El mundo de Guermantes (76 page)

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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico

Voilà longtemps que celle avec qui j’ai dormi

O Seigneur, a quitté ma couche pour la vôtre!
[23]

Verdaderamente mi pobre tía es como esos artistas de vanguardia que se han pasado la vida vapuleando a la Academia, y que a última hora fundan su academia chiquita, o como los que han colgado los hábitos y se fabrican de nuevo una religión personal. Para eso, tanto valía conservar los hábitos o no armar tanto trepe. Y quién sabe —añadió la duquesa, con expresión cavilosa—, acaso sea en previsión de enviudar. «No hay nada más triste que los lutos que no puede llevar uno». «¡Ah!, si la señora de Villeparisis llegara a ser la señora de Norpois, creo que a nuestro primo Gilberto le costaría una enfermedad», dijo el general de Saint-Joseph. «El príncipe de Guermantes es encantador, pero está, en efecto, muy apegado a las cuestiones de alcurnia y de etiqueta —dijo la princesa de Parma—. He ido a pasar dos días en su casa en ocasión en que, por desgracia, estaba enferma la princesa. Iba yo acompañada de la
Pequeña
(era un mote que le habían puesto a la señora de Hunolsteins porque era enorme). El príncipe salió a esperarme al pie de la escalinata, me ofreció el brazo e hizo como si no viese a la
Pequeña.
Subimos hasta el primer piso, a la entrada de los salones, y entonces, ya allí, al hacerse a un lado para dejarme pasar, dijo: ‘¡Ah!, ¡buenos días, señora de Hunolsteins!’ (nunca la llama de otra manera desde que se separó de su marido), fingiendo no haber reparado hasta entonces en la
Pequeña,
para hacer ver que no tenía por qué salir a saludarla abajo». «No me extraña ni poco ni mucho. No necesito decir —dijo el duque, que creía ser moderno en extremo, desdeñar más que nadie el abolengo, y se tenía incluso por republicano— que no tengo muchas ideas comunes con mi primo. Ya puede suponer Vuestra Alteza que nos entendemos aproximadamente en todo como el día y la noche. Pero debo decir que si mi tía se casase con Norpois, por una vez sería yo de la opinión de Gilberto. Ser hija de Florimundo de Guisa y hacer una boda como esa sería, como suele decirse, cosa de hacer reír hasta a las gallinas, ¿qué quieren ustedes que les diga?». Estas últimas palabras, que el duque pronunciaba generalmente en mitad de una frase, eran completamente inútiles aquí. Pero tenía una perpetua necesidad de decirlas, necesidad que le obligaba a relegarlas al final de un período si no habían encontrado sitio en otra parte. Era para él, entre otras cosas, como una cuestión de métrica. «Tengan ustedes en cuenta —añadió— que los Norpois son unos excelentes hidalgos de buena casa, de buena cepa».

«Oiga usted, Basin, no vale la pena de burlarse de Gilberto para hablar como él», dijo la señora de Guermantes, para quien la «bondad» de un linaje, ni más ni menos que la de un vino, consistía exactamente, como para el príncipe y para el duque de Guermantes, en su antigüedad. Pero, menos franca que su primo y más aguda que su marido, tenía empeño en no desmentir, al hablar, el espíritu de los Guermantes, y desdeñaba el rango en sus palabras, sin perjuicio de honrarlo con sus actos. «Pero ¿no son ustedes algo primos, incluso? —preguntó el general de Saint-Joseph—. Me parece que Norpois estuvo casado con una La Rochefoucauld». «No es eso exactamente; ella era de la rama de los duques de La Rochefoucauld; mi abuela venía de los duques de Doudeauville. Es la mismísima abuela de Eduardo Coco, el hombre más sensato de la familia —respondió el duque, que tocante a la sensatez tenía puntos de vista un tanto superficiales—, y las dos ramas no han vuelto a unirse desde Luis XIV, de modo que el parentesco sería un tanto lejano». «¡Hombre!, es interesante, no sabía yo eso», dijo el general. «Por otra parte —prosiguió el señor de Guermantes—, creo que su madre era hermana del duque de Montmorency, y había estado casada primeramente con un La Tour d’Auvergne. Pero como esos Montmorency apenas son Montmorency, y como esos La Tour d’Auvergne no tienen nada de La Tour d’Auvergne, no veo que eso le dé una gran posición. El dice, y eso sería lo más importante, que desciende de Saintrailles, y como nosotros venimos de éste en línea recta…».

