veces repita esto, siempre querréis escapar a la pala. Y ahí está la estratagema, en mantener la gracia.
Otro esclavo inició la carrera, y luego uno más.
La joven que había llorado antes volvía a estar boca abajo, colgando, mientras la azotaban.
—¡Qué espanto! —exclamó la princesa que estaba delante de Bella—. Se va a llevar una buena zurra en un instante.
De repente delante de Bella sólo quedaban tres esclavos y el pasaje arqueado.
—Oh, no, no puedo...—gritó a León. —Tonterías, querida mía, seguid el sendero. Se desenvolverá lentamente ante vos, distinguiréis los giros con antelación. Unicamente debéis deteneros si veis parado al esclavo que va delante; esto sucede de vez en cuando, ya que al pasar ante la reina los esclavos deben pararse para recibir sus elogios o reprobaciones. Ella se encuentra en un gran pabellón a vuestra izquierda, pero no dirijáis mirada alguna hacia su majestad mientras apretáis el paso o la pala os cogerá desprevenida.
—Oh, por favor, me desmayaré, no puedo...
—Bella, princesa —dijo la bonita muchacha que estaba delante de ella—, limitaos a seguir mi ejemplo.
Enseguida, Bella comprobó horrorizada que ya no quedaba nadie más aparte de esta muchacha. Sin embargo, luego colocaron ante ella a la esclava que acababa de ser azotada, y la condujeron afuera. La muchacha estaba frenética y sollozaba, pero mantenía las manos detrás del cuello y al instante estaba corriendo al lado del jinete, un lord alto y joven que no paraba de reír y que retrasaba mucho la pala cada vez que iba a lanzarla.
De repente apareció otro jinete, el anciano lord Gerhardt, y Bella observó aterrorizada a la guapa princesa, que salió para recibir los primeros golpes y continuar corriendo al lado del jinete efectuando graciosos movimientos ascendentes con las rodillas. Pese a todas las quejas de la doncella, el caballo del lord parecía moverse con enorme rapidez y la pala resonaba con mucha fuerza y sin piedad.
Bella fue obligada a salir al umbral que daba al jardín. Por primera vez pudo contemplar la corte en pleno, las docenas y docenas de mesas que se desperdigaban por el césped y que aparecían en gran número diseminadas por el bosque situado más allá. Había sirvientes y esclavos desnudos por doquier. Quizás el recinto fuera tres veces más grande de lo que había juzgado desde las ventanas.
Bella se sintió pequeña e insignificante por culpa del terror que la dominaba. Estaba perdida, repentinamente, sin nombre o sin alma. «¿Qué soy ahora?», podría haberse preguntado, pero también era incapaz de pensar. Como si viviera una pesadilla, vio todos los rostros de los que estaban en las mesas más próximas. Nobles y damas se retorcían para ver el sendero para caballos. Más a su derecha asomaba el pabellón de la reina, entoldado y engalanado con flores.
La princesa, jadeante, intentaba recuperar el aliento, y cuando levantó la vista y vio la espléndida figura montada de lady Juliana, sus ojos se llenaron de lágrimas de gratitud, aunque estaba convencida de que la azotaría con toda su fuerza para cumplir con su obligación.
Las trenzas de la encantadora dama estaban peinadas con la misma plata que enhebraba el vestido que resaltaba su sugerente silueta. Parecía hecha para la silla en la que estaba montada. Llevaba el mango de la pala atado con una correa sujeta a su muñeca, y le sonreía.
No tuvo tiempo para ver ni pensar nada más.
Bella corría hacia delante, sentía el crujido del sendero para caballos bajo sus herraduras y oía el fuerte resonar de los cascos a su lado.
Aunque había pensado que sería imposible soportar tal degradación, sintió el primer golpe estrepitoso contra sus nalgas desnudas, tan enérgico que casi le hizo perder el
equilibrio. El dolor punzante se propagó como un fuego cálido pero Bella seguía avanzando a toda prisa.
Las fuertes pisadas de los cascos la ensordecían. La pala la alcanzaba una y otra vez, casi la levantaba del suelo y la obligaba a seguir adelante. Su llanto sonaba con fuerza a través de sus dientes apretados. Las lágrimas nublaban las antorchas que definían con claridad el sendero que se extendía ante ella, y la princesa seguía corriendo. Avanzaba velozmente en dirección a los árboles que encerraban el recorrido, pero era imposible escapar a la pala.
Era tal como León le había advertido: la pala la atrapaba una y otra vez y cada golpe le producía alguna horrible sorpresa ya que ella intentaba superar a la montura. Podía oler al caballo, y cuando abrió los ojos e intentó cobrar aliento entre jadeos, vio que a ambos lados del camino había mesas iluminadas por las antorchas y abundantemente surtidas. Nobles y damas bebían, comían y reían; quizá se volvían para echarle un vistazo, no lo sabía, ella sólo sollozaba y corría como una loca tratando de alejarse de los golpes, que cada vez llegaban con más fuerza.
