Authors: Antonio Salas
Después de pasar el Distribuidor Altamira, en Chacao, cerca de la parte trasera del famoso Centro Comercial Sambil, otro coche se puso a su lado y comenzó a disparar contra mis camaradas a bocajarro. Casi treinta impactos de bala se contabilizaron en el Toyota de Andrés. Andrés, Wendy y Bárbara murieron en el acto, pero Carlos Enrique, aunque malherido, consiguió sobrevivir a los disparos y al impacto del coche al estrellarse, fuera de control, contra una mata de mangos y una verja metálica a la derecha de la carretera, en la parte trasera del Sambil... La policía de Chacao encontró a Carlos Enrique herido de varios disparos, deambulando por la autopista después del tiroteo. Era el único superviviente.
Inmediatamente, un equipo de la policía científica encabezado por el comisario Benito Artigas, jefe de la División contra Homicidios del Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas, se trasladó hasta el lugar del ataque. En el primer registro se encontró una pistola Glock de 9 mm, idéntica a la del agente Juan y a la que habían intentado venderme a mí unos meses antes. Quizás incluso era la misma. De ser así me alegro de no haberla comprado, porque, según el primer informe de balística, el arma pertenecía a un funcionario de policía que había sido asaltado y tiroteado anteriormente...
Los fiscales 5° y 53° del área metropolitana de Caracas, Víctor Hugo Barreto y Norka Amundaray, designados para el caso, consideraron la posibilidad de que Carlos Enrique, el único superviviente, hubiese sido precisamente el objetivo del ataque, que pilló a mi camarada Andrés y a las dos muchachas como «daños colaterales». Y es que Carlos Enrique, como la mayoría de mis hermanos en Venezuela, no era ningún angelito inocente. Carlucho había sido procesado y condenado por el asesinato de Carlos Guillermo Flores Pérez el 7 de diciembre de 2006, cuando lo arrojó desde lo alto del Centro Comercial Macaracuay. Pero, tras cumplir solo dos años de prisión, salió de nuevo a la calle.
Ya estaba harto de tanta muerte. De aquellas llamadas indeseables para comunicarme el asesinato de tal o cual camarada. De sus esquelas en los periódicos. De sus homenajes póstumos en el Facebook. Desde Omar Medina, hasta Andrés Alejandro Singer, pasando por Arquímedes Franco o Greidy Alejandro Reyes
Gato
. Todos muertos. Asesinados a tiros en una espiral de violencia absurda e interminable. ¡Basta ya!
Pero no. No bastaba. La lista de camaradas y hermanos asesinados durante esta infiltración continuaría creciendo. Y no iba a tardar mucho. Exactamente dos semanas. Solo que esta vez se trataría de una masacre que haría tambalear los cimientos de todo un gobierno. Y a mí me haría replantearme seriamente que había tocado fondo en esta investigación.
En España, al mismo tiempo, yo mantenía abiertas una docena de líneas de investigación en diferentes mezquitas, con musulmanes chiitas y suníes, takfires y morabitunes, tablighs y salafistas, sufíes y wahabíes, árabes y conversos, todos ellos enfrentados entre sí. Intentaba también procesar el brutal y salvaje torrente de información y datos que me llegaba a través de las páginas web de Ilich Ramírez y de Hizbullah-Venezuela. Evidentemente era imposible que una sola persona, que no estaba cualificada como analista de inteligencia, pudiese procesar tal cantidad de datos, vídeos, comunicados terroristas, fotos, etcétera, que me llegaban cada día a través de las redes sociales donde me habían introducido Eduardo Rózsa o Teodoro Darnott. Solo en mi perfil de Facebook y en el perfil oficial de Ilich Ramírez, que también controlaba yo, más de medio millar de presuntos yihadistas nos habían agregado, enviándonos todo tipo de material gráfico.
Y como no conocía más que a una persona que manejase una red de información similar, aunque en un contexto diferente al terrorismo, acudí a él. El agente Juan mantenía desde hacía más de una década un entramado de agentes y colaboradores, además de otros canales de «espionaje», en el continente africano y me había confesado que con frecuencia se veía desbordado por el torrente de datos e informes que llegaban a sus computadores. Me preguntaba si él tenía algún truco, algún sistema que le permitiese filtrar la información más valiosa o procesar más rápidamente los datos útiles, pero cuando acudí a él para pedir su consejo, me encontré con algo imprevisto.
Juan estaba en su oficina clandestina, rodeado de ordenadores, mapas de África y diccionarios, como siempre, pero esta vez se hallaba más ausente que de costumbre. Y de pronto disparó a bocajarro una pregunta que me desconcertó:
—¿Tienes algún contacto en Exteriores para conseguir unos visados?
—¿Cómo? Se supone que eres tú el experto en extranjería.
—Lo sé, pero es que los nuevos jefes de la poli me han dejado tirado. Bueno, en realidad no a mí, sino a una media docena de colaboradores que llevan años trabajando en África.
Sabía, como todos los periodistas, que algunos altos mandos de la policía dependían del gobierno de turno y que, cuando socialistas y/o populares ganaban unas elecciones, solían producirse cambios en la dirección. Lo que no podía sospechar es que un nuevo mando abortase una operación que había sido comprometida por su predecesor.
