El mundo de Guermantes (73 page)

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Authors: Marcel Proust

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a la financiera
) que los espárragos verdes criados al aire libre y que, como dice tan graciosamente el exquisito autor que se firma E. de Clermont-Tonnerre, «no tienen la rigidez impresionante de sus hermanos», deberían comerse con huevos: «Lo que gusta a unos desagrada a otros, y viceversa —respondió el señor de Bréauté—. En la provincia de Cantón, en China, el regalo más delicado que pueden ofrecerle a uno es huevos de hortelano completamente podridos». El señor de Bréauté, autor de un estudio sobre los mormones publicado en la
Revue des Deux Mondes,
sólo frecuentaba los círculos más aristocráticos, pero, entre ellos, solamente aquellos que tenían cierta fama de inteligencia. De modo que por su presencia, cuando menos asidua, en casa de una mujer reconocíase si ésta tenía un salón. Pretendía el señor de Bréauté aborrecer la vida de sociedad, y aseguraba por separado a cada duquesa que si buscaba su trato era por su talento y por su belleza. Todas estaban convencidas de ello. Cada vez que él, con la muerte en el alma, se resignaba a ir a una gran recepción en casa de la princesa de Parma, convocaba a todas ellas para que le diesen ánimos, y así no aparecía como no fuese en medio de un círculo íntimo. Para que su reputación de intelectual sobreviviese a su mundanidad, aplicando ciertas máximas del espíritu de los Guermantes, se iba con damas elegantes a hacer largos viajes científicos en la época de los bailes, y cuando alguna persona tocada de esnobismo y que, por consiguiente, carecía aún de posición social, empezaba a ir a todas partes, el señor de Bréauté ponía una obstinación feroz en no querer conocerla, en no dejársela presentar. Su odio a los
snobs
procedía de su esnobismo, pero hacía creer a los ingenuos —es decir, a todo el mundo— que se hallaba exento de semejante defecto. «¡Babal lo sabe todo siempre! —exclamó la duquesa de Guermantes—. Me parece delicioso un país en que la gente quiere estar segura de que su lechero le vende huevos bien podridos, huevos del año de la nana. Desde aquí me estoy viendo mojar en las yemas un cachito de pan con manteca. Debo decir que eso mismo ocurre en casa de tu tía Magdalena (la señora de Villeparisis), que sirven cosas en estado de putrefacción, incluso los huevos (y como la señora de Arpajon protestase): ¡Pero bueno, Fili, si usted lo sabe tan bien como yo! El pollito está ya en el huevo. Ni siquiera sé cómo tienen formalidad para seguir dentro del cascarón. Aquello no es una tortilla, es un gallinero; pero por lo menos no se indica en la carta de la comida. Ha hecho usted bien en no ir a cenar anteayer; ¡había un mero en ácido fénico! Ni siquiera parecía aquello un servicio de mesa, sino un servicio para contagiosos. La verdad es que Norpois lleva la fidelidad hasta el heroísmo: ¡repitió del pescado!». Me parece haberle visto a usted cenando allí el día en que la marquesa le soltó aquella salida a ese señor Bloch (el señor de Guermantes, acaso por dar un aspecto más extranjero a un apellido israelita, no pronunció la
ch
de Bloch como
k,
sino como en
hoch
en alemán), que había dicho de ya no sé qué poeta que era sublime. Por más que Châtellerault le partía las tibias a fuerza de hacerle señas, el señor Bloch no comprendía, y creía que los rodillazos de mi sobrino estaban destinados a una joven sentada a su lado. (Aquí el señor de Guermantes se ruborizó ligeramente). No se daba cuenta de que estaba cargándole a nuestra tía con sus «sublimes» que aplicaba a chorro. En resumen, tu tía Magdalena, que no se muerde la lengua, le replicó: «Pero, bueno, caballero, ¿qué guarda usted entonces para el señor de Bossuet?». (El señor de Guermantes creía que, delante de un nombre célebre, «señor» y una partícula eran esencialmente
