No era un piso, sino un apartamento. Una sala de unos veinte metros cuadrados, una cocina americana al estilo neoyorquino y dos puertas que debían conducir al dormitorio y al lavabo. Estaba amueblado con una moderna sencillez, en tonos blancos, probablemente con piezas de muebles prefabricados. Había acertado en la combinación, aunque le pareció algo anodina. Enrique tenía buen gusto, heredado de su padre adoptivo; Artur siempre había destacado entre los anticuarios barceloneses precisamente por este motivo.
No encontró lo que buscaba: ni rastro de una mano ajena. No, no encontró rastro de ella. Ni una foto, ni un detalle; aunque visitara el apartamento, no había traspasado el umbral de intimidad de Enrique hasta el punto de hacerse notar en su casa. Abrió la puerta del dormitorio: la cama, en contra de lo que era habitual en Enrique, estaba hecha, y todo parecía en perfecto orden. En el lavabo sí encontró un segundo cepillo de dientes y una caja de compresas en el armarito. Respiró hondo, y se sintió tan aliviada como molesta. Ambos sentimientos eran absurdos, por supuesto: pero los sintió, y negarlo hubiera sido estúpido.
Se instaló en el dormitorio. Ordenó la ropa en el armario y regresó al salón. Observó el escritorio, las cajas con diversas documentaciones que empleaba en las novelas. Encendió el ordenador: su intención era encontrar el teléfono de Mary Ann, pero la tentación se hizo poderosa en su corazón y sus manos se deslizaron por el teclado como si tuvieran vida propia. Examinó el escritorio: Enrique siempre había sido ordenado, y solo encontró enlaces a carpetas con música y documentación. Otra de ellas estaba nombrada como «VARIOS». Pinchó sobre ella. Allí estaban las fotografías.
No encontró nada. ¿Era posible mantener una relación prolongada en el tiempo con una mujer y no tener ni una sola foto de ella? En cambio, en una de las carpetas titulada San Sebastián, Enrique guardaba bastantes fotografías de sus tiempos de vida en común.
«¡Qué jóvenes éramos!», pensó Bety. Las pasó en modo de presentación: estaban desordenadas en las fechas, y según las veía rememoraba los momentos. Ella, que no era dada a la nostalgia, se vio presa de ella y, enfadada consigo misma, cerró la carpeta, se levantó y se fue al lavabo. «Una buena ducha, ¡bien fría!», esa fue su solución para recuperar el sentido. Más tarde, envuelta con la toalla, tomó asiento de nuevo frente a la pantalla del ordenador. En apenas diez minutos localizó el teléfono, lo apuntó y apagó el ordenador.
No era una llamada fácil. ¿Qué podía decirle? ¿Cómo debía presentarse? Había imaginado la conversación en numerosas ocasiones, sin encontrar la fórmula adecuada.
Debía llamar. No era solo una cuestión de amistad con Craig: sentía que era parte de su deber. Un homenaje postrero, quizá. En realidad desconocía con exactitud sus verdaderas razones para haber viajado a Nueva York, pero sí sabía esto: tenía que hacerlo.
Marcó el número, y Mary Ann Bruckner contestó.
—Buenos días, dígame.
—¿Mary Ann Bruckner?
—Ese es mi nombre de soltera, soy Mary Ann Steinbeck desde hace más de treinta años. ¿Quién llama?
—Permítame que me presente: soy Bety Dale, relaciones públicas del museo San Telmo, en San Sebastián. Fui amiga de su hermano Craig. Estoy de paso en Nueva York y me gustaría, si no tiene inconveniente, acercarme a saludarla. Tengo algunos efectos personales suyos que me gustaría entregarle en mano.
Bety escuchó un profundo suspiro a través del auricular. Mary Ann guardó silencio unos segundos, y Bety supo que la llamada le resultaba dolorosa. Por un instante tuvo miedo de que colgara; por fortuna, hizo todo lo contrario.
—San Sebastián… Fue la ciudad donde murió Craig.
