El mundo de Guermantes (65 page)

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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico

Volviendo a la antipatía que animaba a los Courvoisier contra la duquesa de Guermantes, los primeros habrían podido tener el consuelo de compadecerla en tanto estuvo soltera, ya que entonces era poco afortunada. Desgraciadamente, una como emanación fuliginosa y
sui generis
soterraba, hurtaba siempre a los ojos la riqueza de los Courvoisier que, por grande que fuese, no salía de la sombra. En vano era que una Courvoisier riquísima casase con un buen partido; siempre ocurría que el nuevo matrimonio no tuviese domicilio personal en París, donde «paraba» en casa de los suegros, y el resto del año vivía en provincias en medio de una sociedad sin mezclas, pero sin brillantez. Mientras que Saint-Loup, que apenas tenía ya más que deudas, deslumbraba a Doncières con sus troncos de caballos, un Courvoisier opulentísimo nunca tomaba más que el tranvía en la misma ciudad. Inversamente (y, por otra parte, muchos años antes), la señorita de Guermantes (Oriana), que no tenía gran cosa, hacía hablar de sus trajes más que de los suyos todas las Courvoisier juntas. El mismo escándalo de sus ocurrencias era como si hiciese el reclamo de su manera de vestirse y de peinarse. Se había atrevido a decirle al gran duque de Rusia: «Vaya, ¿conque, por lo visto, monseñor quiere hacer asesinar a Tolstoi?», en una cena a la que no se había invitado a los Courvoisier que, por lo demás, estaban muy poco enterados de quién fuese Tolstoi. No lo estaban mucho más tocante a los autores griegos, si se ha de juzgar de ello por la duquesa viuda de Gallardon (suegra de la princesa de Gallardon, todavía soltera por entonces), que, como no se hubiese visto honrada en cinco años con una sola visita de Oriana, respondió a uno que le preguntaba la razón de su ausencia: «Parece que recita cosas de Aristóteles (quería decir Aristófanes) en las reuniones. ¡Y eso no lo tolero yo en mi casa!».

Ya puede suponerse hasta qué punto la «salida» de la señorita de Guermantes a propósito de Tolstoi, si indignaba a los Courvoisier, dejaba maravillados a los Guermantes y, por añadidura, a todo el que estaba relacionado con ellos no sólo de cerca, sino de lejos. La condesa viuda de Argencourt, Seineport por su familia, que recibía a todo el mundo, como quien dice, porque era literata y a pesar de que su hijo era un terrible snob, contaba la frase en presencia de la gente de pluma diciendo: «Oriana de Guermantes, que es fina como un coral, maliciosa como un mono, que tiene dotes para todo, que hace acuarelas dignas de un gran pintor y versos como pocos grandes poetas los hacen, y ya saben ustedes que, por lo que se refiere a la familia, es de lo más encopetado que hay, su abuela era la señorita de Montpensier, y ella es la decimaoctava Oriana de Guermantes sin un solo entronque desigual, es de la sangre más pura, más antigua de Francia». Así, los falsos hombres de pluma, los semiintelectuales que recibía en su casa la señora de Argencourt, representándose a Oriana de Guermantes, a la que jamás tendrían ocasión de conocer personalmente, como algo más maravilloso y más extraordinario que la princesa Badroul Boudour, no sólo se sentían dispuestos a morir por ella al saber que una persona tan noble glorificaba por encima de todo a Tolstoi, sino que sentían asimismo retoñar en su espíritu una nueva fuerza, su propio amor a Tolstoi, su deseo de resistencia al zarismo. Estas ideas liberales habían podido tornarse anémicas en ellos, que habían podido dudar del prestigio de las mismas, sin atreverse ya a confesarlas, cuando, súbitamente, de la misma señorita de Guermantes, es decir, de una muchacha tan indiscutiblemente refinada y autorizada, que llevaba el pelo pegado a la frente (cosa que jamás hubiera consentido en hacer una Courvoisier), les llegaba una ayuda como aquella. Cierto número de realidades buenas o malas ganan mucho, de esta manera, con recibir la adhesión de personas que tienen autoridad sobre nosotros. Por ejemplo, entre los Courvoisier, los ritos de la amabilidad en la calle se componían de cierto saludo, feísimo y poco amable en sí mismo, pero del que se sabía era la manera distinguida de decir buenos días, de modo que todo el mundo, borrando de sí la sonrisa, el buen acogimiento, se esforzaba por imitar aquella fría gimnasia. Pero los Guermantes, en general, y particularmente Oriana, aun conociendo mejor que nadie esos ritos, no vacilaban, si os veían desde un coche, en saludaros amablemente con la mano, y en un salón, dejando a los Courvoisier hacer sus saludos de prestado y rígidos, esbozaban encantadoras reverencias, os tendían la mano como a un camarada, sonriendo con sus ojos azules, de modo que de repente, gracias a los Guermantes, entraba en la sustancia de la distinción, hasta entonces un tanto huera y seca, todo aquello que naturalmente le hubiera gustado a uno y que uno se había esforzado en proscribir, la bienvenida, la expansión de una amabilidad verdadera, la espontaneidad. De la misma manera, pero por obra de una rehabilitación en este caso poco justificada, las personas que más arraigado llevan en sí el gusto instintivo por la música mala y por las melodías, por triviales que sean, que tienen algo acariciador y fácil, llegan, gracias a la cultura sinfónica, a amortiguar en sí mismas ese gusto. Pero una vez que han llegado a este punto, cuando, maravilladas con razón por el deslumbrador colorido orquestal de Ricardo Strauss, ven a este músico acoger con una indulgencia digna de Auber los motivos más vulgares, lo que les gusta a esas personas encuentra súbitamente en una autoridad tan alta una justificación que las cautiva, y se entusiasman sin escrúpulos y con una doble gratitud, oyendo
Salomé,
con lo que les estaba prohibido encontrar bien en
Los Diamantes de la Corona.

