—¿Y esas cabezas? —preguntó Arby—. ¿Cuál es su finalidad?
—Nadie lo sabe —admitió Levine—. Se da por supuesto que las utilizaban para embestir, en las disputas entre machos de la misma especie por las hembras.
Malcolm subió en ese momento a la plataforma y dijo con tono áspero:
—Sí, para embestir, tal como puede verse.
—De acuerdo —replicó Levine—, ahora no están embistiéndose. Quizás haya terminado la época de reproducción.
—O quizá no se embistan nunca —puntualizó Malcolm, observando los animales verdes—. A mí me parecen bastante pacíficos.
—Sí —concedió Levine—, pero eso no quiere decir nada. El búfalo africano parece muy pacífico casi siempre; de hecho permanece inmóvil la mayor parte del tiempo. Sin embargo, es un animal peligroso, de reacciones imprevisibles. Hay que suponer que esos cráneos abovedados existen por alguna razón, aun cuando ahora no la veamos. —Levine se volvió hacia los chicos—. Para eso hemos construido esta estructura. Queremos someter a observación a esos animales las veinticuatro horas del día. En la medida de lo posible intentaremos recoger información completa sobre sus actividades.
—¿Por qué? —preguntó Arby.
—Porque esta isla —respondió Malcolm— ofrece una oportunidad única de estudiar uno de los mayores misterios de la historia de nuestro planeta: la extinción.
—Cuando InGen cerró sus instalaciones precipitadamente, dejó aquí animales vivos. De eso hace cinco o seis años. Los dinosaurios maduran rápidamente; la mayoría de las especies alcanzan la edad adulta en cuatro o cinco años. A esta altura la primera generación de dinosaurios creados por InGen, es decir, engendrados en un laboratorio, ha empezado a reproducirse en libertad. Existe ahora en esta isla un sistema ecológico completo con una docena de especies de dinosaurios viviendo en grupos por primera vez en sesenta y cinco millones de años.
—¿Y por qué representa eso una oportunidad? —inquirió Arby.
—Piénsalo —instó Malcolm, señalando hacia la llanura—. La extinción es un tema de estudio muy complicado. Compiten docenas de teorías. Los datos aportados por el registro fósil son insuficientes. Y no es posible realizar experimentos. Galileo podía subir a la Torre de Pisa y lanzar objetos esféricos al vacío para verificar su teoría de la gravedad. En realidad no lo hizo, pero podría haberlo hecho. Newton utilizó prismas para verificar su teoría sobre la luz. Los astrónomos observaron los eclipses para verificar la teoría de la relatividad de Einstein. La verificación es una constante en la historia de la ciencia. Ahora bien, ¿cómo verificamos una teoría de la extinción? Es imposible.
—Pero aquí… —dijo Arby.
—Sí. Aquí tenemos una población de animales extintos introducidos artificialmente en un entorno cerrado donde pueden desarrollarse de nuevo. Es la primera vez que ocurre algo así en la historia. Sabemos que estos animales se extinguieron, pero nadie sabe por qué.
—¿Y pretenden averiguarlo? —preguntó Arby—. ¿En unos pocos días?
—Sí contestó Malcolm . Exactamente.
—¿Cómo? ¿No esperarán que vuelvan a extinguirse?
—¿Ante nuestros ojos, quieres decir? —Malcolm se echó a reír—. No, no. Ni mucho menos. La cuestión es que por primera vez no estudiamos sólo huesos. Estamos viendo animales vivos y observando su comportamiento. Tengo una teoría y creo que, incluso en un plazo breve de tiempo, descubriremos indicios que respalden esa teoría.
—¿Qué indicios? —quiso saber Kelly.
—¿Qué teoría? —inquirió Arby.
Malcolm sonrió.
—Esperen y verán.
Los apatosaurios se habían acercado al río a la hora de máximo calor; sus elegantes cuellos curvos se reflejaban en el agua mientras bebían. Sus colas largas como látigos se mecían perezosamente en el aire. Los apatosaurios jóvenes, mucho menores que los adultos, correteaban por la hierba en el centro de la manada.
—Es una maravilla, ¿no? —comentó Levine—. Ver cómo van encajando las piezas. Una verdadera maravilla. —Se inclinó hacia un lado y le gritó a Thorne—: ¿Dónde está el bastidor?
—Ya sube —contestó Thorne.
Sujeto a la cuerda llegó un pesado trípode de base ancha con un bastidor circular en lo alto. El bastidor llevaba cinco videocámaras montadas, y por detrás colgaban los cables que descendían hasta las conexiones de los paneles solares. Levine y Malcolm comenzaron a instalarlo.
—¿Dónde se recibirán las imágenes? —preguntó Arby.
—Los datos se combinarán a través de un multiplexor y se transmitirán a California vía satélite. Conectaremos también la red de seguridad, así dispondremos de muchas tomas.
—¿Y no será necesario que estemos aquí?
—Exacto —respondió Levine.
—¿Y esto es lo que llaman una plataforma de observación?