antiguo régimen.
) «¡Era como para pagar butaca!». «¿Y qué respondió el señor Bloch ese?», preguntó distraídamente la señora de Guermantes, que, escasa de originalidad en aquel momento, creyó que debía copiar la pronunciación germánica de su marido. «¡Ah!, le aseguro que el señor Bloch no pidió más explicaciones; aún está corriendo». «Sí, sí, me acuerdo muy bien de haberle visto a usted ese día —me dijo la señora de Guermantes, recalcando con el tono las palabras, como si ese recuerdo por parte de ella hubiera sido algo que debiera halagarme mucho—. Las reuniones de mi tía son siempre interesantísimas. En la última en que le encontré a usted, justamente, quería preguntarle si aquel caballero de edad que pasó por junto a nosotros no era Francisco Coppée. Debe usted de saber todos los nombres», me dijo con una sincera envidia de mis relaciones poéticas y también por amabilidad «respecto» a mí, para destacar más a los ojos de sus invitados a un joven tan versado en literatura. Aseguré a la duquesa que no había visto ninguna figura célebre en la velada de la señora de Villeparisis. «¡Cómo! —me dijo atolondradamente la señora de Guermantes, confesando con ello que su respeto a los hombres de letras y su desdén hacia el gran mundo eran más superficiales de lo que decía, y aun acaso de lo que creía ella misma—. ¡Cómo! ¿Que no había ningún gran escritor? Me deja usted pasmada; ¡sin embargo, había allí unas cabezas imposibles!». Recordaba yo muy bien la noche aquella a causa de un incidente absolutamente insignificante. La señora de Villeparisis había presentado a Bloch a la señora de Alfonso de Rothschild; pero mi camarada no había oído bien el apellido y, creyendo habérselas con una inglesa vieja y un tanto chiflada, había respondido solamente con monosílabos a las prolijas palabras de la antigua belleza, cuando la señora de Villeparisis, al presentársela a otro, había pronunciado muy distintamente de esta vez: la baronesa de Rothschild, señora de Alfonso de Rothschild. Entonces habían entrado súbitamente en las arterias de Bloch, y de un solo golpe, tantas ideas de millones y de prestigio, ideas que hubieran debido ser prudentemente subdivididas, que el hombre había sentido como un vuelco en el corazón, un arrebato al cerebro, y había exclamado, en presencia de la amable y anciana dama: «¡Si yo lo hubiera sabido!», exclamación cuya estupidez no le había dejado dormir por espacio de ocho días. Esta frase de Bloch tenía poco interés, pero yo me acordaba de ella como prueba de que a veces, en la vida, al choque de una emoción excepcional, dice uno lo que piensa. «Creo que la señora de Villeparisis no es absolutamente… moral» —dijo la princesa de Parma, que sabía que no iba nadie a casa de la tía de la duquesa, y, por lo que ésta acababa de decir, veía que se podía hablar de ella libremente. Pero como la señora de Guermantes no pareciese aprobar, añadió: —«Pero, en ese grado, la inteligencia hace que pase todo». «¡Pero usted se forma de mi tía la idea que se forma de ella la gente en general —respondió la duquesa—, y que es, en suma, falsísima! Eso es justamente lo que me decía Memé no más tarde que ayer». Se ruborizó; un recuerdo para mí desconocido humedeció sus ojos. Me hice la suposición de que el señor de Charlus le había pedido que se volviera atrás de invitarme, lo mismo que me había hecho rogar por Roberto que no fuese a casa de ella. Tuve la impresión de que el rubor —por otra parte incomprensible para mí— del duque al hablar, un momento, de su hermano no podía ser atribuido a la misma causa: «Mi