El restaurador de arte (10 page)

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Authors: Julian Sanchez

Tags: #Intriga, #Aventuras

—No es poca cosa.

—Es mucho y no es nada. Nuestras vidas no son solo eventos; nuestras vidas son sentimientos. Importa más lo que sentimos que lo que hicimos. Según pasen los años seguro que compartirás mi punto de vista… ¿O quizá ya lo haces ahora?

Bety asintió. La sonrisa se borró de su rostro en cuanto pasaron al tema personal. Los recuerdos de su reciente dolor seguían allí, escondidos, y no bastaba un buen momento y una buena compañía para exorcizarlos.

—Te propongo una alternativa: si tú quieres saber cosas sobre mí, también yo quiero saber cosas sobre ti. Todo lo que me preguntes también deberás contestarlo. ¡Es una medida muy prudente que te hará meditar lo que vayas a preguntar!

Bety pensó en la oferta: que Craig era un hombre inteligente era más que evidente, acababa de ponerlo de manifiesto devolviéndole la pelota. Pero le pareció un trato justo: saber unas cosas u otras dependería de ella en todo momento. Y le agradaba su compañía como hacía tiempo no le agradaba la de ningún otro hombre. Que le hacía falta un amigo era evidente, llevaba demasiado tiempo dándoles vueltas a sus problemas ella sola. Y Craig no pertenecía a su mundo. Llegado el momento dejaría la ciudad y volvería a su casa de Filadelfia. No sabía si podría y sería capaz de llegar a explicarle todo lo que había vivido, pero si había un hombre capaz de entenderla, probablemente fuera él. Cogió a Craig por el brazo y comenzó a caminar con él hacia el otro lado de la bahía, en dirección a Igueldo.

—Acepto.

—Muy bien. Cuando te apetezca, empezamos. ¿Mañana?

—¿Para qué esperar? Vamos a empezar ahora mismo.

Y así comenzaron a contarse sus vidas.

16

C
raig Bruckner había nacido en el seno de una familia con considerables recursos económicos. Su padre, Bertrand Bruckner, había sido un industrial destacado, y en la postrera etapa de su vida había entrado en política en las filas del partido demócrata. Bertrand contrajo matrimonio con Louise Tellman, una joven periodista de clase media con la que tuvo tres hijos: Mary Ann, Donald y el pequeño, Craig.

Con una concepción liberal de la vida, la familia había educado a sus hijos en el ejercicio de la libertad. Cada uno de ellos experimentó sus propias inquietudes y sus padres permitieron que se desarrollaran sin cortapisa alguna. Mary Ann siguió el camino de su madre, convirtiéndose en periodista; ya retirada, residía en la casa familiar de Filadelfia, en Camden. Donald, en cambio, fue llamado por el mundo de la medicina, y ejerció la profesión en el Washington Hospital Center durante toda su vida. Craig, en cambio, nació particularmente dotado para las artes y, en especial, para el dibujo.

Viviendo frente al río Delaware fue tradición familiar dedicarse a la natación y a la vela. Bertrand fue un buen nadador, pero sus tres hijos lo superaron ampliamente: todos ellos destacaron desde muy críos y llegaron a formar parte del equipo nacional. El más destacado fue Craig, seleccionado para dos juegos olímpicos: en ellos obtuvo cuatro medallas de oro junto al equipo de relevos. El severo régimen de entrenamientos no impidió que continuara sus estudios. Se graduó en la escuela de artes de Filadelfia en 1965.

A partir de este momento, la vida de Craig experimentó un notable cambio. La guerra de Vietnam había comenzado, y él se presentó voluntario en contra de los deseos de su padre.