—Nos conocimos en el museo y nos hicimos amigos. Fue él quien me habló de usted.
—Está bien. ¿Conoce la dirección?
—No. Obtuve el teléfono en la Web.
—Mi casa está en Cooper Point, en la calle North Front. Es la última, justo frente al río. Paredes blancas y techos de pizarra, con un gran jardín que la rodea. No tiene pérdida. ¿Dónde está ahora? ¿En Nueva York?
—Sí. Llegué esta misma mañana.
—Descanse y venga a verme mañana por la mañana. ¿Le parece buena hora sobre la una? ¿Tendrá tiempo suficiente para desplazarse hasta aquí?
—Sí, allí estaré. Muchas gracias.
—Hasta mañana, entonces.
La conversación con Mary Ann había resultado mucho más sencilla de lo que Bety había esperado. Aceptó sus explicaciones con la naturalidad propia de una persona con experiencia, como si la presencia de Bety allí pudiera pertenecer al orden natural de las cosas. Y ¿por qué no iba a ser así? Craig le había explicado que la relación con sus hermanos siempre había sido buena, no meramente formal. Se veían con frecuencia y existía cierta complicidad entre ellos.
Bien, estaba hecho, y tenía una tarde entera por delante.
Se vistió con ropa limpia y salió a la calle, dispuesta a pasear por la ciudad. Una suerte de fuga, evidentemente, una excusa para refrenar su curiosidad alejándose del objeto de la misma: ni los cajones ni las cajas de transferencia ni el ordenador de Enrique estarían a su alcance. Esa era una de las virtudes de Nueva York: su tamaño era tal que cualquier paseante podría caer agotado al regresar a su refugio, y a su asfalto se encomendó para conseguirlo.
A
maneció un día lluvioso. El final de noviembre significaba, en la Costa Este, un descenso en las temperaturas y la llegada de las primeras lluvias. Nueva York quedaba oculta bajo una espesa cortina de agua; Bety esperó que el tiempo mejorara en su viaje hacia Filadelfia, pero su deseo no se hizo realidad. Al llegar a la estación nada había cambiado: el manto de agua no era tan espeso y abundante como antes, pero sí suficiente para que caminar por las calles resultara incómodo y desagradable.
El camino desde la North Station hasta la casa familiar de los Bruckner, donde residía Mary Ann, era sencillo: bastaba con cruzar el puente Benjamin Franklin sobre el Delaware para llegar a Camden, un trayecto de veinte minutos. Había cogido un paraguas plegable en el apartamento de Enrique, pero era insuficiente ante las rachas de viento, que acabaron por destrozarlo. En el camino desde la cerca del jardín hasta el pórtico de la casa se mojó buena parte de la ropa y los cabellos. Todo su esfuerzo estuvo destinado a proteger el portafolio que contenía los dibujos de Craig con su cuerpo. Antes de accionar el timbre la puerta se abrió; apareció una mujer de unos setenta y pocos años, vestida con sencillez, pero también con un toque de elegancia. Le tendió la mano mientras hablaba.
—¿Bety Dale?
—Soy yo.
—Encantada de conocerla. Pase, por favor. ¡Lamento que el día no acompañe! Pero ¡está empapada! ¡Venga conmigo!
Bety no tuvo apenas tiempo de reaccionar, y se vio obligada a dejarse llevar por su anfitriona hacia el lavabo. La cadencia de su hablar era muy agradable, y Bety supo que, con toda seguridad, parte de su trabajo como periodista se había desarrollado de cara al público. La cadencia de las frases, la entonación, la pronunciación, resultaban imperiosas. Cuando quiso darse cuenta estaba secándose la cabeza con una toalla, intentando pensar en el parecido entre Mary Ann y Craig. También Craig tenía un habla similar, aunque no tan depurada. Y el rostro… sí, guardaban una similitud en sus rasgos: los mismos ojos azules, la forma de las mejillas y los orbitales. Pero, por encima de los rasgos físicos, estaba la empatía: con apenas un minuto de conversación, Mary Ann había logrado que se sintiera a gusto, que no se interpusiera una barrera entre ellas.
