Tampoco eran capaces los Courvoisier de elevarse hasta el espíritu de innovación que la duquesa de Guermantes introducía en la vida mundana y que, al adaptarla con arreglo a un seguro instinto a las necesidades del momento, hacía de ella una cosa artística, allí donde la aplicación puramente razonada de unas reglas rígidas hubiera dado tan pésimo resultado como al que, queriendo triunfar en el amor o en la política, reprodujese al pie de la letra en su propia vida las proezas de Bussy d’Amboise. Si los Courvoisier daban una cena de familia, o una comida en honor de un príncipe, el agregar un hombre de talento, un amigo de sus hijos, parecíales una anomalía capaz de producir el peor efecto. Una Courvoisier cuyo padre había sido ministro del emperador, y que tenía que dar una
matinée
en honor de la princesa Matilde, dedujo por espíritu de geometría que sólo podía invitar a bonapartistas. Pero el caso era que apenas conocía ninguno. Todas las mujeres elegantes que figuraban entre sus amistades, todos los hombres agradables, fueron implacablemente proscritos, ya que, por ser legitimistas por sus opiniones o por sus relaciones, hubieran, según la lógica de los Courvoisier, podido desagradar a su alteza imperial. Esta, que recibía en su casa a la flor y nata del barrio de Saint-Germain, se quedó bastante extrañada cuando se encontró solamente en casa de la señora de Courvoisier con una gorrona célebre, viuda de un antiguo prefecto del Imperio, la viuda del director de Correos, y unas cuantas personas conocidas por su fidelidad a Napoleón, por su estupidez y por lo aburridas que eran. No por ello dejó de derramar la princesa Matilde el generoso y dulce flujo de su gracia soberana sobre aquellos calamitosos adefesios a los que, por su parte, se libró bien de invitar la duquesa de Guermantes cuando le llegó la vez de recibir a la princesa, y a los que sustituyó, sin razonamientos a priori sobre el bonapartismo, con el más rico ramillete de todas las bellezas, de todos los valores, de todas las celebridades, que un a modo de olfato, de tacto y de digitación le hacía percatarse de que tenían que ser agradables a la sobrina del emperador, aun cuando fuesen de la familia misma del rey. Ni siquiera faltó el duque de Aumale, y cuando la princesa, al retirarse, alzando a la señora de Guermantes, que le hacía la reverencia y quería besarle la mano, la besó en ambas mejillas, pudo asegurar desde el fondo de su corazón a la duquesa que jamás había pasado un día mejor ni asistido a una fiesta que mejor hubiera estado. La princesa de Parma era Courvoisier por la incapacidad de innovar en materia social; pero, a diferencia de los Courvoisier, la sorpresa que continuamente le estaba causando la duquesa de Guermantes no engendraba, como en ellos, antipatía, sino pasmo. Este asombro se hacía aun mayor por obra de la cultura infinitamente atrasada de la princesa. La misma señora de Guermantes estaba mucho menos avanzada en este respecto de lo que ella creía. Pero bastaba que lo estuviese más que la señora de Parma para dejar estupefacta a ésta, y del mismo modo que cada generación de críticos se limita a tomar como pie forzado lo contrario de las verdades admitidas por sus predecesores, no tenía la duquesa más que decir que Flaubert, enemigo de los burgueses, era ante todo un burgués, o que había mucho de música italiana en Wagner, para procurar a la princesa, a costa de un agotamiento siempre nuevo, como a una persona que nada en medio de la tormenta, horizontes que le parecían insólitos y que permanecían confusos para ella. Estupefacción, por otra parte, ante las paradojas, proferidas no sólo a propósito de obras de arte, sino incluso de personas conocidas suyas, y también de los actos mundanos. Indudablemente, la incapacidad en que se hallaba la señora de Parma de separar el auténtico talento de los Guermantes de las formas rudimentariamente aprendidas de ere talento (lo cual la hacía creer en el subido valor intelectual de ciertos —y sobre todo de ciertas— Guermantes, con lo que luego quedaba desconcertada cuando oía decir de ellos a la duquesa, sonriendo, que eran simplemente unos zoquetes), era una de las causas del asombro que sentía siempre la princesa al oír a la señora de Guermantes juzgar a las personas. Pero había otra causa, que —conociendo yo como conocía en esa época más libros que gente, y mejor la literatura que el mundo— me expliqué pensando que la duquesa, como vivía esa vida mundana cuya ociosidad y esterilidad son respecto de una actividad social auténtica lo que es en arte la crítica respecto de la creación, extendía a las personas que la rodeaban la inestabilidad de puntos de vista, la sed malsana del razonador que, por refrigerar su espíritu excesivamente seco, va a buscar cualquier paradoja que conserve todavía cierta frescura, y no tendrá empacho en sostener la refrescante opinión de que la
Ifigenia
más hermosa es la de Piccini y no la de Glück, y, si a mano viene, que la verdadera
Fedra
es la de Pradon.
