—Con su vida en la balanza, como antes dijera, de acuerdo. Dos días para liberar a Ségolène Wendel y para que los Trescientos reposen en su retiro hasta que llegue el momento de recogerlos.
—Entonces, Maurice, deberás esperarme fuera.
Se fue Maurice, y allí nos quedamos Rilke y yo, solos. Saqué un veguero de mi bolsillo y se lo tendí, junto con un mechero; Rilke le prendió fuego y aspiró con fuerza el humo caribeño.
—Como siempre, de primera categoría, Sert. Y ahora, dígame dónde encontraré la pista y cómo la camuflará.
—¿Conoce la ciudad de San Sebastián, en el norte de España?
—Sí. Está cercana a la frontera. Y como todas las fronteras, en tiempo de guerra se ha convertido en un territorio de espías.
—Allí, en la iglesia de San Telmo, está una de mis obras más señaladas: una composición de lienzos en la que introduciré una clave oculta.
—¿Cómo lo hará? ¿No se dará cuenta cualquiera?
—En el ábside de la iglesia existen cinco lienzos; dos de ellos, los laterales, son composiciones secundarias, y no reciben apenas la atención de los visitantes. En ellos están dibujados una serie de libros apilados. Introduciré la clave en forma silábica partiendo las palabras de lado a lado del ábside, inscribiéndolas en los lomos de esos tomos. Usted no tendrá más que reunir las sílabas para recrear el mensaje oculto. Nadie podrá saber jamás a qué se refieren esas letras sin aparente significado. Y aún hay más.
—¿A qué se refiere?
—Las telas deben ser barnizadas dentro de unos años; es una de las características de su conservación que ya está estipulada con el museo propietario de la iglesia. Para añadir las sílabas utilizaré unos pigmentos muy específicos que ese futuro barnizado cubrirá para siempre.
—Quiere decir que… ¿desaparecerán?
—Literalmente. Quedarán perfectamente ocultas.
—¿Cuánto tiempo falta para el barnizado?
—Un mínimo de cinco años y un máximo de quince, tiempo más que de sobra para que usted pueda hacerse con la clave.
—Entonces, estamos de acuerdo.
—Lo estamos.
Lo había conseguido, pero, más allá del acuerdo, aún quedaba un trabajo por hacer: ocultar los brillantes y después viajar a San Sebastián para modificar los lienzos de San Telmo. Le tendí la mano, y Rilke me la estrechó con energía; sin soltarla pronunció unas últimas palabras.
—No lo olvide, Sert: usted no me ha dado una garantía, sino que usted es la garantía.
Y, dicho esto, desapareció en la oscuridad…
Bety cerró el manuscrito y lo guardó en el bolso. Bien pudo haber sucedido así; desde luego, a ella jamás se le habría ocurrido una alternativa a la presentada por Enrique en la novela. Consultó el reloj: eran cerca de las tres, hora de regresar al museo. Pero sintió una tentación difícil de refrenar. Enrique estaba tan cerca, y aún había tantas cosas de qué hablar… «Tenemos que vernos», le había escrito. ¿Y por qué no? ¿Por qué no ahora?
Cogió el móvil y mandó un mensaje; no tardó él en contestar. En efecto, estaba en su piso de Igueldo; en apenas diez minutos estaría en la playa.
—
H
ola, Bety.
—Hola, Enrique.
Bety sonrió, con dulzura. Enrique la contempló detenidamente, recreándose en su mohín. Estaba sentada sobre la arena. Se había levantado algo de viento, que había alborotado los rubios cabellos de Bety con tanta fuerza que esta tuvo que improvisar una coleta para evitarlo. El gesto, tan sencillo y espontáneo, le recordó a Enrique una intimidad correspondiente a tiempos ya pasados. Enrique se sentó junto a ella, de cara a la bahía.
—Estás hermosa, Bety.
—¡Tú, en cambio, estás hecho un asco! ¡Menudas ojeras!
—Dos meses recuperándome de una fractura craneal y otros dos encerrado escribiendo a destajo le dejan mala cara a cualquiera. ¡No he hecho otra cosa más que trabajar!
—Podrías haberlo escrito con mayor tranquilidad. ¿Qué prisa tenías?
—Sí, podría haberle dedicado más tiempo, pero la historia estaba bullendo en mi cabeza desde incluso antes de recibir el golpe.
—El golpe… Tuviste suerte, Enrique.
—No solo yo. La tuvimos los dos.
—Tienes razón. De no ser por la casualidad de mi parecido con April no lo habríamos contado.
Enrique guardó silencio. Esperaba un comentario sobre este hecho, aunque no tan pronto. De todo lo vivido era lo más inquietante, la circunstancia imprevisible que, como en su momento dijera Bety, todo lo cambiaba.
—¿Casualidad?
—¿Qué si no?
—¡Venga, Bety!
—No creo en ello, Enrique.
—Has elegido no creer en ello, que es muy diferente.
—Tanto da.
—No es cierto. Eso que tu llamas casualidad tiene un nombre muy diferente, y ese nombre es destino.
—Eso suena muy literario.
