Experto prestidigitador, Angier fue un popular mago de reuniones pequeñas o privadas. Estaba casado, tenía un hijo varón y dos hijas, y hasta el final vivió con su familia en Highgate, en Londres. Realizaba actuaciones con regularidad, hasta que ocurrió el accidente que lo llevó a la muerte.
No me causa ningún placer escribir sobre la muerte de Angier. Ha sido el trágico clímax de una serie de acontecimientos que se acumularon durante más de dos años.
Me negué a dejar constancia de ninguno de ellos porque, lamento decirlo, amenazaban con renovar la antipatía que existía entre nosotros.
Tal como apunté en la primera parte de este diario, había alcanzado un agradable equilibrio y estabilidad en mi vida y en mi carrera, y no deseaba nada más. Sentía y sinceramente creía que si Angier realizaba cualquier tipo de ataque o tomaba cualquier tipo de represalia en mi contra, podía limitarme a no darle importancia. De hecho, tenía todas las razones para creer que las pistas falsas ofrecidas en la nota que Olive le entregó habían sido una medida definitiva entre nosotros. La intención de aquella nota era la de desviar su atención, y enviarlo en busca de un secreto que no existía. El hecho de que desapareciera de mi conciencia por más de dos años significaba que mi ardid había funcionado.
Sin embargo, poco tiempo después de terminar la primera parte de esta narración, tropecé por casualidad con una reseña en una revista sobre una actuación que tenía lugar en el Finsbury Park Empire. Rupert Angier tenía un número, y según todo el mundo era uno de los peores de la programación. La reseña únicamente lo mencionaba de pasada, observando que «es bueno saber que su talento no se ha disipado». Únicamente esto sugería que su carrera había sufrido una interrupción.
Dos o tres meses más tarde, todo había cambiado. Una revista de magia publicó una entrevista con él, con una fotografía de él que ocupaba toda una página. Uno de los periódicos hacía referencia en un artículo a «la reaparición del arte del prestidigitador», señalando que las numerosas actuaciones de magia estaban otra vez encabezando los programas de nuestros teatros de variedades. Se mencionaba el nombre de Rupert Angier, así como el de muchos otros.
Aún más tarde, debido a las demoras necesarias para producir tales cosas, una de las revistas de magia a las que estaba suscrito publicó un detallado artículo sobre Angier. Describía la actuación que realizaba en aquel entonces como un triunfante principio en el arte de la magia abierta. Su nuevo truco, llamado «En un abrir y cerrar de ojos», fue galardonado con una mención especial y aclamado por críticos expertos.
Se decía que establecía nuevos estándares de brillantez técnica, de tal forma que, a menos que el señor Angier en persona quisiera revelar los secretos de sus mecanismos, era improbable que cualquier otro ilusionista pudiera reproducir su efecto, al menos en un futuro próximo. El mismo artículo mencionaba que «En un abrir y cerrar de ojos» era un importante avance respecto de «previos esfuerzos» en el campo de los trucos de transferencia, y había una insignificante referencia no sólo a «El nuevo hombre transportado» sino también a mi persona.
Intenté, honestamente, hacer caso omiso de tales nimiedades, pero estas apariciones en prensa eran sólo las primeras de muchas. Sin duda, Rupert Angier estaba en la cima de nuestra profesión.
Naturalmente, sentí que debía hacer algo al respecto. Gran parte de mi trabajo durante los últimos meses había consistido en hacer giras, que se concentraban en pequeños clubes y teatros de las provincias. Decidí que para reestablecerme necesitaba una temporada en un teatro importante de Londres que sirviera de escaparate para mis habilidades. El interés por los trucos escénicos era tal en aquella época que mi representante no tuvo dificultades para organizar lo que prometía ser un gran espectáculo. Tendría lugar en el Teatro Lírico en el Strand, y yo era cabeza de cartel de un espectáculo de variedades programado para septiembre de 1902, durante una semana.
En la función de apertura la mitad de la sala estaba vacía, y al día siguiente las reseñas eran pocas y muy espaciadas. Tan sólo tres periódicos mencionaron mi nombre, y el comentario menos desfavorable me describía como «un defensor de un estilo de magia más notable por su valor nostálgico que por sus aptitudes innovadoras». Las funciones de las dos noches siguientes estuvieron casi vacías, y el espectáculo se canceló a mitad de semana.
Decidí que tenía que ver el truco de Angier con mis propios ojos, y cuando me enteré de que a finales de octubre daría comienzo un espectáculo suyo que estaría en cartelera durante dos semanas en el Hackney Empire, compré discretamente una entrada para la platea. El Empire es un teatro estrecho y profundo, con largos y angostos pasillos y un auditorio que queda bastante oscuro durante toda la función, por lo que satisfacía perfectamente mis propósitos. Desde mi butaca podía verse el escenario bastante bien, pero no me encontraba tan cerca como para que Angier pudiera verme.
