El rapto de la Bella Durmiente (15 page)

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Authors: Anne Rice

Tags: #Erótico, #S/M

Le pareció que estaba resplandeciente. Llevaba un sobretodo de terciopelo azul ribeteado de plata, con su escudo de armas blasonado en una gruesa faja de seda. Los lazos laterales del sobretodo estaban aflojados y a través de ellos Bella podía ver su camisa blanca. También pudo admirar los músculos firmes de sus piernas enfundadas en unos largos y ajustados pantalones de franela.

El príncipe dio unos cuantos bocados más de aquella carne mientras a Bella le servían un plato sobre el suelo empedrado. La princesa bebió rápidamente con los labios el vino que el príncipe vertió en un cuenco para ella y comió la carne con toda la delicadeza que le permitía no hacer uso de los dedos. Tenía la impresión de que él la estaba observando. El príncipe le pasó unos pedazos de queso y fruta, y emitió un leve sonido de satisfacción. Al final, Bella limpió el plato con la lengua.

La princesa hubiera hecho cualquier cosa para demostrar lo contenta que se sentía de estar de nuevo con él, y súbitamente recordó que todavía no le había besado las botas por lo que se apresuró a hacerlo inmediatamente. El olor a cuero limpio, lustrado, le pareció delicioso. Sintió su mano en la parte posterior del cuello y, cuando levantó la vista, él le dio, una a una, un racimo de uvas, llevándoselas a la boca subiendo cada una de ellas un poco más para que al cogerla Bella tuviera que levantarse sobre sus talones.

El príncipe meneó la última uva en el aire. Bella se lanzó hacia arriba para cogerla en la boca y la alcanzó. Luego, vencida por la vergüenza, inclinó la cabeza. ¿Estaría él satisfecho? Después de todo lo que había presenciado a lo largo del día, él parecía su salvador. Ahora que estaba con él, la princesa hubiera llorado de felicidad.

Lord Gregory hubiese deseado que ella comiera con los esclavos, e incluso le mostró el comedor, donde había dos largas filas de príncipes y princesas, todos ellos arrodillados y con las manos atadas a la espalda, que comían con sus ávidas boquitas de los platos colocados en una mesa baja que tenían delante. Estaban reclinados de tal forma que, cuando ella pasó, se sintió aturdida al ver tal cantidad de traseros irritados. Eran todos parecidos pero cada cuerpo era diferente. Los príncipes mostraban menos su cuerpo si mantenían las piernas juntas, ya que de esta manera su escroto quedaba oculto, pero las muchachas no podían hacer nada para esconder sus labios púbicos, y aquello la alarmó.

El príncipe la reclamó de inmediato en su habitación, y al instante Bella estaba con él. León le retiró el pequeño sello de su centro secreto de placer y ella sintió el primer estremecimiento de deseo. No le importaba que los sirvientes se movieran a su alrededor o que el último ministro esperara, solícito, en las proximidades. La princesa besó de nuevo las botas de su alteza.

—Es muy tarde—dijo él—. Habéis descansado largo rato y veo que os ha sentado muy bien. Bella esperó.

—Miradme —le dijo.

Cuando ella lo hizo, se sintió aturdida por la belleza y ferocidad de sus ojos negros. Tuvo la impresión de que se le cortaba la respiración.

—Venid —dijo él, levantándose y despidiendo al ministro—. Es la hora de la lección.

El príncipe se dirigió veloz a su alcoba y ella lo siguió andando a cuatro patas, apresurándose a adelantarse cuando él esperó a que ella abriera la puerta, para dejarlo pasar y entrar luego tras él.

«Si al menos pudiera dormir aquí y vivir aquí», pensó Bella. No obstante, sintió miedo cuando vio que él se volvía hacia ella con las manos en la cintura. Recordó los azotes que recibió con la correa la noche anterior y se estremeció. Junto a él había un alto velador. El príncipe alargó la mano, la metió en un pequeño cofrecito cubierto por un paño y sacó lo que parecía un manojo de campanillas de cobre.

—Venid aquí, mi querida niña consentida —dijo amablemente—. Decidme, ¿habéis atendido alguna vez a un príncipe en su alcoba, lo habéis vestido y servido? —preguntó.

—No, mi príncipe —contestó Bella, y se apresuró a situarse a sus pies.

—Incorporaos sobre vuestras rodillas —ordenó él.

Ella obedeció colocándose las manos detrás del cuello, y entonces vio las campanillas de cobre que el príncipe sostenía en la mano. Cada una de ellas estaba sujeta a una abrazadera de resorte.

Antes de que Bella pudiera protestar, él le aplicó una al pezón derecho, con sumo cuidado. No apretaba lo suficiente como para hacerle daño pero se agarró al pezón y lo estrujó, endureciéndolo. Ella contemplaba cómo le aplicaba otra al pezón izquierdo y, sin querer, tomó aliento al sentir la presión de la campanilla, lo que provocó que ambas campanas sonaran muy débilmente. Eran pesadas, y tiraban de ella. Entonces se sonrojó, deseó desesperadamente sacudírselas. Hacían que sus pechos pesaran más y notaba que le dolían.