Había en Combray una calle de Saintrailles en que yo no había vuelto a pensar nunca. Iba de la calle de la Bretonería a la del Pájaro. Y como Saintrailles, el compañero de Juana de Arco, había, al casarse con una Guermantes, hecho entrar en esta familia el condado de Combray, sus armas partían el blasón de los Guermantes al pie de una vidriera de Saint-Hilaire. Volví a ver unas gradas de asperón negruzco mientras una modulación restituía el nombre de Guermantes al tono olvidado en que yo lo oía en otro tiempo, tan diferente de aquel en que significaba los amables huéspedes en cuya casa cenaba yo esta noche. Si el nombre de duquesa de Guermantes era para mí un nombre colectivo, no era sólo en la Historia, por la suma de todas las mujeres que lo habían llevado, sino también a lo largo de mi corta juventud, que había visto ya en esta sola duquesa de Guermantes superponerse tantas mujeres diferentes, desapareciendo cada una de ellas cuando la siguiente había cobrado suficiente consistencia. Las palabras no cambian de significación, durante siglos, tanto como cambian para nosotros los nombres en el espacio de unos años. Nuestra memoria y nuestro corazón no son bastante grandes para poder ser fieles. No tenemos suficiente sitio, en nuestro pensamiento actual, para guardar los muertos al lado de los vivos. Nos vemos obligados a construir sobre lo que ha precedido y que sólo volvemos a encontrar al azar de una excavación del género que la que acababa de llevar a cabo el nombre de Saintrailles. Me pareció inútil explicar todo esto, e incluso, poco antes, había mentido implícitamente al dejar de responder cuando el señor de Guermantes me había dicho: «¿No conoce usted nuestro solar?». Quizá supiera que lo conocía, y si no insistió fue por educación.

La señora de Guermantes me sacó de mis cavilaciones. «A mí todo eso me parece abrumador. Mire usted, no siempre está tan aburrida mi casa. Espero que volverá usted pronto a cenar con nosotros, para tener una compensación, de esa vez sin genealogías», me dijo a media voz la duquesa, incapaz de comprender la clase de encanto que podía encontrar yo en su casa y de tener la humildad de no agradarme sino como un herbario lleno de plantas pasadas de moda.

Lo que la señora de Guermantes creía que defraudaba mis esperanzas era, por el contrario, lo que a la postre —porque el duque y el general ya no cesaron de hablar de genealogías— salvaba a mi velada de una decepción completa. ¿Cómo no había de haberla sentido yo hasta ese momento? Cada uno de los comensales de la cena, al disfrazar el nombre misterioso bajo el que solamente le había conocido y soñado yo a distancia, de un cuerpo y de una inteligencia semejantes o inferiores a los de todas las personas a quienes conocía yo, me había dado la impresión de vulgaridad ramplona que puede dar la entrada en el puerto danés de Elsinor a todo lector apasionado de Hamlet. Claro está que todas las regiones geográficas y el rancio pasado que ponían bosques y campanarios góticos en el nombre de esas gentes habían formado, en cierta medida, su semblante, su espíritu y sus prejuicios, pero no subsistían en ellas sino como la causa en el efecto; es decir, posibles acaso de discernir para la inteligencia, pero en modo alguno sensibles a la imaginación.

