Momentos más tarde estaba fuera de la entrada de los artistas, y corrí a lo largo del callejón poco iluminado que conducía al paseo marítimo.
Allí me detuve un momento, mirando hacia el mar, inclinándome hacia adelante y descansando las manos sobre las rodillas. Tosí unas cuantas veces, dolorosamente, tratando de limpiar los restos de humo que quedaban en mis pulmones. Era una agradable noche despejada de principios del verano. El sol acababa de ponerse, y las luces de colores empezaban a encenderse a lo largo del malecón. La marea estaba alta y las olas rompían suavemente contra el espigón.
El público salía desordenadamente del Teatro Pavilion y se dispersaba por la ciudad. Muchas personas tenían expresiones de desconcierto pintadas en el rostro, probablemente debido a la brusca manera en la que había terminado el espectáculo.
Caminé a lo largo del malecón con la multitud, luego, cuando llegué a la calle comercial más importante, doblé hacia el centro de la ciudad y me dirigí hacia la estación de ferrocarril.
Mucho más tarde, pasada la medianoche, estaba de vuelta en mi casa de Londres. Los niños estaban dormidos en sus habitaciones, Sarah estaba acurrucada a mi lado, y me acosté allí en la oscuridad preguntándome qué era lo que había logrado aquella noche.
Luego, siete semanas más tarde, Rupert Angier murió.
Me quedaría corto con decir que me consumieron sentimientos de culpa, especialmente debido a que los dos periódicos que dejaron constancia de su muerte hicieron referencia a las «heridas» que había sufrido durante la realización de su truco. No dijeron que el accidente se había producido el día que yo estaba en Lowestoft, pero yo sabía que debía ser ése.
Había dado por hecho que Angier había cancelado lo que quedaba de su temporada en el Pavilion, y por lo que yo sabía, desde entonces no había actuado ante el público en ningún otro lugar. No tenía idea de por qué.
Ahora resultaba que había sido herido mortalmente aquella noche. Lo que yo no entendía era mi encuentro con Angier menos de un minuto después de mi intervención accidental. No parecía estar mortalmente herido en ese momento, ni tan sólo lastimado. Todo lo contrario, hacía gala de una salud vigorosa, y estaba decidido a atraparme. Nos habíamos peleado momentáneamente en el suelo antes de que yo lograra escapar de él. La única cosa inusual en él era el grasiento compuesto que se había untado sobre la piel o sobre el traje, supuestamente para realizar el truco o para lograr de alguna forma desaparecer. Era un verdadero misterio, porque después de haberme recuperado de los efectos de la inhalación del humo, mis recuerdos de aquellos pocos segundos estaban intactos. Podría decirse que definitivamente, durante una milésima de segundo, había «visto a través» de él, como si algunas partes de él fueran transparentes, o todo él fuera casi transparente.
Otro aspecto secundario del misterio consistía en que el compuesto no había influido en mí durante nuestra escaramuza. Sus manos habían agarrado definitivamente mis muñecas, y yo había sentido claramente una sensación resbaladiza, pero no quedaron rastros. Incluso recuerdo estar sentado en el tren de regreso a Londres, levantando mi brazo para que le diera la luz, ¡con el fin de descubrir si podía «ver a través» de mí mismo!
Sin embargo, existían suficientes dudas como para que los sentimientos de culpa y arrepentimiento dominaran mi reacción. De hecho, al enfrentarme con el horror del acontecimiento, supe que no podría descansar hasta haber podido reparar de alguna manera lo que había hecho.
Desgraciadamente, las notas necrológicas del periódico no se publicaron hasta varios días después de que Angier muriera, cuando ya se había realizado el funeral.
La ceremonia habría sido un lugar ideal para intentar una tardía reconciliación con su familia y sus socios. Una corona de flores, una sencilla nota de condolencias me habrían preparado el terreno, pero no fue así.
Después de pensarlo mucho, decidí dirigirme directamente a su viuda, y le escribí una sincera carta de condolencia. En ella le explicaba quién era yo, y cómo, cuando era mucho más joven y para mi eterno arrepentimiento, me había peleado con su esposo. Decía que la noticia de su prematura muerte me había conmocionado y entristecido, y que sabía que toda la comunidad mágica sentiría su pérdida. Rendí tributo a sus dotes de mago y a las de
ingénieur
de maravillosas ilusiones.
Luego pasé a lo que era para mí la esencia misma de la carta; sin embargo intenté que pareciera, a los ojos de la viuda, una simple idea a posteriori. Le conté que cuando moría un mago era costumbre en el mundo de la magia que sus colegas se ofrecieran a comprar cualquier tipo de artefacto que la familia ya no fuera a utilizar.
Agregué que considerando mi larga y turbulenta relación con Rupert a lo largo de su vida, sentía que era un deber y un placer para mí hacer esa oferta ahora que él había muerto, y que tenía medios considerables a mi disposición.