Él le dijo que se levantara y abriera las piernas.

El príncipe sacó del cofrecillo otro par de campanillas, éstas del tamaño de nueces. Bella, gimoteando levemente, sintió que las manos del príncipe se movían entre sus piernas al tiempo que sujetaba rápidamente estas campanas a sus labios púbicos.

La princesa tenía la impresión de que ahora sentía partes de sí misma de las que hasta ese momento no había sido consciente. Las campanas le tocaban los muslos, tiraban de los labios y se insertaban en la carne, apretándola.

—Vamos, no es tan horroroso, mi pequeña doncella—susurró él y la premió con un beso. — Si os complace, mi príncipe... —balbuceó Bella.

—Ah, eso está muy bien —dijo—. Y ahora a trabajar, hermosa mía. Quiero veros trabajar deprisa, pero con gracia. Quiero que todo se haga correctamente, pero con cierta destreza. En mi alacena, en un colgador, veréis mi escapulario de terciopelo rojo y mi cinto de oro. Traédmelos, deprisa, y dejadlos sobre la mesa. Luego me vestiréis. Bella se apresuró a obedecer.

Avanzando de rodillas, descolgó las prendas y se apresuró a llevarlas a la alcoba. Dejó la ropa al pie de la cama, se dio la vuelta y esperó.

—Ahora desvestidme—dijo el príncipe—. Debéis aprender a utilizar las manos únicamente cuando no consigáis hacer algo de otro modo.

Bella cogió obedientemente entre los dientes los cordones de cuero del sobretodo, aflojó el nudo y vio cómo se soltaban. El príncipe se sacó la prenda por la cabeza y se la dio a Bella. A continuación, mientras él se sentaba en un taburete

junto al fuego, ella empezó a desatar los numerosos botones. Parecía que topaba con un obstáculo tras otro. Bella era consciente del cuerpo del príncipe, de su perfume y calidez, y de su extraño ensimismamiento. Al poco rato, con su ayuda, consiguió sacarle la camisa. Había llegado el turno de los largos pantalones.

Él la ayudaba de vez en cuando, pero la mayoría de tareas las ejecutaba por sí sola. La princesa mordió cuidadosamente la lengüeta superior de las botas forradas de terciopelo y tiró con las manos de los talones hasta que salieron sin dificultad. Le pareció que trabajaba duro

un largo rato y prestó atención a todos los detalles de su vestimenta. A continuación debía vestirlo.

Con ambas manos, le puso la camiseta de seda blanca mientras él introducía los brazos. Pero aunque ajustó correctamente la abertura de los ojales con sus manos, hizo pasar cada botón con la boca, lo que complació al príncipe, que la alabó por ello.

Bella estaba cada vez más cansada; sentía los pechos doloridos debido a las pesadas campanas de cobre y también notaba el peso de las que colgaban entre sus piernas así como aquel roce en los muslos que la sacaba de sus casillas. Además, el cascabeleo no dejaba de sonar. Cuando finalizó y él acabó de ponerse un nuevo par de botas para ayudarla, el príncipe la cogió entre sus brazos y la besó.

—A medida que pase el tiempo, aprenderéis a trabajar más deprisa. No os costará nada vestirme o desvestirme, ni ejecutar cualquier tarea que os pida. Dormiréis en mis aposentos y estaréis a cargo de todo.

—Mi príncipe —susurró ella apretando sus pechos contra él, deseándolo con ansia. Le besó las botas a toda prisa y le vinieron a la mente, para acosarla y mortificarla, las imágenes de todo lo que había visto aquel día: el cruel castigo de la princesa Lizetta, el adiestramiento de los príncipes, y también recordó a quien no había visto pero que nunca había olvidado, al príncipe Alexi. Todo ello reapareció revuelto en su mente, avivando su pasión y aumentando su miedo. «Oh, si tan siquiera pudiera dormir en los aposentos del príncipe a partir de ahora.» No obstante, cuando pensó en aquellos esclavos varones que había visto en la sala...

El príncipe, como si intuyera que su mente no le prestaba la debida atención, empezó a besarla con rudeza.

Luego le ordenó que volviera de nuevo a ponerse a cuatro patas y que pegara la frente al suelo para que pudiera ver sus nalgas. Bella obedeció mientras las campanillas le recordaban todas sus partes desnudas.

—Mi príncipe —susurró en voz muy baja. Notaba algún cambio en su corazón que no acababa de entender. De todos modos estaba asustada, como siempre.

Él le ordenó que se levantara y de nuevo la cogió en sus brazos, y esta vez le dijo:

—Besadme como deseáis hacerlo.

Bella, llena de alegría, besó la suavidad fría de su frente, los oscuros mechones de su cabello, los

párpados y las largas pestañas. Le besó las mejillas y luego la boca abierta. La lengua de él pasó al interior de su propia boca, todo su cuerpo se estremeció y él tuvo que sostenerla.

—Mi príncipe, mi príncipe—murmuró Bella, pese a que sabía que desobedecía—. Me da tanto miedo todo esto.

—Pero ¿por qué, hermosa? ¿Todavía no lo veis claro? ¿No os parece simple?

