El mundo de Guermantes (66 page)

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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico

Muchas amigas de la princesa de Parma, respecto de las cuales se contentaba la duquesa de Guermantes, desde hacía varios años, con el mismo saludo correcto, o con mandarles tarjeta en respuesta a las suyas, sin invitarlas nunca ni acudir a sus fiestas, quejábanse discretamente de ello a Su Alteza, que, los días en que el señor de Guermantes iba a verla solo, le hablaba de ello como quien no quiere la cosa. Pero el solapado gran señor, mal marido para con la duquesa en cuanto que tenía queridas, pero compadre a toda prueba en lo que atañía al buen funcionamiento de su salón (y del ingenio de Oriana, que era su principal atractivo), respondía: «Pero ¿es que la conoce mi mujer? ¡Ah!, entonces hubiera debido invitarla, en efecto. Pero voy a decirle la verdad, señora: a Oriana, en el fondo, no le hace gracia la conversación de las mujeres. Está rodeada de una corte de espíritus superiores —yo no soy su marido, no soy más que su primer ayuda de cámara—. Menos un número reducidísimo de ellas que son muy inteligentes, las mujeres la fastidian. Vamos, señora, Vuestra Alteza, que es tan aguda, no me dirá que la marquesa de Souvré tiene talento. Sí, lo comprendo perfectamente, la princesa la recibe por bondad. Y, además, la conoce. Dice Vuestra Alteza que Oriana la ha visto; es posible, pero muy poco, se lo aseguro. Y, además, he de decirle a la princesa que también hay un poco de culpa por parte mía. Ayer tarde, sin ir más lejos, tenía fiebre Oriana; temía disgustar a la duquesa de Borbón si no iba a su casa. Tuve que enseñar los dientes, prohibí que enganchasen. Bueno, ¿sabe una cosa, Alteza?, la verdad es que me dan ganas de no decirle siquiera a Oriana que me ha hablado Vuestra Alteza de la señora de Souvré. Oriana quiere tanto a Vuestra Alteza, que irá inmediatamente a invitar a la de Souvré; con eso tendremos una visita más, nos obligará a ponernos en relación con la hermana, a cuyo marido conozco perfectamente. Me parece que no voy a decirle nada a Oriana, si la princesa me autoriza a ello. Así le evitaremos mucha fatiga y agitación. Y le aseguro que con eso no privamos de nada a la señora de Souvré. Va a todas partes, a los sitios más brillantes. Nosotros apenas recibimos gente, algunas comidas de nada; la señora de Souvré se aburriría mortalmente». La princesa de Parma, candorosamente persuadida de que el duque de Guermantes no transmitiría su ruego a la duquesa, y desolada por no haber conseguido la invitación que deseaba la señora de Souvré, sentíase tanto más lisonjeada por ser una de las personas que frecuentaban un salón tan poco accesible. Claro está que esta satisfacción no dejaba de tener sus quiebras. Así, cada vez que la princesa de Parma invitaba a la señora de Guermantes, tenía que someter a una verdadera tortura su imaginación para no recibir ese día en su casa a nadie que pudiera desagradar a la duquesa e impedir que volviera.