—Vietnam fue el despertar de mi vida. Había vivido como en un sueño: una familia con recursos y bien estructurada. Estudié en una de las mejores escuelas de arte del país y participé en unos juegos olímpicos. En los Estados Unidos nos vendieron la guerra como un freno a la expansión del comunismo por el mundo; en aquellos años de guerra fría constituía un deber patriótico alistarse. Lo hice junto a un compañero del equipo de natación, Chris. Recuerdo la cola en la oficina de reclutamiento como si la tuviéramos aquí delante: un grupo de jóvenes veinteañeros de muy diferentes clases sociales en un ambiente jovial. ¡Parecía que íbamos a asistir a una fiesta en lugar de acudir a una guerra! El disgusto de mis padres fue tremendo…

—¿No querían que te alistaras?

—Mi padre participó en la Segunda Guerra Mundial, fue marine en el Pacífico. Sabíamos que había tenido un comportamiento heroico, recompensado incluso con dos medallas al valor. Pero, aunque estaba orgulloso de haber combatido, nunca nos hablaba de sus experiencias en combate. Además, estaba radicalmente en contra de la guerra de Vietnam.

—Y, entonces, ¿qué ocurrió?

—Mantuvimos una agria discusión. Mamá lloraba mientras nosotros nos gritábamos. Mi padre dijo que yo carecía de sentido común, y le echaba toda la culpa de mi alistamiento a mi amigo Chris.

—¿Por qué? ¿Qué ocurrió con Chris?

—Chris y yo éramos uña y carne. Llevábamos cinco años entrenando juntos todos los días, y éramos como verdaderos hermanos. En los relevos yo nadaba la segunda posta y él, la tercera. Pero no solo coincidíamos en la piscina: éramos compañeros de curso, porque él también asistía a la escuela de arte.

—Qué casualidad.

—Relativamente. En aquella época el deporte era completamente
amateur
, no estaba profesionalizado como lo está hoy en día. Que los deportistas estudiásemos entonces era lo habitual. Chris y yo nos conocimos desde niños en el club de natación, y vivimos nuestras vidas en paralelo durante muchos, muchos años. El problema es que nuestras familias eran muy diferentes. El padre de Chris también combatió en la Segunda Guerra Mundial, pero, tras ella, se convirtió en un furibundo anticomunista. Mi padre los consideraba responsables de mi alistamiento.

Craig guardó silencio largo rato, ensimismado en sus recuerdos. Bety supuso que serían dolorosos porque la expresión risueña que siempre acompañaba su expresión se había desvanecido. Incluso el azul de su mirada parecía haberse desvaído. Bety, sin saber exactamente qué decir, intentó reiniciar la conversación escogiendo unas palabras que le resultaron vacías nada más pronunciarlas; sin embargo, fueron el ancla con el que Craig retomó su historia.

—No sé nada sobre la guerra, excepto lo que he visto en las películas. Pero debió de ser terrible.

—Mi padre tenía razón, hay experiencias sobre las que no puede hablarse. Estuve tres años en Vietnam; viví la expansión inicial de la guerra y las primeras ofensivas. La brutalidad y la muerte me rodearon durante ese tiempo, a mí, a Chris, a todos los que allí estábamos, de uno u otro bando, civiles y militares, sin distinción. Nada bueno hay en las guerras, Bety; créeme. ¡Nunca, ni por la mejor de las causas! En Vietnam descubrí que la vida podía ser dura y cruel, completamente diferente a todo lo que antes había vivido en nuestra casa de Camden, frente a la vieja Philly.

»Cuando has vivido una guerra cambia tu perspectiva de la vida, no puede volver a ser la misma. Yo amaba el arte como una forma de expresión de aquello que hay de noble en la humanidad, como una suma de sus esperanzas, de sus sueños, de su capacidad. El arte es la manifestación de todo lo elevado que somos capaces de crear. La guerra es precisamente todo lo contrario. Muchos de los que realizaron conmigo la instrucción murieron en combate; en especial, durante la ofensiva del Tet. Pese a que nos recuperamos del golpe, este fue el inicio de la derrota. En el transcurso de esta ofensiva mi unidad se vio aislada y rodeada por fuerzas superiores. Los
vietcong
nos acorralaron durante cuarenta y ocho horas; más del cincuenta por ciento de nuestra unidad murió allí. Y también yo hubiera muerto de no haber intervenido Chris. Me hirieron, y él decidió permanecer a mi lado cuando nos retirábamos. No podía caminar y, por más que lo conminé a que se fuera, no me hizo caso. Recuerdo sus palabras: dijo que nuestras vidas llevaban un mismo camino desde el principio y que jamás me abandonaría.

