—Entonces, ¿tienen previsto publicar la monografía sobre Sert?
—Mr. Bruckner había adelantado buena parte del trabajo. Tenemos maquetado el libro hasta el año 1936, cuando Sert realiza la decoración en la Sociedad de Naciones, en Ginebra. Eso se corresponde con, aproximadamente, el ochenta y cinco por ciento de la monografía. Teniendo en cuenta el anticipo que hemos adelantado es imperativo finalizarla aunque sea con la colaboración de un segundo experto.
—Mr. Fredericks, ahora que lo menciona, Mr. Bruckner se desplazó a Nueva York poco antes de su muerte para cotejar ciertas informaciones con otro experto en la obra de Sert. ¿Sabe usted de quién pudo tratarse?
—Desconocía que Mr. Bruckner hubiera estado recientemente en la ciudad; no nos comunicó su viaje, aunque tampoco tenía obligación de darnos cuenta de sus movimientos. Conocemos a varias personas que dominan la obra de Sert. En concreto teníamos pensado trabajar con Mr. Gibson: es un especialista muy apreciado en arte decorativo. ¿Tiene interés en conocerlo?
—Si tuviéramos la certeza de que Mr. Bruckner habló con él, sí, en efecto.
—¿Por qué motivo?
—Mr. Bruckner estaba colaborando con los restauradores del museo San Telmo. Los lienzos de Sert serán restaurados en breve, y nuestro personal estaba siendo asesorado por Mr. Bruckner. Podríamos llegar a tener interés en la colaboración, por supuesto retribuida, de un experto de un nivel equivalente al suyo.
—Lamento decirle que Mr. Gibson no debió de ser el experto a quien Bruckner consultó. Es historiador del arte, pero carece de formación como restaurador.
—Y ¿no podría usted orientarme sobre este particular?
—Es posible… No hay más de media docena de restauradores expertos de la Costa Este a los que Mr. Bruckner pudiera haber consultado: Mr. Boothe, Mr. Derek, Mr. Milton, Mr. Lawrence, Mr. Robinson… Y también Mr. Quinn, por supuesto.
—Si fuera tan amable, ¿podría proporcionarme una forma de contactar con ellos?
—Puedo proporcionarle sus direcciones de correo electrónico y un teléfono móvil. Sé que algunos de ellos están actualmente trabajando, aquí, en Nueva York. Mr. Derek y Mr. Robinson, en el Metropolitan; Mr. Milton, en la Frick Collection, y Mr. Lawrence, en el Rockefeller Center.
—Es usted muy amable.
—Por favor, no tiene usted ni que mencionarlo. Cuentan con toda nuestra colaboración.
Bety abandonó Books Inc. con el listado de expertos en su bolsillo: seis nombres. Regresó al apartamento de Enrique y se puso manos a la obra.
A lo largo de la tarde consiguió hablar personalmente con cuatro de ellos: Mr. Derek, Mr. Milton, Mr. Boothe y Mr. Quinn. Los dos primeros, tal y como explicara Mr. Fredericks, estaban trabajando en Nueva York, y no habían mantenido relación con Craig Bruckner en tiempos recientes. El tercero estaba en la Costa Oeste, trabajando en el SFMOMA de San Francisco. A última hora de la tarde pudo contactar con Mr. Quinn, quien se encontraba en París realizando una colaboración puntual con los conservadores del Louvre, y que le aseguró que tampoco él había sido el experto consultado por Craig. Fue extremadamente amable con Bety, ya que había mantenido una relación personal con Craig durante muchos años y se sentía profundamente apenado por su fallecimiento. Mr. Quinn, además, le informó acerca del posible paradero de Mr. Lawrence y de Mr. Robinson: confirmó que el primero, desde luego, estaba trabajando en el Rockefeller Center, tal como dijera Mr. Fredericks. Bety no lo dudaba, pero no había contestado a sus llamadas a lo largo de la tarde; Mr. Quinn le proporcionó un par de teléfonos alternativos, los de sus ayudantes. Por otra parte, sabía que Mr. Robinson se había tomado unas largas vacaciones para recorrer el sur de África y cobrar contacto con el arte primitivo de las tribus del interior del continente. Bety le agradeció profusamente su ayuda, y Mr. Quinn le insistió en que le consultara cuando y cuanto fuera preciso.
A última hora de la tarde contactó con uno de los ayudantes de Mr. Lawrence. Su jefe acababa de salir de viaje hacia Europa; no conocían el destino aunque sí la fecha de regreso, prevista en diez días. Bety agradeció la información y, tras insistir con una nueva llamada telefónica que, de nuevo, no obtuvo respuesta, decidió enviarle un correo electrónico explicándole la versión pública de su necesidad: la restauración de los tapices de Sert en el museo San Telmo era la excusa perfecta para no hacer saltar la liebre antes de tiempo. Después, con todo su trabajo hecho, modificó la reserva del vuelo: regresaría a San Sebastián a la mañana siguiente.
París
M
ientras Bety volaba hacia Nueva York, Enrique recabó información sobre la familia Wendel. Para situarse utilizó fundamentalmente la Web, profundizando en mayor medida en aquellas páginas en las que obtuvo los primeros datos. Tras cuatro horas de trabajo, Enrique plasmó la información obtenida en un borrador.
