Authors: Antonio Salas
En mayo de 2004, todas las portadas del mundo publicaron las vergonzosas fotos de torturas a presos iraquíes en la prisión de Abu Ghraib, cercana a Faluya. Durante semanas, un grupo de soldados norteamericanos del turno de noche, en la galería 1A, torturó, humilló, vejó y dejó morir a un número indeterminado de prisioneros. Y, además, cometieron el error de fotografiarse y grabarse con sus teléfonos móviles ejecutando aquellas atrocidades. A pesar del escándalo internacional, solo siete militares de baja graduación, pertenecientes a la 372a compañía de la Policía Militar, fueron procesados y condenados por las torturas de Abu Ghraib, pero todos los mandos salieron indemnes. Durante el juicio, uno de los acusados, el sargento Ivan Frederick, requirió los servicios de un perito en su defensa: el doctor Philip Zimbardo.
En verano de 1971, Zimbardo había realizado un experimento en los sótanos de la facultad de Psicología de la Universidad de Stanford, que revolucionó nuestro conocimiento sobre la psicología del comportamiento. En un principio el experimento debía durar dos semanas. Durante ese período, dos grupos de estudiantes recrearían en condiciones de laboratorio una especie de prisión. Todos los sujetos que se prestaron al experimento pasaron un filtro psicológico, que garantizaba que eran muchachos absolutamente normales. Uno de los grupos asumiría el rol de presos, y otro el de carceleros. Se repartieron uniformes parapoliciales para unos, y pseudopresidiarios para los otros, y los investigadores de la universidad se comprometieron a no intervenir mientras duraba el experimento, monitoreando el comportamiento de los sujetos a través de cámaras de vídeo. A partir de ahí todo dependería del comportamiento humano y de su instinto...
En su voluminoso libro
El efecto Lucifer
,
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Zimbardo transcribe lo que recogieron esas grabaciones en vídeo. Y cómo un experimento que debería haberse prolongado durante dos semanas tuvo que ser interrumpido al sexto día. Ante las cámaras del laboratorio-prisión, los estudiantes que habían asumido el rol de presos se iban mimetizando tanto con su papel que su grado de sumisión y victimización escapó a todo lo que habían imaginado los psicólogos de Stanford. Pero lo peor es que los estudiantes que asumieron el papel de carceleros comenzaron a desarrollar un sadismo y una crueldad crecientes con sus compañeros, que aumentaba de manera proporcional al grado de sumisión de los reclusos. Las imágenes que nos legó el experimento de Stanford, en 1971, de jóvenes semidesnudos, con una bolsa triangular en la cabeza, por completo humillados y entregados a sus carceleros, son escalofriantemente similares a las fotos de Abu Ghraib. ¿Por qué?
En realidad, las fotos de Abu Ghraib solo son un punto más en la lista de «errores» cometidos por las tropas de ocupación en Iraq, como la masacre de Hadiza, la violación de la niña Abeer Qasim Hamza Al Janabi,
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los versículos de la Biblia impresos en «los rifles de Dios» usados por los marines en Iraq
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o el brutal vídeo del asesinato del fotógrafo de Reuters Namir NoorEldeen, desde un helicóptero Apache. «Errores» que motivaron y todavía motivan que jóvenes como Andrey Misura u Oussama Agharbi soñasen con servir a la justicia haciendo el yihad en Iraq.
Según el análisis del doctor Zimbardo, el experimento de la Universidad de Stanford permite diseccionar la psicología del mal, latente en todos los seres humanos. Todos. La persona más amable, compasiva y solidaria, en unas condiciones psicosociales apropiadas, puede convertirse en el más sádico torturador. O en un terrorista. Factores como la conciencia grupal, la desconexión moral, la deshumanización del detenido, la imagen del enemigo o la desindividualización resultan determinantes para convertir a una buena persona en un sádico. Zimbardo reclama nuestra atención sobre «el siglo de las matanzas». Nunca antes en la historia los seres humanos se habían matado tanto entre sí, ni de formas tan crueles, como ahora. La complicidad de civiles alemanes en el holocausto nazi, como la connivencia de israelíes «neutrales» con la ocupación de Palestina; las brutales matanzas entre hutus y tutsis; el genocidio de un millón y medio de armenios o los 20 millones de víctimas de las purgas estalinistas en la Unión Soviética. Cualquiera puede convertirse en un asesino. Solo hace falta estar en el lugar apropiado y en el momento oportuno. La socialización de la violencia hace el resto.