—¿Cómo lograsteis escapar?

—Tuvimos suerte. La contraofensiva fue casi inmediata y, tras pasar dos días aislados en plena selva, fuimos rescatados por los nuestros. Después, me evacuaron a Saigón, y, desde allí, regresé a casa. Finalizó el periodo de alistamiento. Chris decidió reengancharse y, esta vez, yo me negué. Entablamos una durísima discusión: él consideraba que debíamos luchar hasta el final, pero yo había cubierto mi cuota de combate y, para alegría de los míos, estaba otra vez en casa. Me echó en cara que mi vida había sido un regalo; que, si él no se hubiera arriesgado como lo hizo, yo estaría muerto y enterrado en la selva vietnamita. Jugaba con ventaja, porque no le faltaba razón. Pero no cedí. Tenía motivos más que suficientes para quedarme en casa.

—¿Qué fue de Chris? ¿Regresó a Vietnam?

—Sí. Combatió casi hasta el final.

La respuesta no concordaba plenamente con la pregunta. Bety pensó que podría haber sucedido lo peor, y que quizá Craig se sintiera responsable de un triste final para su amigo.

—¿Murió?

Por segunda vez a lo largo de la tarde, Craig guardó silencio. Era evidente que estaban tratando un tema doloroso. Craig bajó la cabeza antes de contestar, y Bety comprendió su notable incomodidad. Respondió, pero tal y como lo hizo resultó evidente que deseaba evitar la cuestión.

—No. O quizá sí. Murió en parte. El hombre que regresó no fue el mismo que se alistó conmigo. Nuestra relación continuó por caminos similares, pero se había visto demasiado afectada por ese tema y alguno otro más… Basta por hoy, Bety. Ya he hablado demasiado. He cumplido mi parte, y ahora te toca hacerlo a ti.

—¿Qué quieres saber?

—Ya lo sabes.

—La historia que me has contado es de tiempos lejanos, y la que ahora me afecta, de tiempos recientes.

—Háblame de lo que quieras. De tu infancia, de tu juventud, o de tu madurez.

—Mi vida ha sido mucho más sencilla que la tuya. No he vivido ni guerras ni he sido una deportista de prestigio. No he hecho otra cosa más que estudiar y trabajar. Aunque, en una ocasión, viví una aventura muy especial.

—¿Una aventura?

—Sí, junto al que fue mi marido. Pero, antes de explicarte lo que ocurrió, debería hablarte de lo que él supuso en mi vida.

—¡Cuando quieras! Es tu turno.

—Bien… Verás, yo…

Mil veces se había planteado el porqué de su fracaso con Enrique. Así como él era impulsivo, ella era analítica, especialmente en su vida sentimental. Por eso se trataba de una historia cuyo recorrido conocía a la perfección. Pero, a la hora de verbalizarlo, se vio sobrepasada por esas mil virtudes, manías y defectos que hacen que cada uno seamos como somos y que contribuyeron decisivamente a separarlos. ¡Deseaba cumplir su parte del trato y contarlo, pero no sabía cómo o por dónde comenzar! Fue Craig quien le proporcionó el arranque necesario.

17

—¿
L
o querías?

—Sí. Lo quise con todo mi corazón, como no he querido a nadie más.

—¿Y él a ti?

—También. Eso es seguro. Él… era, es, un hombre difícil. Su carácter oscila de lo insoportable a lo arrebatador, como si fuera un niño grande. En parte, lo que le sucede es lógico: perdió a sus padres de niño, y fue criado por el mejor amigo de estos. Su padre adoptivo, Artur, era un hombre excepcional, un prestigioso anticuario de Barcelona. Pero todo hijo necesita una madre, y él no la tuvo.

