—¿Cuál es el archivo?
—
El anticuario 2
.
—¡Menuda porquería de título, Enrique! Pero, sin duda, va a juego con tu estupidez.
La impresora láser comenzó a imprimir la novela. Bety tomó las diez primeras páginas para ganar tiempo y se sumergió en la historia. Mientras leía fue tomando algunas notas al margen. Enrique se sintió infinitamente más examinado que cuando Goldstein leyera la novela, y no ayudó a ello que los despachos de las oficinas fueran de cristal transparente: no fueron pocos los compañeros de Bety que pasaron por delante, observándolos con mayor o menor disimulo.
En apenas media hora, Bety acabó la lectura. Enrique ya sabía que leía rápido, pero estaba claro que la necesidad había incentivado su capacidad llevándola al límite. Levantó la cabeza, lo miró directamente a los ojos y dictó su inapelable sentencia:
—¡Eres el mayor hijo de puta que he conocido en mi vida!
—¿
C
ómo demonios se te ha ocurrido novelar la historia de Craig? ¿Tan pobre es tu inspiración que debías aferrarte a su muerte para escribir una nueva novela?
—No fue mi primera intención. El punto de partida, sí, pero la historia se fue desarrollando ella sola según la iba escribiendo, a medida que encajaban las piezas.
—Y tu elección de los personajes… ¡Otra vez nosotros, aunque sea con otros nombres! Cualquiera podrá verlo. Pero eso no es lo grave: lo grave es que…
—¡Basta de recriminaciones, Bety! Lo grave es que Bruckner está muerto y que ambos tenemos sospechas de que quizá hubiera algo extraño en su muerte. Si he venido hasta San Sebastián desde Nueva York ha sido para poner la libreta en manos de la policía e informarles de todo.
—¿De todo? ¿Y qué vas a decirles a tus amigos policías? ¿Que te has inventado un argumento de novela partiendo de la muerte de Craig? ¿Que todo se origina en que, según tú, hace ochenta años Sert robó las joyas de la baronesa Maud von Thyssen? ¿Dónde están las pruebas, Enrique? ¿En tu imaginación?
Enrique guardó silencio. A Bety no le faltaba razón en sus críticas, pero él tenía sus motivos: años atrás, durante su aventura barcelonesa, se produjo más de una muerte, quizá por no haber compartido toda la información que tenían con la policía. Ese recuerdo asaltaba a Enrique en más ocasiones de las quisiera recordar y no estaba dispuesto a repetirlo.
—No repetiré los errores que cometimos años atrás.
—¿Repetir qué? ¡En poco se parecen ambas situaciones! ¡Aquí no tenemos nada! Solo una extraña muerte, una libreta que desapareció para acabar en tus manos y una novela a medio terminar…
El rostro de Bety cambió por completo de expresión mientras hablaba, como si acabara de comprender un nuevo dato del enigma y este le resultara definitivo: Enrique tuvo la inmediata sensación de ser juzgado y sentenciado con la más dura de las penas posibles cuando ella prosiguió la frase que dejara en suspenso.
—Has venido a investigar para acabar la novela. Quieres saber lo que ocurrió porque tu propósito es ese, y no otro.
—No es cierto.
—¡Joder, claro que lo es!
—¡No, claro que no lo es! ¡Hubiera podido quedarme en Nueva York escribiendo la novela y no haberte dicho nada sobre la maldita libreta! ¡Maldita sea, Bety! ¡Fue Bruckner quien me la envió! ¡Fue su decisión, no la mía! ¡Yo no lo conocía de nada! Y, te diré más: ¡si tú no le hubieras hablado de mí y de mis novelas, él jamás lo hubiera hecho! ¡Toda esta historia parte de ti, no de mí!