En su magnífico
Sed de sangre
(Crítica, 2008), la analista Joanna Bourke profundiza en esta cuestión analizando el «síndrome de John Wayne», con que denomina la influencia del cine y la literatura bélica en la creación de los patrones de conducta de los jóvenes combatientes norteamericanos en la Segunda Guerra Mundial, Vietnam o Iraq. Pues bien, yo apuesto a que existe también un «síndrome de Yuba».
El doctor Zimbardo, sin embargo, concluye su libro enunciando doce tipos de héroes: dos en el contexto de heroísmo militar y diez en el contexto civil. Hombres y mujeres dispuestos a un esforzado acto de rebeldía que trascienda los gobiernos, las religiones, las razas. Héroes capaces de mantener la lucidez aunque todo su contexto social esté enajenado, capaces de mantener la conexión moral por encima del odio al diferente, capaces de permanecer independientes en la corriente del grupo y, sobre todo, con la suficiente fuerza de voluntad para decir «no». No todo vale. No todo está justificado. Porque, cuando accedemos a ejercer la misma violencia contra ese «enemigo» que consideramos villano, maligno e indigno de toda piedad, nos estamos convirtiendo precisamente en eso que tanto afirmamos despreciar. En ese momento, nosotros mismos somos el enemigo.
A principios del siglo
XX
, dos jóvenes hermanos hindúes protagonizaron unas revueltas en Bengala contra el ejército de ocupación británico, que dominaba la India. Llamando a la lucha armada por la independencia del país, sus argumentos no se diferenciaban demasiado de los independentistas vascos, la resistencia iraquí o la guerrilla colombiana. Y mientras uno de los hermanos, Berín, organizaba los grupos guerrilleros en las selvas de Bengala, el otro se establece en Calcula y publica un periódico subversivo, considerado plataforma de propaganda terrorista por los británicos. Y ese joven, de nombre Sri Aurobindo, cumplió pena de cárcel por dichas actividades subversivas. Pero a diferencia del egipcio Aiman Al Zawahiri (mano derecha de Ben Laden), o el marroquí Abdelfettah Raydi (muerto en el cibercafé de Casablanca), que se radicalizaron tras las torturas que sufrieron en la cárcel, Sri Aurobindo se dio cuenta, quince años antes que Gandhi, de que la violencia es un virus muy contagioso que se alimenta de sí mismo. Y su lucha contra la ocupación británica se libró en otros campos de batalla no cruentos.
Sri Aurobindo, al igual que Gandhi, Luther King, Sampat Pal Devi, Mandela o Aminatu Haidar, ha demostrado más valor y coraje que Yuba, Al Jattab, el Che Guevara o Al Zarqaui. Y que es posible vencer sin necesidad de ensuciarse las manos, ni el alma, con sangre inocente. Ni siquiera con sangre culpable. Que es posible mantener la dignidad, y el heroísmo, sin bajarse al nivel de aquel a quien consideramos el enemigo. Soy consciente, una vez más, de que yo puedo permitirme este lujo de lanzar un grito desesperado a la paz, a la cordura, por ser un burgués europeo que escribe estas líneas desde un cómodo apartamento del primer mundo. Y quizás mis hermanos musulmanes, o mis camaradas revolucionarios, esos que en estos mismos momentos son bombardeados por mensajes de odio, llamados a levantarse en armas contra el infiel, contra el imperialismo o contra el ejército de ocupación, consideren la mía una voz desautorizada. Pero solo soy el eco de voces mucho más legítimas que la mía, como la de Mohamed Bakri, que, desde el corazón de Al Quds (Jerusalén), nos llama a todos a ser Gandhi.
