El mundo de Guermantes (84 page)

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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico

El lacayo volvió con la tarjeta de la condesa de Molé, o más bien con lo que ésta había dejado como tarjeta. Alegando que no llevaba ninguna encima, había sacado de su bolsillo una carta que había recibido, y, guardándose el contenido, había doblado un pico del sobre que llevaba el nombre: Condesa de Molé. Como el sobre era bastante grande, con arreglo al formato del papel de cartas que estaba de moda aquel año, esta «tarjeta» escrita a mano resultaba que tenía casi dos veces la dimensión de una tarjeta de visita ordinaria. «Esto es lo que llaman la sencillez de la señora de Molé —dijo la duquesa con ironía—. Quiere hacernos creer que no tenía tarjetas, y demostrar su originalidad. Pero ya conocemos todo eso, ¿no es verdad, Carlitos?, somos un tanto demasiado viejos y bastante originales para aprender ingenio de una damisela que ha salido al mundo hace cuatro años. Es encantadora, pero de todos modos no me parece que tenga suficiente volumen para imaginarse que pueda asombrar al mundo a tan poca costa como es dejar un sobre en lugar de una tarjeta, y dejarlo a las diez de la mañana. Su madre, la ratona vieja, le enseñará que sabe tanto como ella en ese capítulo». Swann no pudo menos de reírse al pensar que la duquesa, que, por lo demás, estaba un poco celosa del éxito de la señora de Molé, no dejaría de encontrar en «el ingenio de los Guermantes» alguna respuesta impertinente para la visitante. «Por lo que hace al título de duque de Brabante, cien veces le he dicho a usted, Oriana…», continuó el duque, al que cortó la palabra la duquesa, sin escuchar. «¡Pero Carlitos, me estoy cansando de esperar por su fotografía!». «¡Ah!,
extinctor draconis labrator Anubis
», dijo Swann. «Sí, es tan bonito lo que me ha dicho usted sobre eso en comparación del San Jorge de Venecia… Pero no comprendo a qué viene lo de
Anubis.
» «¿Cómo es el que es antepasado de Babal?», preguntó el duque. «Usted querría ver su
babala
—dijo la señora de Guermantes en un tono seco, por mostrar que hasta ella desdeñaba este retruécano—. Pues yo quisiera verlos todos», añadió. «Oiga usted, Carlos, vamos a bajar, mientras esperamos a que vengan con el coche —dijo el duque—; nos hará usted la visita en el vestíbulo, porque mi mujer no nos va a dejar en paz mientras no haya visto su fotografía. Yo soy menos impaciente, a decir verdad —añadió con aires de satisfacción—. Yo soy un hombre tranquilo, pero lo que es ella nos pondría a morir primero». «Soy por completo de su opinión, Basin —dijo la duquesa—; vamos al vestíbulo; por lo menos sabemos por qué nos vamos del gabinete de usted, mientras que nunca sabremos por qué venimos de los condes de Brabante». «Cien veces le he repetido a usted cómo había entrado el título en la casa de Hesse —dijo el duque (mientras íbamos a ver la fotografía y yo pensaba en las que Swann me llevaba a Combray)—, por el matrimonio de un Brabante, en 1241, con la hija del último landgrave de Turingia y de Hesse; de modo que incluso es más bien el título de príncipe de Hesse el que ha entrado en la casa de Brabante, que no el de duque de Brabante en la casa de Hesse. Por otra parte, recordará usted que nuestro grito de guerra era el de los duques de Brabante: ‘Limburgo para quien lo ha conquistado’, hasta que hemos cambiado las armas de los Brabantes por las de los Guermantes, cosa en que me parece que anduvimos equivocados, y el ejemplo de Gramont no es como para hacerme cambiar de parecer». «Pero —respondió la señora de Guermantes— como es el rey de los belgas el que lo ha conquistado… Por lo demás, el heredero de Bélgica se llama duque de Brabante». «Pero, hija mía, eso que usted dice no se tiene en pie, y peca por la base. Usted sabe tan bien como yo que hay títulos de pretensión que subsisten perfectamente si el territorio es ocupado por un usurpador. Por ejemplo, el rey de España se califica precisamente de duque de Brabante, invocando con ello una posesión menos antigua que la nuestra, pero más antigua que la del rey de los belgas. También se dice duque de Borgoña, rey de las Indias Occidentales y Orientales, duque de Milán. Ahora bien, ya no posee la Borgoña, las Indias ni el Brabante, ni más ni menos que no poseo yo este último, ni lo posee el príncipe de Hesse. El rey de España no deja de proclamarse rey de Jerusalén, y