El restaurador de arte (12 page)

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Authors: Julian Sanchez

Tags: #Intriga, #Aventuras

Sin embargo…

Bety tuvo «sensación» de urgencia. Como si Craig debiera ir a Barcelona cuanto antes, como si se hubiera visto impelido a hacerlo. Solo eso justificaba que no la hubiera avisado, argumentó para sí misma.

Todo esto le pareció extraño, pero regresó a su trabajo. Tenía su departamento bajo control, pero no podía desatender sus obligaciones por más tiempo. Cuando Craig volviera ya tendrían tiempo para hablar.

20

E
l viaje de Craig a Barcelona se debió a una conjunción de casualidades imposibles de prever. Los trabajos de documentación en los archivos de la biblioteca del museo San Telmo le habían revelado una discrepancia.

La instalación de los lienzos en la iglesia se había realizado a lo largo del mes de agosto de 1932. Existía numerosa documentación acerca de ello, así como sobre la propia inauguración del museo. Él mismo había visto decenas de páginas de prensa de la época en las que se afirmaba que el propio Sert dirigía personalmente las obras. La naturaleza delicada del trabajo le impedía delegar en su amplio equipo de colaboradores. Como correspondía a una figura de su calibre artístico, todos los gastos derivados de su estancia fueron abonados por el ayuntamiento, nuevo propietario del edificio. Estos gastos fueron aprobados por la junta de gobierno del museo, y todos los comprobantes de los mismos guardados y clasificados tal como correspondía hacerlo. A Craig le distraía estudiarlos cuando su nivel de concentración descendía tras horas de trabajo con las pinturas.

Los archivos estaban digitalizados. Una sucesión de pantallazos en el ordenador le mostraba facturas de restaurantes, del hotel y diversos obsequios para la princesa Roussy Mdivani, la segunda esposa de Sert. Todo estaba allí.

Y allí encontró lo que nunca debió encontrar.

No se trataba de algo trascendente, solo de lo que parecía un probable error tipográfico: había una fecha que no cuadraba. La factura de un restaurante tenía mal escrita la fecha y constaba que era del 22 de agosto de 1944 cuando debería haber sido de agosto de 1932. La firma que parecía validar el gasto llevaba las iniciales J.A.

Cualquier investigador hubiera considerado la presencia de la factura junto a las de 1932 como el clásico error de archivo. Se trataba de algo muy común a la hora de digitalizar los fondos: la numerosísima documentación escaneada podía perfectamente traspapelarse de un archivo a otro. Pero, en esta ocasión, el error estaba descartado: la factura llevaba una anotación a mano donde se leía «Sert; cena».

Craig desconocía que Sert hubiera estado en la ciudad fuera de las fechas por todos conocidas: agosto y septiembre de 1932, así que la posibilidad de que hubiera existido una segunda visita no recogida por ningún biógrafo hasta el momento reclamó poderosamente su atención.

La siguiente parte de su trabajo consistió en localizar facturas originales, archivadas según su fecha. Así pudo comprobar que, en efecto, la factura existía físicamente. Por lógica, debía tratarse de una factura correspondiente a otra remesa de gastos, así que decidió intentar localizarlos. Craig repasó los gastos correspondientes al verano de 1944 uno por uno.

Era paciente: había aprendido a serlo desde muy niño, cuando entrenaba en la piscina durante horas, largo tras largo, y esa experiencia le fue útil más tarde, cuando comenzó a trabajar en la restauración de obras de arte. Finalmente, la remesa de los gastos apareció. Había otras cinco facturas, cuatro de ellas pertenecientes a restaurantes. La primera estaba fechada el 20 de agosto, y la última, el 27. Todas ellas justificaban una cena y estaban validadas por la misma firma, J.A. La quinta, emitida por un comercio llamado Suministros Industriales Arregui, era para material aunque no especificaba de qué se trataba. También estaba validada por el anterior firmante, J.A.

Así pues, estaba confirmado: Sert había estado en la ciudad en una segunda ocasión. La curiosidad de Craig no hacía más que aumentar. Debía averiguar a qué se debía el segundo viaje del pintor.

Craig repasó todas las actas de la junta de gobierno correspondientes al año 1944 del museo San Telmo en busca de una mención sobre las partidas de gastos consignadas como «cena». No la encontró.

Esto era todavía más extraño, habida cuenta de la meticulosidad con la que se recogían todos los gastos tanto corrientes como extraordinarios del museo. Todo parecía indicar que estos gastos no se habían consignado porque existía una clara voluntad de que no constaran, pero ¿qué sentido tenía esta conclusión?

Craig permaneció cavilando sobre la cuestión.