No noté nada excepcional en la parte más importante de su actuación, en la que realizaba competentemente trucos del repertorio de magia estándar. Su estilo era bueno, su discurso divertido, su asistente hermosa y su sentido de la teatralidad por encima de la media. Llevaba un traje de etiqueta de buena calidad, y su cabello estaba hábilmente abrillantado. Durante esta parte de su actuación, sin embargo, observé por primera vez su rostro afectado por la enfermedad, y vi otras señales que sugerían un estado poco saludable. Se movía con rigidez, y varias veces ayudaba a su brazo izquierdo, como si estuviera más débil que el otro.
Finalmente después de una, tengo que admitirlo, divertida rutina, que incluía un mensaje escrito por un miembro del público que aparecía dentro de un sobre cerrado, Angier llegó al truco final. Empezó con un serio discurso, que anoté rápidamente en una libreta. Esto fue lo que dijo:
«¡Damas y caballeros! Mientras el nuevo siglo avanza a pasos agigantados, vemos a nuestro alrededor y por todas partes los milagros de la ciencia. Estas maravillas se multiplican casi cada día. Cuando finalice el nuevo siglo, lo cual pocos de los que están aquí esta noche vivirán para ver, ¿qué maravillas prevalecerán? Los hombres podrán volar, podrán hablar con océanos de por medio, podrán viajar más allá del firmamento. Aun así, ningún milagro que la ciencia pueda producir puede ser comparado con la mayor de las maravillas… la mente humana y el cuerpo humano.
»Esta noche, damas y caballeros, intentaré realizar una hazaña mágica que conjuga las maravillas de la ciencia con las maravillas de la mente humana. ¡Ningún otro mago profesional en el mundo puede reproducir lo que ustedes están a punto de ver!».
Dicho esto, levantó teatralmente su brazo sano, y se alzó el telón. Allí, esperando bajo la luz de los focos, estaba el artefacto que yo había ido a ver.
Era bastante más grande de lo que yo me esperaba. Los magos normalmente prefieren trabajar con máquinas construidas de forma más compacta, con el fin de aumentar el misterio del uso que se les da. El equipamiento de Angier prácticamente llenaba todo el espacio del escenario.
En el centro del escenario había un soporte que consistía en tres largas patas de metal, unidas en forma de trípode, sobre cuyo vértice se encontraba un brillante globo metálico de aproximadamente un metro y medio de diámetro. Debajo del vértice del trípode quedaba el espacio justo como para que un hombre entrara de pie.
Inmediatamente sobre el vértice, y debajo del globo, había un artilugio cilíndrico de madera y metal, firmemente sujetado a la unión. Este cilindro estaba hecho de listones de madera con espacios definidos entre ellos, y cubiertos cientos de veces a su alrededor por delgados filamentos de cables. Desde donde yo estaba sentado, me pareció que el cilindro era de al menos un metro y veinte centímetros de altura, y tal vez del mismo diámetro. Giraba lentamente, y atraía y reflejaba las luces del escenario en nuestros ojos. Fragmentos de luz inundaban las paredes del auditorio.
Rodeando el artilugio, a una distancia radial de aproximadamente tres metros, había un segundo círculo de ocho listones metálicos, de nuevo bien rodeados por cables. Estos listones estaban de pie sobre la superficie del escenario y concéntricos con respecto al trípode, separados amplia y regularmente, con grandes espacios entre uno y otro. El público podía ver claramente la parte principal del artefacto.
No estaba en absoluto preparado para esto, sino que había esperado un tipo de caja mágica del mismo tamaño que las que yo utilizaba. El artefacto de Angier era tan inmenso que no había lugar en ninguna parte del escenario para ocultar una segunda caja.
Las ideas se agolpaban en mi cabeza de mago, intentando anticipar cuál sería el truco, cómo podría diferir del mío y dónde podría estar el secreto. La primera impresión era de sorpresa ante su tamaño. La segunda impresión, la notable y prosaica calidad del artefacto. A excepción del cilindro rotativo situado justo sobre el vértice, no se empleaban colores brillantes, luces que distrajeran o áreas intencionadamente oscuras. Gran parte del artilugio parecía estar hecho de madera sin barnizar o de metal opaco. Había cuerdas y cables cruzados en todas direcciones.
Tercera impresión: ninguna pista acerca de lo que iba a suceder. No tenía idea de lo que se
esperaba
que el artefacto pareciera. Los artefactos mágicos suelen asumir formas comunes para desviar la atención del público en otra dirección, como una mesa común y corriente, por ejemplo, o un tramo de escalera, o un baúl, pero el aparato de Angier no hacía concesión alguna a la familiaridad.
Angier comenzó a realizar el truco.