lo mismo el emperador de Austria, y ni uno ni otro poseen Jerusalén». Se detuvo un instante, apurado porque el nombre de Jerusalén hubiera podido confundir a Swann, a causa de las «cuestiones en litigio», mas no por eso dejó de continuar más aprisa: «Eso que dice usted puede decirlo de todo. Hemos sido duques de Aumale, ducado que ha pasado tan regularmente a la casa de Francia como Joinville y Chevreuse a la casa de Albert. No pedimos reivindicaciones a cuenta de esos títulos, como no las reclamamos a propósito del de marqués de Noirmontiers, que fue nuestro y que pasó por modo regularísimo a ser patrimonio de la casa de La Trémoille; pero porque ciertas cesiones sean válidas, no se sigue de eso que lo sean todas. Por ejemplo —dijo volviéndose hacia mí—, el hijo de mi cuñada lleva el título de príncipe de Agrigento, que nos viene de Juana la Loca, como a los de La Trémoille el de príncipe de Tarento. Ahora bien, Napoleón ha dado ese título de Tarento a un soldado que por lo demás podía ser un buen número de tropa, pero en eso el emperador ha dispuesto de lo que le pertenecía menos aún que a Napoleón III cuando creó un duque de Montmorency, puesto que Périgord, al menos, tenía por madre a una Montmorency, mientras que el Tarento de Napoleón I no tenía de Tarento más que la voluntad de Napoleón de que lo fuese. Eso no le ha impedido a Chaix d’Est-Auge, haciendo alusión a su tío de usted, Condé, preguntar al fiscal imperial si había ido a recoger el título de duque de Montmorency a los fosos de Vincennes».

«Mire usted, Basin, no pido cosa mejor que seguirle a usted a los fosos de Vincennes, y a Tarento inclusive. Y a propósito de esto, Carlitos, eso es justamente lo que quería decirle mientras me hablaba usted de su San Jorge, de Venecia. Es que Basin y yo tenemos intención de pasar la primavera próxima en Italia y en Sicilia. Si viniera usted con nosotros, ¡imagínese qué diferente sería! No hablo solamente de la alegría de verle, sino que figúrese, con todo lo que me ha contado usted tantas veces acerca de los recuerdos de la conquista normanda y de los recuerdos de la antigüedad, ¡figúrese en lo que se convertiría un viaje como ése, de hacerlo con usted! Es decir, que hasta Basin, ¡qué digo!, hasta Gilberto, sacarían provecho de ello, porque me da el corazón que hasta las pretensiones a la corona de Nápoles y todas esas tramoyas me interesarían, si las explicase usted en unas iglesias románicas vetustas, o en unos pueblecitos colgados como en los cuadros de los primitivos. Pero vamos a ver su fotografía. Deshaga usted el envoltorio», dijo la duquesa a un lacayo. «¡Pero Oriana, esta noche, no! Mañana mirará usted eso —imploró el duque, que ya me había hecho señas de espanto al ver la inmensidad de la fotografía». «¡Pero si me divierte ver esto con Carlos!», dijo la duquesa con una sonrisa a la vez ficticiamente concupiscente y finamente psicológica, porque, en su deseo de ser amable para con Swann, hablaba del placer que tendría en contemplar la fotografía aquella como del que un enfermo siente que tendría en comerse una naranja, o como si a la vez hubiera combinado una escapatoria con unos amigos e informado a un biógrafo acerca de unos gustos lisonjeros para ella. «Bueno, pues ya vendrá a verla a usted ex profeso —dijo el duque, ante el que hubo de ceder su mujer—. Se pasarán ustedes tres horas juntos delante de la fotografía, si eso les divierte —dijo irónicamente—. Pero ¿dónde va usted a poner un juguete de esas dimensiones?». «En mi alcoba, quiero tenerlo delante de los ojos». «¡Ah!, todo lo que usted quiera; si es en su alcoba, tengo probabilidades de no verlo nunca», dijo el duque, sin pensar en la revelación que tan atolondradamente hacía respecto al carácter negativo de sus relaciones conyugales. «Bueno, deshará usted esto con muchísimo cuidado —ordenó la señora de Guermantes al sirviente (multiplicaba las recomendaciones por amabilidad para con Swann)—. No estropee tampoco la envoltura». «¡Hasta la envoltura tenemos que respetar!», me dijo el duque al oído, alzando los brazos al cielo. «Pero, Swann —añadió—, yo, que no soy más que un pobre marido harto prosaico, lo que admiro de todo esto es que haya podido encontrar usted un sobre de un tamaño como ese. ¿Dónde lo ha pescado usted?». «En la casa de fotograbados, que con frecuencia hace esta clase de expediciones. Pero son unos brutos, porque ahora veo que han escrito en el sobre: duquesa de