El restaurador de arte (16 page)

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Authors: Julian Sanchez

Tags: #Intriga, #Aventuras

—Entonces, puedes estar tranquilo: se corresponde con mi previsión.

—Bien: cuento con ello, no más de quinientas. Ahora, hablemos de la trama. Comprendo la idea general, pero aún no has expuesto el origen de la intriga. No está en estas páginas ni me los has explicado antes. No podemos usar un simple
mcguffin
como señuelo: una trama creíble debe estar cerrada para poder sostener la estructura de la novela.

Habían llegado al punto que más temía Enrique. Goldstein era un excelente agente, con una enorme experiencia; sabía bien de lo que hablaba y no le faltaba razón. Y precisamente había expuesto el principal problema: todavía no sabía cómo desencadenar la trama. Así lo reconoció.

—Aún no tengo el motivo.

—Es cierto que cada uno escribe como quiere… ¡o como puede! Pero creo que tú puedes ser el único escritor que he conocido en toda mi carrera capaz de comenzar una novela de intriga sin un punto de partida sólido al que agarrarse.

—La verdad es que eso no me preocupa. No quiero que parezca petulante, pero llegará por sí mismo, según avance el proceso de escritura. La idea general es válida: lo que debe ocurrir sucederá en el marasmo de la ocupación de París. ¡Es el escenario perfecto! Según vaya trabajando e investigando encontraré la solución. Y, mientras, habré escrito el armazón de la novela. ¡Tiempo ganado!

Goldstein estuvo a punto de hablar, pero se contuvo, limitándose exclusivamente a pensar: «O tiempo perdido». En su lugar, hizo lo que debía, incentivar a su escritor.

—Ponte a ello, trabaja duro, e intenta encontrar cuanto antes el porqué.

Se despidieron. Helena había salido para realizar unas gestiones, así que Enrique se dirigió a su apartamento. Aprovechó el paseo para meditar: lo cierto era que, por mucha voluntad y empeño que Enrique pusiera en resolver este problema, la solución se le escapaba una y otra vez. Todo era perfecto a excepción del motivo. Por más vueltas que le diera no encontraba un punto de apoyo argumental al que agarrarse para ejercer palanca sobre él.

Tras su reunión con Goldstein encontró el resguardo de un transportista pegado en la puerta de su apartamento. Se trataba de un paquete remitido desde España. Sabía de qué podía tratarse, y lo esperaba con impaciencia: documentación, y de las mejores fuentes posibles a su alcance. Lo más importante era un libro escrito por el conde de Sert, sobrino nieto del pintor. Había encontrado referencias sobre este libro fisgando en la Web en esos momentos de pausa en los que, tras un buen rato de escritura, dejaba descansar el proceso creativo.

La oficina del transportista estaba en la Cincuenta y Siete con Madison, un buen paseo que hizo gustoso. Recogió el paquete y, sin dudarlo, decidió proseguir hasta Central Park. Su prioridad era documentarse, y hacerlo sentado en un banco del parque le pareció una opción excelente. La mañana era soleada y la temperatura todavía agradable, sobre dieciocho grados. La ciudad apuraba sus postreros días de buen tiempo en otoño: dentro de pocas semanas solo podría pasearse por Central Park bien abrigado. Caminó, sin prisa, y contuvo su deseo con acierto hasta llegar al rincón del parque que más le agradaba, la Bethesda Fountain. Había conocido el lugar incluso desde antes de viajar a la ciudad por primera vez gracias al cine: la plaza, la fuente, el cercano túnel constituían parte de su memoria visual de la ciudad de Nueva York. Casi no había turistas; gracias a ello localizó un banco desocupado. Era perfecto: la sombra de unos árboles cercanos atemperaba los rayos del sol. Tomando posesión del espacio, rasgó el sobre y extrajo su contenido: tenía entre sus manos el libro que estaba esperando,
El mundo de José María Sert
. No podría encontrar nada más cercano a la personalidad e historia del pintor en todo el mundo, dejando aparte la documentación histórica que se guardara en el archivo familiar. Inició la lectura, concentrado en el texto al cien por cien.

