Claro que el amor que había tenido sucesivamente el señor de Guermantes para todas ellas empezaba un día a dejarse sentir de nuevo: en primer lugar, ese amor, al morir, las legaba, como hermosos mármoles —mármoles para el duque, convertido así parcialmente en artista, porque les había tenido amor y era sensible ahora a unas líneas que sin el amor no hubiera apreciado— que yuxtaponían, en el salón de la duquesa, sus formas durante mucho tiempo enemigas, devoradas por los celos y las riñas, y al cabo reconciliadas en la paz de la amistad; además, esa misma amistad era un efecto del amor que había hecho percatarse al señor de Guermantes, en aquellas que eran sus amantes, de virtudes que existen en todos los seres humanos, pero que sólo son perceptibles para la voluptuosidad, hasta el punto de que la ex amante, al convertirse en «un excelente camarada» que haría cualquier cosa por nosotros, es un cliché como el médico o como el padre que no son un médico o un padre, sino un amigo. Pero durante un primer período, la mujer a la que empezaba a abandonar el señor de Guermantes se quejaba, hacía escenas, mostrábase exigente, aparecía como indiscreta, chismosa. El duque empezaba a tomarla entre ojos. Entonces, a la señora de Guermantes se le presentaba coyuntura de sacar a luz los defectos, verdaderos o supuestos, de una persona que la irritaba. Como su bondad era conocida, la señora de Guermantes recibía los telefonazos, las confidencias, las lágrimas de la abandonada, y no se quejaba de ello. Se reía del caso con su marido, con algunos íntimos luego. Y creyendo, con la lástima que mostraba a la desventurada, tener derecho a ponerse cargante con ella en su misma presencia a nada que dijese, con tal que ello pudiera entrar en el marco del carácter ridículo que el duque y la duquesa le habían fabricado recientemente, la señora de Guermantes no se cohibía para cambiar con su marido miradas de irónica inteligencia.
A todo esto, al sentarse a la mesa, la princesa de Parma se acordó de que quería invitar a la Opera a la duquesa de…, y, deseosa de saber si esa invitación no le desagradaría a la señora de Guermantes, trató de sondearla. En ese momento entró el señor de Grouchy, cuyo tren, por culpa de un descarrilamiento, había tenido una parada de una hora. Se disculpó como pudo. Su mujer, si hubiera sido una Courvoisier, se hubiera muerto de vergüenza. Pero la señora de Grouchy no en balde era Guermantes. Mientras su marido se disculpaba del retraso:
—Ya veo —dijo, tomando la palabra— que hasta en las cosas pequeñas es una tradición en su familia de usted llegar con retraso.
—Siéntese, Grouchy, y no haga caso —dijo el duque.
—Aunque no dejo de ir con mi tiempo, me veo obligada a reconocer que algo tuvo de bueno la batalla de Waterloo, puesto que ha permitido la restauración de los Borbones, y, lo que aún está mejor, de una manera que los ha hecho impopulares. ¡Pero veo que es usted un verdadero Nemrod!
—En efecto, he cobrado algunas piezas hermosas. Voy a permitirme mandarle mañana a la duquesa una docena de faisanes.
Una idea pareció pasar por los ojos de la señora de Guermantes. Insistió en que no se tomase el señor de Grouchy la molestia de mandar los faisanes. Y haciendo una seña al lacayo enamorado, con quien había hablado yo al abandonar la sala de los Elstir:
—Poullein —dijo—, irá usted a buscar los faisanes del señor conde y los traerá en seguida; porque usted, Grouchy, me permite, ¿verdad?, que haga algunas finezas. No nos vamos a comer doce faisanes entre Basin y yo.
—Pero pasado mañana habría tiempo —dijo el señor de Grouchy.
—No, prefiero que vaya mañana —insistió la duquesa.
Poullein se había quedado lívido; su cita con su novia se desbarataba. Bastaba con esto para la distracción de la duquesa, que tenía empeño en que todo conservase una apariencia humana. «Ya sé que mañana es el día que le toca de salida —le dijo a Poullein—. No tiene usted más que cambiar con Jorge, que saldrá mañana, y al otro se quedará en casa».