pobre tía se quedará con la reputación de una persona del antiguo régimen, de un ingenio deslumbrador y de una desvergüenza desenfrenada. No hay inteligencia más burguesa, más seria, más apagada; pasará por una protectora de las artes, lo cual quiere decir que ha sido la amiga de un gran pintor; pero ese mismo pintor no ha podido nunca hacerle comprender lo que era un cuadro; y en cuanto a su vida, muy lejos de ser una persona depravada, de tal modo estaba hecha para el matrimonio, tan conyugal era, que como no pudo conservar un esposo que era, por otra parte, un canalla, jamás ha tenido un enredo que no haya tomado tan en serio como si fuese una unión legítima, con las mismas susceptibilidades, con las mismas cóleras, con la misma fidelidad. Observen ustedes que a veces son los más sinceros, que hay, en fin, más amantes que maridos inconsolables». «Sin embargo, Oriana, fíjese precisamente en su cuñado Palamedes, de quien hablaba usted ahora; no hay ninguna amante que pueda soñar con ser llorada como lo ha sido la pobre señora de Charlus». «¡Ah! —replicó la duquesa—. Permítame Vuestra Alteza que no sea por completo de su opinión. No a todo el mundo le gusta ser llorado de la misma manera; cada cual tiene sus preferencias». «En fin, le ha consagrado un verdadero culto desde su muerte. Verdad que a veces se hace por los muertos cosas que no se hubieran hecho por los vivos». «Ante todo —respondió la señora de Guermantes en un tono soñador que contrastaba con su intención zumbona—, va uno a su entierro, cosa que no se hace nunca con los vivos». El señor de Guermantes miró con expresión maliciosa al de Bréauté, como para provocarle a reír con el gracejo de la duquesa. «Pero, en fin, confieso francamente —prosiguió la señora de Guermantes— que la forma en que yo desearía ser llorada por un hombre al que quisiera no es la de mi cuñado». El semblante del duque se ensombreció. No le gustaba que su mujer pronunciase juicios a tontas y a locas, sobre todo a propósito del señor de Charlus. «Es usted difícil de contentar. Su pena ha edificado a todo el mundo», dijo en tono altanero. Pero la duquesa tenía para con su marido la índole de osadía de los domadores o de la gente que vive con un loco y no teme irritarle: «Pues no, ¡qué quiere usted!, es edificante, no digo que no; va todos los días al cementerio a contarle cuántas personas ha tenido a almorzar en casa; la siente enormemente, pero como a una prima, como a una abuela, como a una hermana. Eso no es un pesar de marido. Verdad es que eran dos santos, lo cual hace que sea un tanto especial el dolor». El señor de Guermantes, irritado por la cháchara de su mujer, clavaba en ella, con una inmovilidad terrible, sus pupilas cargadas de mala voluntad. «No es por decir mal del pobre Memé, que, entre paréntesis, no estaba libre esta noche —continuó la duquesa—; reconozco que es bueno como persona, es delicioso, tiene una delicadeza, un buen corazón como no suelen tenerlos generalmente los hombres. ¡Memé es un corazón de mujer!». «Es absurdo lo que está usted diciendo —la interrumpió vivamente el señor de Guermantes—. Memé no tiene nada de afeminado; no hay nadie más viril que él». «¡Pero si yo no le digo a usted que sea afeminado ni mucho menos! Comprenda usted, al menos, lo que digo —prosiguió la duquesa—. ¡Ah, lo que es éste, desde el momento en que cree que quieren tocarle a su hermano!», añadió, volviéndose hacia la princesa de Parma. «Eso está muy bien, es delicioso oír una cosa así. No hay nada tan hermoso como dos hermanos que se quieren», dijo la princesa de Parma, como lo hubiera dicho mucha gente del pueblo, porque se puede pertenecer a una familia principesca y a una familia por la sangre y por el espíritu muy popular.