Guermantes, sin poner: señora». «Le perdono —dijo distraídamente la duquesa, que de pronto, como asaltada por una idea que la puso alegre, reprimió una ligera sonrisa, pero volviendo rápidamente a Swann—: Bueno, ¿qué?, ¿no dice usted si va a venir a Italia con nosotros?». «Señora, creo que no será posible». «¡Vaya!, tiene más suerte la señora de Montmorency. Ha estado usted con ella en Venecia y en Vicenzo. Me ha dicho que con usted se veían cosas que de no ser así no se verían nunca, de las que nadie ha hablado, que le ha enseñado usted cosas inauditas, y hasta en las cosas conocidas, que ha podido comprender detalles por delante de los que, sin usted, hubiera pasado veinte veces sin reparar nunca en ellos. Decididamente, ha sido más favorecida que nosotros… Cogerá usted el inmenso sobre de las fotografías del señor Swann —dijo al criado—, y va usted a dejarlo, con un pico doblado, de parte mía, esta noche, a las diez y media, en casa de la señora condesa de Molé». Swann soltó la carcajada. «Me gustaría saber, de todas maneras —le preguntó la señora de Guermantes—, cómo puede usted saber con diez meses de antelación que va a ser imposible». «Querida duquesa, se lo diré, si se empeña; pero, ante todo, ya ve usted que estoy muy malo». «Sí, Carlitos; me parece que no tiene usted muy buena cara, no me gusta el color que tiene; pero no le pido a usted que venga con nosotros dentro de ocho días, se lo pido para dentro de diez meses. Bien sabe usted que en diez meses hay tiempo de cuidarse». En ese momento, un lacayo vino a anunciar que el coche esperaba a la puerta. «¡Vamos, Oriana, a caballo!», dijo el duque, que piafaba ya de impaciencia desde hacía un momento, como si hubiera sido uno de los caballos que esperaban. «Bueno, en una palabra, ¿qué razón le impediría a usted venir a Italia?», preguntó la duquesa, levantándose para despedirse de nosotros. «Pues, mi querida amiga, que estaré muerto desde algunos meses antes. Según los médicos con quienes he consultado, a fin de año, el mal que tengo y que puede, por otra parte, llevárseme en seguida, no me dejará, de todas maneras, más de tres o cuatro meses de vida, y aun eso es un gran máximum», respondió Swann sonriendo mientras el lacayo abría la puerta encristalada del vestíbulo para dejar pasar a la duquesa. «¿Qué está usted diciendo ahí? —exclamó la duquesa deteniéndose un segundo en su marcha hacia el coche y alzando sus hermosos ojos azules y melancólicos, pero llenos de incertidumbre. Puesta por primera vez en su vida entre dos deberes tan diferentes como subir a su coche para ir a cenar fuera, y dar muestras de piedad a un hombre que se va a morir, no veía en el código de las formas sociales nada que le indicase qué jurisprudencia había de seguir, y como no sabía a cuál dar preferencia, creyó que debía hacer como si no creyese que la segunda alternativa hubiera de plantearse, de modo que obedecería a la primera, que en aquel momento exigía menos esfuerzos, y pensó que la mejor manera de resolver el conflicto era negarlo—. Tiene usted ganas de broma», dijo a Swann. «Sería una broma de un gusto encantador —respondió irónicamente Swann—. No sé por qué le digo a usted esto; nunca le había hablado de mi enfermedad hasta aquí. Pero como me lo ha preguntado usted y ahora puedo morirme de un día a otro… Pero sobre todo no quiero que se retrasen ustedes; cenan ustedes fuera», añadió, porque sabía que, para los demás, sus propias obligaciones mundanas están por encima de la muerte de un amigo, y se ponía en el caso de ellos, gracias a su cortesía. Pero la de la duquesa le permitía también darse confusamente cuenta de que la comida a que iba ella debía de tener menos importancia para Swann que su propia muerte. Así, mientras seguía su camino hacia el coche, dejó caer los hombros diciendo: «No se preocupe usted por esa comida. ¡No tiene ninguna importancia!». Pero estas palabras pusieron de mal humor al duque, que exclamó: «¡Vamos, Oriana, no se ponga usted de palique de esa manera y a cambiar sus jeremiadas con Swann! Así como así, bien sabe usted que la señora de Saint-Euverte quiere que la gente se siente a la mesa al dar las ocho. A ver si sabemos qué es lo que quiere usted; los caballos llevan ya sus buenos cinco minutos esperando. Perdone usted, Carlos —dijo volviéndose a Swann—, pero son las ocho menos diez. Oriana llega tarde siempre; necesitamos más de cinco minutos para llegar a casa de la tía Saint-Euverte».