Pero al otro día la novia de Poullein no estaría libre. A él le daba ya lo mismo salir. En cuanto Poullein hubo abandonado el comedor, todo el mundo alabó a la duquesa por su bondad para con su servidumbre. «¡Pero si no hago más que ser con ellos como quisiera que fuesen conmigo!». «¡Precisamente! Ya pueden decir que tienen una buena colocación en su casa». «No tan extraordinaria. Pero creo que me quieren de veras. Este es un poco fastidioso; porque está enamorado, cree que debe poner cara melancólica».
En ese momento volvió a entrar Poullein. «En efecto —dijo el señor de Grouchy—, no parece que tenga el don de la sonrisa. Hay que ser buenos con ellos, pero no demasiado buenos». «Reconozco que no tengo nada de terrible; en todo el día no tendrá más quehacer que ir a buscar los faisanes de usted, estarse aquí sin hacer nada y comerse su ración». «¡Cuántos quisieran estar en su lugar! —dijo el señor de Grouchy—, porque la envidia es ciega».
«Oriana —dijo la princesa de Parma—, el otro día estuve de visita en casa de su prima la de Heudicourt; evidentemente, es una mujer de una inteligencia superior; es una Guermantes, y con esto basta; pero dicen que es murmuradora…». El duque clavó en su mujer una larga mirada de estupefacción deliberada. La señora de Guermantes se echó a reír. La princesa acabó por darse cuenta. «Pero… ¿es que no es usted… de mi opinión?…», preguntó con inquietud. «Vuestra Alteza es demasiado bondadosa en hacer caso de las caras que pone Basin. Vamos, Basin, que no parezca que insinúa usted nada malo acerca de nuestros parientes». «¿Es que le parece demasiado mal intencionada?», preguntó vivamente la princesa. «¡Oh!, en absoluto —replicó la duquesa—. No sé quién le habrá dicho de ella a Vuestra Alteza que es murmuradora. Lejos de eso, es una excelente criatura que jamás ha dicho mal de nadie ni a nadie ha hecho daño». «¡Ah!, —dijo la señora de Parma, quitándosele un peso de encima—. Tampoco yo había notado nada en ese respecto. Pero como sé que suele ser difícil no tener un poco de malicia cuando se tiene mucho ingenio…». «¡Ah!, pues lo que es de eso, aún tiene menos». «¿Menos ingenio?…», preguntó la princesa, estupefacta. «Vamos, Oriana —interrumpió el duque en tono lastimero, lanzando en torno suyo, a derecha e izquierda, regocijadas miradas—; ya está usted oyendo que le dice de ella la princesa que es una mujer superior». «¿No lo es?…». «Por lo menos superiormente gorda». «No le haga caso Vuestra Alteza, que no es sincero; es tan estúpida como una oca», dijo con voz fuerte y ronca la señora de Guermantes, que, mucho más de la vieja escuela francesa aún que el duque cuando no se lo proponía, procuraba a menudo serlo, pero de una manera opuesta al género de chorrera de encajes y delicuescente de su marido, yen realidad mucho más aguda, gracias a una manera de pronunciar casi campesina que tenía un áspero y delicioso sabor al terruño. «Pero es la mujer más buena del mundo. Y además, ni siquiera sé si, en un grado así, puede llamársele a eso estupidez. No creo haber conocido nunca una criatura que se le parezca; es un caso como para un médico; tiene algo patológico, es una especie de
inocente,
de cretina, de
retrasada,
como las que salen en los melodramas o en
La Arlesiana.
Siempre que está aquí me pregunto si no ha llegado el momento en que va a despertar su inteligencia, cosa que siempre da un poco de miedo». La princesa se maravillaba de estas expresiones, aunque el veredicto la dejaba estupefacta. «Ella y la señora de Epinay me han contado la frase de usted sobre Taquino el Soberbio. Es deliciosa», respondió.
