El rebaño ciego (58 page)

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Authors: John Brunner

Tags: #Ciencia ficción

Pero nadie estaba iniciando ningún movimiento para ayudarle, pese a que obviamente era presa de un dolor tan grande que estaba a punto de desvanecerse. ¿Qué era lo que iba mal?

Y entonces lo olvidó. Austin estaba hablando de nuevo.

—Hubiera podido decir la mayor parte de esto hace meses, de hecho todo excepto la historia de Decimus Jones. En realidad, iba a hacerlo. En el show de Petronella Page, como recordaréis. Pero entonces, cuando me di cuenta de lo que iba a ocurrirme, decidí que era más juicioso aguardar. Faltaba hacer todavía otra cosa.

«¿Cuándo tomasteis el sol por última vez, amigos? ¿Cuándo os atrevisteis por última vez a beber el agua de un arroyo? ¿Cuándo fuisteis capaces por última vez de correr el riesgo de coger un fruto directamente del árbol y coméroslo? ¿A cuánto subió la factura de vuestro médico el año pasado? ¿Cuántos de entre vosotros viven en ciudades donde todavía no tenéis que llevar mascarillas filtro? ¿Cuántos de vosotros habéis pasado vuestras vacaciones este año en las montañas porque el mar está lleno de basura? ¿Cuántos de vosotros, precisamente ahora, en este momento, no estáis sufriendo de alguna dolencia menor, dolores de barriga, dolores de cabeza, catarros, o como el señor Bamberley aquí presente —señaló— de una obstrucción aguda de una arteria importante? Alguien tendría que atenderle, por favor. Necesita una dosis inmediata de un buen vasodilatador.

Estupefacto, el médico de la puerta del tribunal que había administrado las inyecciones a la prensa seleccionó la hipodérmica adecuada de su maletín y corrió a obedecer. Hubo un espontáneo conato de aplausos que Austin interrumpió con un gesto.

—Se recuperará, aunque me temo que no pueda esperar vivir mucho tiempo todavía. Ninguno de vosotros puede. No quiero decir porque vayan a disparar contra nosotros, lo cual por otro lado es bastante probable, sino porque nuestras expectativas de vida están descendiendo brutalmente. Hace diez años era la trigésimo segunda del mundo… extraño: el país más rico del mundo teniendo sólo la trigésimo segunda mejor expectativa de vida… pero ahora ha bajado hasta la trigésimo séptima, y sigue descendiendo… ¡Sin embargo, aún hay esperanza para el hombre!

¡Haz que haya una!, dijo Peg para sí misma. ¡Oh, haz que la haya! Y recordó: «¡Creo que puedo salvar al mundo!»

Había tenido razón respecto al cámara. Sus mejillas estaban húmedas.

—En Europa, como sabéis, han matado el Mediterráneo, del mismo modo que nosotros hemos matado los Grandes Lagos. Actualmente se hallan en camino de matar el Báltico, con la ayuda de los rusos, que han matado ya el Caspio. Bien, este organismo vivo al que llamamos Madre Tierra no puede soportar durante mucho tiempo más este tratamiento… sus atormentadas entrañas, sus arterias obstruidas, sus pulmones cargados… ¿Cuál ha sido el inevitable resultado? ¡Unos sobresaltos sociales de tal magnitud que todo pensamiento de propagar este… este cáncer nuestro ha tenido que ser abandonado! ¡Sí, aún hay esperanza! Cuando los hambrientos refugiados asedian las fronteras, los ejércitos no pueden ser enviados a propagar más el cáncer. Tienen que ser llamados de vuelta a casa… ¡como los nuestros!

De nuevo su voz creció hasta aquel tono que exigía total atención.