La figura de Sert había sido muy conocida en la ciudad. El día de la inauguración del museo, en 1932, constituyó una celebración de tremenda importancia en San Sebastián. Las pinturas, que estaban siendo instaladas desde principios del mes de agosto, gozaban de una crítica muy favorable que las catalogaba como obra maestra sin discusión. A ello debía sumarse que el mismísimo Manuel de Falla, uno de los mejores músicos del siglo y gran amigo de Sert, iba a dirigir a la orquesta municipal y al orfeón donostiarra. Y, por si todo ello no fuera bastante para los amantes de las bellas artes, el joven cuñado de Sert, Alejandro Mdivani, que estaba casado con la celebérrima multimillonaria Bárbara Hutton, la mujer más rica del mundo, iba a asistir a la ceremonia acompañado por su esposa.

Ese día, 3 de septiembre, Sert fue largamente aclamado por la multitud de ciudadanos que esperaban en las inmediaciones de la iglesia. Si bien el acto cultural fue de primera magnitud, su parte social lo eclipsó por completo. Nunca, en toda la historia de la ciudad, volvió a darse un acontecimiento público de semejante trascendencia.

Era evidente que Sert había elegido mantener su segunda visita en riguroso secreto. Que en la remesa de 1944 no hubiera consignado como gasto un hotel evidenciaba que Sert se había alojado en un domicilio particular. Pero no podían ser muchos los donostiarras a los que el pintor hubiera podido pedir alojamiento: solo las más destacadas fuerzas vivas del lugar o algún artista destacado hubieran podido alojarlo.

Cada paso que daba Craig hacia la resolución de este misterio no hacía sino complicarlo un poco más. Su prioridad seguía siendo el estudio definitivo sobre los lienzos de la iglesia para la elaboración de la mejor monografía existente sobre la obra de Sert, pero la curiosidad por esta discrepancia aguijoneaba constantemente su imaginación.

Estaba claro que, como no existía documentación pública al respecto, debía acudir a fuentes particulares. Los herederos del pintor guardaban una gran colección de cartas manuscritas, anotaciones y bocetos de la mano original de José María Sert, en lo que constituía la principal fuente de información para los estudiosos de su figura.

Craig planificó su viaje a Barcelona con esta premisa: que los herederos de Sert tuvieran la curiosidad suficiente para escucharle y permitirle investigar en la documentación que poseyeran sobre el año 1944. El contacto que mantuvo con ellos en el pasado fue cordial, y estaba seguro de que se molestarían en escucharle. Tras varias llamadas telefónicas para confirmar que sería bien recibido encargó el billete de avión, se fue a su piso y preparó un ligero equipaje para el fin de semana.

21

L
a estancia en Barcelona se había prolongado más de lo previsto porque, además del pormenorizado análisis que hiciera de la vieja correspondencia de Sert en el archivo de su propia familia, aprovechó la ocasión para visitar algunas de sus obras que llevaba muchísimos años sin contemplar en persona en Sitges, en Vic y en la propia Barcelona.

El reencuentro con las viejas pinturas del maestro le hizo rememorar tiempos pasados. Su pasión por la obra de Sert se remontaba a treinta y cinco años atrás, cuando visitó por vez primera los lienzos del Rockefeller Center y se dejó atrapar por la indudable potencia pictórica de su obra. A lo largo de tres décadas, en paralelo a su labor como restaurador y dedicándole el tiempo libre de las vacaciones, había visitado la mayor parte de las obras de Sert esparcidas a lo largo del planeta. Al principio esto constituyó un motivo como otro cualquiera para justificar sus viajes por el mundo. Más tarde, cuando el caudal acumulado de conocimientos sobre el pintor rebasó cualquier otra prioridad de investigación pictórica en su vida, comprendió que él estaba llamado a realizar esa monografía que quería imaginar como definitiva.

La parte fundamental de su trabajo, impresiones personales y consideraciones técnicas sobre la obra de Sert, estaba recogida en una libreta azul de anillas que lo acompañaba desde aquella lejana tarde, en Nueva York. La había cogido en su domicilio, por pura casualidad, y ya no se separó de ella a lo largo de treinta y cinco años de trabajo: todo lo básico que debía saberse sobre Sert constaba allí.

A lo largo de su vida no siempre viajó solo. No tuvo otro amor más que April, pero, en ocasiones, compartió algo más que experiencias profesionales con otras mujeres. Eso ocurrió, por ejemplo, en el viaje que en 1982 realizara, precisamente, al Palau Maricel, en Sitges, durante un delicioso mes de septiembre difícil de olvidar. Laury Holmes fue su acompañante en esta ocasión, y le ayudó a recordar que en el mundo había mucho más para contemplar que viejas obras de arte: asomados al mirador de Maricel, con el Mediterráneo inundando de luz y de vida la galería, se dejó atrapar por el embrujo de su pasión por todo aquello que les rodeaba: el sol, la playa, el mar…

El sabor de la juventud perdida se mantuvo a su vera durante este rápido desplazamiento a Barcelona y a sus alrededores, y fue dolorosamente consciente del paso del tiempo. En cada uno de los rincones visitados le acompañó la sombra del recuerdo de Laury, pero no con esa nostalgia pesarosa que asalta a la mayoría de personas, sino con la idéntica alegre vitalidad de los jóvenes que en aquel entonces fueron.