El señor de Guermantes me explicó la frase. Yo tenía ganas de decirle que su hermano, que pretendía no conocerme, me esperaba aquella misma noche a las once. Pero no le había preguntado a Roberto si podía hablar de esta cita, y como el hecho de que el señor de Charlus me la hubiera señalado casi estaba en contradicción con lo que él mismo había dicho a la duquesa, juzgué más delicado callarme. «No está mal lo de Taquino el Soberbio —dijo el señor de Guermantes—, pero probablemente no le ha contado a usted la señora de Heudicourt una frase mucho más bonita que le ha dicho el otro día Oriana, en respuesta a una invitación a almorzar». «¡Oh, no! ¡Dígala!». «Bueno, Basin, cállese. En primer lugar, la frasecilla esa es estúpida, y va a hacer que la princesa me juzgue inferior a esa alma de cántaro de mi prima. Además, no sé por qué digo mi prima. Es prima de Basin. Aunque de todos modos es algo parienta mía». «¡Oh!», exclamó la princesa de Parma ante la idea de que pudiera parecerle tonta la señora de Guermantes y protestando con grandes extremos de que nada podía hacer descender a la duquesa del lugar que ocupaba en su admiración. «Además, ya le hemos retirado las cualidades del ingenio; como esta palabra tiende a negarle algunas dotes del corazón, me parece inoportuna». «¡Negar! ¡Inoportuna! ¡Qué bien se expresa!», dijo el duque con una ironía fingida y para hacer admirar a la duquesa. «Vamos, Basin, no se burle usted de su mujer». «Fuerza es decir a Vuestra Alteza real —continuó el duque— que la prima de Oriana es superior, buena, gruesa, todo lo que se quiera, pero no es precisamente, ¿cómo lo diré?…, pródiga». «Sí, ya lo sé; es muy avara», interrumpió la princesa. «Yo no me hubiera permitido la expresión, pero Vuestra Alteza ha dado con la palabra exacta. Eso se traduce en su tren de casa y particularmente en la cocina, que es excelente, pero mesurada». «E incluso da lugar a escenas bastante cómicas —terció el señor de Bréauté—. Así, querido Basin, he ido a Heudicourt a pasar un día, en ocasión en que les esperaban a Oriana y a usted. Habían hecho unos preparativos suntuosos, cuando llega por la tarde un lacayo con un telegrama avisando que no iban ustedes». «¡No me extraña!», dijo la duquesa, que no sólo era difícil de cazar para estas cosas, sino que le gustaba que se supiera. «Su prima lee el telegrama, queda desolada, e inmediatamente, sin perder su aplomo y diciéndose que no era cosa de hacer gastos inútiles por un señor sin importancia como yo, llama al lacayo: ‘Diga usted al jefe de cocina que retire el pollo’, le grita. Y a la noche la oí que preguntaba al jefe de comedor: ‘Bueno, ¿y lo que sobró de vaca de ayer, no lo sirve usted?’». «Por lo demás, hay que reconocer que la mesa es, en aquella casa, perfecta —dijo el duque, que creía, con emplear esta expresión, mostrarse
antiguo régimen
—. No conozco otro sitio en que se coma mejor». «Ni menos», interrumpió la duquesa. «Es muy sano y suficiente para lo que se llama un vulgar catasalsas como yo —prosiguió el duque—; se queda uno con hambre». «¡Ah!, si se toma como cura, evidentemente es más higiénico que fastuoso. Por otra parte, no es una mesa que esté tan bien», añadió la señora de Guermantes, a la que no le hacía mucha gracia que se concediese el título de
la mejor mesa de París
a otra que a la suya. «Con mi prima ocurre lo mismo que con los autores estreñidos que ponen cada quince años una obra en un acto o un soneto. Es lo que llaman pequeñas obras maestras, bagatelas que son joyas; en una palabra, la cosa a que más horror tengo. La cocina de casa de Zenaida no es mala, pero le encontraría uno más chiste si escatimasen menos en ella. Hay cosas que pone bien su jefe de cocina, y luego hay otras que echa a perder. He tenido que soportar, allí, como en todas partes, almuerzos muy malos, sólo que me han hecho menos daño que en otros sitios, porque el estómago es, en el fondo, más sensible a la cantidad que a la calidad». «En fin, para acabar —concluyó el duque—, Zenaida insistía en que Oriana fuese a almorzar, y como a Oriana no le hace mucha gracia salir de casa, se resistía, procuraba informarse de si, con pretexto de una comida íntima, no la embarcaban deslealmente en un almuerzo de rumbo, y trataba en vano de saber quiénes estaban invitados a almorzar». «Tú, ven; tú, ven —insistía Zenaida, ponderando las cosas ricas que habría para comer—. Tomarás un puré de castañas, no te digo más que eso, y tendremos
siete bocaditos a la reina.
