El restaurador de arte (39 page)

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Authors: Julian Sanchez

Tags: #Intriga, #Aventuras

Donde él experimentaría triunfo ella solo encontraría insatisfacción. Él encontraría la gloria, quizá fugaz, pero no menos cierta, y a ella, en cambio, solo le quedaría la soledad.

Examinó sus sentimientos con distanciamiento, sin rabia alguna. Solo con un pesar leve, incluso delicado, aunque no cayó en la trampa de recrearse en él. No era el ánimo adecuado para lo mucho que aún le quedaba por hacer.

Y entonces sintió un movimiento detrás de ella.

—¿Enrique?

Apenas tuvo tiempo para incorporarse cuando sintió que dos manos la sujetaban por el cuello. La presión que ejercían era enorme y, aunque Bety intentó separarlas de su garganta, no logró moverlas ni un ápice. Sin poder saber quién era su agresor por estar situado a sus espaldas, vio reflejada en la pared lateral una sombra enorme agarrando a otra más pequeña, la suya propia. Apenas logró murmurar una súplica enredada con un nombre, pues imaginó que de él se trataba.

—¡Jon…!

Un hilo de voz, poco más, para pedirle piedad al restaurador del museo San Telmo. No hubo tal: las manos apretaron aún más, hasta el punto en que el aire comenzó a faltarle y sintió que se le nublaba la vista. Era tan fuerte que mientras la estrangulaba iba arrastrándola hacia la barandilla con el evidente propósito de arrojarla hacia el lejano suelo. Bety reunió toda su energía en un último desesperado intento de zafarse, y estuvo a punto de conseguirlo: debido a la actividad física que practicaba regularmente se mantenía flexible, y gracias a ello logró que sus manos impactaron con fuerza en el rostro de su atacante. Este vaciló un instante, lo justo para que durante una décima de segundo aflojara su presa; no lo suficiente para que Bety se zafara de él, pero sí para quedar frente a frente con él. Apretó, aún más fuerte, y Bety sintió que ya no podía soportarlo más.

Y entonces la soltó.

Bety cayó hacia atrás; el impacto contra el suelo tuvo la virtud de aclararle la mente, y para su asombro pudo ver que su agresor, que no era Jon Lopetegi, retrocedía. Aturdida, jadeante, con la mente aún dispersa, sentía que iba recobrando la lucidez según el aire y la sangre volvían a circular por su cuerpo con libertad. Ignoró el dolor de su garganta y concentró su atención en el desconocido que, ante ella, palidecía por segundos. El hombre se llevó la mano al pecho, y Bety supo al instante que iba a morir. Solo pronunció una palabra, pero fue suficiente para que ella lo comprendiera todo.

—April…

El hombre dio un paso en su dirección, pero le fallaron las fuerzas y cayó de rodillas extendiendo las manos hacia ella. Bety reunió sus fuerzas y se puso en pie, acercándose hacia él.

—¡Hijo de puta!

—¡April!

—Mr. Lawrence… ¡Tu nombre completo es Chris Lawrence! ¡Maldita sea!

—April…

—¡Qué has hecho con Enrique, cabrón!

Chris Lawrence no pudo decir una sola palabra más. Su aliento se desvanecía a medida que la muerte reclamaba su presa; lo máximo que logró fue arrastrarse hacia Bety con los ojos desorbitados, no por la cercanía de su fin, sino como si no pudiera creer lo que estaba viendo. Con un jadeo final dejó de respirar. Bety, en pie, a su lado, sintió un impulso irrefrenable y le pateó salvajemente la cabeza mientras con el puño cerrado golpeaba la alarma antiincendios. La sirena se dejó sentir, enseñoreándose de todo el museo. Pasó sobre el cuerpo caído de Lawrence y, a trompicones, rebotando contra la barandilla y la pared de la escalera, y luchando contra el deseo de sentarse y centrarse únicamente en llenar sus pulmones necesitados de aire, atravesó la crujía del claustro hasta llegar a la iglesia. Abrió la puerta, y allí estaba Enrique, tumbado en el suelo, con la cabeza ensangrentada.

Bety se arrojó sobre él, sacudiéndole, implorándole, murmurando frases sin sentido mientras trataba de restañar la herida de su nuca, y así permaneció hasta que, mucho tiempo más tarde, unas manos gentiles la separaron con delicadeza de su cuerpo, todavía inerte.

DÉCIMA PARTE

San Sebastián-París

72

C
uatro meses después, Bety paseaba por la playa de Ondarreta, acompañada por el grácil vuelo de unas juguetonas gaviotas. El día, inusitadamente cálido, había congregado en las playas de San Sebastián a numerosas personas. La marea estaba en su punto más bajo y la extensión de las playas se había multiplicado, lo que permitía caminar de un extremo al otro de la bahía. Anduvo sin apenas pensar, gozando del contacto con sus pies desnudos sobre la arena, y se sorprendió mirando hacia el piso de Enrique, arriba, en la falda de Igueldo. Allí estaba Bety, arrebatada por un impulso y en el lugar adecuado: fue consciente de ello al instante y comprendió que no habría mejor momento para leerlo. Se sentó junto al muro de piedra del paseo, apoyando la espalda contra él. Después, extrajo la novela. Enrique se la había enviado esa misma mañana, a primera hora, como un documento adjunto a un breve correo: «Tenemos que vernos».