«Oh, por favor, por favor, lady Juliana», quería gritar, pero no se atrevía a pedir clemencia. El sendero había doblado y ella lo siguió para encontrar únicamente más y más nobles que disfrutaban del banquete. Confusamente, ante ella, apenas distinguía la figura del otro jinete y de la esclava, que le habían sacado una gran distancia.
Le quemaba la garganta tanto como su carne irritada.
—Más rápido, Bella, más rápido, y levantad más las piernas —berreaba lady Juliana al viento—. Así, mucho mejor, querida mía.
De nuevo llegaba un estallido de dolor, y otro. La pala encontraba sus muslos con un impacto que la levantaba del suelo y parecía abarcar completamente sus nalgas.
Bella no pudo evitar soltar un grito. Al poco, sus súplicas se oían tan claramente como el repicar de los cascos del caballo en las pavesas.
Sentía una terrible presión en la garganta y le quemaban incluso las suelas de los pies, pero nada le dolía tanto como los rápidos y fuertes paletazos.
Lady Juliana parecía poseída por algún genio maligno. Atrapaba a Bella desde un ángulo y luego desde otro, la levantaba una y otra vez con más golpes, le propinaba un sonoro y fuerte paletazo y a continuación otros tres o cuatro más en rápida sucesión.
El sendero volvió a doblar y Bella distinguió, aún lejos, los muros del castillo. Ya estaban de regreso. Pronto llegarían al pabellón entoldado de la reina.
Bella tuvo la impresión de que se quedaba sin pizca de aliento, aunque lady Juliana, en un gesto compasivo, redujo el ritmo, al igual que los jinetes que iban delante. Bella corría cada vez más despacio, con las rodillas más altas, y notó que una gran corriente relajadora la recorría. Oía sus propios sollozos sofocados, las lágrimas le caían por la cara y, sin embargo, sintió cómo la invadía una sensación sumamente desconcertante.
De repente la envolvía una especie de calma. No lo comprendía. Ya no oponía resistencia, aunque la obligación de rebelarse la aguijoneaba. Quizá simplemente estaba agotada. Sí sabía, sin embargo, que era una esclava desnuda de la corte y que podía sucederle cualquier cosa. Cientos de nobles y damas la observaban con deleite. Para ellos no era nada más que una entre muchos: aquello se había repetido miles de veces con anterioridad, y volvería a repetirse. Debía hacerlo lo mejor posible o sino acabaría colgada de la viga de la sala de castigos, donde sufriría para diversión de nadie.
—Levantad las rodillas, mi precioso encanto —le repitió lady Juliana al tiempo que reducían la marcha—. Oh, si pudierais ver lo exquisita que estáis. Lo habéis hecho espléndidamente.
Bella movió la cabeza. Sentía las pesadas trenzas sobre su espalda. De repente, cuando la pala la golpeó, se desplazó lánguidamente, siguiendo su movimiento. Era como si esta
extraña relajación la ablandara por completo. ¿Se referían a esto cuando le explicaron que el dolor la ablandaría? De todos modos, aquel abandono le daba miedo, esa desesperanza... ¿era desesperanza? No lo sabía. En aquel momento había perdido la dignidad. Se veía a sí misma como lady Juliana tenía que haberla visto, con toda seguridad. Casi pareció mostrarse satisfecha al imaginárselo: irguió la cabeza y sacó los pechos orgullosa.
—Eso es, encantador, encantador—la animaba lady Juliana a viva voz. El otro jinete había desaparecido.
El caballo encontró de nuevo el paso; la pala volvió a golpearla violentamente y guió a Bella a través de las mesas que se amontonaban, mientras la multitud era cada vez más numerosa y el castillo estaba más próximo. De pronto se habían detenido ante el pabellón.
Lady Juliana hizo girar de lado su montura y, con pequeños paletazos punzantes, atrajo a Bella hacia sí y la obligó a ponerse firme.
Bella no levantó la vista pero pudo ver las largas guirnaldas de flores, la confusa imagen blanca del entoldado que se hinchaba plácidamente como un globo en la brisa, y un montón de figuras sentadas detrás del enrejado adornado del pabellón.
Su cuerpo parecía consumido por el fuego. Era incapaz de recuperar el aliento, y entonces oyó la conversación que mantenían por encima de ella, la voz pura y gélida de la reina y las risas de sus acompañantes. La princesa tenía la garganta irritada, las nalgas le palpitaban dolorosamente, y entonces lady Juliana susurró:
—Le habéis agradado, Bella. Ahora besadme la bota y dejaos caer de rodillas para besar la hierba ante el pabellón. Hacedlo con brío, muchacha mía.
Bella obedeció sin vacilar. De nuevo sintió aquella sensación calmada de... ¿qué era? ¿Liberación? ¿Resignación?
—Nada puede salvarme, pensó. En torno a ella todos los sonidos se entremezclaron en un clamor ensordecedor. Tenía la impresión de que su trasero brillaba del dolor, y se imaginó que de él emanaba una gran luz.
De nuevo volvía a estar de pie, y otro fuerte golpetazo la envió llorando al interior de la cámara oscura del sótano del castillo.
