El mundo de Guermantes (78 page)

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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico

Por lo demás, mi curiosidad histórica resultaba débil en comparación del placer estético. Los nombres citados conseguían el efecto de desencarnar a los invitados de la duquesa, que de nada servía que se llamasen el príncipe de Agrigento o de Cystira, pues su máscara de carne y de ininteligencia o de inteligencia comunes los había trocado en unos hombres cualesquiera, tanto que yo, en fin de cuentas, había atracado en la esterilla del vestíbulo, no como en el umbral, según había creído, sino en la extrema linde del mundo encantado de los sueños. El mismo príncipe de Agrigento, desde el momento en que oí que su madre era de los Damas, nieta del duque de Módena, quedó libertado, como de un compañero químico inestable, del semblante y de las palabras que impedían reconocerle, y fue a formar con Damas y con Módena, que no eran más que sendos títulos, una combinación infinitamente más seductora. Cada nombre cambiado de sitio por la atracción de otro respecto del cual no le había sospechado yo ninguna afinidad, abandonaba el lugar inmutable que ocupaba en mi cerebro, donde la costumbre lo había empañado, y al ir a unirse a los Mortemart, a los Estuardos o a los Borbones, dibujaba en ellos ramas del más gracioso efecto y de un colorido cambiante. El mismo nombre de Guermantes recibía de todos los hermosos nombres extinguidos y con tanto mayor ardor encendidos de nuevo, a los que acababa de enterarme que estaba ligado, una nueva determinación, puramente poética. A lo sumo, al extremo de cada dilatación de la altiva raíz, podía yo verla granar en algún rostro de rey prudente o de princesa ilustre, como el padre de Enrique IV o la duquesa de Longueville. Mas como esas caras, diferentes en esto de los semblantes de los comensales, no estaban embadurnadas, para mí, por ningún residuo de experiencia material ni de mediocridad mundana, seguían siendo, en medio de su hermoso dibujo y de sus cambiantes reflejos, homogéneas respecto de los nombres que, a intervalos regulares, cada uno de un color diferente, se destacaban del árbol genealógico de Guermantes, y no turbaban de ninguna manera extraña y opaca los retoños traslúcidos, alternos y multicolores, que, al igual que en los antiguos vitrales de Jessé los antepasados de Jesús, florecían a uno y otro lado del árbol de vidrio.

Varias veces había querido yo ya retirarme, y más que por ninguna otra razón, por la insignificancia que mi presencia imponía a aquella reunión, una, sin embargo, de las que por espacio de mucho tiempo me había imaginado tan hermosas, y que sin duda lo hubiera sido de no haber tenido un testigo molesto. Al menos mi partida iba a permitir a los invitados, una vez que el profano ya no estuviese allí, constituirse por fin en reunión secreta. Iban a poder celebrar los misterios para cuya celebración se habían reunido, porque no era evidentemente para hablar de Frantz Hals o de la avaricia, y para hablar de ello de la misma manera que lo hace la gente de la burguesía. No se decían más que nonadas, sin duda porque estaba yo allí, y yo tenía remordimientos, viendo todas aquellas mujeres bonitas separadas, de impedirles, con mi presencia, vivir, en el más precioso de sus salones, la vida misteriosa del barrio de Saint-Germain. Pero el señor y la señora de Guermantes llevaban el espíritu de sacrificio hasta aplazar, reteniéndome, la partida que a cada instante quería yo efectuar. Cosa aún más curiosa: muchas de las damas que habían venido solícitas, encantadas, engalanadas, consteladas de pedrerías, para no asistir, por mi culpa, a una fiesta que ya no se diferenciaba esencialmente de las que se dan fuera del barrio de Saint-Germain, del mismo modo que en Balbec no nos sentimos en una ciudad que se diferencie de lo que nuestros ojos tienen costumbre de ver, muchas de esas damas se retiraron, no defraudadas, como hubieran debido estarlo, sino dando las gracias con efusión a la señora de Guermantes por la deliciosa velada que habían pasado, como si los demás días, aquellos en que no estaba yo allí, no pasase otra cosa.

