—Cuenta con ello. ¿Qué vas a explicarle a Lopetegi?
—Una verdad a medias: que estoy trabajando en una nueva novela cuyo desarrollo tiene que ver con los lienzos de Sert. Eso justificará tanto nuestras preguntas como nuestra presencia.
—Entonces, vendrás al museo mañana por la noche.
—Sí, mañana lunes. Mándame toda la información gráfica que reúnas sobre los lienzos para que la vaya estudiando, ¡esto es vital!
—Bien.
—Lo vamos a conseguir, Bety. Encontraremos lo que descubrió Bruckner.
—Sí.
Lo dijo sin ningún entusiasmo; cuanto mayor era el de Enrique menor parecía el suyo. A medida que se acercaba el clímax de toda la historia sus dudas aumentaban: pensaba que averiguarlo todo era una deuda contraída con la memoria de Craig Bruckner, pero el peligro, tan cercano, disminuía su interés hasta el mínimo. Si Enrique no estuviera tan decidido a continuar, ella se habría echado atrás. Bety caminó hasta el ventanal, asomándose a La Concha. Caía la tarde: el mar continuaba bravo, los últimos surfistas apuraban el día, y aún quedaba un tema pendiente sobre el que hablar, el más delicado de todos ellos.
—¿Ocurre algo, Bety?
—Hay… algo que debo decirte.
—Qué es.
—Es sobre el accidente. Como no has dicho nada entiendo que todavía no…
—¿Todavía no qué?
—No te ha llamado.
—¿Quién?
—Verás, mientras estabas en el hospital me puse en contacto con la agencia Goldstein.
—¿Qué?
—Les expliqué lo que había pasado.
—¡Cómo se te ha ocurrido!
—¡Por dios, Enrique! ¿Cuándo pensabas decírselo a Helena? Todavía no la has llamado. ¿Cómo puedes ocultarle algo semejante? ¿Imaginas qué habría pensado si se hubiera enterado por la prensa? Y demos gracias a que nadie ha hablado sobre los malditos frenos.
—No quería preocuparla.
—Eso es absurdo.
—Será absurdo, pero era mi decisión. Tenía mis motivos.
—Ni siquiera habrás mirado las llamadas perdidas del móvil…
Enrique cogió el aparato: ya no eran treinta y dos, sino cincuenta, las llamadas perdidas. No se había detenido a observarlas: ahora lo hizo, buscando un nombre concreto. Y allí, perdidas entre otras muchas, estaban las llamadas de Helena.
—Maldita sea, Bety: claro que pensaba llamarla, pero cuando acabara todo esto. Pero ¡un momento! ¿Cómo sabes tú que no la he llamado?
—Ella me lo dijo. Me telefoneó para saber de ti.
—¿Qué? ¡Esto es una locura!
—Recuerda que fui yo quien llamó a la agencia. Mi número quedó registrado en la centralita. Como tú no la telefoneaste, Helena contactó conmigo.
—¡Joder, Bety!
—Le conté cómo estabas, incluso que ya tenías el alta; tampoco yo quería preocuparla. ¿Qué podía hacer, Enrique?
—¿Qué podías hacer? ¿Me lo preguntas en serio? Bety, ¡podías mantener cerrada la boca!
—¡Eso no te lo tolero! ¡Ni cuando fuimos pareja ni mucho menos ahora! ¿Sabes por qué la telefoneé? ¿Quieres saberlo? ¿De verdad?
—Sí, quiero saberlo.
—Lo hice porque apenas es más que una niña. Lo hice porque tiene la mala suerte de estar muy enamorada de ti. ¡Lo hice porque las mujeres no somos objetos puestos a tu disposición y merecemos un respeto! Pensabas llamarla cuando acabara esta historia, has dicho… Pero ¿quién te crees que eres para disponer de esa manera de los sentimientos ajenos? ¿Cómo piensas que me hubiera sentido yo si hubiera estado en su lugar?
»Pude fijarme en la expresión de su rostro durante nuestro encuentro en tu apartamento de Nueva York; es muy joven y todavía no está maleada por las experiencias de la vida. Me reconoció de inmediato y no pudo o no supo disimular su incertidumbre, su miedo, su dolor al verme allí, y eso que le dejé las cosas bien claras. ¿Qué pudo pensar, Enrique? ¿Qué hubieras pensado tú? Te voy a decir cuál es tu único problema en la vida: careces de empatía. No te pones en el lugar de los demás. Sí, cuando quieres eres encantador, y divertido, y culto, y transmites positividad y amor a la vida, y eres bueno en la cama, y todo lo que tú quieras; pero, al final, careces de lo que las mujeres necesitamos, algo tan sencillo como es saber amar. Cuesta quererte, Enrique. Cuesta porque siempre acabas haciendo daño, incluso cuando no quieres hacerlo. Y eso es lo peor que puede ocurrir en una relación de pareja.