—Sí. Al menos así lo llaman los científicos como Sarah Harding.
Thorne subió también. En el pequeño refugio ya apenas cabían, pero Levine ni siquiera reparó en ello. Tenía puesta toda su atención en los dinosaurios; contemplaba con unos prismáticos a los animales dispersos por la llanura.
—Tal como pensábamos —advirtió Malcolm—. Organización espacial. Las crías y los animales jóvenes en el centro de la manada y adultos protectores en la periferia. Los apatosaurios utilizan la cola con fines defensivos.
—Eso parece.
—Sí. No hay la menor duda —aseguró Levine, exhalando un suspiro—. ¡Resulta tan gratificante comprobar que uno estaba en lo cierto!
En el suelo, Eddie desembaló la jaula circular de aluminio que habían visto en California. Medía un metro ochenta de altura por uno veinte de diámetro y estaba provista de barrotes de titanio de más de dos centímetros de grosor.
—¿Qué hago con esto? —preguntó Eddie.
—Déjalo ahí —ordenó Levine—. Ése es su sitio.
Eddie colocó la jaula de pie en un ángulo del andamiaje. Levine bajó a tierra.
—¿Y eso para qué sirve? —inquirió Arby, mirando hacia abajo—. ¿Para atrapar un dinosaurio?
—En realidad, para todo lo contrario. —Levine acopló la jaula al costado del andamiaje. Abrió y cerró la puerta, revisándola. Verificó también la cerradura y dejó la llave en su sitio, colgada de una goma elástica—. Es una jaula contra depredadores, como una jaula contra tiburones. Si andas por aquí y ocurre algo, entras y estarás a salvo.
—¿Qué puede ocurrir? —preguntó Arby, preocupado.
—De hecho, no creo que ocurra nada —lo tranquilizó Levine mientras subía de nuevo al refugio—. Porque dudo mucho de que los animales nos presten atención a nosotros o a la plataforma una vez que hayamos camuflado la estructura.
—¿Quiere decir que no la verán?
—Sí, sí la verán —contestó Levine—. Pero no le prestarán atención.
—Pero si nos huelen…
Levine negó con la cabeza.
—Hemos levantado la plataforma de modo que el viento dominante sopla contra nosotros. Y habrás notado que esos helechos tienen un olor característico. —Desprendían una fragancia suave, ligeramente acre, casi como un eucalipto.
—Pero imagine —insistió Arby, inquieto— que se comen los helechos.
—Imposible —descartó Levine—. Son
Dicranopterus cyatheoides
, unas plantas un poco tóxicas que provocan una erupción en la boca. De hecho, existe la teoría de que desarrollaron su toxicidad en el jurásico como defensa contra los dinosaurios que pacían.
—Eso no es una teoría —rebatió Malcolm—; es una especulación sin fundamento.
—Tiene cierta lógica —sostuvo Levine—. En el mesozoico la vida vegetal debió de haberse sentido gravemente amenazada por la llegada de enormes dinosaurios. Las manadas de herbívoros gigantes, en las que cada animal comía cientos de kilos de materia vegetal diariamente, habrían eliminado cualquier clase de plantas que no desarrollasen alguna defensa: un mal sabor, pelos urticantes, espinas o toxicidad química. Así que quizá la cyatheoides desarrolló su toxicidad por aquel entonces. Y es muy eficaz, porque los animales contemporáneos no comen estos helechos en ningún lugar del mundo. Por eso abundan tanto, como habrán notado.
—¿Las plantas tienen defensas? —intervino Kelly.
—Claro que sí. Las plantas evolucionan como cualquier otra forma de vida, y han desarrollado sus propios medios de agresión y defensa. En el siglo XIX la mayor parte de las teorías hacían referencia a los animales, a una naturaleza roja con garras y dientes. Los científicos actuales, en cambio, conciben una naturaleza verde con raíces y tallos. Hemos descubierto que las plantas, en su lucha incesante por la supervivencia, han desarrollado toda clase de tácticas, desde complejas simbiosis con algunos animales hasta señales para advertir a otras plantas, pasando por la guerra química directa.
—¿Señales? —preguntó Kelly, arrugando la frente—. ¿Como cuáles?
—Ah, hay muchos ejemplos —aseguró Levine—. En África, hace mucho tiempo, las acacias desarrollaron espinas largas y afiladas, de unos ocho centímetros. En respuesta, animales como la jirafa o el antílope desarrollaron lenguas largas capaces de superar las espinas. Por lo tanto, las espinas por sí solas ya no servían. De modo que en la carrera armamentista de la evolución las acacias desarrollaron entonces toxicidad. Empezaron a producir grandes cantidades de tanino en las hojas, sustancia que provoca una reacción metabólica letal en los animales que las comen. Los mata literalmente. Al mismo tiempo las acacias desarrollaron un sistema de aviso químico. Si un antílope empieza a comer de un árbol en un bosque, ese árbol desprende etileno induciendo a los otros árboles a aumentar su producción de tanino. En cinco o diez minutos, los demás árboles son venenosos.
