El rapto de la Bella Durmiente (16 page)

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Authors: Anne Rice

Tags: #Erótico, #S/M

Luego, León colgó de sus orejas unos pesados pendientes que colgaban de apretadas abrazaderas de oro que le rozaban el cuello cuando se movía; y, por supuesto, sus labios púbicos no podían aparecer desnudos sino que debían llevar el mismo adorno. Para la parte superior de los brazos, León escogió unos brazaletes en forma de serpiente, y manillas enjoyadas para las muñecas, cuyo efecto hacía que se sintiera aún más desnuda. Engalanada pero, no obstante, desnuda. Era desconcertante.

Finalmente, le rodeó el cuello con una gargantilla enjoyada y en la mejilla izquierda le colocó una pequeña gema, como marca de belleza, adherida con engrudo.

Le molestaba enormemente. Quería restregársela, y se imaginaba cómo relucía. Le parecía que incluso podía verla por el rabillo del ojo. Pero cuando se sintió realmente asustada fue en el instante en que León le echó la cabeza hacia atrás con un ligero movimiento y le ensartó un pequeño y delicado anillo de oro en la ventana de la nariz. Las puntas perforaban la piel, no en profundidad pero lo suficiente para mantenerse en su sitio. Sin embargo, Bella casi se puso a llorar, de tantas ganas como tenía de arrancarlo, igual que la joya; de hecho, quería desprenderse de todos aquellos adornos, aunque León la piropeaba: —Ah, cuando me dan algo verdaderamente hermoso con que trabajar puedo lucir toda mi destreza —suspiró. Le cepilló enérgicamente el pelo y a continuación le dijo que estaba lista.

En aquel instante Bella entraba a cuatro patas en el enorme salón umbrío y se apresuró a acercarse al príncipe, a quien besó de inmediato las botas.

Él no levantó la vista del tablero de ajedrez y, para humillación de Bella, que bullía de vergüenza, fue lady Juliana quien la saludó.

—Ah, pero si es nuestra preciosidad; qué encantadora está. Incorporaos sobre vuestras rodillas, preciosa mía—dijo con su voz jovial, despreocupada, y se echó una de las trenzas por encima del hombro. Apoyó la mano en la garganta de Bella para examinar el collar enjoyado, y un hormigueo provocado por sus dedos pareció recorrer la carne de la princesa, que ni siquiera se atrevió a mirar furtivamente el rostro de la joven mujer.

«¿Por qué no estoy sentada ahí donde está ella, exquisitamente vestida, libre y orgullosa? —se preguntó Bella—. ¿Qué ha sido de mí, que

debo estar aquí, arrodillada ante ella, para ser tratada como algo inferior a un ser humano? ¡Soy una princesa! —Luego pensó en todos los demás príncipes y princesas y se sintió ridícula—. ¿Tendrán estos mismos pensamientos?» Esta mujer la atormentaba más que cualquier otra persona.

Pero lady Juliana aún no estaba contenta. —Levantaos, querida, para que pueda echaros un vistazo, y no me obliguéis a deciros que os pongáis las manos detrás del cuello ni que estiréis las piernas.

Bella oyó risas a su espalda y el comentario de alguien que decía que el nombre de la esclava del príncipe era, en efecto, muy apropiado. Bella se sintió aún más desprotegida al percatarse de que en esta sala no había más esclavos.

Cerró de nuevo los ojos, como cuando lady Juliana la inspeccionó por primera vez, y notó las manos de la dama en sus muslos y luego varios pellizcos en su nalgas. «Oh, ¿por qué no podrá dejarme en paz, no sabe cómo sufro?», pensó Bella, y mirando a través de los párpados pudo ver la sonrisa alegre de la dama.

—¿Qué piensa su majestad de ella?—preguntó lady Juliana con curiosidad genuina, mientras dirigía una rápida mirada al príncipe que continuaba sumido en sus reflexiones.

