—El juego de buscar culpables resulta tentador. De acuerdo: si tiene coartada está descartado. Además, sigo creyendo que los Wendel son los sospechosos más razonables.
—Mejor así. Son las nueve y media. ¿Estás preparado?
—Sí.
—Pues vamos a trabajar.
—Abandonaron la oficina caminando en dirección a la iglesia. No era necesario pasar por la recepción para acceder al claustro y a la iglesia y, dada la hora, la mayoría de los trabajadores del museo ya había abandonado las instalaciones, por lo que no se encontraron con nadie. Realizaron el recorrido en penumbra, solo las luces de emergencia iluminaban los pasillos. Accedieron al claustro: los dorados puntos de luz brillaban confiriendo un aspecto romántico a las viejas piedras que les rodeaban. Bety se detuvo un instante en la intersección de las crujías, muy próxima al lugar donde Craig Bruckner la dibujara con tanto estilo y acierto unos meses atrás. Fue tan solo durante un instante: sintió un escalofrío recorriéndole la espalda cuando creyó sentir su presencia allí mismo, a su lado, como si de alguna manera estuviera apoyándola en sus decisiones.
—¿Ocurre algo?
—No, no es nada. La sombra de un recuerdo, nada más.
En verdad, eso fue. Pero, con el recuerdo de quien se convirtiera en su amigo, llegó un nuevo pensamiento que se guardó para sí misma: «Será por ti, Craig. Lo encontraremos por tu honor y en tu memoria».
L
a puerta principal de la iglesia estaba cerrada. Bety empujó un panel lateral del portalón abriendo el acceso de servicio. Estaba iluminada con sabia discreción: la luz, más bien tenue, ni se imponía ni distraía al espectador de su principal objetivo, la obra arquitectónica, acompañada por los impresionantes lienzos de Sert. La reciente restauración del edificio lo había despojado de artificios, mostrando la pureza de sus formas: era un excelente ejemplo de la arquitectura religiosa del País Vasco, con las bóvedas de crucería sostenidas por unos gruesos pilares circulares que obraban como separadores de las bajas capillas laterales. El crucero, de notable altura, se encontraba ya rodeado por los lienzos, que comenzaban a mostrar su belleza desde más atrás, a la altura del coro, sobre las cuatro capillas laterales.
—¡Es hermosa!
—Estaba segura de que ibas a decir algo parecido. Hay cosas que nunca cambiarán.
—Reconóceme que, incluso así, con los andamios levantados y los pasillos deambulatorios para el público ya señalizados, sigue otorgando una sensación de… ¿grandiosidad? No por el tamaño, desde luego… No sabría expresar dónde radica su atractivo.
—Son los lienzos, desde luego. Sert conjuntaba con total acierto la arquitectura con su trabajo pictórico. Fuera de aquí jamás lucirían como aquí lo hacen. La iglesia y los lienzos son un conjunto que se potencia mutuamente. Y ahora que ya hemos loado su belleza, ¿por dónde empezamos? Y aún más, ¿qué buscamos?
—Buscamos una diferencia. Sert introdujo algún tipo de clave en los lienzos. Y esa clave es la que debemos encontrar.
—Ochocientos metros cuadrados, muchos de ellos a más de diez e incluso veinte metros por encima del suelo…
—Tenemos los andamios. Pero atenta a esto que voy a decirte: lo que buscamos no puede estar arriba.
—¿Por qué?
—El Sert que vino a San Sebastián en 1944 lo hizo un año antes de su muerte y su estado físico no era el mejor. Y no solo eso: si estuvo trabajando aquí algunas noches por mediación de José Aguirre, no pudo montar un andamio porque eso hubiera llamado la atención en exceso. ¿No es mejor trabajar sobre los supuestos más sencillos? —Bety asintió—. La máxima altura sobre la que trabajaremos será aquella a la que pudiera llegar una persona subida a una escalera.
—Eso descarta los lienzos situados sobre las capillas.
—¡Por fortuna! En cuanto a qué buscamos, pienso que lo más probable sería encontrar algún tipo de evidente modificación de los dibujos, o quizá un texto escrito que pudiera ejercer como clave oculta. Yo me inclinaría por esto último.
—Respecto al texto escrito, la verdad, lo veo poco probable. ¿No crees que habría habido alguien que lo hubiera notado?
—No, si se hubiera hecho con habilidad y discreción. Bien, comencemos: propongo echar un primer vistazo siguiendo el orden de izquierda a derecha.
Dejaron atrás las cuatro capillas laterales junto con sus correspondientes lienzos. El andamio que estaba a su izquierda quedaba más cerca del ábside, por lo que, de momento, no les estorbaba. Ante ellos se alzaba el primero de los lienzos.
—¿Conoces su simbología, Bety?