Pasó las páginas, al azar; era extensa, rozaría las quinientas páginas, la extensión habitual de las novelas de Enrique. Echó un vistazo al comienzo de la novela: el personaje que era Enrique viajaba hacia San Sebastián, sobrevolando la misma bahía donde ahora ella estaba sentada leyendo la historia. Después, llegaba la escena de la inauguración, en la que Craig y Enrique se conocían y, más tarde, Enrique y ella paseaban juntos hasta el ayuntamiento; la emoción que experimentó al recordar aquella noche fue tan acusada que esta vez no contuvo las lágrimas. Perdió su mirada en el horizonte hasta recuperar la serenidad. Después, se enjugó las lágrimas mientras pensaba si algún día podría leer aquella historia. La novela la obligaría a mirar hacia atrás. Pero lo cierto es que aún le quedaba mucho por saber sobre el origen de todo lo sucedido, en París, tantos años atrás.

No fue difícil encontrar esa parte: todo el texto perteneciente al pasado estaba escrito en cursiva. Pasó las páginas buscando el lugar, hasta que lo encontró. Y comenzó a leer acariciada por el sol, perdiéndose en sus palabras, dejándose atrapar por la historia que en forma de notas personales iba desgranando Sert en la novela…

…Esta es la noche. Ha costado, pero por fin parece que podremos encontrarnos cara a cara. Los dos desconfían el uno del otro; comprendo a Maurice, que es de largo quien más se juega, pero creo haber conocido lo suficiente a Rilke para saber que es uno de esos hombres pragmáticos capaces de respetar un acuerdo. Así como tengo mis defectos, ¡qué duda cabe de ello!, también tengo mis virtudes, y comparto con él esa visión realista del mundo. Si venzo su mutua desconfianza, estará hecho.

La cita es en una fábrica abandonada en el distrito de La Villette, cercana al matadero, propiedad de los Wendel y ahora cerrada. Un lugar apartado, a salvo de miradas indiscretas. Hay toque de queda, pero apenas se respeta, y en cualquier caso tendremos salvoconductos proporcionados por Rilke para evitar los controles. Una vez allí, espero que todo transcurra como he planificado…

*********

¡Lo conseguí! Transcribo estas apresuradas notas de madrugada, después de la reunión, mientras apuro una tardía cena regada con buen champagne. ¡Bien me lo merezco, después de tantos desvelos! Aunque no serán más que el preludio de lo que está por venir, ya que, del acuerdo, ha surgido un compromiso y a mí me atañerá llevarlo a cabo con el mayor esfuerzo…

Maurice y yo llegamos a la fábrica juntos, pasadas las diez. Como era de esperar, tuvimos que pasar hasta tres controles de soldados alemanes; en uno de ellos sufrimos cierta angustia, ya que el sargento responsable era un hueso duro de roer y nos obligó a descender de mi Rolls para registrarlo. Por fin logramos continuar viaje, llegando a una zona solitaria donde se levantaba la estructura de la fábrica.

Era un lugar desangelado, sucio y triste. Maurice abrió la puerta, cerrada con un grueso candado, y penetramos en el lugar. Percibí ese inequívoco olor a abandono tan característico: orines de gato, polvo en el ambiente, grasa reseca. Caminamos hacia el fondo de la fábrica, donde, en un patio anexo, debíamos encontrarnos con Rilke.

El patio estaba vacío a excepción de un viejo pozo. Hicimos tiempo fumando; yo me sentía tranquilo, pero, pese a la oscuridad, pude ver que Maurice mordisqueaba nervioso su veguero. Por fin, apareció Rilke, pero no lo hizo como esperábamos. En lugar de aparecer atravesando la nave lo hizo a nuestras espaldas. Maurice no ocultó su sorpresa, pero yo esperaba algo semejante: Rilke es uno de esos hombres prudentes que asegura cada uno de sus pasos.

—Buenas noches. Veo que han sido puntuales.

—¿Por dónde ha entrado?

—¿Qué más da? Un lugar como este puede tener cien entradas… ¡o ninguna! Pero eso no importa ahora.

Caminó acercándose a nosotros. Iba de uniforme, y armado. Y pude percibir el reflejo de una sombra, al fondo; no había venido solo. Rilke percibió mi movimiento.

—Son tiempos difíciles y hay que ser prudente.

—¿No confía en nosotros,
major
Rilke?

—No confío en nadie, señor Wendel. ¡A veces hasta desconfío de mí mismo!

—Haya paz, señores; este no es el camino. Si estamos aquí reunidos es precisamente para lo contrario, crear un clima de confianza. Si lo logramos será mucho lo que todos podemos ganar.

Hubo un momento de silencio. Parecieron meditar mi mensaje; fue Rilke el primero en hablar.

—Bellas palabras, pero necesitamos algo más que palabras para resolver nuestros problemas.

—Mi objetivo es encontrar un compromiso que convenza a ambas partes.

