El mundo perdido (27 page)

Read El mundo perdido Online

Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

—A mí personalmente no me gusta el riesgo —prosiguió Dodgson—, y todo trabajo original entraña un riesgo. En su mayoría las nuevas ideas son malas, y en su mayoría el trabajo original fracasa. Ésa es la realidad. Si estás obligado a realizar una investigación original, debes prepararte para el fracaso. Eso no importa si trabajas en una universidad, donde el fracaso es objeto de elogios y el éxito conduce al ostracismo. Pero en la industria… no, no. En la industria la investigación original no es una elección prudente. Sólo sirve para meterse en aprietos. Que es la situación en la que tú te encuentras ahora, amigo mío.

—¿Qué puedo hacer? —preguntó King.

—Bueno —dijo Dodgson—, yo tengo mi propia versión del método científico. Lo llamo desarrollo de la investigación encauzada. Si sólo unas cuantas ideas van a dar resultado, ¿para qué intentar elaborarlas uno mismo? Es demasiado difícil. Que las elaboren otros, que ellos asuman el riesgo, que ellos persigan la gloria. Yo prefiero esperar y desarrollar ideas que presentan ya un futuro claro. Es decir, tomar lo que es bueno y mejorarlo, o por lo menos modificarlo lo suficiente para poder patentarlo. Y entonces es de mi propiedad. Es mío.

King no salía de su asombro ante la desfachatez con que Dodgson confesaba sus robos. No parecía avergonzarse en absoluto. King hurgó en su ensalada por un momento.

—¿Por qué me cuentas esto? —inquirió finalmente.

—Porque detecto algo especial en ti —afirmó Dodgson—. Detecto ambición. Ambición frustrada. Y sinceramente, Howard, no tienes por qué sentirte frustrado. No tienes siquiera por qué quedarte en la calle en la próxima revisión de resultados de la compañía. Que es precisamente lo que va a ocurrir. ¿Qué edad tiene tu hijo?

—Cuatro años —contestó King.

—¡Qué desastre! Sin trabajo y con una familia. Y no te será fácil encontrar otro empleo. ¿Quién va a darte ahora una oportunidad? En la ciencia, a los treinta y cinco años un investigador ya ha triunfado o es poco probable que lo logre. No digo que eso sea verdad, sino que así es como ellos piensan.

King sabía que así era como pensaban en todas las compañías biotecnológicas de California.

—Pero, Howard —continuó Dodgson, inclinándose sobre la mesa y bajando la voz—, te espera un mundo lleno de posibilidades maravillosas si te decides a ver las cosas de otro modo. Existe otra manera completamente distinta de vivir la vida. Creo que deberías considerarlo.

Dos semanas más tarde King pasó a ser ayudante personal de Dodgson en el Departamento de Tendencias Biogénicas Futuras, nombre que daba Biosyn a sus esfuerzos en el área del espionaje industrial. Y en los años siguientes King reanudó su fulgurante carrera en Biosyn, esta vez porque le había caído en gracia a Dodgson.

En esos momentos King disfrutaba de todos los atributos del éxito: un Porsche, una hipoteca, un divorcio y un hijo al que veía los fines de semana. Y eso gracias a su incuestionable aptitud como segundo en la jerarquía, trabajando interminables jornadas, ocupándose de los detalles y sacando de apuros a su lenguaraz jefe. Entretanto King había descubierto todas las facetas de Dodgson: su lado carismático, su lado visionario y su lado oscuro e inhumano; King intentaba convencerse de que, con el paso de los años, había aprendido a controlar ese lado inhumano, a mantenerlo a raya.

Pero a veces tenía sus dudas. Como en aquel momento.

Porque en aquella tensa situación, en un desolado pueblo de Costa Rica a punto de zarpar en un maloliente e inestable barco de pesca, Dodgson había decidido de pronto jugar a un extraño juego aceptando a aquella mujer a bordo.

King ignoraba las intenciones de Dodgson, pero advertía en sus ojos un intenso brillo que había visto muy pocas veces antes, y era una mirada que siempre lo alarmaba.