Sin embargo, soy consciente de que los atentados van a continuar en todo el mundo. El negocio de la guerra es demasiado lucrativo; y la etiqueta
terrorismo
, un comodín político demasiado rentable. Cambiarán los escenarios, y también los actores. El yihadismo terrorista se desplazará desde Iraq y Oriente Medio al norte de África, e incluso al África subsahariana, donde mutará influenciado por un Islam más animista y feroz. E Internet tendrá cada vez más protagonismo en el yihad, pero también en nuestra capacidad para desinformar a los aspirantes a yihadistas. ETA desaparecerá, como desapareció el IRA, las Brigadas Rojas y la Baader-Meinhof, y como desaparecerán las FARC. Aunque siempre surgirán brotes puntuales de jóvenes entusiastas que intentarán revivir los gloriosos «años de plomo» de sus abuelos, empuñando un fusil y tratando de imitar a sus héroes del imaginario de turno; llámense Yuba, Che Guevara, Ibn Jattab o Ilich Ramírez. Y que sufrirán ese síntoma del «síndrome de John Wayne», que es la ceguera ante la evidencia del absurdo. Por ejemplo: si, como mis camaradas revolucionarios, consideramos a Carlos el Chacal un héroe injustamente secuestrado en Francia, inocente de los crímenes que se le atribuyen… ¿dónde está su heroísmo, si su audaz lucha por Palestina solo es fruto de la propaganda occidental? Si, por el contrario, realmente lideró esas operaciones de lucha armada que lo convierten en héroe de la resistencia… la condena a prisión es una pena justa y legítima, por haber realizado acciones que en Francia, Europa y el resto del mundo se tipifican como delitos de terrorismo. Y lo mismo es aplicable a mis hermanos musulmanes. Con o sin islamofobia, la comisión de un delito es un pasaporte a la cárcel. Y quien lo comete asume el riesgo, como yo lo hago con cada infiltración.
En su voluminoso y enciclopédico
Sangre y rabia
(Taurus, 2008), Michael Burleigh repasa la historia completa del terrorismo, dibujando un futuro inquietante en el cual el yihadismo terrorista cobra el protagonismo asesino que antes protagonizó el terrorismo anarquista o de ultraizquierda. Y que cada año intentará ser más letal.
El Islam continuará creciendo, imparable. La inmigración y el incremento de la natalidad en la sociedad musulmana multiplicarán el número de mezquitas en toda Europa y América. Ante esa realidad, los demócratas occidentales podemos blindar las fronteras y ejecutar a todos los musulmanes, como los racistas de los que abominamos, o intentar asumir el mestizaje social que se nos viene encima. Por su parte, los musulmanes tendrán que aceptar que entre sus filas se esconden tantos asesinos despiadados, dispuestos a profanar el Corán matando en su nombre, como profanan la ikurriña quienes matan en nombre de ETA, o como profanaban la Escritura esos católicos y protestantes irlandeses que mataban, violaban y mutilaban de formas mucho más atroces que Al Zarqaui, esgrimiendo una Biblia. Y a ellos, a los imames de las mezquitas, les tocará la responsabilidad de convertirse en los principales luchadores contra el yihadismo. Porque, a través de una escucha policial, de un teleobjetivo fotográfico o de un seguimiento a distancia, es imposible comprender quién, cuándo y por qué podría caer seducido por el yihad terrorista. Por eso es muy importante que los pastores de ese rebaño, los imames, vigilen antes que nadie a sus corderos. Sobre todo a los que ocultan a un lobo. Y por desgracia son tantos los cientos de miles de musulmanes que llegan a Europa, y tan pocos los imames cualificados, que hasta un advenedizo infiltrado como yo llegó a recibir la proposición formal de convertirse en imam de una mezquita en España. En un pueblo pequeño, con una alta tasa de inmigrantes subsaharianos musulmanes que ni siquiera hablaban árabe, ni disponían de una formación coránica profunda, un tuerto como yo pudo haber guiado a los ciegos. ¿Y si ese tuerto tuviese unas ideas más radicales?
