El mundo perdido (24 page)

Read El mundo perdido Online

Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

Al aproximarse al borde caótico los elementos dan señales de conflicto interno. Una región inestable y potencialmente letal.

I
AN
M
ALCOLM

Levine

Atravesaron el claro corriendo y gritando:

—¡Doctor Levine! ¡Doctor Levine! ¡Está a salvo!

Se echaron a sus brazos y Levine, a su pesar, sonrió.

—Doc —dijo, volviéndose hacia Thorne—, esto es un disparate.

—¿Por qué no se lo explicas a ellos? —replicó Thorne—. Son alumnos tuyos.

—No se enoje, doctor Levine —suplicó Kelly.

—Fue decisión nuestra —confesó Arby—. Vinimos por nuestra cuenta.

—¿Por su cuenta? —preguntó Levine.

—Pensamos que necesitaba ayuda —explicó Arby. Dirigiéndose a Thorne, añadió—: Y así era.

Thorne asintió.

Sí. Nos han ayudado.

—Y prometemos no molestar —intervino Kelly—. Ustedes hagan lo que tengan que hacer, y nosotros…

—Los chicos estaban preocupados por ti —dijo Malcolm, acercándose a Levine—. Porque pensaban que estabas en problemas.

—De todos modos, ¿por qué tanto apuro? —inquirió Eddie—. Nos encarga estos vehículos y luego se va sin ellos…

—No me quedaba otra opción —se excusó Levine—. El gobierno de Costa Rica se enfrenta con otro brote de encefalitis. Han llegado a la conclusión de que está relacionado con los cuerpos de dinosaurios que aparecen de vez en cuando. Desde luego la idea es estúpida, pero eso no va a impedirles exterminar todos los animales de esta isla tan pronto como los encuentren. Tenía que llegar yo antes. El tiempo apremia.

—Así que decidiste venir tú solo —le reprochó Malcolm.

—Déjate de tonterías, Ian. Y no me mires con esa cara. Pensaba llamarte en cuanto verificase que ésta era la isla. Además, no vine solo. Me acompañó un guía llamado Diego, un lugareño que me aseguró que había estado en la isla de niño, muchos años atrás. Y realmente parecía familiarizado con el terreno. Me llevó hasta lo alto del acantilado sin ningún problema. Todo fue bien hasta que nos atacaron en el arroyo, y Diego…

—¿Los atacaron? —lo interrumpió Malcolm—. ¿Quiénes?

—En realidad, no llegué a verlo —contestó Levine—. Todo ocurrió muy deprisa. Un animal me derribó de un golpe y destrozó la mochila. No sé qué pasó después. Posiblemente lo confundió la forma de la mochila, porque cuando me levanté y seguí corriendo, no me persiguió.

Malcolm lo miraba atentamente.

—Tuviste mucha suerte, Richard.

—Sí, bueno. El caso es que corrí mucho rato, y cuando volví la cabeza, estaba solo en la selva. Y perdido. No sabía qué hacer, así que me subí a un árbol. Me pareció buena idea. Y hacia el anochecer aparecieron los velocirraptores.

—¿Velocirraptores? —preguntó Arby.

—Unos pequeños carnívoros —explicó Levine—. La forma del cuerpo es la de un terópodo común y tiene el hocico largo y visión binocular. Mide unos dos metros de longitud y pesa alrededor de noventa kilos. Son dinosaurios muy rápidos, inteligentes y peligrosos. Viajan en grupo. Anoche conté hasta ocho, todos saltando alrededor del árbol intentando cazarme. Toda la noche saltando y gruñendo, saltando y gruñendo… No pegué un ojo.

—¡Qué lástima! —se burló Eddie.

—Oye —replicó Levine, enfadado—, no es mi problema si…

—¿Pasaste la noche en el árbol? preguntó Thorne.