Sarah Harding se hallaba en la cubierta de proa contemplando el mar. King vio a Dodgson junto al jeep y lo llamó nerviosamente con una seña.

—Oye, tenemos que hablar —dijo King.

—Claro —respondió Dodgson con tono despreocupado—. ¿Qué te preocupa?

Y sonrió con aquella encantadora sonrisa.

Harding

Sarah Harding miraba el cielo gris y amenazador. El barco se balanceaba en el mar encrespado. Los marineros de cubierta aseguraban apresuradamente las correas del jeep, que una y otra vez parecía a punto de soltarse. Harding permanecía en la proa, esforzándose por controlar el mareo. A lo lejos avistó por primera vez isla Sorna, una raya negra en el horizonte.

Volvió la cabeza y vio a Dodgson y King hacia la mitad del barco, junto a la baranda, enfrascados en una acalorada conversación. King, preocupado, gesticulaba impetuosamente. Dodgson escuchaba y respondía con un continuo gesto de negación. Al cabo de un momento rodeó a King por el hombro con un brazo, aparentemente con intención de calmarlo. Los dos parecían ajenos a la febril actividad que se desarrollaba en torno del jeep, lo cual resultaba extraño considerando el cuidado con que habían supervisado la operación de carga. En ese momento daba la impresión de que no les importaba.

En cuanto al tercer hombre, Baselton, Harding naturalmente lo había reconocido, sorprendida de encontrarlo a bordo de aquel pequeño barco de pesca. Baselton le había estrechado la mano con un ademán expeditivo y había desaparecido en el interior del barco tan pronto como zarparon. No había vuelto a verlo. Quizá también él estuviese mareado.

Mientras Harding observaba, Dodgson se apartó de King y corrió junto al jeep para dar instrucciones a los marineros. King fue a verificar las correas que sujetaban los bidones y las cajas colocados en la popa. Las cajas que llevaban estampado el rótulo «Biosyn».

Harding nunca había oído hablar de Biosyn Corporation. Se preguntaba qué relación podía tener con Ian y Richard. Ante ella, Ian siempre hablaba con tono crítico, incluso con desdén, de las compañías biotecnológicas. Y aquellos hombres no se correspondían con la imagen habitual de los amigos de Ian. Eran demasiado rígidos, demasiado… desagradables.

Pero lo cierto, reflexionó Harding, era que Ian tenía amigos muy extraños. Siempre aparecían de improviso en su departamento: el calígrafo japonés, los músicos de un gamelán indonesio, el malabarista de Las Vegas con su chaqueta de fiesta brillante, el estrafalario astrólogo francés convencido de que la Tierra estaba hueca… Y por otra parte sus amigos matemáticos, que eran una verdadera banda de locos, o esa impresión tenía ella. Todos con la mirada perdida y absortos en sus demostraciones. Hojas y hojas de demostraciones, centenares de hojas. Aquello era demasiado abstracto para Sarah Harding. Ella prefería el contacto con la tierra, la presencia de los animales, la experiencia de los sonidos y los olores. Para ella eso era lo real. Todo lo demás se reducía a teorías, que podían ser correctas o incorrectas.

Las olas empezaron a embestir la proa y Harding retrocedió unos pasos para no mojarse. Bostezó; apenas había dormido en las últimas veinticuatro horas. Dodgson terminó de verificar las correas del jeep y se acercó a ella.

—¿Todo en orden? —preguntó Harding.

—Sí, sí —respondió Dodgson con una jovial sonrisa.

—Su amigo King parece preocupado.

—No le gusta viajar por mar —explicó Dodgson, señalando las olas con el mentón—. Pero avanzamos más deprisa de lo previsto. Desembarcaremos dentro de una hora más o menos.

—Dígame, ¿qué es Biosyn Corporation? —preguntó Harding—. Jamás la oí nombrar.