—Sí. Sert pretendió homenajear al pueblo guipuzcoano: tradiciones, historia y hazañas. Cada uno de los lienzos representa una escena concreta. Este se titula
Pueblo de libertad
. Ese viejo roble representa al árbol de Gernika, el símbolo de las libertades vascas, y tiene a sus pies un libro abierto que representa los fueros, las leyes viejas que rigieron y aún hoy perviven como característica del autogobierno.
Enrique extrajo su portátil, lo depositó sobre una mesa y lo encendió. Localizó las fotografías históricas adjuntas a la memoria de restauración de los lienzos y se las mostró a Bety.
—Aquí lo tienes, tal y como fue instalado, en blanco y negro. Y las siguientes son en color, pero posteriores a 1944.
—Entonces las posteriores no nos sirven.
—En parte; podemos utilizarlas para contrastar las unas con las otras. Y como para observar el lienzo no necesito estar de pie y todavía me duele todo el cuerpo, hazme el favor de acercarme esa silla.
Bety lo hizo, pero ella permaneció de pie. Pasaron un buen rato observando el lienzo y la pantalla del ordenador, y no hallaron diferencia alguna ni modificación en las formas de los dibujos ni texto alguno. Para observar los dos siguientes se vieron obligados a desplazar el andamio utilizando el motor eléctrico.
—Los dos siguientes son
Pueblo de armadores
y
Pueblo de fueros
: y son bastante más grandes que el anterior.
—Concentración. Acabamos de comenzar.
Tras dos horas de concienzudo trabajo tampoco en estos encontraron la menor diferencia entre las fotografías históricas y el lienzo actual.
—Enrique, son las doce. Quizá convendría descansar un poco, beber algo de agua, ir al lavabo…
—De acuerdo. Cinco minutos, no más. Apenas llevamos un tercio del total. Ve, si quieres; yo te espero aquí.
Bety abandonó la iglesia mientras Enrique contemplaba la siguiente estación de su recorrido: en el ábside pentagonal se exhibía la pieza central de los lienzos de Sert, el llamado
El altar de la raza
. Los dos lienzos laterales estaban adaptados a las tribunas, respetando los ventanales de las mismas; al ser menos visibles que los tres centrales, Sert había dibujado en ellos elementos de transición habituales en sus escenografías, como cortinajes y una serie de libros amontonados los unos sobre los otros.
Si las composiciones de Sert tendían al abigarramiento de cuerpos y escenarios, los tres lienzos centrales eran especialmente perturbadores: surgía de ellos una fuerza telúrica, proveniente del mar embravecido en el que unos pescadores trataban de escapar auxiliados por el mismísimo san Telmo, su patrón, aupado a una pétrea atalaya. Sobre él, san Sebastián, patrono de la ciudad, está siendo asaeteado mientras presencia la escena.
—Impresionante, ¿verdad?
—El que más.
—Te he traído agua y algo de comida. ¿Continuamos?
—Continuemos.
Después de otro buen rato observando atentamente seguían sin descubrir nada.
—¿Cansado?
—Sí.
—Sabíamos que no iba a resultar sencillo.
—Cierto. Sigamos. Nos quedan las tres últimas,
Pueblo de pescadores, Pueblo de navegantes
y
Pueblo de comerciantes
.
—El primero será el más complicado de estudiar. Se corresponde con la zona más afectada por las humedades y parte del dibujo está parcialmente tapado por papel de seda para facilitar su conservación.
—¿Nos permitirá ver los detalles?
—Es levemente traslúcido y en su mayor parte está aislado. Pienso que sí.
—Pues vamos a ello.
Cuatro horas después habían acabado de estudiar todos los lienzos. Enrique se estiró. Tenía la musculatura de la espalda cargada por estar mirando casi continuamente hacia arriba. Lanzó un fuerte resoplido.
—¡Nada! ¡No es posible!
—Pues lo es.
—Pero ¡tiene que estar aquí!
—Eso pensábamos, pero no está.
—No puede ser…
Enrique, inquieto, viendo que su teoría se había venido abajo, caminó por la nave central, a un lado y al otro, descargando la tensión acumulada. Bety respetó su silencio, contemplándolo moverse de aquí para allá.
—Tiene que haber una explicación.
—Enrique, no hemos visto nada. Y estoy de acuerdo contigo en que Sert no hubiera podido montar un andamio. Si hubiera modificado alguno de sus dibujos ya lo hubiéramos visto.
Enrique se dejó caer en una de las sillas, enfurruñado. No se sentía frustrado porque su teoría se hubiera venido abajo: pese a la evidencia, él creía firmemente que no cabía otra solución.
—Se nos tiene que haber pasado por alto algún detalle.
—Llevamos más de seis horas observando los lienzos de una forma sistemática, somos dos personas y no hemos visto nada.
—Cierto… Y aun así…
En una gran mesa cercana, situada bajo el crucero, estaba reunido todo el material de trabajo habitual de los restauradores: ordenadores, pinceles, pinturas, barnices y otros materiales, perfectamente ordenados. Enrique fijó su atención en todo ello; entonces su mirada se deslizó hasta el extremo más alejado a su posición.