FAMILIA WENDEL
Los Wendel constituyen una dinastía que basa su fortuna en la metalurgia. Su origen empresarial se remonta a los albores del siglo XVIII y, salvando los numerosos avatares de la historia, se prolonga hasta la actualidad.
Vivieron todo tipo de situaciones: la consolidación de las fundiciones a lo largo de siglo XVIII; la Revolución francesa, que confiscó sus industrias; la Guerra Franco Prusiana, que anexionó la Alsacia y la Lorena a Prusia, convirtiendo a todos sus habitantes de franceses a alemanes; la Primera Guerra Mundial, en la que la derrota alemana supuso el retorno a Francia, y la Segunda Guerra Mundial, en la que ambas regiones realizaron el camino inverso hasta la derrota final de los nazis.
La familia Wendel diversificó sus inversiones, pero siempre en el entorno del mundo metalúrgico: tuvieron fundiciones, minas de carbón y de hierro, y ferrocarriles. Fueron adalides en la protección de los trabajadores, desarrollando incluso una avanzada ciudad obrera para sus trabajadores, Stiring-Wendel.
Las mujeres Wendel también tuvieron un papel destacado en la historia de la familia: dos de ellas fueron figuras claves en momentos de máxima dificultad. Madame d’Hayangue hizo frente a la Revolución francesa, y Françoise de Wendel, mantuvo la empresa durante el turbulento periodo de la anexión a Alemania.
Maurice Wendel: es el hombre clave sobre el que parece pivotar la historia. Tuvo cuatro hijos y, así como su hermano Humberto se dedicó a la dirección industrial del conglomerado de empresas familiares, él se volcó en las cuestiones sociales. Tuvo cuatro hijos; fue Ségolène la internada por los nazis en al campo de concentración de Sarrebruck.
Hoy en día los Wendel ya no siguen en el negocio de la metalurgia: la nacionalización del año 1978 les privó de su conglomerado de industrias. Sin embargo, siguen presentes en el mundo empresarial en diferentes ramas, fundamentalmente en la editorial.
Enrique envidió momentáneamente a Bety: le parecía que su misión en Nueva York era mucho más sencilla. Ella conocía la editorial con la que trabajaba Bruckner, y eso le facilitaría las cosas. En cambio, él carecía de contacto con la familia Wendel. Además, ¿con quién de sus descendientes podría hablar en persona? ¿Cuál de ellos sería el depositario de la documentación histórica de familia? El
holding
Wendel fue una potencia económica hasta la nacionalización del 78, y debiera existir una verdadera montaña de documentación oficial y personal… Además, la familia hundía sus raíces en el norte de la Lorena, donde muchos de sus miembros levantaron hermosos
châteaux
de estilo francés convirtiéndolos en sus residencias particulares. ¿Adónde debía dirigirse primero, a París o a Metz? ¿Por dónde comenzar?
—Muchas preguntas y ninguna respuesta —reflexionó Enrique en voz alta, siguiendo su costumbre.
Repasó el resumen buscando una clave a la que asirse, y encontró una posibilidad: uno de los desempeños actuales de los Wendel era el mundo editorial. Tiró de este hilo y no tardó en obtener sus frutos: la segunda empresa editorial más importante de Francia era propiedad de los Wendel. Indagó en esta dirección, y conoció la noticia de que estaba en negociaciones con un importante grupo editorial español. ¿Podía ser esta la puerta de acceso?
Su editorial española era competencia del mencionado grupo, pero, tiempo atrás, había recibido una oferta para firmar con ellos, que había declinado por la sensación de compromiso y fidelidad que sentía con los suyos. Eso propició un contacto personal con parte de la cúpula del grupo, contacto que se había mantenido en el tiempo en forma de frecuentes encuentros en eventos editoriales, correos electrónicos y felicitaciones de Navidad. Un contacto formal y educado que no estaba seguro de si bastaría para que le ayudaran.
Dudó, y mucho, antes de decidirse. Buscó en la agenda del móvil hasta dar con el teléfono de Bárbara Llopis. Llevaba veinte años trabajando como responsable en la editorial Universo, y era en gran parte responsable de su éxito sostenido en el tiempo. Era, además, la persona con la que más contacto había mantenido cuando recibió la oferta para cambiar de editorial. Enrique consideraba que entre ambos existía cierta complicidad personal; era una de esas personas activas, repletas de energía, con las que tan bien se entendía. Envió un SMS: «Estoy en Barcelona y me urge hablar contigo. ¿Puedo verte?» La respuesta no se hizo esperar: «Esta tarde, a las ocho, en la editorial».
Faltaban cinco horas: tiempo suficiente para ir a comer y dar una vuelta por su querida Barcelona. ¿En qué podría emplear mejor la tarde que en deambular por las calles del barrio gótico? Desde que regresó a la ciudad con Bety no había hecho otra cosa que no fuera investigar en el pasado. Le vendría bien desconectar un poco de Bruckner, Sert y los Wendel.