La primera parte situaba el contexto histórico de Sert. Devoró las páginas sobre su familia, su infancia y juventud, hasta su llegada a París. Pese a que ya conocía la capacidad de Sert para relacionarse, vio con asombro cómo no tardó ni un año en estar perfectamente introducido en los ambientes sociales y artísticos de la ciudad. ¡Un verdadero prestidigitador de lo mundano! Nadie se libró de su hechizo: poetas, políticos, estetas, mecenas, pintores, escultores, gente llana y anónima o la más encumbrada, del primero al último cayeron embrujados por su personalidad arrolladora, por su capacidad artística, o directamente por su manirrota manera de entender el dinero y la vida. Pocos derrochaban tanto y con tanto lúcido abandono, constante esta que se mantuvo hasta el último de sus días. Él, que había ganado fortunas llegando a ser el pintor mejor pagado del mundo, también las había dilapidado, haciendo lo que más le gustaba: gastarla con los amigos y atender a sus caprichos. Un
bon vivant
, un diletante, todo eso fue.

Pero nunca se abandonó a sus excesos como para que estos lo apartaran del arte.

Trabajó constantemente, pintando a lo largo de su vida una cantidad inimaginable de metros cuadrados de lienzos. Así como el impulso creativo de otros se atoraba causándoles grandes sufrimientos, la inventiva de Sert parecía no tener fin: sus enormes composiciones, algunas abigarradas, otras excesivas, siempre alegóricas, eran sugerentes y estaban repletas de simbolismo. Cada vez que se le sugería un tema, las ideas surgían a borbotones de su fértil imaginación.

Enrique se fue sumergiendo en el perfil que dibujaba el conde de Sert, autor del libro, y, aunque comprendía que allí se relataban los hechos de una forma inevitablemente parcial, apenas sugiriendo los defectos del pintor y potenciando sus virtudes, se confirmaban sus anteriores averiguaciones. ¡Realmente se trataba de un tipo fuera de serie!

Continuó la lectura. Sert se instaló en París con toda comodidad de 1900 a 1910, y su prestigio creció en los años veinte. Fue en esa década cuando tanto su arte como su prestigio alcanzaron su cénit, prolongándose este hasta el final de su vida, en 1945.

De sus relaciones personales, y en especial de su relación triangular con Misia y Roussy, ya conocía lo más importante, y de nuevo a punto estuvo de dejarlas a un lado para saltar hacia el momento que consideraba clave, el París bajo la ocupación alemana. Por fortuna, no lo hizo.

No podía creerlo. ¡Tenía el
mcguffin
justo allí, ante sus ojos!

Dos simples líneas, aparentemente secundarias, como metidas en el texto al envés, como esas que los malos escritores utilizan para rellenar páginas. Enrique cerró el libro, bendiciendo su buena suerte. ¡Sabía que en una vida como la de Sert tenía que existir algo semejante!

Ya tenía la clave que tanto se afanara en buscar. Darle forma literaria era una simple cuestión de ajustar las piezas puestas a su disposición. Todo lo escrito hasta ahora se revelaba como perfectamente válido, aunque tendría que retroceder unos años en el tiempo para narrar el punto clave. Y así, con el ánimo por las nubes, emprendió el camino a su apartamento.

28

16 de diciembre de 1942

H
oy hace cuatro años que falleció mi amada Roussy. Debiera ser el día de su recuerdo, un recuerdo gozoso que obviara los momentos malos y su triste final. Reservé una mesa para comer en Maxim’s, yo solo. Podría haber invitado a Misia, pero preferí visitarla en su piso y charlar con ella un par de horas; tenerla a mi lado más tiempo habría empañado mis recuerdos, y, por una vez, estaba decidido a abandonarme a ellos. Podía permitirme un día de nostalgia, no mucho más.

Fue un hermoso plan que no pude llevar a cabo.

Todo se torció desde primera hora.