Con la carta ya enviada, y como intuitivamente supuse que no necesariamente podría contar con la cooperación de la viuda, intenté recaudar información a través de mis contactos en el negocio. Tuve que plantear esta alternativa con habilidad, porque no tenía idea de cuántos de mis colegas estarían tan interesados como yo en poner sus manos sobre el equipamiento de Angier. Supuse que muchos de ellos lo estarían; no podía ser el único mago profesional que hubiera presenciado la sorprendente actuación. Por lo tanto dejé que se supiera que si cualquiera de las piezas de Angier aparecía en el mercado, yo estaría interesado.
Dos semanas después de enviar la carta a la viuda de Angier, recibí una contestación, era una carta de cierta firma de abogados en Chancery Lane. Decía, y lo transcribo exactamente:
14Herencia de Rupert David Angier Esquire, fallecido.
Mi querido señor:
Conforme a la reciente petición que realizara a nuestro cliente, tengo instrucciones de advertirle que ya se han realizado todos los preparativos necesarios para la disposición de las principales pertenencias y enseres del difunto Rupert David Angier, y que no hay necesidad de que se embarque en la búsqueda de más información sobre su destino o posesión.
Anticipamos las instrucciones de la herencia de nuestro antiguo cliente concernientes a la disposición de varias piezas menores de su propiedad, y éstas estarán disponibles mediante subasta pública, cuya fecha y lugar serán anunciados en las gacetas habituales.
Le saludamos atentamente, señor, sus obedientes servidores,
Kendal, Kendal & Owen
(Abogados & Notarios autorizados para dar fe de las declaraciones bajo juramento)
Doy un paso hacia adelante para acercarme a los focos, y bajo todo el brillo de su luz les hago frente.
Digo: «Miren mis manos. No hay nada oculto en ellas».
Las mantengo levantadas, alzo las palmas para que las vean, separando los dedos para probar que no hay nada secretamente escondido entre ellos. Ahora realizo mi último truco, y hago aparecer un puñado de flores de papel descolorido de entre las manos que ustedes saben están vacías.
Hoy es 1 de septiembre de 1903, y digo que, prácticamente, mi propia carrera terminó con la muerte de Angier. A pesar de ser razonablemente rico, yo era un hombre casado con hijos y tenía que sufragar una forma de vida cara y complicada.
No podía escapar de mis responsabilidades y, por lo tanto, estaba obligado a aceptar presentaciones siempre y cuando me las ofrecieran. En este sentido no me retiré por completo, pero la ambición que me había motivado los primeros años, el deseo de sorprender o desconcertar, el puro placer de soñar lo imposible, todo aquello me abandonó. Todavía poseía las habilidades técnicas necesarias para realizar magia, mis manos permanecían diestras, y con la ausencia de Angier yo era una vez más el único realizador de «El nuevo hombre transportado», pero nada era suficiente.
Me había invadido una gran soledad, que el Pacto todavía me prohíbe describir minuciosamente, excepto para decir que yo era el único amigo que deseaba para mí mismo. Sin embargo también yo era, por supuesto, el único amigo con quien no podía encontrarme.
Intento formular esto lo más delicadamente posible.
Mi vida está llena de secretos y contradicciones que nunca podré explicar. ¿Con quién se casó Sarah? ¿Fue conmigo, o fue conmigo? Tengo dos hijos, a quienes adoro. ¿Pero puedo adorarlos yo, solamente yo… o, son realmente míos? ¿Cómo lo sabré alguna vez, a no ser por los antojos del instinto? Y ya que vamos a eso, ¿de cuál de mis yos se enamoró Olive, y con quién se mudó al piso de Hornsey?
No fui yo quien primero le hizo el amor, ni fui yo quien la invitó al piso, sin embargo me aproveché de su presencia, sabiendo que también yo estaba haciendo lo mismo.
¿Cuál de mis yos fue quien intentó desenmascarar a Angier? ¿Cuál de mis yos diseñó primero «El nuevo hombre transportado», y cuál de mis yos fue el primero en ser transportado? Hasta a mí me parece estar divagando, pero cada una de estas palabras es coherente y precisa. Es el dilema esencial de mi existencia.
Ayer estaba actuando en un teatro de Balham, en el sudeste de Londres. Realicé la función vespertina, y luego tenía que esperar dos horas antes de la función nocturna. Tal como hice varias veces en tales ocasiones, me dirigí a mi camerino, cerré las cortinas y bajé las luces, cerré la puerta con llave y me tiré a dormir en el sillón.
Me desperté…
¿Me desperté en realidad? ¿Fue una visión? ¿Un sueño? Me desperté para encontrar la figura espectral de Rupert Angier de pie en mi camerino, y tenía en sus manos un cuchillo de hoja larga. Antes de que pudiera moverme o pedir ayuda, intentó saltar sobre mí, aterrizando al costado del sillón, y gateando rápidamente se subió sobre mí hasta quedar a horcajadas sobre mi pecho y mi estómago. Levantó el cuchillo, y lo sostuvo en alto con la punta de la hoja justo encima de mi corazón.