Aun así, yo quiero creer que es posible. Siento que, a pesar de la estética de la violencia que se me inculcó desde niño en películas, cómics o videojuegos, y del mensaje repetido machaconamente de que las armas son buenas si se usan por una buena causa, es posible descubrir el engaño. Esta corriente cultural, que en un mundo globalizado por Internet y la televisión por satélite ya ha llegado a las pantallas de televisión árabes, transformando a personajes como Yuba en modelos a imitar
.
Rezo porque esa mentira no los engañe a ellos como nos ha engañado a nosotros. Porque, con un fusil en las manos, no es posible dar un abrazo. Pero con ellas esposadas, tampoco.
Supongo que de nuevo es una utopía imaginar un mundo sin violencia, como imaginar un mundo sin prostitución o sin odio racial. Pero en el fondo no importa. Quizás no sea posible cambiar el mundo, pero lo importante es que, al intentarlo, cambiamos nosotros. Un antiguo proverbio árabe dice: «Trata de alcanzar la luna con una piedra... Nunca lo conseguirás, pero terminarás manejando la honda mejor que nadie».
El lunes 15 de junio de 2009, y con gran atención mediática,
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comenzó el macrojuicio contra Hammerskin España. Quince procesados pertenecientes a la cúpula de la organización neonazi más importante en España, junto con Blood & Honour. Defendidos por nueve abogados, de Madrid y Barcelona. Algunos de ellos muy conocidos y caros, pero mis antiguos camaradas se lo podían permitir.
La mañana de ese lunes fue interminable. Mi abogada había presentado todos los argumentos que avalaban mi solicitud de mantener mi estatus de testigo protegido, pero nadie me garantizaba que la presidenta del tribunal fuese a aceptarlos o, por el contrario, atendiese la demanda de los nueve abogados de la defensa, amparados por el precedente del Supremo, e hiciese pública mi identidad. Hasta que no terminase la primera sesión del juicio, y los abogados pudiesen salir de la sala, mi destino era un enigma.
Yo no soy ningún valiente. Cuando la Guardia Civil me pidió mi colaboración en su investigación de los Hammerskin, acepté contribuir en la medida de mis posibilidades. En realidad no habrían necesitado mi ayuda. Los agentes llevaban meses siguiendo a los sospechosos, se habían pasado días enteros realizando escuchas telefónicas, habían identificado a docenas de skinheads que acudían a los conciertos racistas y xenófobos, y tenían, por supuesto, más y mejor información que la que yo pudiese aportarles. De hecho, todo el mérito de esa operación le corresponde en justicia a la Benemérita. En lo único en que yo podía contribuir a la investigación policial es en lo que ocurre más allá de una escucha telefónica o del teleobjetivo de una cámara de vigilancia, dentro del clan. Y acepté prestar declaración, tanto en la comandancia como, más tarde, en los juzgados que llevaban la instrucción. Mi cámara oculta había grabado a varios de los detenidos durante mi infiltración. Increíblemente, los caros abogados que pagaron mis antiguos camaradas ni siquiera se habían molestado en visionar el vídeo de mi reportaje, que los mismos nazis habían colgado en Youtube. Y pagaron caro el error.
Pero una cosa es prestar declaración en la fase de instrucción y otra muy distinta sentarte en un estrado, a solo dos metros de los mismos neonazis que desearían verte muerto, y enfrentarte a casi una decena de abogados a los que han pagado para desacreditarte e invalidar tu testimonio. Hasta ahí, no tenía problema en aceptar los riesgos. E incluso estaba dispuesto a aceptar que un sicario, contratado por las skingirls (al menos por 9000 euros), podría estar acechando mi llegada a la Audiencia Provincial para evitar mi declaración. Y hasta estaba dispuesto a asumir que algún compañero periodista, especialmente ambicioso e irresponsable, podría sentir la tentación de considerar que desvelar la identidad de Antonio Salas era una exclusiva apetecible. En mi gremio también existen los miserables... Pero lo que no podía comprender es que existiese la posibilidad de que el tribunal tuviera que anular mi estatus de testigo protegido y revelar mi identidad. No, porque eso significaría que toda mi infiltración en el terrorismo internacional, y cualquier investigación posterior como infiltrado, se habrían ido a la mierda. Y a esas alturas yo ya tenía muy claro cuál sería mi próximo trabajo de infiltración, e incluso había creado ya el perfil de mi nueva identidad, operativa a partir de ese momento...