—¡Sin duda! Pero que lo sea no lo convierte en menos cierto. April Evans murió el día que tú naciste, y Chris Lawrence fue el responsable de su muerte.
—Eso no pudo probarse.
—Cierto. Pero la lógica apunta a ello. Lawrence saboteó sus frenos e hizo lo propio con los de tu coche. Recuerda lo que le dijo a Craig en Filadelfia, hace tantos años: que no llegarían a ser felices juntos. Mary Ann te lo contó en su casa de Camden, aquel día no solo April debió viajar en el coche, también debería haber ido Craig, y solo en el último momento decidió no acompañarla.
»Lawrence se la tenía jurada a Craig Bruckner desde entonces, y este le sirvió la venganza en bandeja cuando fue a visitarlo a Nueva York para cotejar su descubrimiento y pedirle más información sobre Sert. Craig fue muy inocente al pensar que sus viejos rencores estaban ya olvidados. Sin duda fue en Nueva York cuando Chris Lawrence supo, por boca de Craig Bruckner, todo lo relacionado con el misterio Sert. Y te diré más: el inspector Cea ya ha comprobado que dos días antes de la muerte de Bruckner ahogado en La Concha Lawrence viajó a España. Nunca tendremos pruebas de lo ocurrido, pero solo un hombre como él, por su tamaño y peso, pudo ser capaz de sujetar a Bruckner bajo el agua. Y, por si todo ello no fuera suficiente, no puedes olvidar que la misma tarde en que nosotros íbamos a buscar la clave en la iglesia, Jon Lopetegi, el único que conocía en parte nuestras intenciones, se lo comentó a Lawrence de forma accidental.
—Atrapados por nuestra propia coartada: Jon nunca pudo imaginar que tuviéramos un motivo oculto y por ello nada malo hizo al comentárselo.
—Que Lawrence aprovechara la situación para esconderse una vez finalizadas sus reuniones con la directora y con Jon fue la última pieza de esta sucesión de lo que tú llamas casualidades y yo llamo destino… Como lo fue que él y yo ya nos conociéramos de antes.
—¿Qué? ¿Cuándo? ¿Dónde?
—En Nueva York. Lawrence era el restaurador jefe encargado de la limpieza de la obra de Sert en el Rockefeller Center. Craig lo sabía y por eso decidió consultarle sus dudas. Verás, cuando en Nueva York decidí escribir la novela usando como eje argumental la figura de Sert investigué en la Web y supe que cerca de mi apartamento tenía la posibilidad de ver una de sus mejores obras. Fui a visitarla acompañado por Helena, y en un determinado momento traspasamos el umbral de la zona de trabajo. ¡Y fue Lawrence quien nos expulsó del lugar! ¿Qué te parece, Bety? ¿No escuchas las piezas del rompecabezas encajando unas con otras? Destino, Bety. Así tuvo que ocurrir, y así ocurrió.
Bety asintió. No le faltaba razón a Enrique, pero no estaba dispuesta a reconocerlo. Esa elección, como otras muchas, estaba tomada, y nada de lo que él dijera podría cambiarla.
—No dices nada… ¡Cómo te conozco, Bety! Una vez has tomado una decisión eres firme como una roca, no hay quien te mueva del sitio. En fin, no insistiré, por más que todo encaje con tal exactitud que ni en el argumento mejor cerrado del mundo podría igualarlo. ¡Cada maldita pieza está en su lugar!
—No me malinterpretes, pero cuando hablas así tengo la sensación de que para ti escribirlo ha sido una especie de juego.
—¡Si dejas a un lado una conmoción cerebral con un hematoma de dos centímetros de diámetro, sí lo ha sido! Bety, no te niego que cada novela es un reto en sí misma, una demostración de que mi cerebro sigue activo. Pero esta novela es especial, aún más que
El anticuario
. Allí la historia confluyó hacia la novela, pero esta vez la historia ha sido la novela. El destino; tú elegiste ignorarlo, pero yo no he podido hacerlo.
—No ha sido cosa del destino, sino de tu trabajo. Al fin y al cabo eres escritor.
—Cierto, soy escritor. Un escritor afortunado que ha vivido una novela en primera persona.
—Será un éxito.
—¡Seguro! Hasta ahora hemos conseguido que lo sucedido haya quedado circunscrito al ámbito de lo local; pero, cuando llegue el momento de publicar la novela, la editorial inundará los medios de comunicación con nuestra historia. Los americanos son unos maestros en el delicado arte de la promoción y están diseñando una campaña de primera categoría.
—Sabes que preferiría verme al margen.
—Eso es imposible. Como es normal, la promoción será cosa mía, salvo que tú quisieras participar, porque en ese caso te aseguro de que te recibirían con los brazos abiertos.
—¿Qué interés podría tener el gran público en escucharme?
—¿Acaso no la has leído?
—Me la mandaste a primera hora, no he tenido tiempo. Solo he leído la escena entre Wendel, Rilke y Sert.
—Comprendo… Pues debes saber que los lectores tendrían mucho más interés en saber de ti de lo que te imaginas.