«Ya que hablamos de su familia, Oriana —dijo la princesa—, ayer he visto a su sobrino Saint-Loup; creo que quería pedirle a usted que le prestase un servicio». El duque de Guermantes frunció su ceño jupiterino. Cuando no le gustaba hacer algún favor, no quería que su mujer se encargase de ello, por saber que vendría a ser lo mismo y que las personas a quienes se hubiera visto obligada a pedirlo la duquesa lo inscribirían en el «debe» común del matrimonio, ni más ni menos que si hubiera sido el marido solo quien lo hubiera solicitado. «¿Por qué no me lo ha pedido él? —dijo la duquesa—. Dos horas pasó aquí ayer, y sólo Dios sabe lo aburrido que pudo estar. No sería más estúpido que otro cualquiera de haber tenido, como tantos en sociedad, la inteligencia necesaria para seguir siendo necio. Sólo que lo terrible es ese barniz de sabiduría. Quiere tener una inteligencia abierta…, abierta a todas las cosas que no comprende. Le habla a usted de Marruecos, y es espantoso».

«No puede volver allá por causa de Raquel», dijo el príncipe de Foix. «¡Pero si han roto!», le atajó el señor de Bréauté. «Tan no han roto, que hace dos días me la encontré a ella en la garzonera de Roberto; no tenían facha de estar reñidos, se lo aseguro», repuso el príncipe de Foix, que se perecía por difundir todos los rumores que pudieran hacer perder una boda a Roberto, y que, de otra parte, podía estar engañado por las prolongaciones intermitentes de unas relaciones efectivamente acabadas.

—La Raquel esa me ha hablado de usted; la veo así, al pasar, a la mañana, por los Campos Elíseos; es una aturdida, como dicen ustedes; lo que ustedes llaman una cosa desatada, algo así como una «Dama de las Camelias», en sentido figurado, naturalmente. —Quien me enjaretaba este discurso era el príncipe Von, que estaba empeñado en parecer al corriente de la literatura francesa y de las agudezas parisienses.

«Justamente es a propósito de Marruecos…» —exclamó la princesa aprovechando precipitadamente la coyuntura. «¿Qué es lo que puede querer ése de Marruecos? —preguntó severamente el señor de Guermantes—; Oriana no puede hacer absolutamente nada en ese terreno; bien lo sabe él». «Se figura que ha inventado la estrategia —prosiguió la señora de Guermantes—, y además emplea palabras imposibles para la menor cosa, lo cual no le impide tener coladuras en sus cartas. El otro día ha dicho que había comido unas patatas
sublimes,
y que había conseguido abonarse a una platea
sublime.
» «¡Habla en latín!», ponderó el duque. «¿Cómo que en latín?», preguntó la princesa. «¡Palabra de honor! Pregúntele a Oriana, señora, si exagero». «¡Pero cómo, señora! El otro día ha dicho en una sola frase, de un tirón: ‘No conozco un ejemplo de
sic transit gloria mundi
más impresionante’; si puedo decirle la frase a Vuestra Alteza es gracias a que después de veinte preguntas y de acudir a algunos
lingüistas,
llegamos a reconstituirla; pero lo que es Roberto la lanzó sin tomar aliento; apenas podía distinguirse que hubiera nada de latín en ella; ¡parecía un personaje del
Malade imaginaire
! ¡Y todo eso a cuenta de la muerte de la emperatriz de Austria!». «¡Pobre mujer! —exclamó la princesa—. ¡Qué criatura más deliciosa era!». «Sí —respondió la duquesa—; un poco chiflada, un tanto insensata, pero era una mujer buenísima, una loca deliciosa y muy amable; lo único que jamás he comprendido es por qué no se había comprado nunca una dentadura postiza que ajustara bien; la que tenía se le desencajaba siempre antes del final de sus frases y se veía obligada a interrumpirlas para.no tragarse la dentadura».

—La Raquel ésa me ha hablado de usted; me dijo que Saint-Loup le adoraba, que incluso le prefería a ella —me dijo el príncipe Von, sin dejar de comer como un ogro, arrebatado el color, mientras su perpetua risa ponía al descubierto todos sus dientes.

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