—¿Qué es eso?
—¿El qué? ¿Aquello de la esquina? —Bety caminó hasta el lugar, señalando con el dedo un material muy concreto. Se trataba de una cubierta metálica de ciento ochenta grados y unos treinta centímetros de largo con un interruptor en una esquina.
—Son lámparas ultravioleta.
—¿Para qué se utilizan?
—Para obtener información sobre los materiales constitutivos de la obra. Los restauradores las emplean habitualmente porque es un método de trabajo completamente inocuo, no afecta a las pinturas.
—Y ¿qué ven con ello?
—Pues los diferentes pigmentos, cola animal, los barnices empleados… Forman capas diversas sobre las telas, y presentan diversos grados de fluorescencia, reaccionando ante la luz ultravioleta. No soy una experta en ello pero creo que con su uso llegan a obtener muchísima información.
—Has dicho barnices… ¡espera un momento!
Enrique se lanzó sobre su portátil y no tardó en localizar el archivo: allí estaba lo que estaba buscando, las intervenciones realizadas sobre los lienzos a lo largo de su historia.
—Mira esto, Bety. Aquí tengo un resumen de los trabajos de restauración. Fíjate en el primero: lo hizo Massot en 1950. Fue el colaborador de toda la vida de Sert, casi desde sus inicios en París, su mano derecha y mucho más, su hombre de confianza. Tanto lo fue que, cuando en mi novela planteaba la intervención del
standartenführer
Geyer buscando las joyas de la baronesa Von Thyssen, fue él quien tuvo que abrir la caja fuerte para las SS en el registro de la casa de Sert.
—Sí, ahora recuerdo la escena.
—Mira su trabajo: fue un barnizado. ¡Un barnizado, Bety! «Barnizado» era una de las anotaciones realizadas con posterioridad por Bruckner en su libreta, junto con algunas otras, como «tierra de sombra» o «negro de huesos».
—Eso son pigmentos para confeccionar pinturas…
—En efecto. Y esos pigmentos…
—… pudieron quedar cubiertos por el barniz empleado por Massot. La clave estaba en la libreta, pero solo podía apreciarla quien conociera todos los datos que hemos ido reuniendo hasta ahora. Y todavía hubo un segundo barnizado, diez años después, a cargo de un tal Pamiés. ¡Eso bastó para borrar su intervención!
—¡Eso supone que durante cinco años esa modificación estuvo presente en los lienzos, y me parece demasiado tiempo para que pasara desapercibida. ¡Y eso teniendo en cuenta que todavía no me has dicho por qué demonios tuvo que venir Sert a pintar el lienzo!
—Ya te he dicho que solo puede existir un motivo para esto último, y llegado el momento lo leerás en la novela. En cuanto a lo primero, tuvo que hacerlo en un lugar de fácil acceso, como hemos planteado, pero en el que fuera tan lógico hacerlo que nadie pudiera pensar en nada extraño al verlo.
—Tendríamos que utilizar las lámparas para comprobarlo. Apagaré la luz de la iglesia.
—¿Por qué?
—La luz ultravioleta solo funciona en completa oscuridad, por eso hay unas linternas en la mesa de trabajo. Coge una de ellas y la lámpara ultravioleta, yo llevaré la otra linterna. Los controles para la luz y el audiovisual con la historia de la iglesia están arriba, junto al balcón del coro. Hay unas escaleras en el exterior de la iglesia. En tres minutos estaré de vuelta.
Bety se fue y Enrique se quedó contemplando la iglesia. Sentía que estaba más cerca que nunca de resolver aquel misterio. Sentía una contenida excitación, placentera, sin duda, la propia del que se sabe ganador aunque el partido aún no haya finalizado y al que su rival, durante algunos momentos, le ha puesto contra las cuerdas. Los triunfos costosos siempre saben mejor.
La luz se apagó súbitamente.
Sintió un escalofrío que le erizó la piel de la espalda.
Había llegado el momento.
L
a oscuridad lo rodeaba, pero no resultaba incómoda. No sentía ni miedo ni inquietud; durante años la había buscado deliberadamente cuando, en alta mar, en las noches sin luna y con el cielo cubierto, apagaba la luz de cubierta de su
Hispaniola
, dejándose envolver por las sombras, con las velas arriadas, al pairo, su yate meciéndose suavemente en la más total negrura que jamás había conocido. El tiempo modificó su esencia sutilmente, como solo puede cambiar cuando toda referencia exterior ha desaparecido: le parecía que había transcurrido largo rato, aunque Bety había dicho que no tardaría más de tres minutos en regresar. Seguía sintiendo el escalofrío en la piel, menguada ya su fuerza, cuando la puerta se abrió y Bety caminó hasta su lado, no sin antes cerrarla para evitar la entrada de luz a la iglesia.