Bety se recostó en su sillón y permaneció callada reflexionando; fue como si un boxeador hubiera recibido un duro golpe que lo dejara un momento sin respiración. Comprendió que, en ese sentido, a Enrique no le faltaba razón. Fue ella quien recomendó a Craig la lectura de las novelas de Enrique, y estaba claro que algo había llamado la atención del restaurador hasta el punto de escribirlo de su puño y letra al finalizar la lectura de
El anticuario
. No le dolieron prendas reconocerlo.
—Sí, es cierto. Craig te lo mandó a ti. Tienes razón.
—Por una vez en mi vida estoy seguro de que la tengo. No quise nada de esto, Bety; los acontecimientos se sucedieron encadenándose los unos a los otros. Acabo de firmar un contrato muy importante por dos novelas, y esta historia se presentó de repente, con una fuerza que no podía rechazar. Me puse a escribir como no le hecho nunca, y me fue imposible detenerme. Pero, cuando encontré la libreta, me quedé paralizado. Y decidí venir a contártelo a ti y entregársela a la policía. ¡Quiero hacer las cosas bien!
—Lo comprendo, lo comprendo. Hiciste bien. Perdona lo de antes. No debí gritarte.
—También yo te comprendo, Bety. Te hiciste muy amiga de Bruckner.
—Sí. Su muerte me dolió muchísimo, Enrique. Craig apareció en mi vida en un momento difícil, y fue un hombre comprensivo e inteligente. Me ayudó, es cierto. Todo ocurrió como tú acabas de contarlo, de repente. Así es la vida: las más de las veces, las cosas que nos suceden ocurren ajenas a nuestra voluntad. Un simple semáforo rojo puede cambiarlo todo: veinte segundos son suficientes para tomar uno u otro camino. Si no hubiera tenido la costumbre de tomarme el café de media mañana en el claustro no habría llegado a conocerle como lo hice. Entonces, ¿vas a entregar la libreta?
—Sí…
Bety sonrió. Una única palabra le bastó. Conocía a Enrique como no lo conocía nadie, y supo comprender lo que suponía esa pequeña vacilación.
—Has hecho una copia.
—La escaneé. Quiero seguir investigando.
—Comprendo… Tienes una novela que acabar, y siempre te gustó que tus obras fueran lo más verídicas posible.
—Sí, es cierto, aunque no es mi motivación principal. No podemos ni afirmar ni descartar que algo extraño sucediera. Y esa libreta podría ser la clave.
Permanecieron en silencio, mirándose. Enrique había explicado sus intenciones con un tono muy diferente al anterior: Bety detectó un sentimiento de culpa en sus intenciones, y le ofreció un rápido consuelo. También ella sentía curiosidad, y podía ofrecer algún dato que Enrique desconocía.
—¿Qué hay en la libreta?
—Todo… y nada. Resume el trabajo acumulado por Bruckner sobre Sert a lo largo de toda su vida, y solo hay un elemento que me llama la atención: existen unas notas a lo largo de la libreta que son recientes.
—¿Cómo lo sabes?
—Cambia ligeramente la forma de la letra, y la tinta de estas anotaciones no está ajada. Son recientes, pero desconozco cuánto.
—Y, ¿qué dicen esas notas?
—«SÍ», «NO» y signos de interrogación; muchas de ellas, a su vez, están tachadas, como si se tratara de posibilidades que hubiera descartado más tarde. También hay algunas anotaciones de carácter técnico.
—Es bien poca cosa. ¿No hay nada más?
—Nada que yo sea capaz de descifrar.
—Quiero la copia.
—Toma.
—¡No me digas que la habías preparado para mí!
—Sí. Pensé que querrías estudiarla.
Enrique extrajo una copia de su portadocumentos y se la tendió. Había ampliado el tamaño hasta llegar al A4, grapando las hojas, e incluso le había puesto una cubierta semejante a la original. Ella la hojeó, con curiosidad.
—Bety, me has contado que hablabas con Bruckner casi todos los días. Si hay alguna persona que pudiera estar al corriente de cualquier novedad relacionada con su trabajo en estos últimos tiempos, esa eres tú.