Cuando Enrique pronunció esta última frase lo hizo con tanta seriedad que Bety, de inmediato, comprendió la existencia de una intención concreta.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que te escucharían sin ninguna duda porque la protagonista de esta novela eres tú, y no yo.
—¿¿Qué??
—Lo que has oído.
—Pero ¿qué estás diciendo?
—Es tu historia, Bety. Toda la historia ha girado a tu alrededor desde el principio. Yo solo soy un secundario, tu voz para contar la historia, poco más que eso.
—¡Pero yo no…!
—Bety, la novela ya está en proceso de producción. Y, tal y como hice con
El anticuario
, ninguno de los nombres que he empleado es el real.
—Eso no impedirá que la gente lo sepa.
—En eso tienes razón: la gente sabrá que eres una mujer como hay pocas. Pero creo que te estás precipitando. Tendrías que leer el manuscrito completo antes de juzgar. Cuando menos concédeme la oportunidad de explicarme una vez lo hayas leído. En la novela encontrarás todas las respuestas. Además, serás la primera en leerla.
—¿La primera? ¿Aún no les has enviado a los Wendel una copia?
—Los Wendel… ¡esa es otra historia muy distinta!
—Explícate.
—Como recordarás, eran mis principales sospechosos. La súbita aparición de Chris Lawrence pareció dejarlos en un segundo plano. Sin embargo, la irrupción de Lawrence dejaba un único cabo por atar.
—Tu atropello en París.
—Sí. Pudo ser casualidad, claro está: un conductor achispado casi atropellando a un peatón igualmente alegre. Pero, ¡qué quieres que te diga, me seguía oliendo mal!
—¿Y entonces?
—Entonces tocó viajar a París para hablar con ellos.
—Me imagino que no del atropello.
—No, claro. Había un tema mucho más importante en juego. ¡Trescientos millones de euros en brillantes!
—¿Se lo dijiste?
—Sí, pero no fui solo. El inspector Cea me acompañó a esa reunión.
—No me digas que tenías miedo de ellos.
—No de ellos, sino de lo que representaban. Ten en cuenta que se trataba de los legítimos propietarios: si los brillantes seguían escondidos, a ellos les correspondía tomarlos. A ellos… y, tal como te dije en la iglesia, a nosotros.
—La recompensa, claro.
—Exacto. Un diez por ciento del total. Por eso me acompañó Germán: no solo por prudencia, además tiene una buena relación con la policía francesa. La posibilidad de hallar semejante fortuna podía despertar más codicia de la aconsejable, y dudo que mi cabeza pudiera encajar muchos más golpes como el que me propinó Lawrence.
—Cuéntame qué ocurrió.
—Solicité una reunión con los Wendel. Me citaron una semana más tarde, y ese mismo día se estableció un perímetro de seguridad en el cementerio. Se trataba de comunicarles la noticia para de inmediato proceder a la búsqueda de los brillantes con presencia notarial.
—Una hábil forma de evitar tentaciones.
—No quiero juzgar mal a los Wendel. Nada los acusa, y el valor material que las joyas puedan tener tiene en su caso un añadido sentimental difícil de ignorar. Acudimos a la cita, el inspector Audier, el inspector Cea y yo mismo. Como puedes imaginar, no esperaban nada semejante. Y aún menos que debiéramos desplazarnos al momento para proceder al alzamiento.
—Me hubiera gustado verlo. El cementerio, la policía, el notario… Tuvo que tener su punto.
—Lo tuvo. Llovía, Bety. No con intensidad, pero sí con persistencia. Hacía viento, como aquí, y los sauces y los cipreses se movían con elegancia. Y arriba, en el cielo, las nubes se agitaban revoltosas.
—Siempre he pensado que tenías una vena poética…
—Es posible que así sea, pero te aseguro que, esta vez, la ocasión la requería. Llegamos al cementerio a las doce. La policía había aislado el Chemin Denon en ambos extremos. Atravesamos el cordón policial y, aproximadamente a mitad de la calle, encontramos la tumba de Mm. Durant. Allí nos esperaba el notario y un equipo de la policía científica.
Mademoiselle
Camille Durant estaba enterrada en un pequeño y elegante panteón individual erigido en su memoria. Un ángel guardaba la puerta, con un texto escrito a sus pies: «Pour mon petit amour».
—¿Tenía
mademoiselle
Durant alguna relación con la historia o fue una elección casual?
—Tenía relación. Ese detalle nos lo explicaron los gemelos Wendel: se trataba de la joven prometida de Maurice Wendel, muerta a los dieciocho años tras una fiebre fulminante. Fue Maurice quien levantó el panteón en su honor.
—Todas las piezas encajan…
—¿Lo dudabas? Bien, continúo. El notario nos identificó a todos, y la policía científica procedió a abrir el panteón. Su interior era sencillo: en un altar central, ante una cruz, yacía un ataúd. El suelo y las paredes estaban revestidos de mármol blanco. Fue lo primero que analizó la policía: llevaban un escáner, y con él repasaron la estructura del panteón, el suelo y las paredes, buscando algún escondrijo. No encontraron nada, ni tampoco en la cruz o en la base del ataúd.