—Es una empresa pequeña —contestó Dodgson—. Nos dedicamos a lo que se conoce como productos biológicos de consumo. Nos hemos especializado en organismos destinados a fines recreativos y deportivos. Por ejemplo, hemos creado mediante ingeniería genética nuevas clases de trucha y otros peces para la pesca fluvial. También preparamos nuevas clases de perro, animales de compañía más pequeños para la gente que vive en departamentos. Ese tipo de cosas.

«Precisamente las cosas que Ian más aborrece», pensó Harding.

—¿De dónde conoce a Ian?

—Ah, nos conocemos desde hace mucho tiempo —dijo Dodgson.

Harding advirtió la intencionada vaguedad de la respuesta e insistió:

—¿Cuánto tiempo?

—Desde la época del parque.

—¿El parque? —repitió Harding interrogativamente.

—¿No le contó cómo se rompió la pierna?

—No —contestó Harding—. No le gusta hablar del tema. Sólo dice que le pasó mientras asesoraba a una empresa. Hubo… no sé, algún contratiempo. ¿Fue en un parque?

—Sí, en cierto modo —dijo Dodgson, contemplando el mar. Al cabo de un instante se encogió de hombros y preguntó—: ¿Y usted? ¿De dónde lo conoce?

—Me supervisó la tesis doctoral. Soy etóloga. Estudio los grandes mamíferos de los ecosistemas formados en las llanuras africanas. En África oriental. Concretamente los carnívoros.

—¿Carnívoros?

—Ahora me he concentrado en las hienas —precisó Harding—. Antes estudiaba los leones.

—¿Y lleva mucho tiempo con eso?

—Casi diez años. Seis de manera ininterrumpida desde el doctorado.

—Interesante —afirmó Dodgson—. ¿Así que ahora viene de África?

—Sí, de Seronera, en Tanzania.

Dodgson asintió distraídamente, mirando por encima del hombro de Harding hacia la isla.

—¡Bueno! —comentó—. Parece que, después de todo, empieza, a despejarse.

Harding volvió la cabeza y vio vetas azules entre las nubes. El sol intentaba abrirse paso. La marejada amainaba. Y con sorpresa advirtió que la isla se hallaba mucho más cerca. Sobre el mar divisaba claramente los acantilados volcánicos, escarpadas paredes de roca gris rojiza.

—En Tanzania —repitió Dodgson—. ¿Dirige un equipo de investigación numeroso?

—No. Trabajo sola.

—¿No tiene alumnos? —preguntó Dodgson.

—Lamentablemente no. Mi trabajo es poco gratificante. Los grandes carnívoros de la sabana africana son básicamente nocturnos, así que la mayor parte de mi investigación se desarrolla de noche.

—Debe de ser duro para su marido.

—No estoy casada —repuso Harding con un gesto de indiferencia.

—Me sorprende —afirmó Dodgson—. Al fin y al cabo, una mujer atractiva como usted…

—No he tenido tiempo —lo interrumpió Harding. Para cambiar de tema, añadió—: ¿En qué parte de la isla vamos a desembarcar?

Dodgson observó la isla. Desde donde se encontraban veían ya las olas, altas y blancas, estrellarse contra la base del acantilado. Estaban sólo a dos o tres kilómetros de distancia.

—Es una isla poco común —advirtió Dodgson—. Toda esta región de Centroamérica es volcánica. Existen unos treinta volcanes activos entre México y Colombia. Estas islas cercanas a la costa fueron en otro tiempo volcanes activos, parte de la cadena central. Pero en las islas, a diferencia del continente, la actividad volcánica se ha extinguido. Hace miles de años que ninguna de estas islas entra en erupción.

—Entonces estamos viendo el exterior del cráter.

—Exacto. Los acantilados son fruto de la erosión meteorológica, pero el mar, por su parte, también desgasta la base externa del cráter. Esa franja de roca lisa al pie del acantilado es donde golpea el mar, y hay amplias zonas completamente horadadas. Es roca volcánica muy blanda.

