El restaurador de arte (4 page)

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Authors: Julian Sanchez

Tags: #Intriga, #Aventuras

—Ahora que lo dices, parecía en una excelente forma física.

—¿Excelente forma física, dices? Verás: perteneció al equipo estadounidense de natación en los Juegos Olímpicos de Roma y de Tokio. ¡Tenía cuatro medallas olímpicas de oro en su casa! Y, durante toda su vida, siguió nadando diariamente, como mínimo, una hora. Aquí, en San Sebastián, y con un piso alquilado en el Boulevard, a doscientos metros de La Concha y a otros tantos de la playa de Gros, continuó con su costumbre: se levantaba a las siete y era capaz de abandonar la bahía y llegar hasta Gros; a veces realizaba el recorrido inverso. Después desayunaba y se venía al museo para trabajar el resto del día como si tal cosa.

—Me parece que comienzo a comprender por qué me has hecho venir.

—Craig Bruckner jamás habría podido morir ahogado. No hubiera sufrido ni un ataque al corazón ni un corte de digestión. Hubo algo extraño en su muerte, Enrique. Y quiero que me ayudes a averiguar lo que ha ocurrido.

5


B
ety, ¿estás insinuando que Bruckner ha sido asesinado?

Bety había tomado asiento frente a él. Enrique no habría sido capaz de decir en qué momento de su explicación lo hizo. Pero allí estaba, mirándolo fijamente a los ojos, pensando en qué respuesta darle. Toda la energía manifestada durante su perorata quedó latente, pero perfectamente visible.

—No lo sé. No soy policía. Van a realizarle la autopsia, quizá eso contribuya a aclarar las cosas. Pero…

—Pero ¿qué? No me hubieras explicado todas tus dudas si no existiera algún motivo concreto para ellas. Que un nadador, por muy experimentado que fuera, muera ahogado en el mar, no es tan extraño como que un escalador experto muera tras despeñarse montaña abajo, o que un piloto profesional se estrelle en un mal aterrizaje. Son actividades en las que siempre existe un riesgo. Y Bruckner no era un hombre joven.

—Hay algo más.

—¿Qué es?

—Fui yo la que puso sobre aviso a la policía respecto a la identificación del ahogado desconocido. En el museo estábamos preocupados por su ausencia, y yo sabía que era nadador. Por más que intenté localizarle, su móvil estaba apagado o fuera de cobertura, así que, temiéndome lo peor, telefoneé a la guardia urbana. La policía acogió la posibilidad con cautela y me atrevo a decir que con cierta esperanza: no tenían la más mínima pista a la que agarrarse para establecer una identificación, y las huellas dactilares tampoco sirvieron de ayuda. Se especulaba con que se tratara de alguna persona del interior de la provincia que viviera sola y hubiera venido a pasar el día en la playa sufriendo un accidente. Ya había ocurrido años atrás. Me propusieron acudir al instituto anatómico forense para reconocer el cadáver.

—Qué desagradable, Bety.

—Soy la responsable de relaciones externas del museo, pero, aunque mi cargo hubiera sido otro, también resulta que era la persona más cercana a Craig en San Sebastián. Acepté, cómo no.

—Y se trataba de él.

—En efecto. Verlo fue… impresionante. Y también doloroso. No tenemos costumbre de ver la muerte cara a cara. Fue tal y como sucede en las películas, tal y como tú lo describiste en alguna de tus novelas. Una sala de azulejos blancos, con la temperatura cercana a los cero grados; las lámparas del techo emitiendo una luz lechosa; a un lado, estaban los armarios metálicos, cerrados; al otro, las mesas de las autopsias, con esos sumideros de salida para la evacuación de fluidos… Me acompañaron un inspector, un secretario judicial y un celador. Nos situamos junto a uno de los armarios y el celador extrajo la bandeja. El cuerpo estaba envuelto en una bolsa con cremallera y el celador la descorrió echándola a un lado. Era Craig. Tenía los ojos abiertos y, debido a la baja temperatura de la nevera, cristales de escarcha sobre una piel ligeramente azulada. Asentí, y pese al frío, o quizá precisamente por ello, los ojos se me llenaron de lágrimas. Después, en una sala del juzgado tuve que firmar la documentación referida a la identificación. El inspector me solicitó información sobre su domicilio; se la proporcioné, y allí nos despedimos. Cuando iba a marcharme recordé que, en el museo, tenía la mesa de trabajo repleta con toda la documentación de su investigación, y así se lo dije al inspector. Me dijo que no tocara nada hasta que él pasara por allí. Todo esto que te estoy contando sucedió ayer por la tarde.

—¿Ocurrió algo más?

—Me acerqué a ojear su mesa, eso sí, y allí estaban sus papeles: algunas anotaciones en inglés sobre los lienzos de Sert para su monografía y otros sobre aspectos concretos de la restauración de los mismos. Todo eso junto con un montón de material de apoyo: gráficos, dibujos, vieja documentación sobre las intervenciones anteriores… Craig, como buen investigador, era un hombre metódico. Escucha, Enrique, tengo que hacerte una pregunta: ¿mantuviste algún tipo de contacto con él después de vuestra conversación el día de la inauguración?

