El mundo de Guermantes (77 page)

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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico

A veces, más que de un linaje, era de un hecho particular, de una fecha, de lo que le hacía a uno acordarse un nombre. Al oír recordar al señor de Guermantes que la madre del señor de Bréauté era Choiseul y su abuela Lucinge, creí ver, bajo la trivial camisa con su sencilla abotonadura de perlas, sangrar en dos globos de cristal estas augustas reliquias: el corazón de madama de Praslin y el del duque de Berri; otras eran más voluptuosas, como los finos y largos cabellos de madama Tallien o de madama de Sabran.

Más enterado que su mujer de lo que habían sido sus antepasados, el señor de Guermantes resultaba poseedor de recuerdos que daban a su conversación un hermoso empaque de antigua mansión desprovista de verdaderas obras maestras, pero llena de cuadros auténticos, mediocres y majestuosos, cuyo conjunto tiene un gran tono. Como el príncipe de Agrigento preguntase por qué había dicho el príncipe de X…, al hablar del duque de Aumale, «mi tío», el señor de Guermantes respondió: «Porque el hermano de su madre, el duque de Wurtemberg, estuvo casado con una hija de Luis Felipe». Entonces contemplé toda una arqueta de reliquias, semejante a las que pintaban Carpaccio o Memling, desde el primer compartimiento, en que la princesa, en las fiestas por las bodas de su hermano el duque de Orleáns, aparecía vestida con un simple traje como para andar por los jardines, para mostrar su malhumor por haber visto rechazar a sus embajadores que habían ido a pedir para ella la mano del duque de Siracusa, hasta el último, en que acaba de dar a luz un muchacho —el duque de Wurtemberg (el mismísimo tío del príncipe con quien yo acababa de cenar)—, en el castillo de Fantaisie, uno de esos lugares tan aristocráticos como ciertas familias. Como también ellos duran más allá de una generación, ven ligarse a sí más de una personalidad histórica. En éste, en particular, viven mano a mano los recuerdos de la margravesa de Bayreuth, de aquella otra princesa un tanto fantástica (la hermana del duque de Orleáns), a la que, según se decía, le agradaba el nombre del castillo de su esposo, y, en fin, del príncipe de X…, cuya era precisamente la dirección, a la que acababa de pedir al duque de Guermantes que le escribiese, porque había heredado el castillo y no lo alquilaba más que durante las representaciones de Wagner al príncipe de Polignac, otro «fantasista» delicioso. Cuando el señor de Guermantes, para explicar su parentesco con la señora de Arpajon, se veía obligado, tan lejos y tan simplemente, a remontarse por la cadena y por las manos unidas de tres o de cinco abuelas hasta María Luisa o hasta Colbert, ocurría también lo mismo en todos esos casos: al aparecer, de pasada, un gran acontecimiento histórico, no era sino enmascarado, desnaturalizado, restringido, en el nombre de una propiedad, en los nombres de pila de una mujer, que fueron elegidos porque esa mujer es nieta de Luis Felipe y de María Amelia, considerados no ya como rey y reina de Francia, sino solamente en la medida en que, en cuanto abuelos, dejaron una herencia. (Por otras razones, en un diccionario de la obra de Balzac, en que los personajes más ilustres figuran únicamente con arreglo a sus relaciones con la
Comedia humana,
se ve a Napoleón ocupar un lugar mucho menor que Rastignac, y ocuparlo solamente porque ha hablado a las señoritas de Cinq-Cygne). De este modo, la aristocracia, en su construcción pesada, calada por raras ventanas que dejan pasar escasa luz, mostrando la misma falta de vuelos, pero también el mismo poderío macizo y cegado de la arquitectura románica, encierra toda la Historia, la cerca de muros, la reduce de volumen.