¿Era verdaderamente por unas cenas como ésta por lo que todas estas personas se ponían de tiros largos y se negaban a dejar penetrar a las burguesas en sus salones tan cerrados, para unas cenas como ésta? ¿Hubieran sido por este estilo de haber estado yo ausente? Por un instante tuve la sospecha de ello, pero era demasiado absurda. El simple sentido común me permitía descartarla. Y además, si le hubiese dado acogida, ¿qué hubiera quedado del nombre de Guermantes, tan desvaído ya desde Combray?

Por lo demás, estas muchachas-flores eran, en un grado extraño, fáciles de contentar por otra persona, o estaban deseosas de contentarla, ya que más de una con la que no había cambiado yo en toda la noche arriba de dos o tres frases, cuya estupidez me había hecho sonrojarme, mostró empeño, antes de abandonar el salón, en venir a decirme, clavando en mí sus hermosos ojos acariciadores, mientras corregía la guirnalda de orquídeas que daba vuelta a su pecho, el intenso placer que había tenido en conocerme, y hablarme —alusión velada a una invitación a cenar— de su deseo de «arreglar algo», después de que hubiera «escogido día» con la señora de Guermantes. Ninguna de estas damas-flores se retiró antes que la princesa de Parma. La presencia de ésta —no debe uno irse antes que una Alteza— era una de las dos razones, no adivinadas por mí, por las que tanta insistencia había puesto la duquesa en que me quedase. En cuanto la señora de Parma se puso en pie, fue como una liberación. Todas las damas, después de haber hecho una genuflexión delante de la princesa, que las hizo alzarse, recibieron de ella en un beso y, como una bendición que hubiesen solicitado de rodillas, permiso para pedir su abrigo y llamar a sus criados. De modo que hubo ante la puerta como una recitación a gritos de los grandes nombres de la historia de Francia. La princesa de Parma había prohibido a la señora de Guermantes que bajase a acompañarla hasta el vestíbulo, por temor a que cogiese frío, y el duque había añadido: «Vamos, Oriana, ya que Su Alteza lo permite, recuerde usted lo que le ha dicho el doctor».

«Creo que la duquesa de Parma ha quedado
contentísima
de cenar con usted». Conocía yo la fórmula. El duque había cruzado todo el salón para venir a pronunciarla delante de mí, con expresión obsequiosa y penetrada, como si me entregara un diploma o me ofreciese unos pastelillos de hojaldre. Y por el placer que parecía sentir en aquel momento y que comunicaba una expresión momentáneamente tan dulce a su fisonomía, me di cuenta de que el género de cuidados que esto representaba para él era de los que cumpliría hasta el extremo final de su vida, como esas funciones honoríficas y cómodas que, aunque ya esté uno chocho, sigue conservando.

En el momento en que iba a marcharme, volvió a entrar en el salón la dama de honor dé la princesa, que se había olvidado de llevarse unos maravillosos claveles, traídos de Guermantes, que la duquesa había dado a la de Parma. La dama de honor estaba bastante arrebolada; echábase de ver que acababa de ser tratada de mala manera, porque la princesa, tan buena para con todo el mundo, no podía contener su impaciencia ante la simpleza de su señora de compañía. Así corría a toda prisa, llevándose los claveles, pero, por conservar su aire desenvuelto y travieso, lanzó, al pasar por delante de mí: «A la princesa le parece que me retraso; querría que nos hubiésemos ido ya y tener, de todas maneras, los claveles. ¡Vamos, no soy ningún pajarito, no puedo estar en más de un sitio a la vez!».