—¡Quedaos aquí! ¡Por el amor de Dios, si es que aún creéis en Él, o en cualquier caso por el amor del Hombre, quedaos aquí! ¡Aunque ya es demasiado tarde para nosotros, puede que no sea todavía demasiado tarde para el resto del planeta! ¡Les debemos a todos los que vengan detrás nuestro el que no haya otro desierto del Mekong! ¡No debe haber otra región de sequía como la de Oklahoma! ¡Nunca más debe haber otro mar muerto! Os pido, os suplico que hagáis un juramento solemne: aunque vuestros hijos estén condenados a ser anormales, a hallarse impedidos, mentalmente retrasados, ¡siempre quedará en algún lugar, por el suficiente tiempo, un rincón donde los niños crezcan sanos, inteligentes y normales! ¡Hacedlo! ¡Juradlo! Os lo ruego en bien de la especie que hemos estado a punto de… ¿Qué ocurre?

Parpadeó hacia el cámara con las mejillas húmedas, que ahora estaba rezongando.

—Lo siento, señor Train, pero no vale la pena que siga. —Se golpeó los auriculares que llevaba—. ¡El presidente ha ordenado que se corte la emisión!

Hubo un silencio total. Como si Austin fuera un muñeco hinchable y alguien hubiera encontrado la válvula que dejaba escapar el aire. Pareció que su estatura disminuía varios centímetros cuando se giró, y casi nadie le oyó murmurar:

—Bueno, al menos lo intenté.

—¡Pero no debe detenerse ahora! —se oyó a sí misma gritar Peg, saltando en pie—. Usted…

La pared tras él se desmoronó, y el techo cayó sobre su cabeza con todo el peso de una viga de hormigón. Luego el resto del techo empezó a deslizarse en cascada sobre todos los presentes, en un constante fluir de cascotes.

La última bomba de Ossie había cumplido a la perfección su cometido.

A LAS ARMAS

—Bien, querida… ¿qué te parece esto? —dijo Pete orgullosamente.

Jeannie palmeó y exclamó:

—¡Oh, amor! ¡Siempre deseé uno! ¡Un horno a microondas! —Se giró hacia él—. ¿Pero cómo lo has conseguido?

Él sabía por qué lo preguntaba. Los artículos de todas clases se habían vuelto escasos durante las últimas semanas Parcialmente era debido a la falta de transporte; los camiones estaban siendo reservados para las tareas esenciales, principalmente llevar y traer comida, y viajaban de ciudad en ciudad escoltados por el Ejército. Pero también era debido a que la gente estaba abandonando sus trabajos emigrando de las ciudades como un nuevo éxodo a Oklahoma. Uno había visto lo que había ocurrido en Denver. Si lo mismo se producía en Nueva York, o Los Angeles, o Chicago…

Había informes de granjeros recibiendo con sus escopetas a los ladrones en potencia. No, por supuesto, en los periódicos o en la televisión.

—Ha sido liberado —dijo Pete con una sonrisa.

—¿Quieres decir que lo has robado? —Carl, desde la puerta—. Vaya, vaya. Y precisamente tú, un antiguo poli. ¿Quién nos guardará de los guardianes?

—¡No lo he robado! —restalló Pete. Encontraba a su cuñado casi imposible de tolerar. Incluso después de aquel loco discurso por la televisión parecía creer todavía que Austin Train era Dios. Y lo peor de todo era que había mucha otra gente que también lo creía. Aquello ponía a Pete nervioso. La comisaría de Towerhill donde había trabajado la mayor parte del año pasado había sido bombardeada y el sargento Chain, su antiguo jefe, había resultado muerto. Había habido un ametrallamiento a tan sólo unas pocas manzanas de distancia cuando volvía a casa esta noche, lo más probable un sospechoso que no había cumplido con el toque de queda y que había echado a correr al intentar detenerlo. Toda la ciudad se parecía a una fábrica cuyos propietarios hubieran ido a la quiebra de la noche a la mañana un cascarón, vacío de trabajadores, que ahora permanecían apiñados a su puerta espumeando de furia.

—¿Entonces cómo lo has conseguido? —insistió Carl. Consciente de que estaba siendo aguijoneado, Pete lanzó un hondo suspiro.

—Procede de ese gran almacén al por mayor de cerca de Arvada. El propietario resultó muerto. Su viuda simplemente le dijo a la gente que entrara y tomara lo que quisiese.