Así, los espacios de mi memoria iban cubriéndose poco a poco de nombres que, al ordenarse, al componerse unos con relación a otros, al anudar entre sí vínculos cada vez más numerosos, imitaban a esas obras de arte acabadas en que no hay un solo toque que esté aislado, en que cada parte recibe sucesivamente de las demás su razón de ser, de igual suerte que les impone la suya.

Como el nombre del señor de Luxemburgo volviera a aparecer sobre el tapete, la embajadora de Turquía contó que el abuelo de la joven gran duquesa heredera (el mismo que tenía la inmensa fortuna de marras, ganada con las harinas y las pastas) había invitado al de Luxemburgo a comer, y que éste había rechazado el convite, haciendo poner en el sobre: «Al señor de ***, molinero», a lo que había respondido el abuelo: «Lamento tanto más que no haya podido venir usted, mi querido amigo, cuanto que hubiera podido gozar de su presencia en la intimidad, ya que estábamos en la intimidad, formábamos una reunión íntima, y no habría asistido a la comida nadie más que el molinero, su hijo y usted». Esta historia no sólo era odiosa para mí, que sabía la imposibilidad moral de que mi buen amigo el señor de Nassau escribiese al abuelo de su mujer (al que, por otra parte, sabía que habría de heredar) calificándolo de «molinero», sino que, además, la estupidez saltaba a la vista desde las primeras palabras, ya que la denominación de molinero estaba colocada con demasiada evidencia para recordar el título de la fábula de La Fontaine
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. Pero hay en el barrio de Saint-Germain una necedad tal, cuando la malevolencia la agrava, que cuantos oyeron el caso lo tomaron por auténtico, juzgando que el abuelo, a propósito del cual declaró inmediatamente todo el mundo con absoluta seguridad que era un hombre notable, había dado muestra de tener más talento que el marido de su nieta. El duque de Châtellerault quiso aprovechar esta historia para contar la que había oído yo en el café: «Todo el mundo se acostaba»; pero a las primeras palabras, y cuando hubo dicho la pretensión del señor de Luxemburgo de que, delante de su mujer, se pusiese en pie el señor de Guermantes, la duquesa le atajó, protestando: «No; es muy ridículo, pero no, de todas maneras, hasta ese punto». Yo estaba íntimamente persuadido de que todas las historias referentes al señor de Luxemburgo eran igualmente falsas, y que cada vez que me hallase en presencia de uno de los actores o de los testigos habría de oír el mismo mentís. Me pregunté, sin embargo, si el de la señora de Guermantes se debía a la preocupación por la verdad o al amor propio. Como quiera que fuese, este último cedió ante la malignidad, ya que la duquesa añadió riendo: Por lo demás, también yo he recibido mi grosería, porque me ha invitado a merendar, con el deseo de hacerme conocer a la gran duquesa de Luxemburgo, que así es como tiene el buen gusto de hacer llamar a su mujer, escribiendo a su tía. Yo le respondí que sentía no poder ir, y añadí: «En cuanto a la ‘gran duquesa de Luxemburgo’, entre comillas, dile que si viene a verme estoy en