Los esclavos eran arrojados dentro de unos barriles, donde lavaban apresuradamente sus cuerpos escocidos con agua fría. Bella sintió el fluir del
agua sobre la carne raspada y luego la suave toalla que la secaba.
Al cabo de un instante, León la tenía en pie. —Habéis agradado maravillosamente a la reina. Exhibisteis una forma magnífica, como si hubierais nacido para el sendero para caballos. —Pero el príncipe... —susurró Bella. Sintió náuseas y por error imaginó al príncipe Alexi. —Esta noche no estará con vos, preciosa. Está bastante ocupado con miles de distracciones. Es preciso que vos os instaléis en un lugar en el que podáis servir y a la vez descansar. La ejecución del sendero para caballos ya es bastante por una noche para una novicia.
Le soltó las trenzas y le peinó el pelo en ondas. Bella ya podía respirar a fondo y con regularidad, y reclinó la frente en el pecho de León.
—¿De verdad he estado graciosa?
—De un hermosura indescriptible —le susurró—, y lady Juliana está absolutamente enamorada de vos.
En aquel instante León le ordenó que se pusiera de rodillas y lo siguiera.
Pronto volvió a encontrarse en medio de la noche, sobre el cálido césped, rodeada por la ruidosa multitud. Veía las patas de las mesas, los vestidos recogidos, manos que se movían en las sombras. No muy lejos oyó carcajadas y, luego, apareció ante ella una larga mesa de banquetes cubierta con bandejas de dulces, frutas y pasteles. Dos príncipes se encargaban de servir y a ambos lados había pilares decorativos en los que habían instalado a algunas
esclavas cuyas manos sostenían por encima de la cabeza, y las piernas, ligeramente separadas, estaban encadenadas a la parte inferior.
Cuando Bella se aproximó, retiraron a una de las esclavas y la amarraron a toda prisa en su lugar. La princesa se quedó de pie, firmemente sujeta, con la cabeza y las hinchadas nalgas apretadas contra el pilar.
Desde allí, incluso con los párpados bajos, podía ver toda la fiesta que transcurría a su alrededor. Se sintió atada firmemente a su puesto, incapaz de moverse, pero no le importó. Lo peor ya había pasado.
Tampoco le importó que un noble que caminaba a su lado se detuviera a sonreírle y a pellizcarle los pezones. Se asombró al ver que le habían retirado las pequeñas campanitas. El cansancio era tan atroz que ni siquiera se había dado cuenta de esto.
León seguía cerca, pegado a su oreja, y Bella
estaba a punto de murmurar alguna pregunta referente al tiempo que permanecería allí cuando distinguió claramente, delante de ella, al príncipe Alexi.
Estaba tan hermoso como lo recordaba. Su cabello caoba descendía ondulante sobre las cavidades de su bello rostro, y sus cálidos ojos marrones estaban fijos en ella. Los labios dibujaron una sonrisa mientras se acercaba a la mesa y tendía su jarra para que la llenara una de las personas que servía.
Bella lo observó furtivamente por el rabillo del ojo. Vio su sexo grueso y duro, y el exuberante vello que lo rodeaba. La visión del paje Félix chupándolo la invadió con repentina pasión.
Bella debió de gemir o agitarse porque el príncipe Alexi, tras echar una ojeada al distante pabellón antes de inclinarse sobre la mesa para recoger unos dulces, se acercó y la besó en la oreja, haciendo caso omiso de León, como si éste no existiera.
—Comportaos, príncipe revoltoso —le dijo León, y no bromeaba.
—Os veré mañana por la noche, querida mía —susurró Alexi con una sonrisa—, y no temáis a la reina porque yo estaré con vos.
La boca de Bella tembló. Estuvo a punto de echarse a llorar, pero él ya se había ido. En aquel instante León se aproximaba otra vez a su oreja y ahuecando la mano le susurró:
—Mañana por la noche veréis a la reina durante unas horas en sus aposentos.
—Oh, no, no... —se lamentó Bella, sacudiendo la cabeza de un lado a otro.
—No seáis tonta. Esto es muy favorable. No podríais desear nada mejor. —Mientras hablaba, León deslizó la mano entre sus piernas y le pellizcó delicadamente los labios del pubis.
Bella sintió cómo se acaloraba.
—He estado en el pabellón mientras corríais. La reina ha quedado realmente impresionada sin pretenderlo —continuó—, y el príncipe dijo que siempre habéis exhibido la misma forma y brío. Una vez más pidió clemencia para vos, y rogó a la reina que no censurara su pasión. Accedió a no veras esta noche a cambio de disponer de una docena más o menos de nuevas princesas que desfilaran ante él...
—¡No me expliquéis más! —se quejó Bella en voz baja.
—Pero ¿no os dais cuenta? La reina se quedó prendada de vos, y él lo sabe. Os observó con suma atención mientras corríais, y estaba impaciente porque llegarais al pabellón. Fue ella quien sugirió que quizá debería probar vuestros encantos personalmente para comprobar si era cierto que no erais tan consentida y engreída como había supuesto. Os recibirá en sus aposentos mañana por la noche después de la cena.