—Sí, y por la mañana los raptores ya se habían ido, así que bajé a echar un vistazo por la isla. Encontré el laboratorio o lo que sea. Está claro que lo abandonaron a toda prisa y dejaron aquí parte de los animales. Inspeccioné el edificio y vi que aún tiene suministro eléctrico… después de tantos años todavía funcionan algunos sistemas. Y aún más importante, existe una red de cámaras de seguridad. Eso es una suerte. De manera que salí a verificar esas cámaras, y estaba en eso cuando ustedes me interrumpieron…

—Un momento —protestó Eddie. Vinimos a rescatarlo.

—No entiendo por qué —repuso Levine—. Yo no se lo pedí.

—No fue ésa la impresión que nos dio cuando hablamos contigo por teléfono.

—Eso fue un malentendido —adujo Levine—. Pasaba por un momento de debilidad porque no conseguía poner en funcionamiento el teléfono. Lo has hecho demasiado complicado, Doc, ése es el problema. Y bien, ¿empezamos ya a trabajar?

Levine se calló y miró los rostros indignados que lo rodeaban.

—Un gran científico —comentó Malcolm, volviéndose hacia Thorne— y un gran ser humano.

—Eh, ¿qué les pasa? —dijo Levine. La expedición tenía que venir a esta isla tarde o temprano. Y tal como están las cosas, cuanto antes mejor. Todo ha salido bien y, la verdad, no veo ninguna razón para seguir hablando del tema. No es momento para discusiones. Tenemos mucho que hacer y creo que deberíamos empezar ya, porque esta isla es una oportunidad excepcional y no va a durar eternamente.

Dodgson

Lewis Dodgson estaba sentado a una mesa en un rincón oscuro de la cantina Chesperito, encorvado sobre una cerveza. Junto a él, George Baselton, rector de Stanford, devoraba con fruición un plato de huevos rancheros. Las yemas amarillas se desbordaban sobre la salsa verde. Dodgson sentía náuseas sólo de verlo. Desvió la mirada, pero siguió oyendo cómo se relamía los labios Baselton.

Aparte de ellos sólo había en el establecimiento unas cuantas gallinas que cloqueaban por el suelo. De vez en cuando se asomaba un niño a la puerta, apedreaba a las gallinas y se alejaba a toda prisa riéndose. Por los corroídos altavoces de un ronco estéreo sonaba una vieja cinta de Elvis Presley. Dodgson tarareó
Falling in Love With You
y procuró controlar su mal genio. Hacía casi una hora que esperaban en aquel tugurio. Baselton terminó los huevos y apartó el plato. Sacó un pequeño cuaderno que siempre llevaba encima y dijo:

—Verás, Lew, he estado pensando cómo debe manejarse este asunto.

—¿Qué asunto? —repuso Dodgson, irritado—. No habrá ningún asunto que manejar a menos que consigamos llegar a esa isla. —Mientras hablaba, tamborileó con los dedos sobre una pequeña fotografía de Richard Levine colocada junto al borde de la mesa. Después le dio vuelta, observó la imagen del revés y volvió a ponerla del derecho. A continuación lanzó un suspiro y consultó el reloj.

—Lew —dijo Baselton con impaciencia—, llegar a esa isla es lo de menos. Aquí lo importante es cómo presentar al mundo nuestro descubrimiento.

—Nuestro descubrimiento —repitió Dodgson—. Eso me gusta, George. Buena idea. Nuestro descubrimiento.

—Bueno, es la verdad, ¿no? —afirmó Baselton con una afable sonrisa—. InGen quebró y su tecnología desapareció. Una trágica pérdida, como no me he cansado de repetir por televisión. En tales circunstancias, cualquiera que la encuentre habrá realizado un descubrimiento. No sé de qué otra manera podría llamárselo. Como dijo Henri Poincaré…

—Muy bien, muy bien —lo interrumpió Dodgson—. Así que hacemos un descubrimiento. Y luego ¿qué? ¿Una conferencia de prensa?

—Nada de eso —rechazó Baselton con expresión de horror—. Una conferencia de prensa sería una torpeza. Nos dejaría a merced de toda clase de críticas. No, no. Un descubrimiento de esta magnitud debe tratarse con decoro. Debe notificarse, Lew.