—Robo con permiso, ¿eh?

—¡No! El Ejército lo supervisó todo, y me dieron un certificado…

—¡Oh, los dos, dejad de discutir! —ordenó Jeannie—. No me estropeéis la fiesta. Esto es algo que he estado deseando desde hace años, Carl. No me importa como lo ha conseguido, si está aquí.

Carl suspiró y se dio la vuelta. Al cabo de un momento Pete dijo torpemente:

—¿Te apetece una cerveza, Carl? He conseguido localizar un pack de seis. Está en la nevera.

—Eh… Oh, sí, creo que sí; gracias. Te traeré una a la sala de estar, ¿vale?

¡Era tan duro pasar todo el tiempo pretendiendo ser un idiota a causa de los efectos del BW, cuando por fin por fin por fin había llegado la revolución! Bueno… quizá no exactamente LA REVOLUCION en mayúsculas, pero sí seguramente la oportunidad de efectuar un trabajo revolucionario. Nunca antes había habido tanta gente tan absolutamente irritada con el sistema, revolviéndose contra él.

Sin embargo estaba aprisionado allí, hasta que surgiera la oportunidad de deslizarse a través del cordón que rodeaba Denver y perderse en la clandestinidad. Debido a las enormes fuerzas que habían sido enviadas a Denver para limpiarla tras la Locura, aquella era con toda seguridad la ciudad más completamente controlada de la nación. ¡Vaya lugar para verse encallado! No confiaba en Pete porque había estado en la policía, y también temía a Jeannie porque le había confesado ser el asesino de aquel guardia estatal fronterizo.

¡Infiernos! ¿cómo podían ser esos dos tan completamente
ciegos
? Aceptaban que la Locura hubiera sido ocasionada por un gas tóxico, pero debido a que había sido Train quien lo había desvelado, estaban dispuestos a argumentar que «no era culpa del gobierno». Deseaban que el reloj girara hacia atrás hasta como habían sido antes las cosas, deseaban que el gobierno recuperara el control aunque para ello tuviera que mentir y traicionar e incluso matar a su pueblo.

Si eran capaces de este grado de estupidez y docilidad, entonces también podían ser capaces de venderle fácilmente…

—Parece como si hubieras escogido el día perfecto para traerlo, además —estaba diciendo Jeannie, mientras palmeaba el brillante costado del horno—. Mamá me hizo llegar un pollo. No te entretengas demasiado con tu cerveza, ¿quieres? La comida estará en un minuto con esta maravilla.

Carl frunció los labios disgustado mientras tomaba las dos latas de cerveza y se dirigía hacia la habitación de al lado siguiendo los pasos de Pete. Sentándose, dijo:

—¿Habéis visto el sol últimamente?

—¡Oh, cállate! —restalló Pete—. ¡Ya he oído todo esto antes! Pero las cosas están volviendo a la normalidad, ¿no? Tenemos agua de nuevo, por la mañana y por la noche. Tenemos electricidad, aunque todavía no tengamos gas. Sí, estamos volviendo a la normalidad.

—Tienes condenadamente razón —dijo Carl gravemente—. A partir de ahora todo volverá a ser «normal». La situación en la que nos encontramos ahora, quiero decir. La ley marcial. Las restricciones para viajar. Las manifestaciones prohibidas. La mitad del país saltando con explosiones de dinamita. Este es el futuro, a menos que lo prevengamos. ¿Y qué clase de vida cabe esperar para mi sobrino?

—El chico no tendrá ningún problema —insistió Pete—. El doc McNeil dice que está viniendo estupendamente, obtenemos raciones especiales para Jeannie porque está embarazada…

—¿Y tú eres feliz con eso? —estalló Carl—. ¿Eres feliz de que nunca tenga derecho a viajar de una ciudad a otra simplemente porque desee hacerlo, sin tener que pedir un permiso a la policía? ¡Ese es pura y simplemente el tipo de libertad que vamos a perder, a menos que la reconquistemos por nosotros mismos!