Cuando una mujer inteligente, instruida, graciosa, se había casado con algún tímido zopenco al que se veía raras veces y al que nunca se oía, la señora de Guermantes se inventaba un buen día una voluptuosidad espiritual no sólo describiendo a la mujer, sino «descubriendo» al marido. En el matrimonio Cambremer, por ejemplo, la duquesa, de haber vivido entonces en ese medio, hubiera decretado que la señora de Cambremer era estúpida, y, en cambio, que la persona interesante, mal conocida, deliciosa, relegada al silencio por una mujer charlatana, con valer mil veces más que ella, era el marqués, y hubiera sentido al declarar esto la misma índole de aplacamiento refrigerador que el crítico que, al cabo de setenta años que viene admirándose de
Hernani,
confiesa preferir a esta obra el
Lion Amoureux.
Debido a la misma necesidad enfermiza de novedades arbitrarías, si desde su juventud se compadecía a una mujer modelo, una verdadera santa, por haberse casado con un pillo, un buen día la señora de Guermantes afirmaba que el tal pillo era un hombre ligero, pero de un corazón excelente, al que la implacable dureza de su mujer había impulsado a verdaderas inconsecuencias. Sabía ya que no sólo entre las obras, en la larga serie de los siglos, sino incluso en el seno de una misma obra, juega la crítica a hundir de nuevo en la sombra lo que era radiante desde hace demasiado tiempo, y a hacer salir de aquélla lo que parecía condenado a la oscuridad definitiva. No sólo había visto a Bellini, a Winterhalter, a los arquitectos jesuitas, a un ebanista de la Restauración pasar a ocupar el puesto de unos genios de quienes se decía que estaban cansados ya, simplemente porque los ociosos intelectuales se habían cansado de ellos, como están siempre cansados y son mudadizos los neurasténicos; había visto preferir en Sainte-Beuve sucesivamente al crítico y al poeta, y renegar de Musset en cuanto a sus versos, salvo algunas obrillas harto insignificantes. Indudablemente yerran ciertos ensayistas al poner por encima de las escenas más célebres del
Cid
o de
Polyeucte
tal trozo del
Menteur,
que, como un plano antiguo, nos informa acerca del París de la época; pero su predilección, justificada, ya que no por motivos de belleza, a lo menos por un interés documental, resulta demasiado racional todavía para la crítica loca. Da ésta todo Molière por un verso del
Etourdi,
y, aun encontrando el
Tristán
de Wagner pesado, salvará de él una «nota de corno preciosa», en el momento en que pasa el cortejo de los cazadores. Esta depravación me ayudó a comprender la de que daba pruebas la señora de Guermantes cuando decidía que un hombre de su mundo, reconocido como de gran corazón, pero tonto, era un monstruo de egoísmo, más ladino de lo que se creía; que otro, conocido por su generosidad, podía simbolizar la avaricia; que a una buena madre le traían sin cuidado sus hijos, y que una mujer a la que se creía viciosa tenía los más nobles sentimientos. Como echadas a perder por la nulidad de la vida mundana, la inteligencia y la sensibilidad de la señora de Guermantes eran demasiado vacilantes para que la repulsión no sucediese en ella con bastante rapidez al entusiasmo (sin perjuicio de sentirse de nuevo atraída hacia la clase de talento que sucesivamente había perseguido y abandonado), y para que el encanto que había encontrado a un hombre de valía no sufriese cambio, si la trataba demasiado, buscaba demasiadamente en sí misma direcciones que era incapaz de darle, con una irritación que creía producida por su admirador y que no lo era sino por la impotencia en que se halla uno de encontrar el placer cuando se contenta con buscarlo. Las variaciones de juicio de la duquesa no perdonaban a nadie, excepto a su marido. Sólo él no la había querido nunca; la duquesa había sentido siempre en él un carácter de hierro, indiferente a los caprichos que tenía ella, desdeñador de su belleza, violento, con una de esas voluntades que no cejan nunca y bajo cuya ley, únicamente, saben hallar la tranquilidad los nerviosos. Por otra parte, el señor de Guermantes, que perseguía un mismo tipo de belleza femenina, aunque buscándolo en queridas frecuentemente renovadas, no tenía, una vez que las había dejado, y para burlarse de ellas, más