Los días de costumbre (después de la cena, en que tenía siempre a la mesa desde muy pronto, porque había conservado los antiguos usos, algunos invitados), el salón de la princesa de Parma estaba abierto a los amigos asiduos y, en general, a toda la gran aristocracia francesa y extranjera. La recepción consistía en que, al salir del comedor, la princesa se sentaba en un canapé, delante de una gran mesa redonda, charlaba con dos de las mujeres más importantes que habían cenado en su casa aquella noche, o bien echaba una ojeada a algún
magazine,
jugaba a las cartas (o fingía jugar, siguiendo una costumbre cortesana alemana), ya haciendo un solitario, ya tomando de compañero verdadero o supuesto a algún personaje de nota. A eso de las nueve, la puerta del gran salón no cesaba ya de abrirse de par en par, de volverse a cerrar, de abrirse de nuevo, para dejar paso a los visitantes que habían cenado a toda prisa (o, si cenaban fuera de sus casas, escamoteaban el café diciendo que iban a volver, contando, en efecto, con «entrar por una puerta y salir por otra») para acomodarse a las horas de la princesa. Esta, mientras tanto, atenta a su juego o a la charla, hacía como si no viese a las que llegaban, y hasta el momento en que estaban a dos pasos de ella no se levantaba graciosamente, sonriendo con bondad a las mujeres. Estas, en tanto, hacían ante Su Alteza en pie una reverencia que llegaba hasta la genuflexión, de modo que sus labios quedasen a la altura de la hermosa mano que pendía muy bajo, y pudieran besarla. Pero en ese momento, la princesa, ni más ni menos que si una vez y otra hubiera sido sorprendida por un protocolo que, sin embargo, conocía muy bien, alzaba a la arrodillada como a viva fuerza, con una gracia y una dulzura sin par, y la besaba en las mejillas. Gracia y dulzura que tenían por condición, se dirá, la humildad con que la que llegaba doblaba la rodilla. Así era, desde luego, y parece que en una sociedad igualitaria desaparecería la urbanidad, no, como se cree, porque faltase la educación, sino porque en los unos desaparecería la deferencia debida al prestigio que debe ser imaginario para ser eficaz, y, sobre todo, en los otros, la amabilidad que se prodiga y afina cuando se siente que tiene para el que la recibe un valor infinito, que en un mundo fundado en la igualdad se reduciría súbitamente a nada, como todo lo que no tuviera más valor que el fiduciario. Pero esta desaparición de la cortesía en una sociedad nueva no es segura, y a veces estamos excesivamente dispuestos a creer que las condiciones actuales de un estado de cosas son las únicas posibles del mismo. Espíritus muy honrados han creído que una República no podría tener diplomacia y alianzas, y que la clase campesina no toleraría la separación de la Iglesia y del Estado. Después de todo, la cortesía en una sociedad no igualitaria no sería un milagro mayor que el buen éxito de los ferrocarriles y que la utilización militar del aeroplano. Además, aun cuando la cortesía desapareciera, nada prueba que eso fuese una desgracia. Al fin y al cabo, ¿no se iría jerarquizando secretamente una sociedad a medida que fuese de hecho más democrática? Es harto posible. El poderío político de los papas ha crecido mucho desde que ya no tienen ni Estados ni ejércitos; las catedrales ejercían un prestigio mucho menor sobre un devoto del siglo XVII que sobre un ateo del xx, y de haber sido la princesa de Parma soberana de un Estado, sin duda hubiera tenido yo la idea de hablar de ella tanto, aproximadamente, como de un presidente de la República; es decir, ni poco ni mucho.

Una vez alzada la impetrante y besada por la princesa, ésta volvía a sentarse, poníase de nuevo a su solitario, no sin haber, si la recién llegada era de importancia, charlado un momento con ella haciéndola sentarse en una butaca.

Cuando el salón acababa por estar demasiado lleno, la dama de honor encargada del servicio de orden hacía sitio guiando a los concurrentes asiduos a un inmenso
hall
a que daba el salón y que estaba colmado de retratos, de curiosidades referentes a la casa de Borbón. Los invitados habituales de la princesa desempeñaban entonces gustosamente el papel de cicerones, y decían cosas interesantes, que no tenían paciencia para escuchar los jóvenes, más atentos a mirar a las Altezas vivas (y, si a mano venía, a hacerse presentar a ellas por la dama y las señoritas de honor) que a examinar las reliquias de las soberanas muertas. Demasiado ocupados con las personas a quienes podrían conocer y con las invitaciones que acaso pescasen, no sabían absolutamente nada, ni siquiera al cabo de años y años, de lo que había en aquel precioso museo de los archivos de la Monarquía, y sólo se acordaban confusamente de que estaba decorado con cactos y palmeras gigantes que hacían asemejarse aquel centro de las elegancias al Palmarium del Jardín de Aclimatación.