—¡Prepárate para morir, Borden! —me dijo en su áspero y horripilante susurro.
En esta visión infernal me parecía que él apenas pesaba muy poco, que podía lanzarlo fácilmente por los aires para alejarlo de mí, pero el miedo me estaba debilitando. Levanté mis manos y le agarré por los antebrazos, para intentar evitar que me clavara el cuchillo fatal, pero para mi sorpresa descubrí que todavía estaba usando el compuesto grasiento, lo cual me impedía cogerlo firmemente. Cuanto más lo intentaba, más rápido se deslizaban mis dedos por su asquerosa carne. Estaba respirando su fétido hedor, el olor pestilente de la tumba, de la sepultura.
Horrorizado, ahogué un grito, porque sentí la puntiaguda hoja presionada contra mi pecho.
—¡Ahora! ¡Dime, Borden! ¿Cuál de ellos eres? ¿Cuál?
Apenas podía respirar, tal era mi miedo, tal era el terror de que en cualquier momento la hoja se hundiría a través de mi caja torácica y me atravesaría el corazón.
—¡Dímelo y te perdono! —La presión del cuchillo aumentaba.
—¡No lo sé, Angier! ¡Ya no me conozco!
Y de alguna forma eso acabó con todo, casi tan rápido como había comenzado. Su rostro estaba a unos pocos centímetros del mío, y lo vi gruñir de rabia. Su aliento rancio flotaba sobre mí. ¡El cuchillo comenzaba a perforar mi piel! Mi miedo se transformó en valor. Le pegué una vez, dos veces, mis puños atravesando su cara, golpeándolo hasta alejarlo de mí. La presión mortal sobre mi corazón se suavizó.
Presentí una oportunidad, y rodeé su cuerpo con mis dos brazos, pegando mis puños uno junto al otro. Pegó un alarido, alejándose bruscamente de mí, el cuchillo en alto.
Aún estaba sobre mí, entonces volví a pegarle, y luego levanté el costado de mi cuerpo para derribarlo. Por suerte se vino abajo, soltando el cuchillo al caer al suelo.
La hoja mortal causó un gran estrépito al golpear contra la pared y cayó al suelo, mientras la figura espectral rodaba por los tablones del suelo.
Rápidamente se puso de pie, con cara de castigado y receloso, mirándome por si lo atacaba una vez más. Me senté en el sillón, preparado para otra lucha. Era el fantasma del terror máximo, el espectro de muerte de mi peor enemigo en vida.
Podía ver la lámpara destellando a través de su cuerpo semitransparente.
—Déjame en paz —dije con voz ronca—. ¡Estás muerto! ¡No tienes nada que hacer aquí conmigo!
—Ni tú conmigo, Borden. Matarte no es venganza alguna. Nunca debió haber ocurrido. ¡Nunca!
El fantasma de Rupert Angier se giró y me dio la espalda, caminó hacia la puerta cerrada con llave, y entonces su cuerpo pasó a través de ella. No quedó nada de él, excepto un persistente rastro de su espantoso hedor a carroña.
La aparición del fantasma me había paralizado del miedo, y aún estaba sentado, inmóvil en el sillón, cuando noté que me llamaban. Unos pocos minutos más tarde, mi ayudante vino al camerino y trató de entrar, y fue su insistente forma de golpear la puerta lo que hizo que me levantara finalmente del sillón.
Encontré el cuchillo de Angier en el suelo del camerino, y lo tengo conmigo ahora. Es real. Lo llevaba un fantasma.
Nada tiene sentido. Me duele respirar, moverme; aún siento aquella cortante punta del cuchillo contra mi corazón. Estoy en el piso de Hornsey, y no sé qué hacer o quién soy realmente.
Cada palabra que he escrito aquí es verdad, y cada una de ellas describe la realidad de mi vida. Mis manos están vacías, y los miro a ustedes fijamente con una mirada honesta. Así es como he vivido, y aun así esto no revela nada.
Seguiré solo hasta el final.
En aquel entonces tenía solamente tres años, pero no tengo ninguna duda en mi mente de lo que realmente sucedió. Sé que la memoria puede jugarnos una mala pasada, especialmente durante la noche, y más a un niño conmocionado y aterrorizado, y sé que la gente mezcla recuerdos de lo que cree que ha sucedido, o de lo que otra gente le dice más tarde que ha sucedido. Todo esto continuó, y me ha tomado muchos años unir las piezas de la realidad.
Fue algo cruel, violento, inexplicable y casi seguro ilegal. Destrozó las vidas de casi todas las personas implicadas. Ha arruinado mi propia vida.
Ahora puedo contar la historia tal como yo la vi suceder, pero contarla como un adulto.
Mi padre es lord Colderdale, el decimosexto de ese nombre. Nuestro apellido es Angier, y los nombres de pila de mi padre son Victor Edmund; mi padre es el hijo del único hijo de Rupert Angier, Edward. Rupert Angier,
El gran Danton
, era por lo tanto mi bisabuelo y el decimocuarto conde de Colderdale.