Cuando salió del lavabo vio por primera vez la casa; antes, casi empujada por Mary Ann, no pudo apreciarla. Era deliciosa, sin duda, tremendamente acogedora. También era muy grande. Una chimenea tiraba con fuerza, expandiendo ese agradable calor que solo proporciona la leña seca. Al fondo, frente a unos grandes ventanales, esperaba su anfitriona disponiendo un servicio de té en una mesa auxiliar. Al ver que Bety estaba dispuesta se incorporó, aproximándose; ya frente a Bety, Mary Ann la observó con una fijeza rayana en la descortesía, durante un largo rato. Pareció evocar un recuerdo imprevisto, negó levemente con la cabeza y se encogió de hombros antes de sonreír, con dulzura; así Bety pudo apreciar que su sonrisa también era similar a la de su hermano.
—He pensado que una taza de té le sentaría bien. Si desea alguna otra infusión no tiene más que decirlo. ¿Está muy mojada la ropa? Si lo precisa seguro que arriba, en el dormitorio de mi hija Carlota, encontraríamos algo adecuado. No vive en esta casa desde hace años, pero guardo algunas de sus cosas. Tiene su misma bonita figura, aunque quizá sea ella un poco más baja…
—Se lo agradezco, pero le he pasado el secador de pelo y está prácticamente seca.
—Tome asiento entonces, Bety.
Se sentaron, frente al ventanal. Mary Ann sirvió las tazas de té y Bety pudo ver entre la lluvia el río Delaware, con la ciudad de Filadelfia en la otra orilla.
—Es una pena que no luzca el sol. La vista es espléndida: llevo toda la vida disfrutándola casi todos los días. Por eso, aunque ahora vivo sola, me resisto a abandonar la casa de la familia… Espero que, cuando me llegue la hora, alguno de mis hijos siga la tradición familiar y resida aquí.
Bety dio unos sorbos a la taza; estaba frente a ella y no supo qué decir. ¿Por dónde podía comenzar? Por lo menos, estaba tranquila. No se sentía a disgusto, en una atmósfera impostada. Mary Ann había contribuido a relajar el ambiente con su cercanía. Por fin, se decidió.
—Mary Ann, conocí a su hermano este mismo año, antes del verano. No sé cómo explicarlo, pero acabamos por convertirnos en buenos amigos en apenas unos meses.
—Craig tenía un don para ello, sin duda, aunque no siempre lo empleaba. Es una virtud de nuestra familia, a excepción de nuestro hermano mayor, Donald, que siempre fue un poco estirado.
—Yo… Craig me ayudó mucho en un momento personal difícil. Llegué a apreciarlo de corazón. Él me habló de ustedes, de su familia, de esta casa de Camden, de su juventud… ¡Nunca hubiera imaginado que la conocería en estas circunstancias!
Mary Ann sonrió con complicidad, y le cogió una mano, sujetándosela mientras hablaba.
—Percibo claramente que usted lo apreciaba, Bety. Realmente, se hacía querer por todos los que lo rodeaban.
—Tengo algunos de sus dibujos. Craig estuvo trabajando en la iglesia de San Telmo, junto a nuestro museo. En ella se encuentran unas pinturas de Sert, y estaba estudiándolas. A veces, cuando se cansaba de trabajar, salía al claustro y dibujaba; también hay algunos esbozos tomados en la bahía de La Concha, muy cercana al museo. Todos estos bocetos y dibujos los tenía en mi despacho. Pensé que le agradaría tenerlos.
—Sert. Su pintor favorito. No debía quedarle demasiado tiempo para publicar la famosa gran obra sobre Sert. ¡Qué lástima, toda la vida trabajando y al final no pudo ver cumplido su sueño! Déjeme ver los dibujos, por favor.
—Faltaría más.