Auténtico o no, el apóstrofe de la señorita de Guermantes al gran duque, propalado de casa en casa, era una ocasión para contar con qué excesiva elegancia estaba arreglada Oriana en aquella cena. Pero si el lujo (que era precisamente lo que lo hacía inaccesible para los Courvoisier) no nace de la riqueza, sino de la prodigalidad, la segunda, sin embargo, dura más tiempo si es sostenida al cabo por la primera, que entonces le permite proyectar todos sus fuegos. Ahora bien, dados los principios que sustentaban francamente no sólo Oriana, sino la señora de Villeparisis, a saber, que la nobleza no cuenta para nada, que es ridículo preocuparse del rango, que la riqueza no constituye la felicidad, que sólo la inteligencia, el corazón, el talento tienen importancia, los Courvoisier podían esperar que, en virtud de esta educación que había recibido de la marquesa, Oriana se casaría con cualquiera que no perteneciese al gran mundo, con un artista, un criminal reincidente, un vagabundo, un librepensador, y que entraría definitivamente en la categoría de lo que los Courvoisier llamaban «los descarriados». Tanto más podían esperarlo cuanto que la señora de Villeparisis, que en aquel momento atravesaba, desde el punto de vista social, una crisis difícil (ninguna de las escasas personas brillantes que encontré yo en su casa había vuelto aún a ella), hacía alarde de sentir un profundo horror respecto de la sociedad que la daba de lado. Hasta cuando hablaba de su sobrino el príncipe de Guermantes, al que veía por su casa, no tenía burlas bastantes para él porque estaba infatuado con su abolengo. Pero en el momento mismo en que se había tratado de encontrar un marido para Oriana, no eran ya los principios sustentados por la tía y por la sobrina los que habían dirigido el sesgo de las cosas; había sido el misterioso «Genio de la familia». Tan infaliblemente como si la señora de Villeparisis y Oriana no hubiesen hablado nunca de otra cosa que de títulos de renta y de genealogías, y no de mérito literario y de cualidades del corazón, y como si la marquesa, por unos días, hubiera estado —como había de estar más tarde— muerta y en el ataúd, en la iglesia de Combray, donde cada miembro de la familia ya no era más que un Guermantes, con una privación de individualidad y de nombres de pila de que daba testimonio en las grandes colgaduras la G… de púrpura, sola, con la corona ducal encima, el genio de la familia había hecho recaer la elección de la intelectual, de la burlona, de la evangélica señora de Villeparisis en el hombre más rico y mejor nacido, en el mejor partido del barrio de Saint-Germain, en el hijo mayor del duque de Guermantes, el príncipe de los Laumes. Y por espacio de dos horas, el día de la boda, tuvo en su casa la señora de Villeparisis a todas las nobles criaturas de quienes se burló incluso con los pocos burgueses de su intimidad que había invitado y a los que el príncipe de los Laumes pasó entonces tarjeta, antes de «cortar las amarras», como hizo al año siguiente. Para llevar al colmo la contrariedad de los Courvoisier, las máximas que erigen la inteligencia y el talento en únicas superioridades sociales empezaron a ser recitadas en casa de la princesa de los Laumes inmediatamente después de la boda. Y a este respecto, dicho sea de paso, el punto de vista que defendía Saint-Loup cuando vivía con Raquel, se trataba con los amigos de Raquel y hubiera querido casarse con Raquel, llevaba aparejado —cualquiera que fuese el horror que en el seno de la familia inspirase— menos mentira que el de las señoritas de Guermantes, en general, cuando situaban por encima de todo la inteligencia, sin admitir apenas que se pusiera en tela de juicio la igualdad de todos los hombres, mientras que todo ello venía a parar, al fin y al cabo, en el mismo resultado que si hubiesen profesado las máximas contrarias: es decir, a casarse con un duque riquísimo. Saint-Loup procedía, por el contrario, conforme a sus teorías, lo cual hacía decir que iba por mal camino. Claro está que, desde el punto de vista moral, Raquel era, en efecto, poco satisfactoria. Pero no es muy seguro que de haber habido otra persona que no valiese mucho más, pero que hubiera sido, en cambio, duquesa o hubiera poseído muchos millones, no se hubiera mostrado favorable al matrimonio la señora de Marsantes. Ahora bien, para volver a la señora de los Laumes (poco después duquesa de Guermantes, a la muerte de su suegro), el que las teorías de la joven princesa, aun manteniéndose así en su lenguaje, no hubiesen dirigido ni poco ni mucho su conducta fue un colmo de desgracia infligido a los