—Hay algo que sí puedo contarte. No mucho tiempo antes de su muerte, Craig viajó primero a Barcelona y después a Nueva York. Había descubierto aquí, en los archivos del museo San Telmo, que Sert realizó una visita a la ciudad en 1944. Craig estaba excitado, pues no consta referencia historiográfica alguna acerca de esta visita. Dijo que debía viajar a Nueva York para consultar estos hechos con otro especialista.
—¿Eso fue todo?
—No me dijo más.
—Ahora soy yo quien dice que es bien poca cosa.
—Espera un instante: Craig volvió de Nueva York preocupado. No me lo dijo así, pero fue la impresión que tuve. Antes de su viaje solíamos salir a pasear algunas tardes y, después, dejamos de hacerlo. Dijo que tenía mucho trabajo y que se le echaba el tiempo encima, y es cierto que pasaba aún más horas que antes en la biblioteca. Pero estaba, ¿cómo te lo diría?, entre ausente y concentrado.
—¿No volvió a comentarte nada sobre su trabajo?
—No. ¿Qué piensas de todo esto? ¿Crees que puede guardar alguna relación?
—Quizá. Verás, Bety: cuando abrí el sobre en Nueva York y vi que se trataba de la libreta, di rienda suelta a mi imaginación; si ya la tenía desbocada por la escritura de la nueva novela, esto la incentivó aún más. Me formulé varias preguntas, pero hubo una que destacó sobre todas ellas: por qué me lo mandó a mí y no te lo entregó a ti, y por qué lo envió por correo en lugar de dármelo en persona. Pensé mucho sobre ello, y esta fue mi conclusión: quería compartir su situación con otra persona, pero se vio obligado, por causas que desconocemos, a tomar esa decisión de forma inmediata. ¡Por eso lo mandó por correo! Y creo que no te lo quiso dar a ti para evitarte problemas.
—¿Para protegerme?
—Sí.
—Entonces, estás confirmando que a Craig…
—Todo esto no son más que hipótesis. ¿Comprendes ahora por qué voy a entregarle la libreta a la policía? No es nuestro trabajo, Bety. Pero sí te diré esto: quiero seguir los pasos de Craig Bruckner durante sus últimos días. Si antes tenía curiosidad, ahora que me has contado su descubrimiento de la segunda visita de Sert a San Sebastián, esta se ha incrementado. Pensar que a Craig lo asesinaron es algo muy literario, pero, ya en su momento, me lo dijeron mis amigos policías: ¿por qué iban a hacerlo? ¡Reconstruiré los pasos de Bruckner, Bety! Porque, si hay un motivo, ¡estará ahí! ¿Podrás ayudarme a ello?
—No, no podré. Al menos, no en los próximos tres días. La exposición se nos echa encima y no tendré ni un minuto de tiempo para ayudarte. Pero sí te conseguiré acceso a la biblioteca: allí podrás intentar seguir el rastro de Bruckner. La clave de acceso es San Telmo. Ven a las diez; daré instrucciones en la recepción para que te dejen pasar.
—¡Gracias, Bety!
—Busca. Encuentra lo que sea. ¡Tenemos que saber!
—Así lo haré, Bety; así lo haré.
E
sa misma tarde, después de comer, Enrique visitó al inspector Germán Cea en la comisaría de Ondarreta para entregarle el original de la libreta de Bruckner. Había concertado una cita con él antes de ir al museo. Llevó consigo el sobre original, en el constaba el matasellos con la fecha, para demostrar que lo recibió en Nueva York: que tuviera amistad con miembros de la policía no suponía que necesariamente debieran creerle. Cea escuchó sus explicaciones, tomando notas mientras Enrique hablaba, y en todo momento mantuvo esa expresión moderada y ese suave tono de voz que lo caracterizaba. Hizo varias preguntas, muy concretas, pero ninguna le pareció a Enrique de importancia; al fin y al cabo, Cea desconocía los detalles relacionados con el trabajo de Bruckner. No se llamó a engaño. Sabía que bajo ese aspecto discreto se ocultaba un profesional competente, y que estudiaría la libreta con atención. Antes o después volvería a tener noticias suyas.