casa, después de las cinco, todos los jueves». Incluso he recibido una segunda ofensa. Cuando estaba en Luxemburgo le telefoneé que acudiese a hablarme al aparato. Su Alteza iba a almorzar, acababa de almorzar; pasaron dos horas sin ningún resultado, y entonces utilicé otro medio: «¿Quiere usted decirle al conde de Nassau que venga a hablarme? Herido en lo vivo, acudió al minuto». Todo el mundo se rio con el relato de la duquesa y con otros análogos; es decir —estoy convencido de ello—, mentiras, porque jamás he encontrado hombre más inteligente, mejor, más fino, digámoslo sin rodeos, más exquisito que este Luxemburgo-Nassau. Más adelante se verá que era yo quien tenía razón. Debo reconocer que en medio de todos estos «varapalos» la señora de Guermantes tuvo, sin embargo, una frase amable. «No siempre ha sido así», dijo. «Antes de perder la razón, de ser, como en los libros, el hombre que cree haberse vuelto rey, no tenía nada de tonto, e incluso en los primeros tiempos de su noviazgo hablaba de éste de una manera bastante simpática, como de una suerte inesperada. ‘Es un verdadero cuento de hadas, voy a tener que hacer mi entrada en el Luxemburgo en una carroza de comedia de magia’, le decía a su tío el de Ornessan, que le respondió, porque, como ustedes saben, el Luxemburgo no es muy grande: ‘¿Una carroza de comedia de magia? Me temo que no vas a poder entrar. Mejor te aconsejo un cochecito tirado por cabras.’ La cosa no sólo no le molestó a Nassau, sino que él mismo fue el primero en contarnos la ocurrencia y en reírla». «Ornessan es hombre de mucho ingenio, tiene a quién salir, su madre es una Montjeu. Anda muy mal el pobre Ornessan». Este nombre tuvo la virtud de interrumpir las insustanciales picoterías que se hubieran prolongado hasta el infinito. El señor de Guermantes explicó, en efecto, que la bisabuela del señor de Ornessan era hermana de María de Castille Montjeu, mujer de Timoleón de Lorena, y por consiguiente tía de Oriana. De modo que la conversación volvió a las genealogías, mientras la imbécil embajadora de Turquía me susurraba al oído: «Parece que está usted muy a bien con el duque de Guermantes; ándese con cuidado», y como yo le pidiese que se explicara: «Quiero decir, me comprenderá usted con media palabra, que es un hombre al que podría confiarle una sin peligro su hija, pero no su hijo». Ahora bien, si jamás hombre alguno, por el contrario, amó apasionada y exclusivamente a las mujeres, fue realmente el duque de Guermantes. Pero el error, la contraverdad ingenuamente creída eran para la embajadora como un medio vital fuera del que no podía moverse. «Su hermano Memé, que me es, por lo demás, por otras razones (no la saludaba) fundamentalmente antipático, está verdaderamente apenado por las costumbres del duque. Y lo mismo su tía la de Villeparisis. ¡Ah!, a ésa la adoro. Esa sí que es una santa, el verdadero tipo de las grandes damas de antaño. No sólo es la virtud misma, sino la misma circunspección. Todavía le llama ‘caballero’ al embajador Norpois, al que ve todos los días y que, entre paréntesis, ha dejado un excelente recuerdo en Turquía».