Enrique apartó la mirada, se cubrió el rostro con el dorso de la mano derecha sobre la sien izquierda, evitando mirar a Bety. Estaba mucho más que dolido: sus sentimientos eran tan confusos como los de Bety. En Igueldo, después de besarse, se dio cuenta de que aquello no era justo para Helena. Pero eso no evitaba que su pasado en común presionara con fuerza hacia Bety. Reconocer esta realidad lo hacía sentirse incómodo, y la perorata no había hecho sino sacarlo a relucir. Estaba dolido porque, si no había llamado a Helena, era por su propia comodidad, y también porque albergaba la estúpida esperanza de que las cosas se solucionasen por sí solas. Bety tenía razón, y él era capaz de reconocerlo.
—Lo siento, Bety.
—Son muchas las veces que en tu vida te has disculpado. Demasiadas. Esta solo es una más, pero, por lo menos, has sido capaz de entenderlo, y eso no lo hubieras hecho años atrás.
—Llamaré a Helena. Es lo menos que puedo hacer.
—¿Llamarla? No, Enrique, no hará falta que la llames. ¡Ni la más mínima falta! Ahórrate el esfuerzo, porque podrás contárselo en persona. Helena viene de viaje y, según me dijo, llegará a San Sebastián pasado mañana.
P
or vez primera en muchos años, Enrique tuvo que tomar una pastilla para poder dormir. Sentía todo su cuerpo machacado, pero el peor malestar no radicaba en lo físico, sino en lo espiritual: la inminente llegada de Helena iba a suponer una fuente de conflictos que no estaba seguro de poder manejar. Por fortuna, el somnífero lo dejó literalmente fundido en la cama, y cuando se despertó eran más de las doce. Se despejó con una ducha tan larga como incómoda, desayunó y conectó el ordenador sin detenerse a mirar el móvil. Quería mantener su atención en los archivos sobre los lienzos de Sert que Bety quedó en enviarle.
Estaban allí, en efecto, con un peso considerable por las imágenes adjuntas. Examinó el listado con detenimiento:
—1946, trabajos de Conservación: se efectúan diversos trabajos para evitar la humedad de los muros de la iglesia, sin actuar sobre los lienzos.
—1950, restaurador: Massot, discípulo de Sert. Primera restauración. Reparación de desconchaduras.
—1960, restaurador: Pamiés. Limpieza y nuevo barnizado.
—1996-97, el departamento de restauración del museo, ante el grave estado de los lienzos, decide afrontar por sí mismo su restauración.
—2012 Se prepara la restauración definitiva de los lienzos, a desarrollar durante el comienzo del 2013.
Por tanto, fueron tres las intervenciones realizadas sobre los lienzos de Sert. El principal problema de la iglesia de San Telmo era la humedad generada por la ladera del Urgull, muy cercana a sus muros, que provocaba el deterioro de los frágiles lienzos. La memoria que adjuntaba Bety era compleja, excesivamente técnica, más de seiscientas páginas, pero permitía seguir las labores realizadas a lo largo de los años. La leyó con toda atención. Lo más importante era saber que en muchos puntos los lienzos se habían abombado, y en otros se había visto afectada la propia pintura.
Dejó atrás esta parte y se concentró en las fotografías adjuntas. El tamaño de la obra de Sert era tan enorme que la visión de conjunto resultaba lejana, lo que impedía apreciar los detalles. Manipuló la pantalla táctil para acercar la imagen, pero debido a su gran tamaño, este era un trabajo difícil de llevar a cabo sin dejarse zonas sin repasar. Al rato lo desechó; principalmente porque no sabía bien qué buscaba, pero también por puro cansancio visual. En las partes que había llegado a analizar no observó diferencia alguna entre las fotografías antiguas y las modernas, por lo que puso sus esperanzas en el trabajo de campo que realizarían por la noche.
Eran pasadas las cinco. Apañó el almuerzo encargando una
pizza
y, después de comer, dejó pasar el tiempo maldiciendo que sus circunstancias personales interfirieran en la resolución del caso, que requería no solo una concentración total, sino también un estado de ánimo templado que la favoreciera.
La noche anterior mandó un SMS a Helena en una suerte de exploración de un terreno desconocido. «Sé que vienes. Me alegra que lo hagas». En función de la respuesta tenía pensado telefonearla, pero, cuando el móvil le avisó de la llegada de un mensaje entrante, su contenido, seco, incluso abrupto, lo desanimó a hacerlo. «Hablaremos cuando llegue».
Se maldijo por su ambivalencia: de nuevo se veía entre dos mujeres y el recuerdo de lo que había sucedido en Barcelona años atrás lo inquietó. Aquello acabó de la peor manera posible y, aunque no esperaba en absoluto un final semejante, de la tormenta emocional que estaba destinado a vivir no iba a librarlo nadie.
Poco después de las siete de la tarde se vistió, llamó a un taxi y emprendió el camino hacia el museo. Cerraban a las ocho, lo que, sumado a la clásica media hora de salida del personal tras el cierre, les permitiría comenzar a trabajar antes de las nueve. Después, carecían de límite: sabiéndolo los encargados de seguridad nadie les molestaría, tenían toda la noche por delante.
El taxi lo dejó en el paseo Nuevo, junto a la sociedad fotográfica. Lloviznaba suavemente; Enrique llevaba consigo una bolsa de trabajo en la que cargaba con el portátil, sosteniéndola con su mano útil.