—Pensé que eras tú quien ponía objeciones a la libertad —suspiró Pete—. Al menos a la libertad de hacer lo que uno desea donde desea. ¿Dejarías a alguien construir una fábrica donde quisiese?

—En cualquier lugar donde no deteriorara la vida de los demás —respondió Carl—. ¿Pero por qué tener tantas fábricas, de todos modos? ¿Por qué uno no puede desear un coche que dure la mitad de su vida? ¿Por qué…?

—¡Ya basta, vosotros dos! —gritó Jeannie desde la cocina, interrumpiendo la alegre cancioncilla que había estado tarareando—. Quiero que ésta sea una velada tranquila y agradable, ¿oís?

—¡De acuerdo! —le respondió Carl, y siguió en un tono más bajo—: Pero lo que me atormenta es esto… y no soy el único, gracias a Dios.
Ellos aún siguen aquí
. La gente que escondió el sol, la gente que metió a Train en prisión por un crimen que no había cometido, la gente que fabricó ese gas tóxico: aún siguen aquí, y seguirán aquí hasta que el hedor sea tan grande que se trasladen a Nueva Zelanda. Ellos podrán permitírselo. Tú y yo no. ¡Eso es lo que debemos arreglar!

—Aunque lo del gas fuera cierto —gruñó Pete—, el propio Train dijo que fue un accidente. Un temblor de tierras.

—¿Fue accidental un temblor de tierras en Denver? Mi madre me lo dijo: nunca hubo temblores por aquí cuando yo era pequeño. Todos esos desechos tóxicos que arrojaron en esos viejos pozos mineros hicieron que las rocas se deslizaran bajo las montañas. ¡No hay nada accidental en eso, hombre!

Era siempre la misma discusión. ¿Por décima vez? ¿Duodécima?

—¡Eso ya está casi liiisto! —canturreó alegremente Jeannie desde la cocina—. ¡Afilad vuestros apetitos!

—¿Sabes una de las razones por las que he conseguido ese horno? —dijo Pete en voz muy baja—. Para acortar el tiempo que tengo que oír tu cháchara antes de pasar a la mesa. —Dejó escapar una risita y dio un sorbo a su cerveza.

Y entonces hubo un golpe sordo procedente de la cocina, y el sonido de un plato rompiéndose, y Carl echó a correr hacia la puerta y se detuvo en ella, mirando, y dijo:

—Oh, Cristo. ¿Qué ha ocurrido? ¿Ha sufrido un… un shock, quizá?

Cojeando frenéticamente tras él, agarrándose a mesas y sillas porque su bastón estaba fuera de su alcance, Pete miró horrorizado a Jeannie tendida en el suelo. Carl se dirigió al enchufe y desconectó el horno.

—¡Pero si es completamente nuevo! —dijo Pete estúpidamente—. ¡Jeannie! ¡Jeannie!

Tuvieron que aguardar una hora en la sala de espera del hospital, donde el viento entraba por las ventanas rotas trayendo un olor a humo. Habían pasado por delante del incendio en su camino hasta allá, y el policía de escolta que los acompañaba para confirmar su derecho a atravesar los controles parapetados tras las esquinas —era el viejo amigo de Pete, Chappie Rice— dijo que era el tercero del que tenía noticia esta noche, todos ellos provocados.

Carl paseaba arriba y abajo, mirando las llamas y deseando que se tragaran a todo el país. Pete, confinado a una silla por su resentida espalda, pasaba el tiempo maldiciendo silenciosamente.

Al final de una larga espera Doug McNeil apareció por el fondo del pasillo, y Carl corrió hacia él.

—Jeannie saldrá con bien de esta —murmuró Doug—. Por los pelos. Pete, ¿de qué marca es ese horno vuestro? ¿No será un Instanter?

—¿Cómo… —mirándole fijamente, Pete asintió— cómo lo sabes?

Doug no le miró. Dijo:

—Lo imaginé. Hemos tenido varios problemas con esta marca. He atendido ya… oh, cuatro casos. No sé qué infiernos los retuvo cuando se habló de cerrarles la fábrica.

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