—¡Pero qué dices...!
—Digo que a los colaboradores que recluté para ellos les habían prometido que, después de trabajar un tiempo para nosotros, se les concedería un visado y un permiso de residencia. El caso es que el nuevo comisario jefe en General Pardiñas, un tal Santalla, me ha dicho que él no se hace cargo de promesas hechas por sus antecesores.
—Pero eso no es posible, tus agentes llevan años pasándolas putas por todo África por cuatro duros, para informar de los traficantes...
—Eso es lo que pensaba yo. Confiaba en ellos porque ya habían cumplido el trato en varias ocasiones. El caso es que ahora tengo un par de chicos en Argelia que llevan tres años currando, otro en Mali que ya lleva cinco y así sucesivamente. Y eso es la puntilla de un desastre anunciado, porque el nuevo equipo ha hecho lo imposible, no sé si por malicia o torpeza, por tirar abajo una red que me llevó muchos años construir. Te pongo un ejemplo y no es un chiste: para mejorar la productividad no se le ha ocurrido a este hombre cosa mejor que reducir las asignaciones económicas sin previo aviso, con carácter retroactivo y según se le ocurre...
—Eso de carácter retroactivo ¿significa que no le reduce la pasta de aquí en adelante, sino la que ya se les debe a los informadores en África?
—Eso. Y, por si fuera poco, pagan con un mes o incluso dos de retraso y tengo que adelantar yo la pasta. Cuando pregunto, me dicen que no sea pesado, que no se trata de un salario sino de una «ayudilla». Hombre, para mí puede ser un extra, pero el inmigrante que se juega la vida todos los días para proveer de información a esta panda, pues no sé yo si pensará igual...
Supongo que el hecho de que estas redes al servicio de la policía española eran información clasificada hasta este momento ayudó a que no se desatase un escándalo. Porque de verdad era escandaloso que Interior abandonase a su suerte a un grupo de «espías» que literalmente se estaban jugando la vida, durante años, solo motivados por la promesa de que un día cruzarían a Europa...
—Pero, digo yo, ¿no puedes quejarte a instancias más altas?
—Según tengo entendido, por el sillón de comisario general ya han pasado tres desde que llegó el PSOE, para ser ascendidos tras una breve estancia. Yo creo que van de paso y están contando los días para obtener prebendas por su fidelidad.
—¿Y el nuevo?
—Creo que para comandar tanques es muy bueno —dijo Juan con su característico sentido de la ironía.
La traición de ese servicio de información español a los subsaharianos que llevaban años jugándose la vida, para intentar evitar la afluencia de más inmigrantes ilegales a Europa, me reafirmó en mi desconfianza hacia los servicios secretos. Poco tiempo después de esta conversación, el agente Juan rompía su relación profesional con el Cuerpo Nacional de Policía, indignado por el tratamiento que el Ministerio del Interior español había dado a sus colaboradores. Sus agentes quedaron abandonados a su suerte en los rincones más remotos de África, adonde habían sido obligados a desplazarse para informar a la policía española, a través de Juan, sobre los movimientos de los traficantes y, puntualmente, de posibles grupos yihadistas que intentaban colarse en Europa infiltrados entre los inmigrantes... Ignoro qué habrá sido de ellos.
Y ese mes de abril de 2009 recibí el aviso desde Venezuela de que próximamente se desplazarían a España dos grupos de camaradas. Por un lado, unos compañeros que pensaban visitar en Euskal Herria y Galicia las casas en las que había vivido Simón Bolívar. Yo sería su escolta armado. Y sería testigo de cómo, desde Ziortza-Bolibar (Vizcaya), el alcalde José Aspiazu enviaría a Hugo Chávez una cariñosa carta y un cuenco de tierra del pueblo donde vivió el Libertador. Pero mucho antes que ellos, me advirtieron, vendría Issan, el oficial de inteligencia de Hizbullah, para continuar en Madrid los negocios iniciados por su socio el Viejo Bravo un año antes. Así que debía estar atento y dispuesto para escoltarlo también si así me era requerido.
El día 10 de abril, Eduardo Rózsa me escribía su último e-mail. En él me pedía que mandase algunos ejemplares de
Los Papeles de Bolívar
a su dirección en Bucarest. Y también me pedía que enviase algunos a Bolivia: «Salam Alaykum. Querido hermano, aquí te envío la dirección de mi hermana, y te rogaría enviarle a ella los ejemplares que puedas del número 6 de
Los Papeles de Bolívar
para que ella los distribuya. Un gran abrazo. Massalama». Según me indicaba Rózsa, debía enviar el paquete al Museo de Arte Contemporáneo en Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, a nombre de Silvia Rózsa. Sin embargo, desbordado por todas las líneas de investigación que llevaba simultáneamente, yo no tuve tiempo de pasar por el cíber y ver su correo hasta unos días después. Así que el 15 de abril redacté una carta para Silvia Rózsa, y preparé el paquete con los ejemplares, que guardé en el coche con la intención de enviarlo el viernes siguiente. Pensaba acudir a la mezquita de Abu Bakr, en el barrio de Tetuán, y sabía que a solo unos metros existía una oficina de correos...