Courvoisier, ya que así esa filosofía (si así puede decirse) no perjudicó en modo alguno a la elegancia aristocrática del salón de Guermantes. Indudablemente, todas las personas a quienes no recibía la señora de Guermantes se figuraban que era por no ser ellas suficientemente inteligentes, y alguna opulenta americana que jamás había poseído otro libro que un pequeño ejemplar antiguo, y nunca abierto, de las poesías de Parny, puesto, por ser «de la misma época», sobre un mueble de su saloncito, dejaba ver la importancia que concedía a las cualidades de la inteligencia con las miradas devoradoras que lanzaba a la duquesa de Guermantes cuando ésta entraba en la Opera. Claro está que también la señora de Guermantes era sincera cuando elegía a una persona por su inteligencia. Cuando decía de una mujer:
«Parece ser que es encantadora»
, o de un hombre que era lo más inteligente que darse cabe, no creía tener otras razones para consentir en recibirlos que ese encanto o esa inteligencia, sin que el genio de los Guermantes interviniese hasta ese minuto último: más profundo, apostado a la oscura entrada de la región en que los Guermantes juzgaban, ese genio vigilante les impedía encontrar inteligente al hombre o encantadora a la mujer, si uno u otra carecían de valor mundano, actual o futuro. Declarábase al hombre sabio, pero como un diccionario, o, por el contrario, vulgar, con un espíritu de viajante; la mujer bonita pertenecía a una clase de gente terrible, o hablaba demasiado. En cuanto a las personas que carecían de posición, ¡qué horror!, eran unos
snobs.
El señor de Bréauté, cuyo castillo estaba al lado mismo de Guermantes, sólo se trataba con Altezas. Pero se burlaba de ellas y no pensaba más que en vivir en los museos. Así se indignaba la señora de Guermantes cuando trataban al señor de Bréauté de
snob.
«¡
Snob
Babal! ¡Pero está usted loco, mi pobre amigo! ¡Si es todo lo contrario!, detesta a la gente de campanillas; no hay modo de presentarle a nadie. ¡Ni siquiera en mi casa! Si le invito al mismo tiempo que a algún conocido nuevo, viene a duras penas, y quejándose». Con esto no quiere decirse que, aun en la práctica, no hiciesen los Guermantes distinto caso de la inteligencia que los Courvoisier. Positivamente, esta diferencia entre los Guermantes, envuelta, por lo demás, en un misterio ante el que soñaban de lejos tantos poetas, había dado la fiesta de que ya hemos hablado, en la que el rey de Inglaterra se había divertido más que en ninguna otra parte, porque la duquesa había tenido la idea, que jamás se le hubiera pasado por las mientes a ninguno de los Courvoisier, y la osadía, que hubiera hecho retroceder al valor de todos ellos, de invitar, aparte de las personalidades que ya hemos citado, al músico Gaston Lemaire y al autor dramático Grandmougin. Pero donde sobre todo se hacía sentir la intelectualidad es desde el punto de vista negativo. Si el coeficiente necesario de inteligencia y de hechizo iba descendiendo a medida que se elevaba el rango de la persona que deseaba ser invitada a casa de la princesa de Guermantes, hasta acercarse al cero cuando se trataba de las principales testas coronadas, en cambio, cuanto más se descendía por debajo de ese nivel regio, más subía el coeficiente. Por ejemplo, en casa de la princesa de Parma había un sinfín de personas a las que recibía Su Alteza porque las había conocido de niña, o porque estaban emparentadas con tal o cual duquesa, o por ser afectas a la persona de tal o cual soberano, aun cuando esas personas fuesen, por lo demás, feas, aburridas o necias; ahora bien, para un Courvoisier, una razón como la de ser «estimado por la princesa de Parma», «hermano por parte de madre de la duquesa de Arpajon», «pasa todos los años tres meses con la reina de España», hubiera bastado para hacerle admitir en su casa a tales gentes; pero la señora de Guermantes, que recibía cortésmente su saludo, desde hacía diez años en casa de la princesa de Parma, nunca les había dejado trasponer sus umbrales, por estimar que ocurre con los salones, en el sentido social de la palabra, lo que en el sentido material, en el que basta con unos muebles que no encuentra uno bonitos, pero que se deja estar para que ocupen sitio y como muestra de riqueza, para tornar espantoso el salón. Un salón de esa clase se asemeja a una obra en que no ha sabido uno abstenerse de las frases que revelan maestría, brillantez, facilidad. Como un libro, como una casa, la calidad de un «salón», pensaba con razón la señora de Guermantes, tiene por piedra angular el sacrificio.

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