Claro está que la duquesa de Guermantes, por mortificación, iba a veces a hacer, esas noches, una visita de digestión a la princesa, que la retenía todo el tiempo a su lado, mientras bromeaba con el duque. Pero cuando la duquesa iba a cenar, la princesa se guardaba muy mucho de tener a sus invitados habituales, y cerraba su puerta al levantarse de la mesa, por temor a que unos visitantes demasiado poco selectos desagradasen a la exigente duquesa. Esas noches, si algunos fieles no advertidos se presentaban a la puerta de Su Alteza, el portero respondía: «Su Alteza real no recibe esta noche», y volvían a marcharse. De antemano, por lo demás, sabían muchos amigos de la princesa que ese día no serían invitados. Era una serie especial, una serie cerrada para tantos que hubieran deseado ser comprendidos en ella. Los excluidos podían, con una casi certeza, señalar por sus nombres a los elegidos, y se decían entre sí en tono lastimero: «Ya sabe usted que Oriana de Guermantes no se mueve nunca sin llevar consigo todo su estado mayor». Con ayuda de éste, la princesa de Parma trataba de rodear a la duquesa como con una muralla protectora contra las personas que hubieran encontrado cerca de ella un éxito más dudoso. Pero la princesa de Parma se sentía molesta con muchos de los amigos preferidos de la duquesa, con muchos miembros del brillante «estado mayor», por tener que usar con ellos de amabilidades, en vista de que era muy poca la que para con ella tenían. Claro es que la princesa de Parma admitía perfectamente que pudiera hallarse mayor satisfacción en el trato de la señora de Guermantes que en el suyo. De sobra se veía obligada a reconocer que la gente se apiñaba en los «días» de la duquesa, y que ella misma se encontraba allí a menudo con tres o cuatro Altezas que se contentaban con dejar tarjeta en su casa. Y de nada le servía retener las ocurrencias de Oriana, imitar sus trajes, servir en sus tés las mismas tartas de fresa; había veces que se quedaba sola todo el día con una dama de honor y un consejero de alguna legación extranjera. Así, cuando (como se había dado el caso, por ejemplo, con Swann en otro tiempo) había alguien que nunca acababa el día sin haber ido a pasar dos horas en casa de la duquesa, y hacía una visita una vez cada dos años a la princesa de Parma, ésta no tenía muchas ganas, ni aun por divertir a Oriana, de conceder a ese Swann cualquiera los «avances» de invitarlo a cenar. En suma, convidar a la duquesa era para la princesa de Parma ocasión de perplejidades: hasta tal punto la corroía el temor de que Oriana lo encontrase mal todo. Pero en cambio, y por la misma razón, cuando la princesa de Parma iba a cenar a casa de la señora de Guermantes, estaba de antemano segura de que allí todo estaría bien, de que todo sería delicioso; no tenía más que un temor, y era el de no saber comprender, retener, agradar, no saber asimilarse las ideas y la gente. Por eso mi presencia excitaba su atención y su ansia, ni más ni menos que los hubiera excitado una nueva manera de adornar la mesa con guirnaldas de frutas, dudosa como estaba de si era lo uno o lo otro, el adorno de la mesa o mi presencia, lo que constituía más particularmente uno de esos encantos, secreto del éxito de las recepciones de Oriana, y, en la duda, firmemente decidida a tratar de tener en su próxima comida uno y otra. Lo que justificaba, por lo demás, plenamente la curiosidad enhechizada que la princesa de Parma llevaba a casa de la duquesa era el elemento cómico, peligroso, excitante, en que la princesa se sumergía con una especie de temor, de pasmo y de delicias (como, a la orilla del mar, en uno de esos «baños de ola» cuyo peligro señalan los bañeros que hacen de prácticos, sencillamente porque ninguno de ellos sabe nadar), de que salía tonificada, dichosa, rejuvenecida, y que se llamaba el ingenio de los Guermantes. El ingenio de los Guermantes —entidad tan inexistente como la cuadratura del círculo, según la duquesa, que juzgaba ser ella la única Guermantes que lo poseyese— era una reputación, como las salchichas blancas de Tours o los bizcochos de Reims. Sin duda (ya que una particularidad intelectual no emplea para propagarse los mismos modos que el color del pelo o de la tez), ciertos íntimos de la duquesa, y que no eran de su misma sangre, poseían, con todo, ese ingenio, que, en cambio, no había podido invadir a determinados Guermantes excesivamente refractarios a cualquier linaje de inteligencia. Los detentadores, no emparentados con la duquesa, del ingenio de los Guermantes tenían generalmente como característica el haber sido hombres brillantes, dotados para una carrera a la que, ya fuesen las artes, la diplomacia, la elocuencia parlamentaria o las armas, habían preferido la vida de cotarro. Quizá esta preferencia hubiera podido explicarse por cierta falta de originalidad, o de iniciativa, o de decisión, o de salud, o de suerte, o por el esnobismo.