» «
¡Siete bocaditos!
—exclamó Oriana—. ¡Entonces es que por lo menos vamos a ser ocho!». Al cabo de unos instantes, la princesa, que al fin había comprendido, dejó estallar su risa como el fragor de un trueno. «¡Ah! ¡Entonces es que vamos a ser ocho! ¡Es admirable! ¡Qué bien redactado está!», dijo, volviendo a encontrar con un supremo esfuerzo la expresión de que se había servido la señora de Epinay, y que esta vez venía más a pelo. «Oriana, es muy amable lo que dice la princesa; dice que está bien redactado». «¡Pero, amigo mío, no me enseña usted nada nuevo!, ya sé yo que la princesa es muy ingeniosa», respondió la señora de Guermantes, que saboreaba fácilmente una frase cuando era a la vez pronunciada por una Alteza y encomiástica para su propio ingenio. «Me siento muy orgullosa de que Su Alteza aprecie mis modestas
redacciones.
Por lo demás, no me acuerdo de haber dicho eso. Y si lo he dicho, ha sido por halagar a mi prima, porque si tenía siete
bocaditos,
las bocas, no sé si me atreva a decirlo, habrían pasado de la docena».
«Poseía todos los manuscritos del señor de Bornier», prosiguió, hablando de la señora de Heudicourt, la princesa, que quería tratar de hacer valer las buenas razones que podía tener para intimar con aquélla. «Ha debido de soñarlo; creo que ni siquiera lo conocía», dijo la duquesa. «Lo interesante, sobre todo, es que esas correspondencias, que sostenía simultáneamente, son de gente de varios países», continuó la condesa de Arpajon, que, emparentada con las principales casas ducales y aun soberanas de Europa, se sentía feliz con recordarlo. «¡Pues claro que sí, Oriana! —dijo el señor de Guermantes, no sin intención—. ¡Si tiene usted que acordarse perfectamente de aquel almuerzo en que tuvo de vecino al señor de Bornier!». «Pero, Basin, si lo que quiere usted decirme es que he conocido al señor de Bornier, naturalmente que sí; ha venido a verme, inclusive, varias veces, pero nunca he podido resolverme a invitarle, porque me hubiera visto obligada, cada vez que viniera, a hacer que desinfectaran la casa con formol. En cuanto a ese almuerzo, demasiado bien que me acuerdo de él. No era, ni mucho menos, en casa de Zenaida, que no ha visto a Bornier en su vida, y que debe de creer, si se le habla de la
Fille de Roland,
que se trata de una princesa Bonaparte que, según pretendían, estaba prometida al hijo del rey de Grecia; no, era en la embajada de Austria. El simpático Hoyos había creído proporcionarme un placer con encajarme, en una silla al lado de la mía, a ese académico pestilente. Yo creía tener de vecino a un escuadrón de gendarmes. Me vi obligada a taparme la nariz como pude todo el tiempo que duró la cena. ¡No me atreví a respirar hasta que sacaron el Gruyère!». El señor de Guermantes, que había conseguido su secreta mira, examinó a hurtadillas, en la cara de los invitados, la impresión producida por la frase de la duquesa. «Hablaban ustedes de correspondencias; a mí la que me parece admirable es la de Gambetta», dijo la duquesa de Guermantes, para hacer ver que no temía mostrar interés por un proletario y radical. El señor de Bréauté comprendió todo el ingenio de esta audacia, miró en torno suyo con una mirada chispona y al mismo tiempo enternecida, tras de lo cual limpió su monóculo.