Estaba vistiéndome cuando mi secretario personal, Boulos Ristelhueber, me comunicó que tenía una visita. Lo hizo con ese comedido tono suyo, tan particular; el joven Boulos, tan competente como refinado y enfermizo, se ha convertido en un enigma humano que poco a poco voy descubriendo. Detecté, nada más escuchar su voz, que iba a tratarse de una visita recibida con poco agrado.

—Dile a quien sea que vuelva otro día. Sabes qué día es hoy: estoy ocupado, no puedo atenderle.

—Se trata del
standartenführer
Geyer, de las SS.

—Está bien. Hazlo pasar a mi despacho y ruégale que espere unos minutos mientras acabo de vestirme.

No vacilé al contestar, aunque esta fuera una victoria pírrica. Lo cierto era que el grado de Geyer equivalía al de un coronel de la Wehrmacht. ¡No estábamos hablando de un cualquiera! En todo París no tendría más de un par de superiores en la cadena de mando; teniendo en cuenta la situación en las calles, nadie dejaría de recibirlo, aunque tampoco lo haría de buen grado. Una vez me hube puesto el frac entré en el despacho. Geyer realizó el saludo nazi con lo que consideré cansada energía; le contesté de igual modo, presentándole después la mano. La estrechó, mientras me miraba a los ojos. He conocido a personas que hablan de mi mirada, diciendo que parece emanar fuego; siempre he cultivado este efecto a conciencia, porque suele dejar huella. Pues bien, en Geyer encontré ese mismo tipo de mirada, que pocos hombres poseemos. Lo invité a tomar asiento, e hice lo propio.

—¿Desea tomar algo?

—Dicen que la suya es una bodega que no conoce los problemas del racionamiento.

—Me precio de ello.

—Tomaría una copa de Krug.

—Veo que le agrada el buen champán. Deben quedarme algunas botellas.

Accioné el timbre, y Boulos no tardó en aparecer. Pedí la botella, que trajo la camarera de inmediato; mientras, Geyer y yo encendimos uno de los excelentes habanos que guardaba en la cajonera, loando sus virtudes. Tras dar varias caladas y tomar algunas copas, Geyer dejó a un lado las florituras para entrar en faena.

—Quienes me informaron acerca de usted no se equivocaron: no habrá mejor champán ni mejores cigarros en nuestra sede central. ¿Utiliza el mercado negro?

—¡Jamás! Solo mis contactos en su ejército.

Geyer rio; sabía que mostrarme pusilánime no serviría de mucho, así que opté por ponerme a su nivel tratándole de igual a igual. Su carcajada no parecía un mal comienzo, pero no debía olvidar con quién estaba hablando.

—Veo que no se equivocaron ni al hablar de su hospitalidad ni al hacerlo de su inteligencia. Sert, usted es un hombre de mundo y debo reconocer que me cae simpático. Pero he internado en el campo de Drancy a muchas otras personas que me caían igualmente simpáticas: el trabajo es el trabajo.

—¿Debo entender que las Wafen SS tienen algo contra mí?

—¿Debieran tenerlo?

—Sin duda alguna, ¡no!

—Es posible que no tengan nada… por ahora.

—Temo no comprenderle.

—Tengo entendido que usted ha trabado amistad con algunos oficiales de nuestro ejército.

—Tengo ese gusto. Soy ciudadano de un país neutral, pero que mantiene excelentes relaciones con el suyo. Mi casa es un lugar abierto a todos los amantes del arte.

—¿Incluso aunque estos hubieran atentado contra la administración alemana en París?

—En mi casa solo acepto a quienes cumplen con la ley. ¿Debo entender que alguno de mis amigos ha cometido actos ilegales?

—Si así fuera, no le correspondería a usted preguntar al respecto. Hábleme sobre los coroneles Schmied y Jäger.

—Son dos amantes de la buena conversación. Hemos compartido algunas veladas aquí y en Maxim’s.

—¿Acabando la noche en Maxim’s o prolongándola después?

—Los burdeles ya no son mi fuerte; los años pasan, y dejan huella.