Bety le tendió el portafolio, y Mary Ann los extrajo poco a poco disponiéndolos sobre la mesa. Los paisajes de La Concha eran numerosos, tomados desde diferentes ángulos y con diferentes técnicas: desde un sencillo bolígrafo a ceras de colores, plumilla negra o acuarela.
—¿Este paisaje es de su ciudad?
—Sí. Es la bahía de La Concha.
—Un lugar muy hermoso. Craig, como todos nosotros, amaba profundamente el mar. ¡Lógico, habiéndonos criado en esta casa, frente al Delaware! Comprendo que se sintiera fascinado por ¿La Concha, dijo? Craig era muy particular con su pintura, solo dibujaba aquello que le llamaba muy poderosamente la atención… Pero esta, ¡esta es usted!
—Así era. Bety había incluido el dibujo que le hiciera en el claustro de la iglesia. Dudó al traerlo, pero consideró mayor el valor del recuerdo para la familia que el propio. Mary Ann lo observó con atención, pasando su vista alternativamente del dibujo al original.
—Tenía buena mano: con apenas unos pocos trazos la ha reflejado en el papel. ¿Sabía que, a lo largo de su vida, Craig solo me hizo un retrato? Uno a mí y otro a nuestros padres. ¡Poca cosa para tanta capacidad! Decía que, como siempre estaba viajando de aquí para allá, carecía del tiempo necesario para trabajar correctamente. Si se hubiera dedicado de firme a la pintura estoy segura de que hubiera podido triunfar, pero eligió trabajar con la belleza del pasado en lugar de crearla en el presente… Craig debió apreciarla mucho, señorita Dale, o no le hubiera dibujado este retrato. Quédeselo, por favor. Agradezco el detalle, pero este retrato tenía una destinataria, y esa no es otra que usted… y quizás él mismo.
—Disculpe, Mary Ann, ¿qué ha querido decir? ¿Él mismo?
Se produjo un silencio mientras Bety guardaba el dibujo en el portafolio. Mary Ann dio unos sorbos a la taza de té, como si no pudiera dar una respuesta al aparente acertijo que acababa de formular. Bety percibió la existencia de un dilema en su interior.
—Usted…
—Dígame, Mary Ann.
—Hágame el favor de esperar un momento.
Tardó en regresar cerca de diez minutos. Bety se entretuvo acercándose al ventanal. La lluvia caía con menor intensidad, pero la oscuridad del cielo indicaba que no se trataba más que de una pequeña pausa en la tormentosa tarde. El jardín se extendía hasta la orilla del río. Un embarcadero, ahora desocupado, demostraba la unión de la familia Bruckner con la navegación. Este era el territorio propio de Enrique y ella jamás lo había sentido como propio: los yates le parecían frágiles e inseguros, pero reconocía que las gentes que lo amaban eran sutilmente diferentes a los demás.
Por un momento, y aunque tampoco era ese su terreno, imaginó a un joven Craig jugando con sus hermanos en el agua, nadando con libertad en el Delaware. Entonces regresó Mary Ann, con un antiguo y grueso álbum de fotos en las manos.
—Discúlpeme, pero me ha costado encontrarlo. ¡Estaba en un rincón del trastero! Acompáñeme a la mesa, por favor; no, a la auxiliar no, mejor a la del comedor; tendremos más luz.
Tomaron asiento, la una junto a la otra. Una lámpara de techo emplomada, sin duda modernista, proyectaba una luz aterciopelada sobre la mesa. Mary Ann comenzó a pasar las páginas mientras hablaba.
—Nunca fui demasiado amante de los viejos recuerdos, Bety. Me gusta más vivir el presente, incluso ahora, cuando mi tiempo se va agotando. Por eso no tengo las fotos antiguas a mano. ¡Hará más de diez años que no las veía! Cuando entró por la puerta, con todos los cabellos empapados cayéndole sobre el rostro, tuve una primera impresión; pero, cuando salió del lavabo con el rostro al descubierto, es cuando la confirmé. Bueno, espero que no me considerara muy indiscreta por observarla como lo hice; ¡pero es que no pude evitarlo!