—No lo aprueba —murmuró el príncipe—. Me acusa de sentir pasión por ella.

Bella intentó mantener la calma, allí arrodillada como si estuviera de servicio. Oyó risas y retazos de conversaciones a su alrededor, así como el sonido sordo de la voz del anciano. Una mujer comentaba que la muchacha del príncipe debería servir el vino, ¿o no?, para que todo el mundo pudiera verla.

«¿No me han visto ya?», se preguntó Bella. ¿Es posible que fuera peor que en el Gran Salón? ¿Y qué sucedería si derramaba el vino?

—Bella, id hasta el aparador y coged la jarra. Servid el vino con cuidado, sin cometer errores, y regresad luego a mi lado—dijo el príncipe, sin mirarla.

La princesa avanzó entre las sombras para buscar la jarra de oro que estaba encima del aparador. Le llegó el aroma afrutado del vino y se volvió, sintiéndose torpe y desgarbada, para acercarse a la primera mesa. «Una simple doncella, una esclava», pensó de forma más vehemente que cualquier otro pensamiento que hubiera pasado por su mente mientras la exhibían en público.

Con manos temblorosas, sirvió el vino lentamente, una copa tras otra, y a través de sus ojos llorosos distinguió las sonrisas y oyó los cumplidos que le susurraban. De vez en cuanto alguna mujer o algún hombre altivo se mostraban indiferentes a ella. En una ocasión la sorprendió un pellizco en el trasero y soltó un grito que provocó una risotada general.

Cuando se inclinaba sobre las mesas percibía la desnudez de su vientre, veía cómo temblaban las cadenas que conectaban sus pezones estrujados. Cada uno de sus gestos la hacía sentirse más desamparada.

Se apartó de la última mesa y del hombre que le sonreía, recostado, con el codo apoyado en el brazo de la silla.

Luego llenó la copa de lady Juliana y vio aquellos ojos tan brillantes y redondos que la miraban.

—Encantadora, encantadora. Oh, de verdad me gustaría que no fuerais tan posesivo con ella —dijo lady Juliana—. Dejad la jarra, querida mía, y acercaos.

Bella obedeció y regresó al lado de la silla de la dama. Se sonrojó al ver que ésta chasqueaba los dedos y le señalaba el suelo. La princesa se arrodilló y luego, movida por un extraño impulso, besó las pantuflas de lady Juliana. Todo pareció suceder muy lentamente. Bella se descubrió a sí misma inclinándose hacia las pantuflas de plata y luego besándolas fervorosamente.

—Qué encanto—dijo lady Juliana—. Concededme tan sólo una hora con ella.

Bella sintió la mano de la mujer que la acariciaba en la nuca, la tocaba suavemente y luego le recogía el pelo hacia atrás y lo alisaba con ternura. Le saltaron las lágrimas:

—«No soy nada», se dijo Bella. De nuevo experimentó aquella consciencia de sentir cierto cambio en sí misma, una especie

de desesperación serena, que no era tal por las palpitaciones de su corazón.

—Ni siquiera la tendría aquí —dijo el príncipe en voz baja— de no ser porque mi madre ordena que sea tratada como cualquier otra esclava, para que otros la disfruten. Si por mí fuera, la tendría encadenada al poste de la cama. Le pegaría, observaría cada una de sus lágrimas y cada cambio de color.

Bella sintió que el corazón se le subía a la garganta como un pequeño puño que golpeara cada vez más rápidamente.

—Incluso la convertiría en mi esposa...

—Ah, os domina la locura.

—Sí —dijo el príncipe—. Eso es lo que ella ha conseguido. ¿Están ciegos los demás?

—No, por supuesto que no —dijo Juliana—, es encantadora. Pero cada cual busca su propio amor, eso ya lo sabéis. ¿Os gustaría que todos los demás estuvieran igual de locos por ella?