Madrid (España) 15 abril 2009
Assalamu Alaykum, iaSilvia
Apreciada Sra.
Supongo que nuestro querido y admirado hermano Eduardo ya le habrá adelantado que iba a escribirle. Me ha pedido que le envíe algunos ejemplares del último número de nuestro boletín informativo
Los Papeles de Bolívar
con la larga entrevista que le hice hace unos días. Nosotros la repartimos en las mezquitas, para que se conozca el trabajo, la vida y la obra del hermano Eduardo. Nos gustaría poder traerlo a España y Venezuela para impartir algunas conferencias y conseguir que se editen sus libros en nuestro país o al menos que se traduzcan al español para que se conozcan en toda América Latina.
Aquí le envío más o menos medio centenar de ejemplares por indicación de Eduardo. Por favor cuando los reciba envíeme un e-mail a
[email protected]
para saber que el paquete llegó correctamente. Y si desea que le envíe más ejemplares solo dígamelo. Le envío también un saludo afectuoso del comandante Ilich (Carlos).
Si desde acá podemos ayudar en algo más, hágamelo saber. Con nuestro deseo de salud, paz y bienestar, reciba el más cordial de los saludos.
Muhammad
El 17 de abril de 2009 estaba en Madrid, aguardando la llamada de Issan, y como había planeado acudí al rezo en la mezquita de Abu Bakr. Recuerdo que llegué un poco tarde a la oración y ya no encontré sitio dentro del templo, a pesar de que es un edificio enorme, con extensos oratorios en las dos plantas. Sin embargo, es tal el crecimiento de los musulmanes en España, que incluso en un edificio como la mezquita de Abu Bakr, o la de la M-30, no cabemos todos. Así que en estos casos los hermanos solían sacarnos unos cartones a los rezagados, obligados a seguir el
salat
en plena calle. Al terminar la oración, solamente tuve que cruzar la avenida para llegar a la oficina de correos y enviar el paquete a Silvia Rózsa, con los ejemplares de
Los Papeles de Bolívar
. Estúpido de mí, suponía que Rózsa quería que la comunidad islámica boliviana conociese su vida y su trabajo en Europa a través de su hermana... Pero es que Rózsa no se encontraba en Europa desde hacía meses.
En la misma calle Mariano Fernández donde está la estafeta postal, hay un locutorio con acceso a Internet que conocía bien. Y me dispuse a pasar las próximas horas atendiendo el correo y la web de Ilich Ramírez. Pero al entrar en mi dirección e-mail, el mundo se hundió bajo mis pies y caí por un profundo agujero negro... El sistema de alertas de Google me permitía recibir en mi correo toda noticia que se produjese en el mundo, asociada al nombre de cualquiera de los terroristas o revolucionarios conocidos con los que me relacionaba desde el 11-M (Aiman Abu Aita, José Arturo Cubillas, Ibrahim Abayat, Chino Carías, Ilich Ramírez, etcétera). Y ahora mi bandeja de entrada estaba literalmente colapsada por docenas y docenas de noticias publicadas ese día, en todo el mundo, asociadas al nombre de Eduardo Rózsa. En cuanto abrí la primera, mi corazón empezó a retumbar en el pecho como los puñetazos de un púgil en un saco de boxeo. Según aquel titular, el coronel Eduardo Rózsa Flores, al mando de un comando terrorista internacional que intentaba atentar contra el presidente Evo Morales, había sido abatido a tiros en medio de una operación antiterrorista, en Santa Cruz (Bolivia), junto con varios de sus hombres. El resto habían sido detenidos y trasladados a La Paz para ser puestos a disposición judicial.
Simplemente no podía creerlo. Pensé que se trataba de un error, de una confusión del sistema de alertas de Google. Era imposible que el coronel Rózsa estuviese muerto en Bolivia. Menos de una semana antes me había enviado un e-mail indicándome que mandase el paquete a su hermana. Pero en cuanto vi las portadas de los periódicos bolivianos, y las fotografías de Rózsa y de dos de sus hombres acribillados a tiros, no quedó lugar a dudas. Era él.
Esa misma tarde telefoneé a la embajada de Bolivia en Madrid, intentando averiguar qué había ocurrido, pero el agregado de prensa estaba tan confuso como yo. Según las primeras informaciones oficiales, tras un seguimiento del comando internacional encabezado por Eduardo Rózsa, el servicio secreto boliviano había valorado que los supuestos terroristas se encontraban en disposición de ejecutar un atentado contra Evo Morales, y esa madrugada, una unidad operativa antiterrorista desplazada desde La Paz rodeó el hotel Las Américas de Santa Cruz e intentó detener a los presuntos magnicidas. Según la información oficial, Rózsa y sus hombres, que «estaban fuertemente armados», abrieron fuego contra la policía y, tras un intenso tiroteo, tres de los terroristas fueron abatidos y dos más detenidos. «Se ignora si otros miembros del comando pueden haber escapado en la refriega.»