito un semicírculo perfecto delante de sí misma, lo que sugiere que soplaba viento, o al menos brisa. Quizá eso fue otro día, el día en que observé que la hierba marcaba la arena de ese modo. Chloe iba en bañador, con una rebeca blanca por encima de los hombros. Tenía el pelo oscuro y mojado, y aplastado contra el cráneo. En esa luz lechosa sin sombras, su cara parecía no tener rasgos, y ella y Myles, a su lado, se veían tan iguales como los perfiles de un par de monedas. Debajo de nosotros, en una depresión entre las dunas, Rose estaba echada de espaldas sobre una toalla de playa, las manos detrás de la cabeza, como si durmiera. El borde espumoso del mar quedaba a menos de un metro de sus talones. Chloe la observó atentamente, sonriéndose.
—A lo mejor se la lleva la marea —dijo.
Fue Myles quien consiguió abrir la puerta de la cabaña, quien retorció el candado hasta que el pasador se soltó de los tornillos y se le quedó en la mano. Dentro encontramos una sola habitación, diminuta, vacía, que olía a orina antigua. Un banco de madera estaba arrimado a una de las paredes, y encima había una pequeña ventana con el marco intacto, aunque el cristal hacía mucho que había desaparecido. Chloe se arrodilló en el banco con la cara en la ventana y los codos en el alféizar. Me senté a un lado de ella, Myles al otro. ¿Por qué me parece que había algo egipcio en la manera en que estábamos allí colocados, Chloe arrodillada y asomada, Myles y yo sentados en el banco de cara al interior del cuartucho? ¿Es porque estoy compilando un Libro de los Muertos? Ella era la esfinge y nosotros sus sacerdotes sentados. Había silencio, a excepción de los gritos de las gaviotas.
—Espero que se ahogue —dijo Chloe, hablando a través de la ventana, y soltando una de sus agudas y cortantes carcajadas—. De verdad que lo espero…
Jic, jic…
La odio.
Últimas palabras. Era primera hora de la mañana, justo antes del alba cuando Anna recobró la conciencia. No sabría decir exactamente si había estado despierto o sólo soñando que lo estaba. Esas noches que pasaba tirado en el sillón, a su lado, estaban pobladas de alucinaciones curiosamente mundanas, semisueños de que le preparaba la comida, o de que hablaba de ella a gente a la que nunca había visto, o simplemente caminaba con ella por calles anodinas y borrosas, es decir, yo andando y ella tendida y comatosa a mi lado, y sin embargo conseguía moverse, y mantener mi paso, deslizándose sobre el aire sólido, en su viaje hacia el Campo de Juncos.
[12]
En ese momento, al despertar, Anna giró la cabeza sobre la almohada húmeda y me miró con los ojos muy abiertos en el brillo submarino de la lamparilla con una expresión de enorme y cauteloso sobresalto. Creo que no me conoció. Tuve esa sensación paralizante, parte sobrecogimiento y parte alarma, que te invade cuando te encuentras de manera repentina e inesperada con una criatura salvaje. Sentía mi corazón latir a golpes líquidos y lentos, como si tropezaran con una serie interminable de obstáculos idénticos. Anna tosió, y sonó como un entrechocar de huesos. Sabía que era el final. Sentí que no estaba a la altura del momento y quise gritar pidiendo ayuda. ¡Enfermera, enfermera, venga rápido, mi mujer me está dejando! Era incapaz de pensar, mi mente parecía llena de mampostería que se derrumbaba. Anna seguía mirándome, aún sorprendida, aún suspicaz. Pasillo abajo, alguien que no vi dejó caer algo que produjo un ruido metálico, Anna oyó el ruido y pareció tranquilizarse. A lo mejor pensó que era algo que yo había dicho, y pensó que lo entendía, pues asintió, pero de manera impaciente, como para decir
¡No, te equivocas, eso no es todo!