No parecía haber espejos en el escenario. Todas las partes del artefacto podían verse directamente, y mientras Angier hacía sus preparativos, daba vueltas por el escenario, caminando a través de cada uno de los espacios, pasando momentáneamente por detrás de los listones, siempre visible, siempre moviéndose.
Yo miraba sus piernas, a menudo una parte de la anatomía del ilusionista que debe observarse desde cerca cuando se mueve, y en particular por detrás de su artefacto (un movimiento inexplicable puede indicar la presencia de un espejo o algún otro dispositivo) pero el andar de Angier era relajado y normal. No parecía haber escotillones que él pudiera utilizar. El escenario estaba cubierto por una única gran lámina de caucho, que hacía difícil el acceso al entresuelo de debajo del escenario.
Lo más curioso de todo es que no había lógica aparente en el truco. Los artefactos de magia normalmente sirven para confirmar o confundir las expectativas del público. Consisten en la caja que es evidentemente demasiado pequeña como para albergar un cuerpo humano (sin embargo terminará haciéndolo), o en la lámina de acero que supuestamente no puede ser atravesada, o en el baúl cerrado con candados de donde sería imposible escapar. En cualquier caso, el ilusionista confunde a su público, haciéndole creer que ha descifrado por su cuenta qué es exactamente lo que ven delante de ellos. El aparato de Angier no se parecía a nada que se hubiera visto antes, y era imposible adivinar cuál era su supuesta función con sólo mirarlo.
Mientras tanto, Angier iba y venía por el escenario, todavía invocando los misterios de la ciencia y de la vida. Volvió a ocupar el centro del escenario y se enfrentó a su público.
«Señores míos, estimadas señoras, solicito a uno de ustedes, un voluntario. No deben temer lo que pueda ocurrir. Los necesito solamente para un simple acto de verificación».
Se puso de pie bajo la luz deslumbradora de los focos, inclinándose de una manera incitante hacia los miembros del público que se encontraban en las primeras dos filas de los
fauteuils
. Reprimí el súbito y descabellado impulso de levantarme de golpe y ofrecerme como voluntario para poder ver más de cerca la maquinaria. Sabía que si lo hacía, Angier me reconocería inmediatamente, y probablemente daría a su actuación un final prematuro.
Luego del habitual titubeo nervioso, un hombre caminó hasta el escenario y subió por la rampa lateral. Mientras tanto, uno de los asistentes de Angier apareció en el escenario, llevando una bandeja cargada con varios objetos, cuyos propósitos enseguida fueron descubiertos, ya que cada uno ofrecía una forma de marcar o identificar. Había dos o tres frascos llenos con tintas de diferentes colores; un tazón con harina; algunas tizas; barras de carbón vegetal. Angier invitó al voluntario a que escogiera uno, y cuando el hombre eligió el tazón de harina, Angier le dio la espalda y le invitó a que la tirara en la parte trasera de su chaqueta. El hombre lo hizo, creando una nube blanca que se esfumó espectacularmente bajo las luces del escenario.
Angier se giró nuevamente de cara al público, y pidió al voluntario que escogiera una de las tintas. El hombre eligió la roja. Angier extendió sus manos para permitir que la tinta roja fuera derramada sobre ellas.
Ahora, marcado de una manera muy particular, Angier le pidió al hombre que regresara a su asiento. Las luces del escenario se fueron atenuando, a excepción de la brillante saeta de uno de los focos.
Se escuchó el ruido de un crujido sobrenatural, como si el propio aire se partiera en mil pedazos, y para mi sorpresa, una flecha de descarga eléctrica de color celeste salió enroscada y disparada abruptamente del globo brillante. El arco se movió con una rapidez y una arbitrariedad horrendas, precipitándose de un lado para otro dentro del área rodeada por los listones exteriores, por donde ahora caminaba el propio Angier. Tanto el crujido como el chasquido de la flecha parecían estar dotados de una despiadada vida propia.
La descarga eléctrica se duplicó de repente, luego se triplicó, y las flechas adicionales parecían estar picoteando aquí y allá, como si estuvieran registrando el espacio cercado. Una, inevitablemente, le dio a Angier, y en un instante se enroscó a su alrededor, iluminándolo con una luz azul verdosa que brillaba no solamente alrededor de su cuerpo, sino también desde su interior. Recibió el disparo de electricidad, levantó su brazo sano y giró sobre sí mismo, permitiendo así que el fuego inquieto y sibilante lo bordeara y lo rodeara.
Aparecieron más flechas de electricidad, chispeando malignas a su alrededor. Nuevamente, hizo caso omiso de éstas. Todas parecían atacarlo, de una en una; una se alejaba bruscamente de él, como un látigo en el aire, dejando paso a otra, o a otras dos, para atravesarlo ardiendo y azotar su cuerpo con un fuego que no cesaba de retorcerse.