—No. Dijo que tenía interés en charlar conmigo, y que tú podías proporcionarle mi móvil. Le dije que me llamara cuando quisiera. Oye, Bety: ¿se puede saber qué estás buscando con este interrogatorio?

—¡Dame un minuto! Debes saber que esta mañana recibí una llamada del inspector a cargo del caso, el mismo que me acompañó al depósito. Se llama Germán Cea. Me pidió que me acercara a la casa alquilada por Craig. Le pregunté el motivo y contestó que ya me lo explicaría allí.

»No me quedó otro remedio que ir. Supuse que iba a encargarme recoger sus enseres, su ropa, algo así. El piso está aquí al lado, junto al Boulevard, así que acudí al instante. En la puerta estaba un policía; pude ver que la cerradura estaba forzada. Cea salió del interior del piso al escuchar mi voz. Entré. Todo parecía normal… hasta que Cea me pidió que echara una ojeada y le dijera si podía faltar algo.

»Señalé la cerradura y le pregunté si se trataba de un robo. Contestó que no, que al estar la propietaria del piso de vacaciones fuera de la ciudad tuvieron que forzarla para acceder al interior. Le contesté que nunca había estado en el piso, y que, por tanto, no sabría decirle si faltaba alguna cosa. El repuso que, de todas formas, lo hiciera, así que obedecí. El piso es pequeño, un bajo junto al interior del patio. Apenas cabe un saloncito, un dormitorio, cocina y lavabo. Anduve por las habitaciones: todo estaba en un impecable orden. Cea me dijo que abriera los cajones: no había sino su ropa, doblada. En el saloncito había una mesa con libros y más documentación. La miré: todo se refería a sus investigaciones sobre Sert. Le dije a Cea que, en lo que a mí se refería, no podía serle de ayuda; el inspector me dio las gracias y me pidió que estuviera disponible para cualquier otra consulta.

—Cada vez entiendo menos esta historia. ¿Se puede saber qué demonios está ocurriendo?

—Quizá recuerdes que he mencionado la existencia de una libreta de anillas que llevaba siempre consigo durante su trabajo en el museo.

—Sí. Dijiste que se sentaba a contemplar los lienzos con ella, y que estaba llena de notas.

—Esa libreta no estaba ni en el museo ni en su casa. Y tu novela,
El anticuario
, estaba en su mesa de la biblioteca del museo, con numerosas anotaciones en sus páginas.

Enrique observó fijamente a Bety. Tenía los labios fruncidos y el ceño arrugado, y estaba absolutamente concentrada en estudiar sus reacciones. A Enrique no le gustaban las implicaciones de lo que estaba escuchando. Si esta conversación hubiera ocurrido años atrás su desarrollo hubiera sido muy diferente. Decidió mantenerse paciente, sin mostrar ni un solo gesto del enfado que sentía.

—A muchas personas les agrada tomar algunas notas en los márgenes: datos que les llaman la atención, curiosidades de la historia, posibles errores argumentales…

—No es ese el caso. Craig había anotado los pasos que tú y yo seguimos durante la investigación del manuscrito Casadevall. Solo le interesó esa parte.

—Es comprensible; no solo es la mejor parte de la novela, sino que relata una investigación histórica probablemente similar a otras que él hubiera realizado.

—¿Sí? ¿Comprensible? Entonces, Enrique, quizá puedas explicarme por qué en la última página había una anotación que decía: «Alonso. Puede ser él».

6

—¿¡
Q
—ué!?

—Lo que has oído.

—No sé qué decir…

—Enrique, contesta, por favor: ¿de verdad no volviste a ver a Craig después de la inauguración? ¿No tienes tú su libreta?

—No.

—Entonces, si tú no la tienes, ¿qué quiere decir esa frase escrita en tu novela? Y ¿quién tiene su libreta de anillas?

—Bety, ¡ya basta! Me pides que venga a verte después de días de evitarme, y cuando nos ponemos a hablar, de repente, me veo involucrado en un posible asesinato. No tengo la menor idea de por qué escribió esa frase en mi novela, y desconozco quién puede tener su libreta. Además, ¿quién te dice que se ha perdido? ¿No podría estar en manos de algún otro restaurador del museo? Dijiste que Bruckner tomaba notas en ella: quizás algunas de esas anotaciones fueran de interés para tus compañeros y, puntualmente, se la prestara.

—No. El material necesario para afrontar la restauración ya lo estaba compartiendo con sus colegas. Lo he confirmado esta misma mañana; hablé con Jon Lopetegi, el restaurador jefe: lo averigüé de un modo indirecto, sin preguntarle abiertamente por la libreta. Craig y Jon se pasaban notas sobre el estado de los lienzos casi de forma diaria.

—Bety, todo esto es trabajo de la policía. ¿Se puede saber qué estás buscando?

Bety hizo una breve pausa y apartó su mirada antes de contestar.

—Protegerte.

—¿Cómo?