—¿Y qué pasa entonces con el antílope? ¿Muere?
—No, ya no —contestó Levine—, porque la carrera armamentista de la evolución no se detuvo. Al final los antílopes aprendieron que sólo podían comer durante un breve espacio de tiempo. En cuanto los árboles comenzaban a producir más tanino, debían detenerse. Y entonces los animales desarrollaron nuevas estrategias. Por ejemplo, cuando una jirafa come las hojas de una acacia, evita después todos los árboles que se hallan a favor del viento y busca otra acacia a cierta distancia. Así que los animales se han adaptado también a esta defensa.
—En teoría evolutiva —añadió Malcolm— se conoce a este fenómeno como la Reina de Corazones, porque en Alicia en el País de las Maravillas la Reina de Corazones le dice a Alicia que debe correr tanto como pueda para permanecer donde está. Aparentemente eso mismo ocurre con las espirales evolutivas. Todos los organismos evolucionan a un ritmo frenético para mantener el equilibrio, para permanecer donde están.
—¿Y es ése un hecho común? —quiso saber Arby—. ¿Incluso en las plantas?
—Sí, claro —afirmó Levine—. A su manera, las plantas son muy activas. Los robles, por ejemplo, producen tanino y fenol a modo de defensa cuando los atacan las orugas. Tan pronto como un árbol resulta infestado todo el bosque se pone sobre aviso. Es una manera de proteger el bosque, una especie de cooperación entre árboles, podríamos decir.
Arby asintió y desde la plataforma observó los apatosaurios, todavía junto al río.
—¿Entonces por eso es que los dinosaurios no se comieron todos los árboles de esta isla? —aventuró Arby—. Porque esos enormes apatosaurios deben de comer muchas plantas. Están provistos de cuellos largos para poder llegar a las hojas más altas, y sin embargo, los árboles parecen casi intactos.
—Buena observación —aprobó Levine—. Yo también me había fijado en eso.
—¿Es por las defensas de estas plantas?
—Podría ser —contestó Levine—. Pero creo que existe una explicación muy sencilla para el buen estado de conservación de los árboles.
—¿Cuál?
—Mira atentamente —indicó Levine—. Tienes la respuesta delante de tus propios ojos.
Arby tomó los prismáticos y miró las manadas.
—¿Cuál es esa sencilla explicación?
—Entre los paleontólogos —explicó Levine ha habido un interminable debate sobre por qué los saurópodos tienen el cuello largo. El cuello de esos animales que ves mide unos seis metros. Tradicionalmente se creía que los saurópodos desarrollaron un cuello largo para poder comerse las hojas altas a las que no llegaban los animales de menor tamaño.
—¿Y dónde está el debate? —inquirió Arby.
—La mayoría de los animales de este planeta tienen el cuello corto —dijo Levine—, porque un cuello largo acarrea muchas complicaciones. Complicaciones de carácter estructural: cómo distribuir los músculos y ligamentos para sostener un cuello largo. Complicaciones relativas al comportamiento: los impulsos nerviosos deben recorrer un largo camino desde el cerebro hasta el cuerpo. Complicaciones para la ingestión: los alimentos tienen un largo trecho desde la boca hasta el estómago. Complicaciones respiratorias: el aire debe inhalarse por una larga tráquea. Complicaciones cardíacas: la sangre debe bombearse hasta la cabeza o el animal se desvanece. Desde un punto de vista evolutivo, todo esto resulta muy difícil.
—Pero así ocurre con las jirafas —adujo Arby.
—Sí, en efecto. Pero el cuello de una jirafa es mucho más corto que el de estas criaturas. Las jirafas han desarrollado un voluminoso corazón y una gruesa fascia alrededor del cuello. En realidad, el cuello de una jirafa es como la abrazadera de un aparato para tomar la presión sanguínea, pero que se extiende de un extremo a otro.
—¿Y los dinosaurios tienen esa misma abrazadera?
—No lo sabemos. Suponemos que los apatosaurios tienen el corazón muy grande, quizá de unos ciento cincuenta kilos o más. Pero existe otra posible solución al problema del bombeo de sangre por un cuello largo.
—¿Sí?
—La estás viendo ahora mismo —señaló Levine. Arby batió palmas.
—¡No levantan el cuello!
—Correcto —confirmó Levine—. Por lo menos, no muy a menudo o durante largo rato. Naturalmente ahora los animales están bebiendo, así que es lógico que agachen el cuello; pero sospecho que si los observamos durante un prolongado período, comprobaremos que no pasan mucho tiempo con el cuello en alto.
—¡Y por eso no se comen las hojas de los árboles!
—Exacto.
—Pero si no emplean ese cuello tan largo para comer —intervino Kelly, frunciendo el entrecejo—, ¿por qué lo desarrollaron?
—Debe de existir una buena razón —dijo Levine con una sonrisa—. Creo que tiene que ver con la defensa.
—¿Con la defensa? ¿Él cuello largo? —Arby miró a Levine con expresión de sorpresa—. No lo entiendo.