—Y piensan desembarcar…

—Hay varios puntos en el lado de barlovento donde el mar ha abierto cuevas en el acantilado. Y en dos de esos puntos las cuevas confluyen con ríos que vierten sus aguas desde el interior. Así que son navegables. —Dodgson señaló al frente—. Ahora precisamente se ve allí una de las cuevas.

Sarah Harding divisó una abertura lóbrega e irregular en la base del acantilado. Alrededor las olas rompían contra la roca y penachos de agua blanca se elevaban en el aire a una altura de quince metros.

—¿Van a penetrar en esa cueva con este barco?

—Si el tiempo se mantiene, sí. —Dodgson volvió la cabeza—. No se preocupe, no es tan difícil como parece. Por cierto, ¿qué me decía? Sobre África. ¿Cuándo se marchó de allí?

—Después de hablar por teléfono con Doc Thorne. Dijo que él y Ian iban a rescatar a Richard y me preguntó si quería acompañarlos.

—¿Y qué le contestó? —preguntó Dodgson.

—Que lo pensaría.

—¿No le dijo que venía? —preguntó Dodgson, frunciendo el entrecejo.

—No, porque no estaba segura. Tengo mucho trabajo, y esto está muy lejos.

—Pero por un viejo amor —comentó Dodgson, asintiendo comprensivamente.

Harding lanzó un suspiro.

—Bueno. Adivinó. Ian.

—Sí, conozco a Ian —declaró Dodgson—. Todo un personaje.

—Es una manera de definirlo —convino Harding.

Por un instante se produjo un incómodo silencio. Dodgson se aclaró la garganta.

—Una cosa no me queda clara —dijo—. ¿A quién le dijo exactamente que venía?

—A nadie —respondió Harding—. Tomé el primer avión y vine.

—Pero, ¿y su universidad o sus colegas?

—No tuve tiempo —se lamentó Harding, encogiéndose de hombros—. Como ya le dije, trabajo sola. —Miró de nuevo la isla. Los acantilados se alzaban sobre el barco. Se hallaban sólo a unos centenares de metros. Desde allí la cueva parecía mucho mayor, pero grandes olas arremetían contra las rocas a ambos lados. Movió la cabeza en un gesto de desconfianza—. El mar está muy movido.

—No se preocupe —la tranquilizó Dodgson—. ¿Ve? El capitán ya ha enfilado hacia la cueva. En cuanto entremos el riesgo será mínimo. Además, puede ser muy emocionante. El barco se balanceó y la proa, escorada, se hundió en el mar. Harding se agarró a la baranda. Junto a ella, Dodgson sonreía.

—¿Entiende lo que le decía? Es emocionante, ¿no? —De pronto pareció inquieto, como si una corriente eléctrica recorriese sus miembros. Con el cuerpo en tensión, se frotó las manos—. No tiene por qué preocuparse, señorita Harding, no permitiré que le pase…

Sarah Harding no sabía de qué le hablaba, pero antes de que pudiese responder la proa del barco volvió a hundirse, levantando espuma. Harding se tambaleó, y Dodgson se abalanzó rápidamente sobre ella, en apariencia para sujetarla. Sin embargo, algo extraño ocurrió. Harding notó el cuerpo de Dodgson contra sus piernas y de pronto se sintió izada. Entonces otra ola embistió el barco y Harding se vio lanzada por el aire. Gritó y se aferró a la baranda, pero todo sucedió muy deprisa; el mundo, dado vuelta, giró alrededor. Se golpeó en la cabeza con la baranda y cayó al vacío. Vio la pintura descascarada del casco pasar ante sus ojos y el agua verde del océano cada vez más cerca. Súbitamente, al entrar en contacto con el mar encrespado, percibió un frío intenso y de inmediato se hundió bajo las olas, perdiéndose en la oscuridad.

Other books

Civvy Street by Fiona Field
MaleOrder by Amy Ruttan
Sexing the Cherry by Jeanette Winterson
Premio UPC 1995 - Novela Corta de Ciencia Ficción by Javier Negrete César Mallorquí
The Secret Life of Uri Geller by Jonathan Margolis
Burn by Callie Hart