—Y ¿cómo lo hará señor Sert? La situación está envenenada: ninguno quiere arriesgarse a dar el primer paso, no vaya a perder sus bazas.

—Es cierto, José María: no pienso entregar los Trescientos sin tener la garantía de que Ségolène ha sido liberada.

—¡Y yo no pienso liberarla hasta tenerlos en mi poder!

—¡Calma! Es necesario encontrar un compromiso.

—Los compromisos requieren una confianza que no existe entre nosotros.

—Por una vez estoy de acuerdo con el señor Wendel.

—Si he convocado esta reunión es porque tengo algo que ofrecerles a ambos. Maurice, nos conocemos hace veinte años y somos amigos; a usted,
major
Rilke, nada me une, pero usted sabe todo lo que se puede saber sobre mí. Voy a darles algo más que una palabra: voy a darles a ambos una garantía: ¡yo mismo!

—¿Qué quiere decir? Explíquese, Sert.

—El principal problema al que nos enfrentamos es el tiempo que puede distar entre la liberación de Ségolène y la entrega de los Trescientos. Y a ese problema hay que añadir que los aliados se nos vienen encima. Urge, por tanto, llegar a un acuerdo hoy mismo, antes de que puedan recibirse órdenes desde Berlín que pudieran afectar a los prisioneros de los campos de concentración. Voy a plantearles una solución en la que yo seré el garante personal del acuerdo. Maurice, en una fecha concreta, tú me entregarás los Trescientos y yo los depositaré en un lugar que solo sabré yo; y usted,
major
Rilke, liberará a su hija ese mismo día.

—Eso no es suficiente. Puedo ser engañado.

—Déjeme terminar. Solo yo sabré cuál es el lugar, y dejaré una pista para que usted pueda encontrarlos.

—¿Una pista? ¿Dónde? ¿Cómo?

—Una pista, en efecto, en un lugar donde no pueda desaparecer y solo pueda ser comprendida por usted. ¡Una pista inmersa en una de mis obras!

—¡Es una locura, José María!

—¡No, no lo es! Tú, Maurice, ya no tendrás las joyas en tu poder, y estarás libre de toda responsabilidad; y usted,
major
Rilke, podrá liberar a Ségolène sabiendo dónde hallar la pista para encontrar los trescientos.

—Dígame, señor Sert, ¿qué le impedirá a usted quedarse con las joyas para su propio beneficio?

—Existen dos motivos para que eso no ocurra,
major
Rilke. El primero, que soy una figura pública de talla internacional y sería muy difícil pasar desapercibido fuera donde fuera: si usted quisiera encontrarme cuando acabe la guerra, no dudo que podría hacerlo con facilidad y hacerme pagar mi atrevimiento. Pero hay otro motivo mucho más poderoso,
major
Rilke.

—¿Cuál, Sert?

—¡Que a mí los trescientos me importan un ardite! Mi vida no es el dinero, sino el arte; tengo los suficientes recursos para vivir la vida que quiero vivir, y usted sabe que soy un hombre de gustos caros. ¡No ha de tener miedo conmigo! De entre todas aquellas personas que podían verse involucradas en esta solución, soy la única en la que realmente puede confiar hasta ese extremo. ¡Usted me conoce,
major
Rilke, y sabe que digo la verdad!

Hice una pausa para valorar el resultado de mi idea. Maurice parecía convencido, y supe que Rilke estaba a punto de aceptar. Faltaba un pequeño empujoncito, y decidí darlo para forzar su decisión.

—Añado mi vida a la balanza,
major
Rilke: el compromiso se cumplirá sí o sí. Pongo fecha: dentro de dos días los Trescientos estarán escondidos y usted deberá liberar a Ségolène. Y será ahora mismo cuando le diré a usted, en privado, dónde encontrará la pista para recogerlos.

—¡Espere, Sert! La situación es explosiva: París caerá, no podemos engañarnos en eso. ¡Y las órdenes serán destruir la ciudad! ¡Tanto la pista como el escondite de los Trescientos podrían verse afectados!

—He pensado detenidamente en ello y puedo evitar ambos problemas: le aseguro que el escondite será uno de esos pocos lugares que no se verán afectados por sus órdenes. ¡Y la pista no solo no estará en París, sino tampoco en Francia!

—¡Pero eso impedirá que me haga con ellos de inmediato!

—Cierto. Pero, corríjame si me equivoco,
major
Rilke: usted, que habla francés a la perfección, ¿no tiene acaso preparada una nueva identidad con la que desaparecer llegado el momento? Llevar los Trescientos consigo supondrá un enorme riesgo… En cambio, una vez finalizada la guerra, sabiendo ya el lugar de su escondite, podría ir con toda tranquilidad al lugar indicado y hacerse con ellos. Yo, si Dios quiere, continuaré mi vida aquí, en París, siendo la viva garantía del cumplimiento de este acuerdo.

Rilke meditó sobre mis palabras en una absoluta quietud, la propia de quien está acostumbrado a ser obedecido, la de aquél para quien el tiempo es una circunstancia, nunca una contingencia. Por fin, habló, aceptando el acuerdo.

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