Luego, le pedimos que intentara realizar el truco conocido como «Feria de vanidades», en el cual una mujer atraviesa un sólido espejo. No es un truco difícil de ejecutar, pero sí requiere agilidad y rapidez de movimiento por parte de la chica. A pesar de que Olive dijo no haber formado parte en este truco antes, una vez que le mostramos el mecanismo, demostró que podía escurrirse a través del espejo a una velocidad admirable.
Únicamente quedaba la necesidad de evaluarla en lo que respectaba a su tamaño, a pesar de que para aquel entonces Thomas y yo de buena gana habríamos construido algunos de los artefactos para ella si hubiera resultado ser muy alta. No deberíamos habernos preocupado. Thomas la colocó dentro de la caja utilizada para el truco llamado «La princesa decapitada» (un espacio notoriamente reducido para la mayoría de las asistentes, y que requiere varios minutos de incómoda inmovilidad), pero ella fue capaz de entrar y salir con soltura, y dijo que no le resultaría angustiante quedarse dentro tanto tiempo como fuera necesario.
Basta decir que Olive Wenscombe demostró ser más que apta en todas las pruebas habituales, y tan pronto como concluyeron los preliminares, la retuve con el salario habitual. Al cabo de una semana, estaba lista para participar en todos los trucos de mi repertorio. A su debido tiempo, Georgina se fue para casarse con su pretendiente, y Olive ocupó su lugar como mi asistente a tiempo completo.
¡Qué pulcro parece todo cuando lo escribo, qué tranquilo y profesional! Ahora que he escrito la versión «oficial» de Olive, permítanme, honrando nuestro pacto, agregar la imborrable verdad, la verdad que hasta ahora he ocultado a todos los que más importan. Olive prácticamente me puso en ridículo, y debo añadir el informe verdadero.
Georgina no estuvo presente en la entrevista, por supuesto. Ni yo tampoco. Tommy Elbourne estuvo allí, pero como siempre se quitó de en medio. Ella y yo de hecho estábamos solos en mi taller.
Le pregunté a Olive si había traído un traje, y dijo que no. Me miró directamente a los ojos al decirme esto, y se produjo un largo silencio mientras yo pensaba en lo que eso significaba y lo que
ella
debía de pensar que eso significaba. Ninguna joven que se presentara para el puesto esperaría ser contratada sin ser medida o examinada o puesta a prueba de alguna forma. Las candidatas siempre traían un traje para ensayar.
Bueno, aparentemente Olive no. Entonces dijo: —No necesito un traje, cariño.
—No hay ninguna acompañante presente, querida —dije.
—¡Supongo que podrás conformarte con eso! —dijo ella.
De repente se quitó la ropa, y lo que llevaba debajo eran prendas de tocador; se quedó con ropas que eran indecorosas, holgadas y propensas a accidentes. La llevé hasta el «Palanquín» donde, a pesar de que obviamente sabía lo que era y dónde debía esconderse, me pidió que la ayudara a entrar. ¡Esto requería un gran contacto íntimo con su cuerpo semivestido! Lo mismo sucedió cuando le mostré el mecanismo de «Feria de vanidades». Aquí simuló tropezarse cuando pasaba por la trampa y cayó en mis brazos. El resto de la entrevista se realizó en el sillón que se encontraba en el fondo del taller. Tommy Elbourne se retiró silenciosamente, sin que ninguno de nosotros dos se diera cuenta. Al menos, no se encontraba allí más tarde.
El resto es sustancialmente cierto. La contraté, y aprendió a actuar en todos los trucos en los que la necesitaba.
Mi actuación siempre se abre con «Los eslabones chinos». Es un truco rutinario que me gusta realizar, y al público le encanta verlo, sin importar si ya lo conocen. Los aros brillan bajo la luz de los focos, suenan metálicamente unos contra otros, los movimientos rítmicos de las manos y los brazos del prestidigitador, y el suave enlazar y desenlazar de los aros, parecen fascinar al público. Es un truco imposible de descifrar, a menos que se esté de pie a unos pocos centímetros de distancia del mago, y que se le puedan arrebatar los aros. Siempre encanta, siempre crea esa electrizante sensación de misterio y milagro.
Después, traigo empujando la «Caja moderna», que ha estado todo el tiempo sobre el escenario. A casi un metro de los focos, giro la caja para mostrar sus dos lados y la parte de atrás. Me aseguro de que se me vea pasar por detrás de ella, para que el público pueda ver mis pies por el hueco que queda entre el escenario y el fondo de la caja, y queden convencidos de que nadie puede estar oculto debajo. Cuando abro la puerta de golpe para mostrar el interior, y luego me introduzco dentro para soltar el pestillo que sostiene el panel de atrás, el público puede ver claramente a través de la caja. Ven cómo la atravieso de nuevo, de adelante hacia atrás, y cierro la pared del fondo. La puerta permanece abierta, y mientras estoy supuestamente ocupado detrás de la caja, aprovechan la oportunidad para mirar una vez más en su interior. Sin embargo, no hay nada que ver: la caja está, debe estar, completamente vacía.