—¿Notificarse?

—A través de la prensa especializada, sí.
Nature
, supongo.

—¿Quieres anunciar esto en una publicación académica? —preguntó Dodgson entornando los ojos.

—¿Qué mejor para legitimarlo? —replicó Baselton—. Presentar el hallazgo a nuestros colegas es lo más correcto. Naturalmente suscitará un debate, ¿y en qué consistirá ese debate? En una acalorada disputa, en un intercambio de severas críticas entre los profesores que llenará las secciones científicas de los diarios durante tres días, hasta que el tema pierda interés y sea sustituido por las últimas novedades en implantes de mama. Y en esos tres días habremos afianzado nuestra posición.

—¿Te ocuparás tú del texto?

—Sí —respondió Baselton—. Y después un artículo en
American Scholar
o quizás en
Natural History
, algo de interés humano: qué representa el descubrimiento para el futuro, qué revela sobre el pasado, esas cosas…

Dodgson asintió. Comprendió que Baselton tenía razón y vio en ello una prueba más de lo mucho que lo necesitaba y de lo acertado que había sido incluirlo en el equipo. Dodgson no pensaba jamás en la reacción del público; Baselton, en cambio, no pensaba en otra cosa.

—Bien, de acuerdo —convino Dodgson—. Pero eso no tendrá ninguna importancia a no ser que lleguemos a la isla. —Volvió a consultar el reloj. Oyó que se abría una puerta tras él y Howard King, su ayudante, entró acompañado de un fornido costarricense con bigote. Dodgson se volvió sin levantarse de la silla y preguntó:

—¿Es éste?

—Sí, Lew —contestó King.

—¿Cómo se llama?

—Gandoca.

—Señor Gandoca. —Dodgson levantó la fotografía de Levine—. ¿Conoce a este hombre?

Gandoca apenas miró la fotografía y asintió con la cabeza.

—Sí. El señor Levine.

—Exacto. El maldito señor Levine. ¿Cuándo estuvo aquí?

—Hace unos días. Se marchó con Dieguito, mi sobrino. Todavía no han vuelto.

—¿Y adónde fueron? —preguntó Dodgson.

—A isla Sorna.

—Bien. —Dodgson se apresuró a terminar la cerveza y dejó a un lado la botella—. ¿Tiene un barco? —Volviéndose hacia King, repitió la pregunta—: ¿Tiene un barco?

—Es pescador —respondió King—, así que tiene un barco.

—Un barco de pesca —asintió Gandoca—. Sí.

—Bien. Yo también quiero ir a isla Sorna.

—Sí, pero hoy el tiempo…

—Me importa un comino el tiempo —prorrumpió Dodgson—. El tiempo mejorará. Quiero ir ahora.

—Quizás un poco más tarde…

—Ahora.

—Lo siento —insistió Gandoca, extendiendo las palmas de las manos—, pero…

—Muéstrale el dinero, Howard —ordenó Dodgson.

King abrió un maletín. Estaba lleno de billetes de cinco mil colones. Gandoca lo miró y agarró un billete para examinarlo. Volvió a dejarlo cuidadosamente y se movió inquieto.

—Quiero ir ahora.

—Sí, señor —cedió Gandoca—. Zarparemos en cuanto ustedes estén listos.

—Eso me gusta más —dijo Dodgson—. ¿Cuánto tardaremos en llegar a la isla?

—Unas dos horas.

—Bien —aprobó Dodgson—. Muy bien.

La plataforma de observación

—¡Allá vamos!

Se oyó un chasquido cuando Levine conectó el cable flexible al cabrestante del Explorer. Accionó el mecanismo y el cable giró lentamente bajo el sol.

Habían bajado todos hasta la amplia llanura de hierba que se extendía al pie del acantilado. El Sol estaba alto y se reflejaba en el borde rocoso de la isla. Abajo, un resplandor trémulo envolvía el valle.