—Oh, pero ¿cuánto tiempo os serviré? ¿Va a ser así toda mi vida a partir de ahora?

—Escuchadme —estaba serio, pero no enfadado. La cogió por los hombros y luego le miró los pechos hinchados. Las campanillas de cobre temblaban cuando respiraba. Bella sintió sus manos entre las piernas, y luego los dedos dentro de ella, tocándola suavemente con un movimiento ascendente que hizo que su cuerpo se estremeciera de placer.

—Esto es todo lo que podéis pensar, todo lo que vais a ser —dijo—. En alguna vida anterior erais muchas cosas: un rostro bonito, un voz bonita, una hija obediente... Habéis mudado esa piel como si se tratara de un manto de sueños, y ahora sólo debéis pensar en estas partes de vos—le frotó los labios púbicos, le ensanchó la vagina, y luego le apretó los pechos casi con crueldad—. Ahora esto es lo que sois, lo único que sois, además de vuestro encantador rostro, pero sólo porque es el rostro encantador de una esclava desnuda e indefensa.

Entonces, como si no pudiera contenerse, el príncipe la abrazó y la llevó hasta la cama.

—Dentro de un rato debo tomar vino con la corte, y vos me serviréis allí, demostraréis vuestra obediencia a todo el mundo. Pero eso puede esperar...

—Oh, sí, mi príncipe, si eso os complace —Bella pronunció estas palabras en voz tan baja que posiblemente el príncipe no las oyó. Estaba tumbada sobre la colcha enjoyada y, pese a que su trasero y las piernas no tenían la carne tan viva como la noche anterior, sintió las dolorosas punzadas de las piedras preciosas.

El príncipe se arrodilló sobre ella, se colocó a horcajadas, le abrió la boca con los dedos y, mostrándole su duro pene, lo introdujo en la boca con un rápido movimiento descendente. Ella lo chupó, se embebió de él. Pero lo único que tenía que hacer era permanecer tumbada sin hacer nada ya que él mismo daba fuertes embestidas en su interior; así que cerró los ojos y olió la deliciosa fragancia del vello púbico, saboreó la salinidad de su piel al tiempo que el miembro erecto tocaba ligeramente el paladar una y otra vez mientras todo él casi no rozaba más que sus labios.

Bella gemía siguiendo el ritmo de sus movimientos y cuando él se retiró repentinamente, continuó jadeando y levantó las manos para abrazarlo. Entonces el príncipe se tumbó encima del cuerpo de Bella y le separó las piernas. Cuando él le quitó las campanas de cobre ella sintió el dolor en los labios púbicos.

La penetró. Bella notó que explotaba de placer. Su espalda se arqueó tan rígidamente que levantó el peso del príncipe con ella, empapando todo su cuerpo de placer. Sus caderas empujaban con un movimiento vigoroso y cuando él, finalmente, eyaculó, le asestó varias embestidas crueles hasta quedarse tumbado, exhausto.

Parecía que Bella dormía; soñaba. Luego oyó al príncipe que le decía a alguien que se encontraba allí de pie:

—Lleváosla, lavadla y engalanadla. Luego enviádmela a la sala de recepciones del piso superior.

DONCELLA DE SERVICIO

Bella no podía creer en su mala suerte cuando, al entrar en la sala de recepciones, vio que la encantadora lady Juliana estaba jugando al ajedrez con el príncipe, así como otras hermosas damas, sentadas ante diversos tableros. También había varios nobles, incluido un anciano cuyo pelo blanco le caía profusamente sobre los hombros.

¿Por qué tenía que estar lady Juliana, con sus gestos graciosos y su encanto, sus espesas trenzas peinadas esa noche con cinta carmesí, los pechos hermosamente moldeados por su vestido de terciopelo y su risa, que ya llenaba el aire mientras el príncipe le susurraba alguna agudeza?

Bella no sabía exactamente cuáles eran sus sentimientos. ¿Sentía celos? ¿O sencillamente la humillación habitual?

León la había engalanado de un modo tan cruel que hubiera preferido estar desnuda.

En primer lugar, León había eliminado a base de restregones todos los fluidos del príncipe. Luego trenzó un solo mechón tupido de cabello a cada lado, que sujetó hacia atrás con orquillas de tal manera que la mayor parte de la cabellera siguiera suelta. A continuación había colocado unas pequeñas abrazaderas adornadas con piedras preciosas en sus pezones; conectadas entre sí por dos cadenas de oro fino que parecían un collar.

Las abrazaderas le hacían daño y las cadenas se movían, como antes las campanas, cada vez que Bella respiraba. Pero, cuando verdaderamente se horrorizó fue al descubrir que aquello no era todo.

Los dedos rápidos, de movimientos elegantes, de León exploraron su ombligo, donde le aplicó un engrudo en el que incrustó un broche reluciente: una piedra preciosa rodeada de perlas. Bella se quedó sin respiración. Tenía la sensación de que alguien le apretaba allí, de

que intentaban entrar en ella, como si el ombligo se hubiera convertido en una vagina. Esta sensación no cesaba, todavía la experimentaba en aquel mismo instante.

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