Extendió una mano y como una garra me la clavó en la muñeca. Ese apretón simiesco aún me retiene. Caí de la silla hacia delante en una especie de pánico y conseguí ponerme de rodillas junto a la cama, como uno de esos fieles que caen atónitos en adoración ante una aparición. Anna seguía agarrándome la muñeca. Le puse la otra mano en la frente, y me pareció que podía sentir su mente tras ella, funcionando febrilmente, haciendo un último y tremendo esfuerzo para pensar su último pensamiento. ¿Alguna vez la había mirado con tan imperiosa atención como ahora? Como si mi sola mirada la mantuviera allí, como si no pudiera irse siempre y cuando yo no parpadeara. Jadeaba, lenta y débilmente, como un corredor que hace una pausa y al que aún le quedan millas por correr. El aliento le hedía un poco, como a flores marchitas. Pronuncié su nombre, pero ella sólo cerró brevemente los ojos, desdeñosa, como si yo debiera saber que ya no era Anna, que ya no era nada, y entonces los abrió y volvió a mirarme, una mirada más dura que nunca, no con sorpresa sino con una imperiosa severidad, ordenándome que la escuchara, la escuchara y la entendiera, lo que ella tenía que decirme. Me soltó la muñeca y sus dedos arañaron un momento la cama, buscando algo. Le tomé la mano. Sentía la insinuación de un pulso en la base del pulgar. Dije algo, algo fatuo como
No te vayas
o
Quédate conmigo
, pero de nuevo ella negó impaciente con la cabeza y me tiró de la mano para que me acercara.
—Están parando los relojes —dijo, en un hilillo de voz casi conspiratorio—. He detenido el tiempo. —Y asintió, con un movimiento solemne, de quien sabe lo que espera, y también sonrió, juraría que sonrió.
Fue la manera hábil y brusca con que Chloe se desembarazó de su rebeca lo que me permitió, lo que me instó a ponerle la mano en la parte posterior del muslo cuando se arrodilló a mi lado. Tenía la piel de gallina, helada, pero pude sentir el ímpetu de la sangre bullendo bajo la superficie. No reaccionó a mi mano, pero siguió asomándose para ver lo que estuviera mirando —toda aquella agua, quizá, esa lenta e inexorable inundación—, y cautelosamente deslicé la mano hacia arriba hasta que mis manos tocaron el tenso dobladillo de su bañador. Su rebeca, que había aterrizado en mi regazo, resbaló y cayó al suelo, y me recordó algo, un ramo de flores que se deja caer, quizá, o un pájaro que cae. Me habría bastado quedarme allí sentado con la mano debajo de su culo, el corazón latiéndome a un compás sincopado y los ojos fijos en un agujero de la pared de madera de delante, de no haber ella, en un movimiento diminuto y convulsivo, haber movido la rodilla una pizca hacia un lado en el banco, y abrir el regazo a mis asombrados dedos. La entrepierna acolchada de su bañador estaba empapada de agua de mar que mis dedos sentían abrasadora. En cuanto mis dedos encontraron ese rincón ella volvió a cerrar los muslos, atrapando mi mano. Unos estremecimientos que eran como diminutas corrientes eléctricas llegaban desde todas partes a su regazo, y, retorciéndose, se liberó de mí, y pensé que todo había acabado, pero me equivocaba. Rápidamente se dio la vuelta y se bajó del banco toda rodillas y codos y se sentó a mi lado aún retorciéndose y me volvió la cara y me ofreció sus labios fríos y su boca caliente para que la besara. Los tirantes de su bañador le formaban un nudo en la nuca, y sin apartar la boca de la mía se llevó una mano a la espalda y deshizo el nudo y se bajó la prenda húmeda a la cintura. Sin dejar de besarla, incliné la cabeza a un lado y, con el ojo que podía ver, miré más allá de su oreja, hacia las protuberancias de su columna vertebral, hasta el comienzo de sus estrechas ancas, y ahí la rendija era del color de un lustroso cuchillo de acero. Con un gesto impaciente me cogió la mano y la apretó contra el montículo apenas perceptible de uno de sus pechos, la punta del cual era fría y dura. Al otro lado, Myles estaba sentado con las piernas abiertas, la cabeza echada para atrás, apoyada contra la pared, y los ojos cerrados. A tientas, Chloe extendió el brazo a un lado y encontró su mano, plana con la palma hacia arriba, sobre el banco, y la entrelazó, y al hacerlo su boca se tensó contra la mía, y sentí, más que oí, un débil maullido que le nació en la garganta.