A corta distancia pacía una manada de hipsilofodontos, unos animales verdes parecidos a gacelas; alzaban la cabeza sobre la hierba cada vez que oían el tintineo del metal mientras Eddie y los chicos colocaban en el suelo las barras de aluminio de la estructura que tanto había dado que hablar en California. Hasta ese momento la estructura, extendida en la hierba, no era más que un revoltijo de finas barras, como si fuesen descomunales palitos dispuestos de cualquier modo para jugar a extraerlos uno por uno del montón.

—Ahora veremos —dijo Levine, frotándose las manos.

A medida que giraba el cabrestante, las barras de aluminio empezaron a moverse, elevándose lentamente. La estructura que iba formándose parecía frágil y endeble, pero Thorne sabía que los tirantes cruzados proporcionarían una gran resistencia al armazón. Las barras se desplegaron y la estructura se alzó más de tres metros. El pequeño refugio situado en lo alto se hallaba justo por debajo de las ramas inferiores de los árboles cercanos, quedando casi oculto. Sin embargo, la estructura que lo sostenía brillaba bajo el sol.

—¿Ya está? —preguntó Arby.

—Ya está —contestó Thorne, que a continuación rodeó la estructura para ajustar los pasadores de enganche de los cuatro ángulos.

—Brilla demasiado —se quejó Levine—. Tendríamos que haber usado un esmalte negro mate.

—Eddie, tenemos que camuflar esto —indicó Thorne.

—Podemos darle una pasada con el pulverizador —sugirió Eddie—. Creo que traje pintura negra.

Levine movió la cabeza en un gesto de negación.

—No, entonces dará olor. ¿Y si usamos las hojas de esas palmeras?

—Bien, no hay problema —dijo Eddie. Se acercó a un palmeral cercano y empezó a cortar grandes frondas con el machete.

Kelly contemplaba el armazón de aluminio.

—Es fantástico —comentó—. Pero, ¿para qué sirve?

—Es una plataforma de observación —explicó Levine—. Vamos.

Los chicos y Levine empezaron a trepar por el andamiaje.

Coronaba la estructura un pequeño refugio con un techo sostenido sobre barras de aluminio separadas entre sí un poco más de un metro. El suelo del refugio lo formaban también barras de aluminio, más juntas, a unos quince centímetros. Para evitar que alguno metiese el pie accidentalmente entre las barras, Levine tomó los primeros haces de frondas que Eddie le hacía llegar con una cuerda y los extendió sobre el suelo. Ató el resto de las frondas en el exterior del refugio para ocultarlo.

Arby y Kelly observaban los animales. Desde aquella altura veían todo el valle. A lo lejos, en la otra orilla del río, había una manada de apatosaurios. Al norte pastaba un grupo de triceratops y unos cuantos dinosaurios de pico de pato se acercaban al agua a beber. El grave bramido de un pico de pato cruzó el valle; era un sonido profundo y sobrenatural. Al cabo de un momento respondió otro animal desde el bosque.

—¿Qué fue eso? —preguntó Kelly.

—Un Parasaurolophus —dijo Levine—. Brama a través de la cresta nucal. Los sonidos en baja frecuencia son audibles desde grandes distancias.

Al sur vieron una manada de animales de color verde oscuro; tenían una frente prominente y curva y, en lo alto de la cabeza, un anillo de pequeños cuernos nudosos. Recordaban vagamente a los búfalos.

—¿Cómo se llaman aquellos de allí? —quiso saber Kelly.

—Buena pregunta —contestó Levine—. Muy probablemente sean Pachycephalosaurus wyomingensis. Es difícil saberlo con certeza, ya que nunca se encontró un esqueleto entero de esos animales. La frente está formada por un hueso de gran grosor, y por eso se han hallado numerosos fragmentos craneales abovedados. Pero es la primera vez que veo un ejemplar completo.

Other books

The Hidden Beast by Christopher Pike
Full Circle by Jennifer Simpkins, Peri Elizabeth Scott
After All This Time by Nikita Singh