La señora de Guermantes avanzó decididamente hacia el coche y repitió un último adiós a Swann. «Mire usted, volveremos a hablar de eso; no creo ni una palabra de lo que dice, pero tenemos que hablar de ello juntos. Le habrán asustado estúpidamente; venga usted a almorzar el día que quiera (para la señora de Guermantes, siempre se resolvía todo en almuerzos); ya me dirá usted el día y la hora», y, recogiendo su falda roja, puso el pie en el estribo. Iba a entrar en el coche cuando, al ver aquel pie, exclamó el duque con una voz terrible: «¡Oriana!, ¿qué iba usted a hacer, desdichada? ¡Se ha dejado usted puestos los zapatos negros! ¡Con un traje rojo! Vuélvase arriba, aprisa, a ponerse los zapatos rojos, o si no —dijo al criado—, dígale usted en seguida a la doncella de la señora duquesa que baje unos zapatos rojos». «Pero, amigo mío —respondió suavemente la duquesa, molesta al ver que Swann, que había salido conmigo, pero había querido dejar pasar el coche delante, les había oído—: puesto que vamos ya con retraso…». «No, no, tenemos tiempo de sobra. Sólo son menos diez, no tardaremos diez minutos en llegar hasta el parque Monceau. Y luego, en fin, ¿qué quiere usted?, aunque sean las ocho y media, se aguantarán; de todas maneras, no puede usted ir con un vestido rojo y zapatos negros. Por lo demás, no seremos nosotros los últimos, vamos: ahí están los Sassenage, ya sabe usted que nunca llegan antes de las nueve menos veinte». La duquesa volvió a subir a su cuarto. «¿Eh? —nos dijo el señor de Guermantes—; bien se burla la gente de los pobres maridos, pero algo bueno tienen, de todos modos. Si no es por mí, Oriana iba a la cena con zapatos negros». «No hace feo —dijo Swann—, y ya me había fijado yo en los zapatos negros, que no me habían chocado ni poco ni mucho». «No digo que no —repuso el duque—; pero es más elegante que sean del mismo color que el traje. Y además, puede usted estar tranquilo, que antes de que hubiera llegado allá ya se habría dado cuenta de ello, y sería yo el que me hubiera visto obligado a venir a buscar los zapatos. Habría cenado a las nueve. Adiós, hijitos —dijo empujándonos suavemente—, váyanse antes de que vuelva a bajar Oriana. No es que no le guste verlos a los dos. Al contrario, es que le gusta demasiado verlos. Como los encuentre aquí todavía, va a ponerse a hablar otra vez; ya está muy fatigada, llegará muerta a la cena. Y luego, les confesaré francamente que lo que es yo me estoy muriendo de hambre. He almorzado muy mal esta mañana al bajar del tren. Verdad es que había una endiablada salsa bearnesa; a pesar de eso no me molestaría, pero ni por asomo, sentarme a la mesa. ¡Las ocho menos cinco! ¡Ah, las mujeres! Nos va a hacer enfermar del estómago a los dos. Es mucho menos fuerte de lo que se cree». El duque no sentía el menor empacho en hablar de los achaques de su mujer y de los suyos a un moribundo, porque como los primeros le interesaban más, le parecían más importantes. Así, fue solamente por educación y por desenvoltura por lo que, después de habernos acompañado amablemente, gritó en un aparte y con voz estentórea, desde la puerta, a Swann, que estaba ya en el patio: «Además, no se deje usted amilanar por esas estupideces de los médicos, ¡qué diablo! Son unos asnos. Está usted tan firme como el Puente Nuevo. ¡Nos enterrará a todos!».

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