que una compañera duradera, idéntica, que a menudo le irritaba con su cháchara, pero de la cual sabía que todo el mundo la tenía por la más hermosa, la más virtuosa, la más inteligente, la más instruida de la aristocracia, por una mujer que demasiada suerte tenía él, el señor de Guermantes, en poseer, que encubría todos sus desórdenes, recibía a la gente como nadie y conservaba a su salón su categoría de primer salón del barrio de Saint-Germain. Esta opinión de los demás compartíala también él; malhumorado frecuentemente contra su mujer, estaba orgulloso de ella. Si, tan avaro como fastuoso, le negaba el dinero, por poco que fuese, para caridades, para los criados, le importaba mucho que tuviese los trajes más magníficos y los troncos de caballos más hermosos. Cada vez que la señora de Guermantes acababa de inventar, a propósito de los méritos y defectos, bruscamente trastrocados por ella, de alguno de sus amigos, una nueva y exquisita paradoja, ardía en deseos de ensayarla delante de personas capaces de apreciarla, de hacer saborear su originalidad psicológica y brillar su malignidad lapidaria. Evidentemente, estas opiniones nuevas no contenían, de ordinario, más verdad que las antiguas, sino con frecuencia menos; pero precisamente lo que de arbitrarias e inesperadas tenían les daba cierto viso intelectual que hacía conmovedor el comunicarlas. Sólo que el paciente sobre el que acababa de operar la psicología de la duquesa era, por lo general, un íntimo, del que aquellos a quienes deseaba ella transmitir su descubrimiento ignoraban por completo que no estuviese ya en el colmo del favor; asimismo, la fama que tenía la señora de Guermantes de incomparable amiga sentimental, cariñosa y leal, hacía difícil iniciar el ataque; la duquesa podía, a lo sumo, intervenir luego, como molesta y forzada, dando la réplica para aplacar, para contradecir en apariencia, para apoyar, de hecho, a un compañero que se había encargado de provocarla; ese era justamente el papel en que descollaba el señor de Guermantes.
En cuanto a los actos mundanos, era otro placer más, arbitrariamente teatral, el que experimentaba la señora de Guermantes al emitir sobre ellos aquellos juicios imprevistos que fustigaban con sorpresas incesantes y deliciosas a la princesa de Parma. Pero este placer de la duquesa fue menos con ayuda de la crítica literaria que por medio de la vida política y la crónica parlamentaria como intenté comprender cuál podía ser. Como los decretos sucesivos y contradictorios con que la señora de Guermantes subvertía sin cesar el orden de los valores en las personas de su medio no bastaban ya a distraerla, en la manera que tenía de dirigir su propia conducta social, de dar cuenta de sus menores decisiones mundanas, buscaba igualmente saborear esas emociones artificiales, obedecer a esos deberes ficticios que estimulan la sensibilidad de las asambleas y se imponen al espíritu de los políticos. Sabido es que cuando un ministro explica a la Cámara que ha creído obrar bien siguiendo una línea de conducta que le parece, en efecto, sencillísima al hombre de sentido común que a la mañana siguiente lee en su periódico la reseña de la sesión, ese mismo lector de sentido común se siente, sin embargo, súbitamente removido, y empieza a dudar de si habrá tenido razón en aprobar al ministro, al ver que el discurso de éste ha sido escuchado en medio de una viva agitación y puntuado por expresiones de censura tales como: «Eso es gravísimo», pronunciadas por un diputado cuyo apellido y títulos son tan largos y van seguidos de movimientos tan acentuados, que, en toda la interrupción, las palabras «Eso es gravísimo» ocupan menos lugar que un hemistiquio en un alejandrino. Por ejemplo, en otro tiempo, cuando el señor de Guermantes, príncipe de los Laumes, se sentaba en la Cámara, leíase a veces en los diarios de París, aun cuando la cosa estuviera destinada principalmente al distrito de Méséglise, y con objeto de demostrar a los electores que no habían dado sus votos a un mandatario inactivo o mudo:
(El señor de Guermantes-Bouillon, príncipe de los Laumes: «¡Eso es grave!». Gritos de «¡Muy bien! ¡Muy bien!» en el centro y en algunos escaños de la derecha, protestas clamorosas en la extrema izquierda).