A pesar de aquellas horas de tensión, por fin a primera hora de la tarde se levantó la sesión del juicio contra Hammerskin y recibí la buena nueva. Doña María Luisa Aparicio Carril, presidenta de la Sala, había decidido que las amenazas que había recibido, la revelación de la existencia de una colecta para pagar un sicario y el derecho a la protección de identidad en mi caso primaban sobre las demandas de los abogados de los nazis. Y no se permitiría la revelación de mi identidad real. Mis antiguos camaradas tendrían que seguir especulando...
El 17 de junio de 2009, una escolta de la Guardia Civil me recogió en el punto convenido, con puntualidad británica. Supongo que mi aspecto denotaba el nerviosismo que sentía. Habían transcurrido seis años y medio desde que, el 22 de enero de 2003, se había presentado
Diario de un skin
. Por desgracia el inspector Delgado, que había presentado mi libro junto a Esteban Ibarra, falleció el 10 de abril de 2007 y no podría conocer el desenlace de aquella infiltración. Ni de la presente.
Todos mis compañeros de la prensa estaban pendientes de mi intervención en el juicio. No es frecuente que un periodista infiltrado participe como testigo en un macroproceso de estas características, y colegas de la prensa, radio y televisión se hicieron eco de mi testimonio.
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Pero eso no me tranquilizaba. Me esperaba una prueba muy dura. Más de tres horas de feroz interrogatorio, a manos de nueve abogados dispuestos a desacreditar mi testimonio a toda costa. Que sus clientes volviesen a las calles dependía en buena medida de eso. Así que, mientras recorríamos la Castellana, en dirección a la Audiencia, con las sirenas del coche repicando y mis escoltas comunicándose por radio con sus compañeros en la Audiencia Nacional, saqué mi
tasbith
e intenté concentrarme en la oración y liberar mi mente. Las comunicaciones por radio de los agentes me llegaban entonces como un eco lejano:
—Atento, vamos a girar a la derecha. ¿Me confirmas que la calle está libre?
—Afirmativo, despejado. Repito, despejado...
Aun así, y por seguridad, entré en la Audiencia Nacional oculto en la parte trasera del vehículo. Y antes de bajarme del coche, dos agentes más de la Guardia Civil y después tres funcionarios del Cuerpo Nacional de Policía se unieron a mi escolta. Uno de los guardias, temiendo que pudiese haber algún
papa razzi
irresponsable interesado en vender una foto de Antonio Salas llegando al polémico juicio, me obsequió con su pasamontañas. Todavía lo conservo.
Flanqueado por una escolta pretoriana totalmente desproporcionada, entré en la sala del tribunal y me senté en el estrado mientras escondía mi
tasbith
en el bolsillo. A mi izquierda, una frágil mampara me separaba, apenas un par de metros, de mis antiguos camaradas. Sabía que allí mismo, casi al alcance de la mano, estaban Javito, Nando, Chopi y demás compañeros de ese año que viví como un skinhead neonazi. Y podía sentir perfectamente su odio atravesando la mampara para incrustárseme en la piel.
—Por favor, quítese la gorra —dijo María Luisa Aparicio desde la presidencia del tribunal, flanqueada por las magistradas Ángela Acevedo y Ana Mercedes del Molino.
Obedecí. Respiré profundamente y me preparé para un largo y extenuante interrogatorio. Primero me preguntaría el fiscal Conrado Sainz y después la acusación particular, representada por Inés del Pozo Villarreal. Esa era la parte sencilla. Luego llegaría el turno de los nueve abogados de los Hammerskin, que ya estaban afilando los cuchillos. Pero antes de comenzar, vi que una de las magistradas cuchicheaba algo al oído de la jueza. Entonces se volvió hacia mí y, con una sonrisa en la comisura de los labios, me preguntó...
—Señor Salas... no llevará ningún dispositivo de grabación encima, ¿no?
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