Pero si el viaje fue intenso en lo emocional, no fue menos productivo en lo profesional. La visita al actual conde de Sert resultó muy agradable. La galanura propia de esta familia se reprodujo en idéntica manera como tantos años atrás, cuando, por vez primera, les comunicara Craig su intención de realizar la mejor monografía sobre la obra pictórica de su antecesor. Habían mantenido un relativo contacto a lo largo del tiempo, siempre fructífero; una vez expuesta la razón de su actual necesidad solo tuvo facilidades para consultar el archivo. La correspondencia del pintor había sido prolija, en consonancia con los escasos medios técnicos de la época, y en ella se mezclaban en idéntica medida los asuntos personales con los profesionales. Craig le ofreció a la familia la garantía de que nada ajeno al arte ocupaba su intención, y estos le cedieron paso franco a los archivos.

Pasó un día y medio consultando documentación pero Sert no había dejado pista directa alguna acerca del supuesto segundo viaje a San Sebastián. Nada, a lo largo de la correspondencia de 1944, hacía referencia a este inusitado viaje.

Craig no se quedó conforme y decidió continuar ojeando la correspondencia de los años 1943 y 1945. En ella tampoco pudo encontrar referencias directas al viaje. Sert comenzaba a notar el peso de los años y a sentirse solo tras la muerte de su joven segunda esposa. Se hablaba de los numerosos proyectos que siempre le ofrecían, pues seguía siendo un pintor cotizadísimo. Pero el principal impulso vital del pintor se había centrado en volver a pintar los lienzos de la catedral de Vic, que fueron destruidos en el incendio acaecido en el comienzo de la Guerra Civil Española, y apenas prestaba atención a otros proyectos.

Sert estaba vinculado a los lienzos de Vic de una manera profunda y especialmente sentida. Su primer proyecto lo elaboró con el comienzo del siglo, y finalmente dibujó e instaló en la catedral un segundo proyecto en 1927. El primer proyecto de Vic fue la obra que lo dio a conocer al mundo del arte, y se sentía especialmente agradecido a su benefactor, el obispo Torras i Bages.

La profanación de la tumba del obispo en los confusos primeros días tras la rebelión militar le afectó tanto como el incendio de la que consideraba su obra fundamental. Pese a vivir una vida disipada en París, en su interior seguía siendo un joven alumno de los jesuitas, y los lienzos de Vic guardaban un significado simbólico de su relación con Dios.

Tanto fue así que cruzó la frontera española y se dirigió a la sede del gobierno provisional de la España nacional, en Burgos, con la intención de ofrecer sus servicios para la reconstrucción de la catedral de Vic. Pasó un notable peligro: fue hecho preso, en su condición de conocido simpatizante de la República, y llegó al extremo de ser condenado a muerte. La intervención de Serrano Súñer, cuñado del general Franco, salvó su vida; su ofrecimiento fue aceptado, obteniendo la garantía de que, una vez finalizada la guerra, podría volver a pintar los lienzos de Vic.

Este fue un momento confuso de su vida, y una probable razón de que Sert cayera en el relativo olvido actual. Sus razones fueron exclusivamente personales y no políticas, pero, una vez muerto el dictador, todos aquellos que simpatizaron con el franquismo, fuera cual fuera su motivo, hubieron de pagar el precio del repudio o del ostracismo.

Mientras Picasso pintaba su
Gernika
para el pabellón de la República, en el pabellón del Vaticano se exhibía un cuadro de Sert pintado para la ocasión que probablemente fuera el pago por lo que sucedió en Burgos. Que un artista de su talla se aproximara a los militares rebeldes contribuía a la legitimación pública de estos.

No había que llamarse a engaño: una vez obtenido el acuerdo con las autoridades franquistas en Burgos, Sert regresó a su vida habitual en París. Siguió relacionándose con todos aquellos que lo apreciaban, fuera cual fuera su bando. Y no solo hizo esto: cuando, tras la invasión alemana, París fue ocupada por los nazis y comenzó la represión contra los judíos, Sert, en su peculiar condición de español respaldado por el ya victorioso régimen franquista, aprovechó su indudable influencia para ayudar a todos aquellos amigos o conocidos que lo precisaran, proporcionándoles tanto alimentos como salvoconductos o incluso órdenes de liberación a algunos de ellos, ya encerrados sin la menor esperanza en campos de concentración.

Craig conocía en parte estos detalles, pero quedó asombrado por el grado de riesgo asumido por Sert durante los años de la ocupación nazi en París. No quedaba este directamente reflejado en las cartas del propio pintor, que lo minimizaba en las escasas ocasiones en las que hablaba de ello, sino en las remitidas por aquellos que le mostraban su agradecimiento, o incluso en las de otros amigos suyos preocupados por el riesgo inherente a estas actividades humanitarias en un clima tan poco propicio a ellas. ¡Todo aquello reivindicaba el verdadero ser del pintor, su esencia íntima, su personalidad avasalladora, su amor por la vida, su bonhomía!

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