Entonces, rápidamente, cierro la puerta de delante de un portazo, giro la caja sobre sus ruedas y abro de golpe la puerta. Dentro, alta, hermosa, vestida con un lujoso traje, sonriendo y agitando suavemente los brazos, llenando completamente el estrecho interior de la caja, hay una mujer. Sale, hace una reverencia para agradecer los ensordecedores aplausos y abandona el escenario.
Empujo la caja hasta el borde del escenario, donde Thomas Elbourne la retira silenciosamente.
El próximo número. Este es menos espectacular, y en él participan dos o tres miembros del público. Toda actuación de magia incluye algún momento con un mazo de cartas. El mago debe demostrar su habilidad con juegos de manos, de lo contrario, corre el riesgo de ser calificado por sus colegas profesionales como el simple operador de una maquinaria que funciona por sí sola. Camino hacia los focos, y detrás de mí, se cierra el telón. Esto es en parte con el fin de crear una atmósfera cerrada e íntima para los trucos de cartas, pero sobre todo para que detrás Thomas pueda preparar los artefactos de «El nuevo hombre transportado».
Al terminar con las cartas, es necesario romper con la sensación de concentración silenciosa, por lo que paso rápidamente a realizar una serie de coloridos interludios.
Banderas, serpentinas, ventiladores, pelotas y guantes de seda brotan sin parar de mis manos, mangas y bolsillos, creando un llamativo y caótico despliegue de objetos a mi alrededor. Mi asistente femenina camina detrás de mí por el escenario, aparentemente para quitar algunas de las serpentinas, pero en realidad para pasarme disimuladamente más material comprimido para mi número. Al finalizar, los papeles de colores brillantes cubren mis pies. Me detengo a recibir el aplauso del público.
Mientras éste todavía está aplaudiendo, se alza el telón detrás de mí, y en una semioscuridad puede verse el artefacto para «El nuevo hombre transportado». Mis asistentes suben rápidamente al escenario y despejan con destreza las serpentinas de colores.
Vuelvo a situarme bajo la luz de los focos, miro al público y me dirijo a él directamente, en mi inglés entrecortado con acento francés. Explico que lo que estoy a punto de hacer únicamente ha podido hacerse a partir del descubrimiento de la electricidad. La actuación extrae energía desde las entrañas de la Tierra. Fuerzas inimaginables entran en juego, unas que ni siquiera yo termino de entender. Les explico que están a punto de ser testigos de un verdadero milagro, uno en el cual se arriesgan la vida y la muerte, como en el juego de dados que jugaban mis ancestros para evitar la carreta.
Mientras hablo, las luces del escenario brillan y reflejan los lustrados soportes metálicos, los dorados rollos de cables, los relucientes globos de cristal. El artefacto es algo hermoso, pero es una belleza amenazadora, porque para aquel entonces ya todos han oído hablar acerca de los poderes mortales de la corriente eléctrica. Los periódicos han proporcionado noticias sobre horribles muertes y quemaduras causadas por la nueva fuerza que ya se encuentra disponible en muchas ciudades.
El artefacto de «El nuevo hombre transportado» está diseñado para que el público recuerde estos horrorosos informes. Lleva numerosas bombillas eléctricas incandescentes, algunas de las cuales se encienden mientras yo hablo. A un lado, hay un gran globo de cristal, dentro del cual un brillante arco de electricidad chispea y chasquea dramáticamente. La parte principal del artefacto aparece frente al público como un largo banco de madera, a casi un metro de altura sobre el suelo del escenario. Pueden ver a través de él, a su alrededor, por debajo de él. En una punta, al lado de la cámara de cristal con el arco iluminado, una pequeña plataforma elevada se sostiene mediante cables colgantes, sus puntas desnudas expuestas peligrosamente. Sobre la plataforma descansa un dosel donde se encuentran muchas bombillas incandescentes. Al final hay un cono metálico, decorado con un espiral de luces brillantes más pequeñas, montado encima de un mecanismo sobre ruedas que le permite girar en varias direcciones. Alrededor de la parte principal, hay pequeñas concavidades y estantes, donde esperan terminales abiertas. Todo el aparato emite un estridente zumbido, como si existiesen allí grandiosas energías ocultas.
Le explico al público que gustosamente invitaría a alguien al escenario para que examinara el aparato, si no fuera por el inmenso peligro que ello entraña. Hablo distraídamente de algunos accidentes anteriores. En lugar de eso, prosigo, he diseñado algunas simples demostraciones del poder inherente a esta máquina. Dejo caer un poco de polvo de magnesio en dos contactos desnudos, ¡y un destello de luz blanca y brillante deja momentáneamente ciegos a los miembros del público que se encuentran más cerca del escenario! Mientras la bola de humo que se desprende va hacia arriba y desaparece, tomo una hoja de papel y la dejo caer en otra parte semioculta del artefacto; inmediatamente estalla en llamas, y el humo que surge también se eleva con un gran efecto dramático hacia el entretecho de cordaje.