No respondí siquiera a la embajadora por atender a las genealogías. No todas eran importantes. Incluso ocurrió en el curso de la conversación que uno de los entronques inesperados, de que me enteré por el señor de Guermantes, era un enlace desigual, pero no sin encantos, ya que al unir en tiempos de la monarquía de Julio al duque de Guermantes y al de Fezensac con las hechiceras hijas de un ilustré navegante daba así a las dos duquesas la imprevista sal y pimienta de una gracia exóticamente burguesa, luisfelipescamente indiana. O bien, en el reinado de Luis XIV, un Norpois se había casado con la hija del duque de Mortemart, cuyo ilustre título vulneraba, en lo lejano de aquella época, el nombre que encontraba yo mate y que podía creer reciente de Norpois, cincelando profundamente en él la belleza de una medalla. Y en estos casos, por lo demás, no era solamente el nombre menos conocido el que se beneficiaba con el emparejamiento: el otro, que había llegado a ser trivial en fuerza de esplendor, me hacía más impresión en este aspecto nuevo y más oscuro, como entre los retratos de un deslumbrador colorista es a veces el más sorprendente un retrato todo él en negro. La movilidad nueva de que me parecían dotados todos estos nombres, al venir a ponerse a par de otros de que tan lejos los hubiera creído yo, no se debía únicamente a mi ignorancia; las contradanzas que llevaban a cabo en mi espíritu las habían efectuado no menos desembarazadamente en aquellas épocas en que un título, por ir siempre vinculado a una tierra, seguía a ésta de una familia en otra, hasta el punto de que, por ejemplo, en la hermosa construcción feudal que es el título de duque de Nemours o de duque de Chevreuse, podía yo descubrir sucesivamente agazapados, como en la hospitalaria morada de un «Bernardo el ermitaño», un Guisa, un príncipe de Saboya, un Orleáns, un Luynes. A veces seguían estando varios de ellos en pugna por una misma concha: por el principado de Orange, la familia real de los Países Bajos y los señores de Maylli-Nesle; por el ducado de Brabante, el barón de Charlus y la familia real de Bélgica; tantos otros por los títulos de príncipe de Nápoles, de duque de Parma, de duque de Reggio. A veces era lo contrario, la concha estaba desde hacía tanto tiempo deshabitada de los propietarios muertos hacía mucho, que jamás se me había ocurrido que tal o cual hombre de castillo hubiera podido ser, en una época al fin y al cabo muy poco lejana, un nombre de familia. Así, como el señor de Guermantes respondiese a una pregunta del señor de Monserfeuil: «No, mi prima era una realista rabiosa, era hija del marqués de Féterne, que desempeñó cierto papel en la guerra de los chuanes», al ver que este nombre de Féterne, que desde mi estancia en Balbec era para mí un nombre de castillo, se convertía en lo que nunca había pensado yo que hubiera podido ser, en un nombre de familia, sentí el mismo asombro que en un artificio de magia en que unas torrecillas y una escalinata se animan y convierten en personas. En esta acepción, puede decirse que la Historia, aunque sea simplemente genealógica, devuelve la vida a las vetustas piedras. Ha habido en la sociedad parisiense hombres que desempeñaron en la misma un papel tan considerable, que han sido más buscados en ella por su elegancia o por su talento, y fueron incluso de tan alta cuna como el duque de Guermantes o como el duque de la Trémoille. Hoy han caído en el olvido, porque como no han tenido descendientes, su nombre, que ya no se oye nunca, resuena como un nombre desconocido; a lo sumo, un nombre de cosa bajo el que no pensamos en descubrir el nombre de unos hombres que sobrevive en algún castillo, en algún pueblo remoto. Un día, no lejano, el viajero que en el fondo de la Borgoña se detenga en el pueblecillo de Charlus para visitar su iglesia, si no es bastante estudioso o lleva demasiada prisa para examinar las piedras tumbales del templo, ignorará que ese nombre de Charlus fue el de un hombre que iba de par con los más grandes. Esta reflexión me recordó que tenía que marcharme y que, mientras yo oía al señor de Guermantes hablar de linajes, se acercaba la hora en que estaba citado con su hermano. Quien sabe, seguía pensando yo, si algún día no parecerá el mismo Guermantes otra cosa que un nombre de lugar, salvo para los arqueólogos que por casualidad se detengan en Combray y que ante el vitral de Gilberto el Malo tengan la paciencia de escuchar los discursos del sucesor de Teodoro o de leer la guía del cura. Pero en tanto un gran nombre no se ha extinguido, mantiene en plena luz a quienes lo han llevado, y, sin duda, por una parte, el interés que ofrecía a mis ojos la ilustración de esas familias era, al ser posible, partiendo de hoy, seguirlas, remontándose grado por grado hasta mucho más allá del siglo XIV, encontrar memorias y epistolarios de todos los ascendientes del señor de Charlus, del príncipe de Agrigento, de la princesa de Parma, en un pasado en que una noche impenetrable cubriría los orígenes de una familia burguesa, y en el que distinguimos, bajo la proyección luminosa y retrospectiva de un nombre, el origen y la persistencia de ciertas características nerviosas, de ciertos vicios, de los desórdenes de tales o cuales Guermantes. Patológicamente, casi, iguales a los de hoy, excitan de siglo en siglo el interés alarmado de aquellos que corresponden a ellos, sean anteriores a la princesa palatina y a madama de Motteville, o posteriores al príncipe de Ligne.

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