Después, se marchó a su piso de Igueldo. Dejó pasar el tiempo en la terraza, contemplando cómo la noche se iba adueñando de La Concha. Hacía fresco, no más de diez grados, y tuvo que ponerse una chaqueta para no enfriarse. El espectáculo jamás lo decepcionaba: poco a poco, la bahía se iba iluminando; un suave viento del sur rizaba las crestas de las olas, y echó en falta como nunca tener su
Hispaniola
amarrada en el puerto. ¡Cuántas veces había salido a navegar a última hora por la bahía, por su bahía, para ver llegar la noche!
Tomó una cena ligera y se fue pronto a dormir. No durmió mal, pero sus sueños no fueron tranquilos; al despertar, no recordaba nada de ellos. Después de desayunar llegó al museo a la hora prevista. La recepcionista le acompañó a la biblioteca, señalándole una mesa en particular; después, se fue, dejándole solo.
Había llegado el momento de comenzar su investigación.
Encendió el ordenador e introdujo la clave operativa que le diera Bety. Se desplegó el menú con los iconos de los programas del museo. Pinchó en «BIBLIOTECA», y se abrió un entorno clásico de búsqueda de ejemplares por autor, fecha, nombre del volumen y clave. No tenía un buscador histórico, o al menos, no supo encontrarlo. Al azar, introdujo la palabra «Sert» en el buscador: apareció un listado con treinta y nueve ejemplares y su localización en las estanterías de la biblioteca. Era lógico que hubiera más obras de referencia sobre el pintor que en el MoMA, ya que en San Telmo se exhibía una de sus obras mayores. Quince de ellas ya las había leído en Nueva York, así que ese fue un trabajo adelantado. La biblioteca del museo admitía el préstamo de ejemplares, pero Bruckner había trabajado en ella de forma regular y era seguro que, incluso llevándoselas puntualmente a su piso alquilado del Boulevard, no había formulado la petición. ¿Para qué hacerlo, si se pasaba todos los días de la semana en el museo y podía devolverlas en cualquier momento?
Imprimió el listado e inició la primera parte del trabajo: en grupos de cinco ejemplares fue reuniéndolos en la mesa, para después leerlos atentamente. Dedicó a este trabajo todo el día excepto una pequeña pausa para comer. Buscaba cualquier referencia al segundo viaje de Sert y, como era de esperar, no encontró nada, exceptuando algunos nuevos detalles técnicos sobre su obra con los que incrementar sus cada vez más notables conocimientos en la materia. Sabía que ese iba a ser el resultado, porque el descubrimiento de Craig no podía constar en obras ya publicadas, pero, como estaba seguro de que el restaurador las habría consultado, se obligó a seguir su pista. Enrique no era más que un investigador aficionado, pero esta no era su primera investigación y sabía bien cómo obrar. Paciencia y persistencia, esas eran las claves.
Cerró la primera jornada con la sensación de haber hecho bien el trabajo. Con paciencia había leído todos los ejemplares, uno por uno y página a página, sin saltarse línea alguna. No estaba cansado, pero se acercaba la hora de cerrar el museo. Eran las ocho y media en España, así que con la diferencia horaria de siete horas respecto a Nueva York era un buen momento para cumplir su promesa y telefonear a Helena. Fue una conversación breve y cargada de silencios, embarazosa y nada natural. Ni la mente de Enrique estaba en sus palabras ni Helena era capaz de disimular su incomodidad. Se despidieron con un mínimo afecto, y Enrique sintió la mella de un pequeño fracaso en su interior.