¡Ay!, la razón de no levantarse antes que una Alteza no era la única. No pude marcharme inmediatamente, porque había otra: era que el famoso lujo, desconocido para los Courvoisier, que los Guermantes, opulentos o semiarruinados, sobresalían en hacer gozar a sus amigos, no era sólo un lujo material, como a menudo lo había experimentado yo con Roberto de Saint-Loup, sino también un lujo de frases encantadoras, de actos amables, toda una elegancia verbal, alimentada por una verdadera riqueza interior. Pero como ésta, en la ociosidad mundana, permanece sin empleo, desahogábase a veces, buscaba un derivativo en una a modo de efusión fugitiva, tanto más ansiosa y que hubiera podido, por parte de la señora de Guermantes, hacer creer en un verdadero afecto. Sentíalo ella, por lo demás, en el momento en que la dejaba desbordarse, porque hallaba entonces, en la compañía del amigo o de la amiga con quien se encontraba, una como embriaguez, en modo alguno sensual, análoga a la que da la música a ciertas personas; ocurríale desprenderse una flor del escote, un medallón, y dárselos a uno con quien hubiera deseado hacer durar la velada, aun sintiendo con melancolía que semejante prolongación no habría podido conducir a otra cosa que a vanas charlas en que nada hubiera pasado del placer nervioso de la emoción pasajera, semejantes a los primeros calores primaverales por la impresión que dejan de cansera y de tristeza. En cuanto al amigo, no debía dejarse engañar demasiado por las promesas más embriagadoras que cuantas hubiera oído nunca, proferidas por estas mujeres que, porque sienten con tanta fuerza la dulzura de un momento, hacen de él, con una delicadeza, con una nobleza ignoradas de las criaturas normales, una enternecedora obra maestra de gracia y de bondad, y ya no tienen nada más que dar de sí mismas en cuanto ha llegado otro momento. Su afecto no sobrevive a la exaltación que lo dicta, y la finura de espíritu que las había llevado entonces a adivinar todas las cosas que desearíais oír, y a decíroslas, les permitirá igualmente, algunos días más tarde, cazar vuestras ridiculeces y divertir con ellas a otro de sus visitantes con el que estarán saboreando uno de esos «momentos musicales» que son tan breves.

En el vestíbulo, donde pedí a un lacayo mis
snow-boots,
que había sacado de casa por precaución contra la nieve, de que habían caído algunos copos convertidos bien pronto en lodo, sin darme cuenta de que era poco elegante, sentí, por la desdeñosa sonrisa de todos, una vergüenza que llegó a su más alto grado cuando vi que la señora de Guermantes no se había retirado y me veía calzándome mis chanclos americanos. La princesa se volvió hacia mí: «¡Oh, qué buena idea —exclamó—; qué práctica es. !Ahí tienen ustedes un hombre inteligente. Señora, vamos a tener que comprarnos esto», dijo a su dama de honor, mientras la ironía de los lacayos se trocaba en respeto y los invitados se apiñaban en torno a mí para enterarse de dónde había podido encontrar aquellas maravillas. «Gracias a eso, no tendrá usted nada que temer, aunque vuelva a nevar y vaya usted lejos; se acabó el mal tiempo», me dijo la princesa. «¡Oh!, desde ese punto de vista puede tranquilizarse Vuestra Alteza real —interrumpió la dama de honor, con aires de agudeza—; no volverá a nevar». «¡Qué sabe usted, señora! », añadió agriamente la excelente princesa de Parma, a la que sólo conseguía irritar la estupidez de su dama de honor. «Puedo afirmarlo a Vuestra Alteza real; no puede volver a nevar, es materialmente imposible». «Pero ¿por qué ya no puede nevar más? ¿Han hecho lo necesario para ello? ¿Han echado sal?». La candorosa dama no se percató de la cólera de la princesa ni del regocijo de las demás personas, ya que, en lugar de callarse, me dijo con una sonrisa afable, sin tener en cuenta mis denegaciones a cuenta del almirante Jurien de la Gravière: «Por lo demás, ¿qué importa? Este caballero debe de tener pies de marino. La buena sangre no se desmiente».