Y esos prejuicios de antaño devolvieron súbitamente a los amigos del señor y de la señora de Guermantes su poesía perdida. Verdad es que las nociones poseídas por los nobles y que hacen de ellos los eruditos, los etimologistas de la lengua, no de las palabras, sino de los nombres (y aun eso únicamente con relación al término medio ignorante de la burguesía, ya que si, en igualdad de mediocridad, un devoto será más capaz de responderos acerca de la liturgia que un librepensador, un arqueólogo anticlerical, en cambio, podrá a menudo dar lecciones al cura de su parroquia acerca de todo lo que concierne a la iglesia de éste, inclusive), esas nociones, si no queremos salir del terreno de la verdad, es decir, del espíritu, ni siquiera tenían para aquellos grandes señores el encanto que hubieran tenido para un burgués. Sabían mejor que yo, acaso, que la duquesa de Guisa era princesa de Clèves, de Orleáns y de Porcien, etc., pero habían conocido, aun antes que todos esos nombres, el rostro de la duquesa de Guisa, que desde entonces reflejaba para ellos ese nombre. Yo había empezado por el hada, aunque bien pronto hubiese de perecer ésta; ellos, por la mujer.

En las familias burguesas se ve a las veces nacer celillos si la hermana más pequeña se casa antes que la mayor. Parejamente, el mundo aristocrático, sobre todo el de los Courvoisier, pero también el de los Guermantes, reducía su grandeza nobiliaria a simples superioridades domésticas, en virtud de una puerilidad que había conocido yo primeramente (ése era para mí su único encanto) en los libros. No parece sino que Tallemant des Réaux habla de los Guermantes, en lugar de referirse a los Rohan, cuando refiere con evidente satisfacción que el señor de Guéménée le gritaba a su hermano: «¡Puedes entrar aquí, que esto no es el Louvre!», y decía del caballero de Rohan (porque era hijo natural del duque de Clermont): «¡Ese, al menos, es príncipe!». Lo único que me dolió en esta conversación fue ver que las absurdas historias a cuenta del encantador gran duque heredero del Luxemburgo hallaban tanto crédito en este salón como entre camaradas de Saint-Loup. Decididamente, era una epidemia que acaso no durara arriba de dos años, pero que se extendía a todos. Repitiéronse los mismos sucedidos falsos, o se les añadieron otros. Comprendí que la misma princesa de Luxemburgo, mientras hacía como si defendiese a su sobrino, daba armas para atacarle. «Hace usted mal en defenderle —me dijo el señor de Guermantes, como había hecho Saint-Loup—. Mire usted, dejemos a un lado, incluso, la opinión de nuestros parientes, que es unánime; hábleles de él a sus criados, que son, en el fondo, la gente que mejor nos conoce. El señor de Luxemburgo le había dado su negrito a su sobrino. El negro volvió llorando: ‘Gran duque pegó a mí, yo canalla no, gran duque malo.’ ¡Es estupendo! Y yo puedo hablar de él con conocimiento de causa; es primo de Oriana». Por lo demás, no puedo decir cuántas veces oí en aquella velada las palabras «primo» y «prima». Por una parte, el señor de Guermantes, a cada nombre, casi, que se pronunciaba, exclamaba: «¡Pero si es primo de Oriana!», con la misma alegría de un hombre que, perdido en una selva, lee al final de dos flechas dispuestas en sentido contrario, en una placa indicadora, y seguidas de una cifra muy pequeña de kilómetros: «Glorieta de Casimiro Périer» y «Cruce del Montero Mayor», y gracias a ello comprende que está en el buen camino. Por otra parte, esas palabras, «primo» y «prima», eran empleadas con una intención completamente distinta (que constituía aquí la excepción) por la embajadora de Turquía, que había llegado después de la cena. Devorada por la ambición mundana y dotada de una real inteligencia asimiladora, se enteraba con la misma facilidad de la historia de la retirada de los Diez mil, o de la perversión sexual en los pájaros. Hubiera sido difícil cogerla en falta a propósito de los trabajos alemanes más recientes, ya tratasen de economía política, de las vesanias, de las diversas formas del onanismo o de la filosofía de Epicuro. Era, por lo demás, una mujer a la que resultaba peligroso escuchar, porque, como estaba continuamente equivocada, señalaba como mujeres ultraligeras a impecables virtudes, le ponía a uno en guardia contra un señor animado de las más puras intenciones y contaba historias de esas que parecen salir de un libro, no por su seriedad, sino por su inverosimilitud.