—No la suficiente para impedirle mantener relaciones más que amistosas con Úrsula von Stöher, la esposa del embajador alemán en Madrid.

—Veo que está usted bien informado.

—Esa es mi obligación: saber lo que ocurre.


Standartenführer
Geyer, ¿sería tan amable de explicarme el motivo de su presencia en mi casa?

Geyer sonrió, tal y como, si pudiera hacerlo, sonreiría un lobo hambriento frente a un cordero indefenso. Comprendí el miedo que un hombre así puede llegar a causar a cualquier persona con un mínimo sentimiento de culpabilidad. Pero su respuesta fue tan inesperada que casi no pude disimular mi sorpresa.

—Digamos que, de momento, solo he venido a presentarle mis respetos en el aniversario del fallecimiento de su segunda esposa, la princesa Roussy Mdivani. Debo retirarme: mis obligaciones me reclaman. Espero tener el placer de volver a charlar con usted.

—Igualmente.

Me tendió la mano, y se la estreché. Al abandonar la habitación saludó, está vez con suma sencillez: un sencillo toque en la visera de su gorra, con el índice rozando la insignia de la calavera.

En la soledad de mi despacho medité sobre la escena que acababa de vivir. No sabía a qué podía deberse, pero de una cosa no cabía duda: no podía tratarse de nada bueno. Que Geyer sabía muchas cosas sobre mí era evidente. Ahora bien, que este conocimiento estuviera en manos de las SS era lo verdaderamente preocupante. Las SS funcionan como un cuerpo independiente que solo responde ante su máximo responsable, Himmler, y, por encima de él, directamente a Hitler. Todo lo relacionado con ellos huele a destrucción y a muerte. ¡No son pocos los oficiales alemanes de la Wehrmacht que los detestan, incluidos Jäger y Schmied! Entiendo que la mención a estos dos amigos no fue un hecho casual. Las luchas intestinas entre las diversas facciones del ejército alemán no son públicas, pero sí conocidas por unos pocos, entre los que me incluyo.

Incluso que conociera la fecha del aniversario podría entrar dentro de la lógica, si hubiera una ficha con mi historial, ¡pero mis relaciones con Úrsula son, por el momento, completamente privadas! De su conocimiento de este dato solo puede inferirse que estoy siendo vigilado por las SS.

Pero ¿por qué, si nada tengo que ocultar?

29

30 de enero de 1943

H
oy he recibido la visita del coronel Jurgen Schmied. Apareció a media tarde, mientras estaba preparando una composición fotográfica como modelo para uno de los lienzos de Vic, en concreto la crucifixión del ábside. Tan discreto como siempre, permaneció en un rincón hasta que hube acabado el trabajo, e hizo bien, ya que era prioritario realizar las fotografías debido al elevado número de personas que en ellas participaban.

Una vez despejado el estudio nos trasladamos al salón. Le pregunté por el coronel Ernst Jäger, y me contestó que había sido trasladado. Parecía de mal humor, o quizá fuera tristeza; serví champán, y bebimos no poca cantidad. El alcohol hizo que Schmied se fuera relajando, pero ni él ni yo estábamos embriagados, sino con ese exacto punto de abandono que proporciona una buena tolerancia a este tipo de bebidas. Dado que la compañía era buena, y teniendo en cuenta que no parecía que quisiera marcharse, encargué la cena a la camarera, que nos sirvieron allí mismo. Cenamos hablando acerca de mi sistema de trabajo, del que muchos han oído hablar pero que pocos han visto. La realización de los lienzos, debido a su gran tamaño, precisa una operativa sumamente compleja, aunque, a estas alturas de mi vida, la tenga ya por completo dominada. Comprendo que ver a veinte hombres medio desnudos en forzadas poses clásicas formando un abigarrado grupo bajo una cruz no sea lo más habitual; tras tomar las fotografías desde diversos ángulos, una vez revelados los negativos, este será el material que servirá de base para un primer dibujo a escala, sobre el que elaboraré el lienzo final del ábside.

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