Y, después de acompañar a la princesa de Parma, el señor de Guermantes me dijo, cogiendo mi gabán: «Voy a ayudarle a usted a meterse en su cáscara». Ni siquiera sonreía ya al emplear esta expresión, porque las que son más vulgares, por lo mismo, gracias a la afectación de sencillez de los Guermantes, habían acabado por hacerse aristocráticas.

Una exaltación que sólo llevaba a la melancolía, porque era artificial, fue también, aunque de muy distinta manera que la señora de Guermantes, lo que sentí una vez que hube salido por fin de su casa, en el coche que iba a conducirme al palacio del señor de Charlus. Podemos, a nuestra elección, entregarnos a una u otra de dos fuerzas: la una se alza de nosotros mismos, emana de nuestras impresiones profundas; la otra nos viene de fuera. La primera lleva naturalmente consigo una alegría, la que exhala la vida de los creadores. La otra corriente, la que intenta introducir en nosotros el movimiento que agita a unas personas exteriores, no va acompañada de placer; pero podemos añadirle uno, gracias a un retroceso, en una embriaguez tan ficticia que se muda rápidamente en tedio, en tristeza, de donde el semblante melancólico de tantos mundanos y, en éstos, tanto estado nervioso, que puede llegar hasta el suicidio. Ahora bien, en el coche que me llevaba a casa del señor de Charlus era yo presa de ese segundo género de exaltación, harto diferente de la que nos da una impresión personal como la que había sentido yo en otros coches; una vez en Combray, en el carricochillo del doctor Percepied, desde el que había visto pintarse sobre el poniente los campanarios de Martinville; un día en Balbec, en la carretela de la señora de Villeparisis, tratando de desentrañar la reminiscencia que me ofrecía una avenida de árboles. Pero en este tercer coche, lo que tenía yo ante los ojos del espíritu eran las conversaciones que me habían parecido tan aburridas en la cena de la señora de Guermantes: por ejemplo, todo lo que había contado el príncipe Von acerca del emperador de Alemania, del general Botha y del ejército inglés. Acababa yo de hacerlos deslizarse en el estereóscopo interior a través del cual, desde el punto en que ya no somos nosotros mismos, desde el momento en que, dotados de un alma mundana, ya no queremos recibir nuestra vida como no sea de los demás, damos relieve a lo que los demás han dicho, a lo que han hecho. Cual un hombre ebrio lleno de tiernas disposiciones hacia el mozo de café que le ha servido, maravillábame yo de mi suerte —de que, verdad es, no me había dado cuenta en el momento mismo— en haber cenado con quien tan bien conocía a Guillermo II y había contado a propósito de él unas anécdotas a fe mía graciosísimas. Y recordando, con el acento alemán del príncipe, la historia del general Botha, me reía alto, como si esa risa, semejante a ciertos aplausos que aumentan la admiración interior, fuese necesaria a aquel relato para corroborar su comicidad. Tras de los cristales de aumento, hasta aquellos juicios de la señora de Guermantes que me habían parecido estúpidos (por ejemplo, a propósito de Frantz Hals, cuyos cuadros hubiera habido que ver desde un tranvía) cobraban una vida, una profundidad extraordinarias. Y debo decir que si esta exaltación decayó pronto, no era absolutamente insensata. Del mismo modo que podemos ser felices un buen día con conocer a la persona a quien más despreciábamos, porque resulta estar relacionada con una muchacha a la que queremos, a la que puede presentarnos, y nos ofrece de esta suerte utilidad y aliciente, cosas de que la hubiéramos creído desasistida para siempre jamás, no hay frase, como no hay relaciones, de que pueda uno estar seguro de que no sacará un día algo. Lo que me había dicho la señora de Guermantes acerca de los cuadros que sería interesante ver aunque fuese desde un tranvía, era falso, pero contenía una parte de verdad que me fue preciosa más tarde.

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