Cogió una cazadora y abandonó la casa de Vallvidrera en dirección al centro de la ciudad. Disfrutaría del paseo, pero supo, nada más poner los pies en la calle, que sería su propio pasado el que saliera a su encuentro en cuanto se acercara a la catedral de Santa Eulàlia. Aún hoy, cuatro años después de su aventura barcelonesa, soñaba con todo lo ocurrido…
N
o se decidió a entrar. Era absurdo, lo sabía: los recuerdos no necesitaban un ancla física para manifestarse con mayor o menor virulencia. Pero no entró en la catedral, y solo la contempló por fuera, asombrado por la limpieza de sus piedras. Habían retirado el andamio que la cubría durante su larga restauración, y la piedra de las canteras de Montjuïc otrora oscurecida por el paso de los siglos parecía brillar en todo su esplendor.
Tampoco se acercó a la plaza del Pi ni a la de Sant Felip Neri, donde paseara aquellas tardes con Mariola Puigventós. Y aún menos se acercó a la calle de la Palla, donde Artur, su padre adoptivo, tuvo su tienda de antigüedades y murió asesinado. Todo el amor que sentía por las viejas calles de Barcelona se había tornado amargo. Nadie lo sabía, pero había abandonado San Sebastián para alejarse de Bety, y la única ciudad de España en la que desearía vivir, Barcelona, le estaba vedada por el recuerdo de un amor perdido y el brutal asesinato de Artur. Por eso emigró a Nueva York. Su deseo era alejarse el tiempo suficiente para reorientar su vida lejos de un doloroso pasado: viéndose pasear por las calles que tanto amaba, sin atreverse a arrostrar sus recuerdos, supo que de momento había fracasado.
No le dolió. Se reconoció débil, y por ello tan humano como si lo hubiese conseguido. Pasó de largo por sus rincones favoritos, callejeando sin rumbo, dejando pasar el tiempo, luchando por no caer en brazos de la nostalgia. Antaño era dado a abandonarse, a dejar que este sentimiento lo dominase; ahora, por lo menos, había aprendido a mantenerla a raya sin verse sobrepasado. Estaba cambiando, sin duda, para bien, y esta certeza le hizo cobrar fuerzas y sentirse mejor.
A las siete y media de la tarde, con la ciudad oscurecida, se dirigió a la avenida Diagonal, en la zona noble de Barcelona, donde estaban las oficinas de la gran editorial en la que trabajaba Bárbara. Llegó con margen suficiente, tal y como le agradaba hacer. Se identificó en la recepción del edificio y subió al sexto piso. Bárbara Llopis, ya avisada por seguridad, le esperaba frente al ascensor. Tendría unos sesenta años, un aspecto magnífico y estaba soltera: su nivel de actividad era siempre frenético, y más de una vez Enrique había pensado si su soltería era una consecuencia del elevado ritmo de trabajo o a la inversa. Si lo recibía a esta hora sería porque antes no habría tenido tiempo para poder hacerlo.
—¡Cuánto tiempo, Enrique! ¡Qué alegría volver a verte!
—Bárbara, estás estupenda.
No era un piropo vacío ni una frase hecha: que una mujer de sesenta años pueda resultar atractiva es tan cierto como que una de veinte puede no serlo. Bárbara distaba de estar delgada y no lucía una larga melena; se cuidaba, sí, y apenas tenía arrugas, pero exudaba ese atractivo femenino que tanto agradaba a Enrique, una mezcla de aguda inteligencia y coquetería no impostada.
—Ven a mi despacho, Enrique; ¡tienes mil cosas que contarme! Pero ¡si por lo menos hará tres años que no nos vemos! Ya sé cómo te van las cosas por Nueva York…
Caminaron por un largo pasillo. Las oficinas estaban casi desiertas y llegaron al despacho de Bárbara sin cruzarse con una sola persona. Bárbara recogió su cazadora y le sirvió un refresco; después, tomaron asiento a la mesa de trabajo, frente a frente.
—No sabes cómo me alegro de tu carrera americana, Enrique.
—Pues tengo novedades que comunicarte. Confío en tu discreción, Bárbara: cambio de editorial. Voy a firmar un contrato de primera fila con el Grupo Lion. ¡Dos novelas en tres años!
—¿Qué dices? ¡Es una noticia fantástica! ¡No sabes cuánto me alegro!
—Tiene su lado malo. Durante esos tres años voy a ser casi un esclavo de la editorial. Disposición para la promoción al cien por cien.
—No me hables de cifras económicas; puedo imaginármelas. ¡Y no te quejes! ¡Es una oportunidad única a la que muy pocos escritores logran acceder! ¿Cuándo vas a firmar?
—Como muy tarde en enero.
—¡Aprovecha este mes y medio de libertad porque después vas a tener que encerrarte en tu piso para escribir a jornada completa!
—Soy consciente de ello… y mi visita tiene que ver, en parte, con eso.
—Entonces no has venido solo para saludarme…
—¡No seas pícara, Bárbara! Bien sabes lo mucho que te aprecio; he venido a compartir contigo una noticia que no conoce nadie en España, sí, y también a pedirte que me eches un cable.