Llegó al museo justo antes del cierre. Los recepcionistas avisaron a Bety, y esta apareció por el pasillo. Le hizo un gesto con la mano para que se acercara. No le habló en ningún momento durante el trayecto a su despacho. Caminaron, pues, en silencio, y Enrique tuvo claro que se había creado una barrera entre los dos. ¡Qué lejos quedaba el beso que se dieran en el Igueldo! Desde entonces todo parecía haber ido a peor.
Se sentaron, y Bety tomó la palabra.
—¿Estás preparado?
—Lo estoy.
—¿Aguantarás físicamente?
—Eso espero. Descansé toda la noche.
—Imagino que estudiarías la documentación.
—A fondo.
—¿Y? ¿Alguna novedad?
—No. Es imposible seguir los detalles en la pantalla del portátil. Necesitaremos hacer trabajo de campo, en la iglesia.
—Lo imaginaba.
Llamaron a la puerta. Bety se incorporó, y fue a abrir.
—Pasa, Jon. Te presento a Enrique. Enrique, este es Jon Lopetegi, el restaurador del museo y quien nos ha proporcionado la documentación que te envié esta mañana.
—Encantado.
—Igualmente. Bety me ha contado el accidente; de no ser por tu rápida reacción no lo contáis.
—Dentro de la desgracia tuvimos buena suerte de salir tan bien librados.
—No te imaginas el susto que nos llevamos al enterarnos y nuestra alegría al saber que estabais bien.
—Te lo agradezco.
—Bien, Bety me contó que estás escribiendo una novela cuya acción transcurre en parte en el museo. Desde luego te proporcionaremos toda la ayuda que podamos. Si tienes cualquier pregunta me tienes a tu entera disposición.
—Gracias. Creo que con la memoria, de momento, bastará.
—Perdona mi curiosidad, pero ¿puede saberse cuál será el argumento?
—Prefiero no contártelo; es una costumbre a la que me ciño durante el proceso de escritura. Lo único que puedo decirte es que los lienzos de Sert tendrán un papel protagonista, de ahí mi interés en conocer lo máximo posible sobre ellos.
—Si queréis podría acompañaros en vuestra visita; los conozco como la palma de mi mano.
—No será necesario, Jon. No soy tan experta como tú, pero sé lo suficiente para atender las necesidades de Enrique.
—Bien, en ese caso os dejo. Ya es hora de irse a casa, ha sido un día largo y la llegada de Mr. Lawrence ha sido la guinda que faltaba completar el pastel.
—¿Ya está en San Sebastián, Jon? Tenía entendido que llegaría mañana.
—Yo también, pero apareció esta misma tarde. Estuvimos reunidos con la directora un par de horas y mañana mismo comenzará a colaborar en los trabajos. Bueno, me voy: recuerda, Enrique, no tienes más que llamarme para lo que quieras.
Jon Lopetegi abandonó el despacho de Bety dejándolos solos, y Enrique no pudo evitar fijarse en su altura, en la anchura de sus hombros y en el contorno de sus brazos. Recordó las palabras de Cea en la ya lejana reunión en la sociedad Gaztelupe, cuando le explicaron la extraña muerte de Craig Bruckner: «se precisaría una cierta diferencia de tamaño y peso entre la víctima y el agresor para que la suspensión en el agua de las masas corporales de ambos proporcionara una notable ventaja al atacante. Bruckner era un hombre alto y fuerte, así que esta segunda causa queda prácticamente descartada».
Era cierto, Bruckner era alto y se mantenía en buena forma física, pero Lopetegi era casi un gigante; parecía más un jugador de baloncesto o balonmano que un restaurador. Bety interpretó a la perfección su pensamiento.
—Enrique, mira que te conozco muy bien. ¡No estarás pensando lo que creo que estás pensando!
—Pues… ¿Y si no fueran los Wendel los responsables del accidente?
—¿Jon Lopetegi? Creo que estás equivocado.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque parece que en el momento del accidente Jon estaba en otro lugar y con testigos que pueden corroborarlo.
—Luego también tú lo pensaste.
—Lo reconozco: fue una posibilidad que consideré hace algún tiempo. Al fin y al cabo es el restaurador del museo y mantenía una estrecha relación con Craig. Pudo llegar a saber lo que estaba sucediendo.
—Un sospechoso ideal. ¿Quiénes eran esos testigos? Y aún mejor, ¿cómo lo averiguaste?
—Durante todo este tiempo he controlado sus pasos dentro de lo posible, intentando no llamar la atención. No tenía ningún indicio, solo las sospechas que mencionaste antes; por eso no te dije nada. Sé que el día en cuestión estuvo con unos conocidos comunes la mayor parte de la tarde. Y pude saber quiénes eran porque se trató de unos compañeros del museo.
—Eso no quiere decir nada. Podrían estar cubriéndole.
—Sí, claro. Y también tú podrías estar convirtiéndote en un paranoico.
Enrique tamborileó con los dedos el tablero de la mesa mientras pensaba.