—No —sacudió la cabeza. Y sin apartar los ojos del tablero de ajedrez estiró la mano para acariciar los pechos de Bella, levantándolos y apretándolos, provocando que ella se estremeciera.

De repente todo el mundo se puso en pie.

Los presentes deslizaron las sillas hacia atrás, sobre el suelo empedrado, y se levantaron para hacer una reverencia.

Bella se volvió.

La reina había entrado en la estancia. Bella pudo entrever su largo manto verde, la faja de bordados de oro que rodeaba su cadera y aquel diáfano velo que escondía levemente su cabello negro y le caía por la espalda hasta el extremo de la vestimenta.

Bella se agachó todo lo que pudo sobre sus manos y rodillas sin saber cuál era su cometido. Tocó las piedras con la frente y contuvo el aliento. No obstante, pudo distinguir que la reina se aproximaba y se detenía justo ante ella.

—Sentaos todos —dijo la soberana— y volved a vuestros juegos. Y vos, hijo mío, ¿cómo os va con esta nueva pasión?

El príncipe se quedó sin palabras. —Levantadla, mostradla—dijo la reina. Levantaron a Bella por las muñecas y al instante se quedó de pie, con los brazos retorcidos a la espalda y su dorso forzado en un arco de dolor. De súbito estaba atemorizada, gimiendo. Las abrazaderas parecían desgarrar sus pezones, las joyas entre sus piernas la partían en dos. Sentía palpitar su corazón detrás de la gema incrustada en su ombligo, y también lo notaba en los lóbulos de sus orejas comprimidas y en los párpados.

Bella miraba al suelo, pero todo lo que podía ver era aquella cadena tremulante y la gran forma confusa de la reina, de pie sobre ella.

Luego, la mano de la reina golpeó repentinamente los pechos de Bella con tanta fuerza que la hizo gritar, y al instante sintió los dedos del paje que le cerraban la boca.

Gimió aterrorizada. Notó que le saltaban las lágrimas y que los dedos del paje se hundían en su mejilla. Y, sin pretenderlo, opuso resistencia.

—Eh, eh, Bella —susurró el príncipe—. No mostráis a mi madre vuestra mejor disposición. Bella intentó calmarse, pero el paje la obligó a adelantarse con más rudeza.

—No es tan mala —dijo la reina. Bella pudo sentir la fuerza de su voz y su crueldad. Fuera lo que fuese lo que le hiciera el príncipe, en él no percibía una crueldad tan absoluta.

—Sólo me teme —dijo la reina—. Y desearía que vos me temierais más, hijo mío.

—Madre, sed benévola con ella, por favor, os lo ruego —dijo el príncipe—. Permitidme que la tenga en mis aposentos, y que sea yo mismo quien la adiestre. No la enviéis de nuevo a la sala de los esclavos.

Bella intentó serenar su llanto, aunque la mano del paje sobre su boca únicamente parecía empeorarlas cosas.

—Hijo mío, cuando haya demostrado su humildad, ya veremos—dijo la reina—. Mañana por la noche ejecutará el sendero para caballos.

—Pero madre, es demasiado pronto.

—La disciplina será buena para ella; la volverá maleable —contestó la reina y, dicho esto se volvió con un amplio gesto que dejó caer tras ella la cola de su manto y salió del salón.

El paje soltó a la princesa.

Inmediatamente el príncipe la cogió por las muñecas y la apremió a salir al corredor, con lady Juliana tras él.

La reina había desaparecido y el príncipe, furioso, la hizo andar por delante de él. Los sollozos de Bella resonaban bajo los oscuros techos abovedados.

—Oh, encanto, pobre encanto exquisito —decía lady Juliana.

Por fin llegaron a las estancias del príncipe y, para desgracia de Bella, lady Juliana entró tras ellos como si en realidad no estuviera introduciéndose en la alcoba del príncipe.

«¿Es que no tienen ningún decoro ni reserva entre ellos mismos? —pensó Bella—. ¿O es que unos y otros se degradan como hacen con nosotros?»