—¿Cómo se llama?

—Enrique. Enrique Alonso. Es escritor. Nos conocimos después de unas conferencias, aquí, en San Sebastián. Había escrito una primera novela muy elogiada por la crítica antes de cumplir los veinticinco, y le invitaron a hablar sobre su obra. Yo asistí a su charla, invitada por una amiga que participaba en la organización. En estos casos, y en especial en San Sebastián, es obligatorio agasajar al ponente con una buena comida.

»Me gustó cómo habló de su obra: lo hizo con la vehemencia de quien sabe que ha hecho un buen trabajo. Pero de no mediar esta amiga, que insistió en que la acompañara, nunca habría cruzado una sola palabra con él.

—La casualidad suele regir nuestras vidas.

—Las más de las veces. Ya durante la cena lo pude ver observándome, pero como no estábamos sentados cerca no pudimos hablar. Ahora bien, en cuanto salimos del restaurante y fuimos paseando por La Concha, se las ingenió para acercarse.

—¿Fue un flechazo?

—Casi. Un hombre en su situación, con prestigio, en una ciudad ajena, intentando embrujar a una mujer… ¡Hubiera sido un clásico en estas situaciones! Lo que me gustó de él fue, precisamente, que no se comportó de esa manera. Fue natural. Él había salido de una relación larga y estaba libre. Yo también lo estaba, pero mi ritmo siempre fue pausado en el terreno personal. Él supo verlo, y no forzó lo más mínimo. Pero acabamos por quedarnos solos, hablando sin cesar.

»Vimos el amanecer desde Miraconcha, sentados en un banco, con la bahía a nuestros pies. Eso fue idea mía: supe desde el primer momento que a él le encantaba la ciudad, pertenecía a ese tipo de personas capaces de emocionarse con espectáculos como ese. Quizá quise, a mi manera, deslumbrarlo. En silencio, vimos como llegaba la alborada, pegados el uno al otro: hacía algo de fresco y él me había cubierto los hombros con su americana. Durante mucho rato estuvo mirando cómo se iluminaba la ciudad, sin decir una sola palabra. Soy capaz de quedarme a solas con mis pensamientos, sin hablar, durante horas, así que respeté su silencio. Llegado el amanecer, se volvió hacia mí, me acarició suavemente la mejilla y me dio las gracias.

»Lo acompañé a su hotel, que estaba cercano. Yo sabía que debía coger el primer avión a Barcelona y él no hizo el menor ademán de invitarme a subir. Eso sí, me pidió el teléfono y la dirección. Esa misma tarde llegaba a mi casa un ramo de rosas rojas con una nota: «Tengo libre el próximo fin de semana y me gustaría que tú me enseñaras San Sebastián».

—Aceptaste, claro.

—¡Lo estaba deseando! Me gustaba, y quería conocerlo más. No, perdona, esto es mentira. ¡Me moría por estar a su lado! Y sé que a él le sucedía lo mismo… Esa noche me telefoneó, y quedamos en firme. Mira allí, aquellas casas, en la ladera de Igueldo. Cuando estábamos paseando esa primera noche me dijo, entre risas, que le gustaría acabar viviendo allí. ¡Y así acabó sucediendo! Enrique funciona por impulsos, pero cuando se marca un objetivo es capaz de trabajar hasta la extenuación para conseguirlo.

—Y tú fuiste uno de sus objetivos.

—Eres rápido, Craig. Sí, lo fui. Me dejé atrapar por su encanto. ¡Pero Enrique también cayó bajo el mío! Sin embargo, fue él quien tomó la iniciativa y la sostuvo en el tiempo. En ese segundo encuentro me besó por primera vez, justo al despedirnos, y cuando lo hizo me sentí completamente y definitivamente enamorada.

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