Para algunos de ellos (fuerza es reconocer, por otra parte, que esta era la excepción), si el salón de Guermantes había sido el tropiezo interpuesto en su carrera, era contra su voluntad. Así, un médico, un pintor y un diplomático de gran porvenir no habían conseguido «llegar» en su carrera, para la que, sin embargo, estaban harto más brillantemente dotados que otros muchos, porque la intimidad de que gozaban en casa de los Guermantes hacía que los dos primeros pasasen por gentes del gran mundo, y el tercero por un reaccionario, lo cual había impedido a los tres ser reconocidos por sus pares. La antigua toga y el birrete rojo que visten y con que se cubren todavía los colegios electores de las facultades, no es, o por lo menos no era, aún no hace tanto tiempo, otra cosa que la supervivencia puramente externa de un pasado de ideas estrechas, de un sectarismo cerrado. Bajo el birrete con borlas de oro, como los sumos sacerdotes bajo el gorro cónico de los judíos, los «profesores» estaban todavía, en los años que precedieron a la cuestión de Dreyfus, encerrados en ideas rigurosamente farisaicas. Du Boulbon era, en el fondo, un artista, pero estaba salvado porque no le gustaba la vida de sociedad. Cottard frecuentaba a los Verdurin. Pero la señora de Verdurin era una cliente; Cottard, además, estaba protegido por su vulgaridad, y, en fin, no recibía en su casa más que a la Facultad, en ágapes sobre los que flotaba un olor de ácido fénico. Pero en los cuerpos vigorosamente constituidos, en que, por lo demás, el rigor de los prejuicios no es sino el rescate de la más hermosa integridad, de las más elevadas ideas morales, que flaquean en otros medios más tolerantes, más libres y, bien pronto, licenciosos, un profesor, con su toga roja de raso escarlata con vueltas de armiño como la de un Dogo (es decir, un duque) de Venecia encerrado en el palacio ducal, era tan virtuoso, tan apegado a unos nobles principios, pero tan implacable también para con todo elemento extraño, como el otro duque, excelente, pero terrible, que era el señor de Saint-Simon. El extraño era el médico mundano, que tenía otras maneras, otras relaciones. Por hacer bien las cosas, el desdichado de que aquí hablamos, para no ser acusado por sus colegas de que los desdeñaba (¡qué ideas de hombre de mundo!), si les ocultaba a la duquesa de Guermantes, esperaba desarmarlos dando comidas mixtas en que el elemento médico quedaba ahogado por el elemento mundano. No sabía que así firmaba su perdición, o más bien se enteraba de ello cuando el consejo de los diez (un poco más elevado en número) tenía que proveer la vacante de alguna cátedra, y era siempre el nombre de un médico, más normal, aun cuando fuese más mediocre, el que salía de la urna fatal, y el «veto» resonaba en la antigua Facultad, tan solemne, tan ridículo, tan terrible como el «juro» con que murió Molière. Así también el pintor rotulado para siempre de hombre de mundo, cuando gentes de mundo que se dedicaban al arte habían conseguido hacerse colgar el marchamo de artistas; así el diplomático que tenía demasiados vínculos reaccionarios.

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