Aumenta el volumen del zumbido. El artefacto parece cobrar vida, apenas conteniendo las terribles energías que hay en él.
Por el lado izquierdo del escenario aparece mi asistente femenina con una caja con ruedas. Está sólidamente construida de madera, pero debido a que va sobre ruedas, es posible girarla para que puedan verse todos sus lados. Luego deja caer el frente y los lados para mostrar que está vacía.
Hago una mueca de tristeza en dirección al público, luego señalo a la chica, que me trae dos inmensos guantes de color marrón oscuro, hechos para que parezcan de cuero. Cuando me los pongo, ella me lleva hasta el artefacto y me detengo detrás de él. El público todavía puede ver gran parte de mi cuerpo, y se queda convencido de que no hay espejos o protecciones ocultas. Bajo mis manos enguantadas hasta la superficie de la plataforma, así aumenta el sonido de tensión eléctrica, y hay otra brillante descarga de corriente eléctrica. Me tambaleo hacia atrás, como si se hubiera producido una descarga.
La chica se aleja del artefacto, encogiéndose un poco. Interrumpo bruscamente mi introducción para implorarle que deje el escenario por el bien de su propia seguridad. Primero se resiste y luego con gusto se desliza rápidamente entre bastidores.
Me dirijo hasta el cono direccional, lo tomo con mucho tiento con mis manos bien enguantadas y lo muevo con mucho cuidado hasta que su vértice apunta directamente hacia la caja.
El truco está llegando a su clímax. Desde el foso de la orquesta se oye un redoble de batería. Coloco ambas manos sobre la plataforma una vez más, y mágicamente todas las bombillas que quedaban brillan de forma resplandeciente. El siniestro zumbido aumenta. Primero, me siento sobre la plataforma y giro sobre mí mismo para poder estirar las piernas; a continuación voy bajando hasta quedar completamente acostado, rodeado por la evidencia de las terribles fuerzas eléctricas.
Levanto los brazos y me quito primero uno, y luego el otro guante. Mientras bajo los brazos, dejo que mis manos caigan por debajo del nivel de la plataforma. Una de ellas, la que puede ver el público, cae casualmente en el interior del receptáculo donde, unos segundos antes, un pedazo de papel se había prendido fuego.
Se produce un brillante y deslumbrante destello de luz, y todas las luces del artefacto se funden hasta dejarlo todo sumido en la oscuridad.
En el mismo instante… desaparezco de la plataforma.
La caja se abre de golpe, y aparezco encorvado en su interior.
Lentamente me estiro para salir de la caja, y me desplomo sobre el suelo. Me bañan las luces del escenario. Poco a poco recobro el conocimiento. Me pongo de pie, parpadeo ante la brillantez de las luces y me enfrento al público. Me doy vuelta y voy hacia la plataforma, indico dónde me encontraba, vuelvo a girarme hacia la caja que se encuentra justo detrás de mí y señalo el punto al que he llegado.
Hago mi reverencia.
El público ha asistido a mi metamorfosis. Ante sus ojos, he sido catapultado por el poder de la electricidad de una parte a otra del escenario. Tres metros de espacio vacío. Seis metros, nueve metros, dependiendo del tamaño del escenario.
Un cuerpo humano transmitido en un instante. Un milagro, una imposibilidad, una ilusión.
Mi asistente regresa al escenario. Cogiendo su mano, sonrío y me inclino ante el público mientras suenan los aplausos y el telón baja ante mí.
Si no añado nada más acerca de esto, todo estará bien. No debo intervenir otra vez, pero puedo continuar hasta el final.
La vida en mi piso de Hornsey, un barrio en el Norte de Londres a varios kilómetros de mi casa de St. Johns Wood, dejaba mucho que desear. Había escogido el piso, uno de diez en una casa de apartamentos en una tranquila calle lateral, simplemente porque su anonimato parecía responder a mis necesidades. Estaba en la segunda planta de la parte trasera de un modesto edificio de mediados de siglo, ocupando una de las esquinas, y por lo tanto, a pesar de tener varias ventanas con vistas al pequeño jardín que circundaba la casa, se podía acceder por una única y sencilla puerta en el hueco de la escalera.
Poco tiempo después de instalarme en la casa, comencé a arrepentirme de la elección. La mayoría de los otros inquilinos eran familias de clase media baja, procedentes de hogares modestos. Todos los pisos de mi planta tenían niños, por ejemplo, y había mucho ir y venir de empleados domésticos de una y otra clase. Mi estado de soltería, especialmente en un piso de tales dimensiones, obviamente provocó la curiosidad de mis vecinos. A pesar de que me esforcé por dejar claro que no deseaba mantener ningún tipo de conversación con nadie, era sin embargo inevitable, y al poco tiempo me sentía a merced de sus especulaciones y chismorreos.