—Nunca pensé que pudieras haber sido tú, pero tenía que escuchártelo decir. Todo resultaba extraño: que hablarais en la inauguración de un modo tan espontáneo, lo extraño de su muerte, la nota del libro, la desaparición de su libreta…

—Muy adecuado para un guion de Hollywood, sería un buen argumento. El escritor sospechoso es un clásico en muchas películas de intriga. Pero ¡un momento! ¿Has dicho «protegerte»? Entonces, ¿la policía no lo sabe?

Bety extrajo un ejemplar de
El anticuario
de su bolso y se lo tendió a Enrique. Éste, incrédulo, pasó las páginas hasta encontrar la nota final escrita por Bruckner. Allí estaba, tras los apéndices. Enrique deslizó su mirada de la novela a Bety.

—Te lo llevaste de la mesa de Bruckner… ¿El inspector Cea ya ha visitado el museo?

—Sí. Estuvo aquí esta mañana, sobre las diez.

—Bety, esto no puede ser; tenemos que contárselo a la policía de inmediato.

—Y ¿cómo justificarás esa frase escrita en tu novela?

—Y ¿cómo justificarás que esa novela estuviera en tus manos en lugar de en su mesa? Bety, no tengo por qué hacerlo. Plantearse eso es absurdo, sería como reconocer que tengo algo que ver con esta historia. Solo Bruckner podría explicarnos qué quiso decir y, por desgracia, ya no podrá hacerlo. Podemos imaginar cien explicaciones posibles y quizá la verídica sea la ciento uno. Dijiste que estaba investigando sobre la vida y obra de Sert: a lo mejor, sencillamente, buscaba una colaboración literaria y pensó que yo podía resultarle útil. Las explicaciones sencillas son siempre las mejores, en las novelas, en los guiones, y también en la vida real. ¡Ni siquiera sabemos las causas de su muerte!

Bety asintió, aceptando las palabras de Enrique. Su tensión corporal parecía ahora menor, como si tener la seguridad de que Enrique no tuviera nada que ver le hubiera quitado un gran peso de encima. Se llevó el pulgar a los labios, hablando mientras asentía.

—Sí, podría ser así. Tienes razón. Pero, ahora, ¿cómo podré explicarle a la policía que cogí tu novela?

—Diciéndoles la verdad. Ya vivimos en Barcelona una experiencia semejante y las consecuencias de ocultar la información pudieron costarle la vida a otras personas. No cometamos el mismo error.

—Llamaré a la comisaría.

—No. Yo me ocuparé de hacerlo. San Sebastián es una ciudad pequeña y todavía conservo algún contacto con la policía. Cuando vivía aquí había un par de inspectores con los que hice amistad; les consultaba detalles sobre armas, investigaciones, autopsias, y otras cuestiones técnicas. Déjalo de mi cuenta. Llegado el momento tendrás que explicarlo en persona, pero te dejaré el camino allanado.

—Está bien.

Se levantaron. Bety no supo qué decir ni qué hacer; toda la vehemencia, toda su seguridad, parecían haberse desvanecido por completo. Estaba allí, de pie, como un barco perdido el rumbo, al garete. Enrique le pasó la palma por la mejilla en una suerte de caricia y le sonrió.

—Te llamaré más tarde. Y gracias por preocuparte.

Ella asintió, y Enrique salió del despacho. Ya en la plaza Zuloaga extrajo el móvil y se dispuso a cumplir con su palabra. Marcó el número de uno de sus contactos policiales, pero cortó la llamada antes de que llegara a producirse. Una idea se estaba forjando en su mente: una idea retorcida y compleja, pero perfectamente posible. Cuando antes dijera que las explicaciones sencillas eran las mejores mintió: las explicaciones complejas podían ser tan buenas y tan efectivas como las sencillas, a veces, incluso mucho mejores. Él mismo había colaborado en un guion para un
thriller
en el que el argumento era tan absolutamente enrevesado que imposibilitaba por completo seguirlo… ¡Y, sin embargo, todo sonaba tan plausible que el público seguía la acción sin llegar a preguntarse acerca de lo que estaba sucediendo! Sí, Bety había intentado protegerle; eso dijo. Todo parecía indicar que podría haber sido él. Pero, si había una persona que hubiera podido acceder a la libreta de Bruckner con facilidad, ¡era precisamente ella!

—El viejo truco del falso culpable y la pista engañosa. Absurdo. ¡Completamente absurdo!

Y con esa idea dando vueltas en su cabeza, accionó el botón de rellamada.

7

T
al y como previera, Enrique no tuvo problema alguno en retomar uno de sus contactos policiales. Su viejo amigo Mikel Lekaroz lo acogió con toda la cordialidad del mundo, como si no hubieran transcurrido tres años desde que se marchara de San Sebastián. Puesto en antecedentes sobre lo sucedido, Lekaroz no tardó en organizar una reunión con Cea, el inspector responsable del caso.

—Como bien sabes, esta es una ciudad pequeña y todos nos conocemos. Cea es bastante más joven que yo, pero lleva en investigación un par de años y antes de mi jubilación colaboramos en algún que otro caso. Vamos a quedar esta noche en mi sociedad gastronómica, en Gaztelupe, a las nueve. Prepararé una merluza de primera y mientras cenamos podemos ir charlando sobre este asunto.

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