No oí abrirse la puerta, sólo registré que la luz cambiaba en el cuartucho. Chloe se puso rígida a mi lado, rápidamente volvió la cabeza y dijo algo, una palabra que no capté. Rose estaba de pie en la puerta. Llevaba el bañador, pero también sus zapatillas de bailarina negras, lo que hacía que sus piernas pálidas, largas y esqueléticas se vieran más pálidas, largas y esqueléticas. Me recordaba algo, no sabía qué, una mano en la puerta y la otra en la jamba, como si estuviera allí suspendida entre dos fuertes ráfagas, una procedente del interior de la cabaña que no la dejara entrar y otra que la empujara desde fuera por la espalda. Rápidamente Chloe se subió el bañador y volvió a anudarse los tirantes en la nuca, pronunciando de nuevo esa palabra en voz baja y ronca, la palabra que no pude entender —¿fue el nombre de Rose o sólo una imprecación?— y salió disparada del banco, rápida como un zorro, y agachada pasó bajo el brazo de Rose y cruzó la puerta y se alejó.
—¡Vuelve aquí, señorita! —gritó Rose en una voz quebrada—. ¡Vuelve aquí ahora mismo!
Entonces me lanzó una mirada, una mirada más de pena que de cólera, y negó con la cabeza, y se dio la vuelta y se alejó a paso de cigüeña sobre esas piernas blancas y zancudas. Myles, todavía despatarrado en el banco a mi lado, soltó una carcajada en voz baja. Me le quedé mirando. Me pareció que había hablado.
Todo lo que siguió a continuación lo veo en miniatura, en una especie de camafeo, o en una de esas imágenes panorámicas, vistas desde arriba, en las que los pintores clásicos, en un lugar que no era el centro exacto, representaban la escena de un drama con detalles tan ínfimos que apenas se notaban entre las extensiones azules y doradas del mar y el cielo. Me quedé un momento en el banco, respirando. Myles me observaba, esperando a ver qué hacía. Cuando salí de la cabaña, Chloe y Rose estaban en el pequeño semicírculo de arena que quedaba entre las dunas y el borde del agua, cara a cara, en guardia y chillándose. No podía oír lo que decían. Entonces Chloe se apartó de Rose, dio una patada en el suelo y trazó un estrecho círculo a su alrededor, levantando la arena. Le dio una patada a la toalla de Rose. Es sólo mi imaginación, lo sé, pero veo las olillas lamiéndole ávidas los talones. Al final, con un último grito y el curioso gesto de cortar hecho con mano y antebrazo, se dio media vuelta y se dirigió al borde del agua, y, haciendo tijera con las piernas, se dejó caer en la arena y se sentó con las rodillas apretadas contra el pecho y los brazos en torno a las rodillas, la cara levantada hacia el horizonte. Rose, con las manos en las caderas, la miraba airada, pero al ver que no obtenía ninguna reacción, se dio la vuelta y comenzó a reunir sus cosas furiosa, arrojando toalla, libro, gorro de baño en el hueco de su brazo igual que una pescadera arroja pescado a una nasa. Oí a Myles detrás de mí, y un segundo después pasó a mi lado a velocidad de esprint, la cabeza agachada, como si fuera a dar una voltereta en lugar de correr. Cuando llegó a donde Chloe estaba sentada, se sentó junto a ella y le echó un brazo por los hombros y apoyó la cabeza contra la de ella. Rose se detuvo y les lanzó una mirada indecisa, los dos allí abrazados, dándole la espalda al mundo. Entonces, lentamente, se pusieron en pie y se adentraron en el mar, el agua plana como el aceite apenas abriéndose en torno a ellos, y se inclinaron hacia delante a la vez y se alejaron nadando lentamente, las cabecitas moviéndose sobre aquella marea blanquecina, lejos, cada vez más lejos.