Por esa época la recibían en pocos sitios. Frecuentaba algunas semanas las reuniones de ciertas mujeres que ocupaban una posición francamente brillante, como la duquesa de Guermantes, pero en general había tenido que conformarse, a la fuerza, en lo que hacía a familias muy nobles, con algunas ramas oscuras a las que ya no trataban los Guermantes. Se figuraba tener aires perfectamente mundanos porque citaba los nombres más imponentes de gentes raras veces admitidas en sociedad y que eran amigas suyas. Inmediatamente, el señor de Guermantes, creyendo que se trataba de personas que cenaban a menudo en su casa, se estremecía jubilosamente al encontrarse en terreno conocido y lanzaba un grito de llamada: «¡Pero si es primo de Oriana! Lo conozco como al traje que llevo puesto. Vive en la calle de Vaneau. Su madre era la señorita de Uzés». La embajadora se veía obligada a confesar que su ejemplo estaba tomado de animales más pequeños. Trataba de relacionar a sus amigos con los del señor de Guermantes, agarrándose a éste al sesgo: «Sé muy bien quién quiere usted decir. No, no son esos, son primos». Pero esta frase de reflujo lanzada por la pobre embajadora expiraba harto aprisa. Porque el señor de Guermantes, chasqueado, respondía: «¡Ah!, entonces no veo quién quiere usted decir». La embajadora no replicaba nada, porque si no conocía nunca más que a «los primos» de aquellos que hubiera hecho falta que conociese, no pocas veces ocurría que esos primos ni siquiera fuesen parientes. Luego, por parte del señor de Guermantes, venía un nuevo chorro de «¡Pero si es prima de Oriana!», palabras que parecían tener para el señor de Guermantes, en cada una de sus frases, la misma utilidad que ciertos epítetos cómodos para los poetas latinos, porque les deparaban un dáctilo o un espondeo para sus hexámetros. Al menos, la explosión de «¡Pero si es prima de Oriana!» me pareció naturalísima aplicada a la princesa de Guermantes, que era, en efecto, pariente muy cercana de la duquesa. No parecía que le cayese muy en gracia esta princesa a la embajadora. Me dijo por lo bajo: «Es estúpida. No, no, no es tan hermosa. Es una fama usurpada. Por lo demás —añadió con expresión a la vez reflexiva, repelente y decidida—, me es profundamente antipática». Pero la consideración de primos se extendía a menudo mucho más lejos, ya que la señora de Guermantes consideraba un deber tratar de «mi tía» a personas con las que no hubiera habido modo de encontrarle un antepasado común sin remontarse por lo menos hasta Luis XIV, ni más ni menos que, cada vez que lo calamitoso de los tiempos hacía que una multimillonaria americana se casase con algún príncipe cuyo tatarabuelo había tomado por mujer, como el de la señora de Guermantes, a una hija de Louvois, una de las alegrías de la americana era poder, a partir de una primera visita al palacio de los Guermantes —donde, por otra parte, era más o menos mal recibida y más o menos bien examinada—, llamar «tía» a la señora de Guermantes, que la dejaba hacer con una sonrisa maternal. Pero a mí me importaba poco lo que fuese el «abolengo» para el señor de Guermantes y para el de Beauserfeuil; lo único que yo buscaba en las conversaciones que sobre este punto sostenían era un placer poético. Sin que ellos lo supiesen, me lo procuraban como lo hubieran hecho unos labriegos o unos marineros que hablasen de cultivos y de mareas, realidades demasiado poco desgajadas de ellos para que pudiesen saborear la belleza que yo, personalmente, me encargaba de extraer de tales temas.

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