Sin embargo, no tardó en darse cuenta de que tan sólo se encontraban en el estudio del príncipe, y rodeados de pajes. La puerta continuaba abierta.

Entonces lady Juliana apartó a Bella de las manos del príncipe, y sus suaves y fríos dedos la apremiaron a arrodillarse ante su silla.

A continuación la dama sacó, de algún lugar situado entre los pliegues de su vestido, un largo y estrecho cepillo con mango de plata y empezó a peinarla cariñosamente.

—Esto os calmará, mi pobre y preciosa niña —dijo—. No os asustéis.

Bella estalló en nuevos sollozos. Odiaba a esa dama tan encantadora. Quería destruirla. Se le ocurrían ideas salvajes, y sin embargo, al mismo tiempo, quería abrazarse a ella y llorar contra su pecho. Pensó en los amigos que había tenido en la corte de su padre, en sus damas de honor, en lo fácil que les resultaba mostrarse cariñosas entre ellas en tantísimas ocasiones, y quiso abandonarse al mismo afecto. El cepillado del pelo le provocó un hormigueo por todo el cuero cabelludo y también por sus brazos. Cuando la mano izquierda de la dama le cubrió los pechos y los meneó dulcemente, Bella se sintió indefensa. Abrió la boca y apoyó la frente en su rodilla, derrotada.

—Pobre, cariño —dijo la dama—. El sendero para caballos no es tan horrible. Después agradeceréis haber sido tratada tan rigurosamente al principio, porque eso debilitará vuestra resistencia mucho antes.

Esos sentimientos ya me son conocidos», pensó Bella.

—Quizá —continuó lady Juliana con el movimiento rítmico del cepillo—yo misma deba cabalgar a vuestro lado.

¿Qué podía significar esto?

—Llevadla inmediatamente de vuelta a la sala de esclavos —ordenó el príncipe. No hubo ninguna explicación, ni despedidas, ¡ningún atisbo de ternura!

Bella se volvió, se precipitó a cuatro patas hasta el príncipe y besó fervorosamente sus botas. Una y otra vez, ambas botas, esperando algo que desconocía, quizás un abrazo sincero de él, algo que aliviara el temor que le infundía el sendero para caballos. El príncipe aceptó los besos durante un buen rato, luego la levantó y la entregó a lady Juliana que enlazó las manos de Bella a la espalda.

—Sed obediente, hermosa—dijo la dama. —Sí, de acuerdo, vos cabalgaréis a su lado—dijo el príncipe—. Pero debéis ofrecer un buen espectáculo.

—Por supuesto, disfrutaré muchísimo tratando de conseguir un buen espectáculo —dijo la dama—, y será lo mejor para todos. Ella es una esclava, y todos los esclavos desean un señor y una ama firmes. Puesto que no pueden ser libres, no les gustan las ambivalencias. Yo seré sumamente estricta con ella, pero siempre cariñosa.

—Llevadla de vuelta a la sala —dijo el príncipe—. Mi madre no me permitirá tenerla aquí.

EL SENDERO PARA CABALLOS

En cuanto Bella abrió los ojos al despertarse percibió una nueva excitación en el castillo.

La sala de esclavos estaba brillantemente iluminada por antorchas colocadas en todos los rincones, y en ella tanto los príncipes como princesas eran objeto de elaborados preparativos. Los criados peinaban y adornaban con flores el cabello de las princesas, y a los príncipes les aplicaban aceites y les peinaban los rizos rebeldes con idéntico esmero que a las muchachas.

Sin embargo, León sacó a Bella atropelladamente fuera de la cama. Parecía preso de una excitación excepcional.

—Es noche de fiesta, Bella —le dijo—, y os he dejado dormir mucho rato. Debemos apresurarnos.

—Noche de fiesta—susurró ella.

Al instante ya estaba colocada sobre la mesa para ser preparada.

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