El lector de sentido común conserva todavía un vislumbre de fidelidad al sensato ministro; pero su corazón es alterado con nuevas palpitaciones por las primeras palabras del nuevo orador, que responde al ministro:
«No exagero si digo que el asombro, el estupor (honda sensación en la derecha del hemiciclo) que me han causado las palabras del que es todavía, supongo, miembro del Gobierno… (una tempestad de aplausos)… Algunos diputados se dirigen presurosos al banco de los ministros; el señor subsecretario de Correos y Telégrafos hace con la cabeza, desde su sitio, una seña afirmativa». La «tormenta de aplausos» se lleva a rastras las últimas resistencias del lector de sentido común, que encuentra ofensiva para la Cámara, monstruosa, una manera de proceder que en sí misma es insignificante; si a mano viene, un hecho normal, por ejemplo: querer hacer pagar a los ricos más que a los pobres, proyectar luz sobre una iniquidad, preferir la paz a la guerra, le parecerá escandaloso y verá en ello una ofensa a ciertos principios en que no había pensado, en efecto, que no están inscritos en el corazón del hombre, pero que impresionan vigorosamente merced a las aclamaciones que desencadenan y a las compactas mayorías que reúnen.
Hay que reconocer, por lo demás, que esta sutileza de los políticos, que me sirvió para explicarme el medio de los Guermantes, y más tarde otros, no es sino la perversión de cierta agudeza de interpretación designada a menudo como «leer entre líneas». Si en las asambleas se da el absurdo por perversión de esa agudeza, por falta de ella peca de estupidez el público que lo toma todo «al pie de la letra», que no sospecha que haya habido una destitución cuando se releva de sus funciones a un alto dignatario «a petición suya», y que se dice: «No lo han destituido, puesto que es él mismo quien lo ha solicitado»; que no recela una derrota cuando los rusos, en un movimiento estratégico, se repliegan ante los japoneses a unas posiciones más fuertes y preparadas de antemano, ni una repulsa cuando a una provincia que ha pedido la independencia al emperador de Alemania le concede éste la autonomía religiosa. Es posible, por otra parte, volviendo a las sesiones de la Cámara, que, al abrirse éstas, los mismos diputados se asemejen al hombre de sentido común que habrá de leer la reseña de la sesión. Al enterarse de que unos obreros en huelga han enviado sus delegados a un ministro, quizá se pregunten ingenuamente: «¡Ah!, bueno, ¿qué se han dicho? Es de esperar que todo se haya arreglado», en el momento en que el ministro sube a la tribuna en medio de un profundo silencio que excita ya un deseo de emociones artificiales. Las primeras palabras del ministro: «No necesito decir a la Cámara que tengo un sentido demasiado elevado de los deberes de la gobernación para no haber recibido a esa delegación, a la cual no tenía por qué reconocer la autoridad de mi cargo», son un efecto de teatro, ya que esa era la única hipótesis que no se había forjado el sentido común de los diputados. Pero precisamente por ser un efecto de teatro es recibido con tales aplausos, que hasta que han pasado unos minutos no puede hacerse oír el ministro, el ministro que habrá de recibir, al volver a su banco, las felicitaciones de sus colegas. La gente está tan impresionada como el día en que ese ministro se olvidó de invitar al alcalde presidente, que le combatía, a una gran fiesta oficial, y todos declaran que tanto en una como en otra ocasión ha procedido como un verdadero hombre de Estado.