Y gran parte de mi vida pareció morir con ella.
Junio de 1940
Hoy
, día 14, París ha caído.
T
al y como pensé meses atrás, Francia ha sido incapaz de resistir el empuje de los nazis. Las tropas alemanas entran en la ciudad formando columnas que parecen no tener fin mientras la población huye en masa en dirección sur. Nadie sabe qué puede ocurrir ahora: se habla de represalias, fusilamientos, deportación; todas las personas con compromiso político intentan desaparecer.
Estuve viendo el desfile alemán junto a Misia. Esta, con su humor socarrón, se burló de «aquellos niños exploradores demasiado crecidos, con aspecto de homosexuales, embutidos en sus apretados uniformes». Pero esos nazis, fuera cual fuese su orientación sexual, ¡habían aplastado a las tropas francesas en menos de tres semanas!
Después, cenamos en Maxim’s, prácticamente solos. El restaurante mantiene abiertas sus puertas, con todo el personal en sus puestos. Consuela saber que determinadas cosas permanecen inmutables. Pero esto no podrá durar: cerrarán sus puertas, o tendrán que cambiar de clientes. Yo no me imagino cenando en sus salones, deslumbrado por el brillo del charol de las botas de los gerifaltes alemanes.
Por la mañana visité a Pablo Picasso. Parecía tranquilo y me extrañó. Sus simpatías izquierdistas y republicanas son bien conocidas. Le pregunté si no temía por su futuro. Contestó que no. Ha decidido quedarse en la ciudad y seguir trabajando. «¿Para qué marcharme —me dijo— si no tengo dónde ir? Esta es mi ciudad. Quizá lleguen tiempos mejores». No le falta razón: con tiempo, nuestro destino natural hubiera podido ser Nueva York. Ahora, tras el inesperado y humillante hundimiento de Francia, es difícil plantearse emigrar.
Tampoco yo me iré.
Mis circunstancias son muy diferentes. El compromiso alcanzado en Burgos con los militares españoles, que tras su rebelión contra el legítimo gobierno republicano han ganado la guerra haciéndose con el poder en España, debe ser garantía suficiente para mantenerme a salvo. La amistad entre los regímenes fascistas en por todos conocida. Y mi prioridad es volver a pintar los lienzos para la catedral de Vic. Este proyecto absorbe todas mis fuerzas. ¡Nadie sabe hasta qué punto! Dedico varias horas al día a la creación de las maquetas y al desarrollo de los bocetos. No serán como las de antaño; mi vida es diferente a la que se correspondía con el primer trabajo, y las pinturas de Vic reflejarán este cambio.
Estoy dedicando muchos esfuerzos a acumular pinturas. Temo que los suministros puedan verse afectados y quedarme sin el material necesario para seguir trabajando. Será necesario hacer de tripas corazón y, una vez se haya establecido un gobierno provisional alemán, entrar en contacto con él utilizando la intermediación de la embajada española. Es mejor obrar con mano izquierda y transigir con los alemanes antes que ver paralizada mi obra.
Octubre de 1940
Durante los cuatro últimos meses, los acontecimientos políticos que conllevaron la partición de Francia en dos mitades, creando una Francia ocupada y una Francia libre con un gobierno títere en Vichy, parecieron crear una sensación de orden y seguridad en las calles. A excepción de la simbología nazi, presente por doquier, nada parecía haber cambiado: los mercados reciben alimentos y todo el mundo asiste a sus trabajos.
Mientras el nuevo gobierno nazi se hacía con las riendas de la ciudad, sus aparatos de propaganda se pusieron en marcha. La realidad de los judíos en Alemania, el hipócritamente llamado «problema racial», no tenía visos de reproducirse en Francia. Únicamente se realizó un censo para conocer su número, que no trascendió a los medios públicos. Esa paz aparente saltó en pedazos ayer por la tarde, cuando los alemanes bombardearon sorpresivamente las sinagogas de París. Aquellos de mis amigos que aseguraban la impunidad para los judíos franceses se equivocaron de plano: no solo han destruido sus templos, sino que, además, se ha decretado la transferencia de sus empresas a manos no judías. Muchos de nuestros amigos de raza judía han visto confiscadas sus colecciones de arte; mucho me temo que esto no sea sino el principio de peores vejaciones que están por venir.
Los arrestos son continuos: he visto personalmente cómo los alemanes se llevaban a familias enteras con rumbo al barrio de Drancy, donde permanecen confinados. Los parisinos han reaccionado frente a estos hechos con tibieza: en tiempos de guerra, el mal ajeno parece asegurar el bienestar propio. En parte, los comprendo; ¿quién osaría oponerse a los alemanes?
Recibí la visita de Picasso esta mañana. Oculta bien su temor, como lo hacemos todo. Parecemos sentirnos invulnerables gracias a nuestro prestigio internacional, como si nuestra obra constituyera un escudo más eficaz que un ejército de un millón de hombres. Me relató una jugosa anécdota mientras dábamos buena cuenta de una botella de champán: había recibido la visita de unos críticos de arte alemanes, a los que acogió con toda deferencia. Uno de ellos le mostró una reproducción de su
Gernika
, preguntándole con evidente mofa si él había sido su autor. Su respuesta fue tan fulgurante como inteligente: «No, ese cuadro lo pintaron ustedes».
La valiente respuesta de Picasso no disipa nuestras dudas. La situación en las calles empeora, y sentimos miedo por nuestros amigos: Maurice Goudeket, el marido de Colette, no sabe bien qué hacer, si quedarse en la ciudad o irse al campo. También los Wendel sienten miedo. ¡Y Max Jacob! Por su parte, Picasso me habló de que escribió a René Blum: también él está asustado.
Finalizó la visita dándome un abrazo, dos besos y marchándose con la mayoría del verde de cromo y el blanco de bario que acababa de recibir de Italia. Dijo que, dadas mis relaciones, sabía que no habría de faltarme material, y él, en cambio, estaba bastante justo de todo lo necesario para seguir pintando. Nos conocemos desde hace demasiado tiempo para considerar que en sus palabras hubiera la más mínima censura, y, además, no le falta razón: a fecha de hoy he conseguido estar perfectamente aprovisionado de todo lo necesario.
Incluso he conseguido libertad absoluta para desplazarme a mi antojo. Mi pasaporte es de gran ayuda, pero lo ha sido más haber invitado a determinados generales a una de mis conocidas veladas. ¡No hay prejuicio que resista el empuje de veinte botellas del mejor champán y otras tantas de caviar, bien servidas por lindas y descocadas camareras! Jean Cocteau, al que se le ve el plumero mucho más allá de su conocida orientación sexual, guarda las mejores relaciones con los alemanes; me fue de gran ayuda en la preparación de este evento. Desconozco cómo alcanzó Jean esta cierta intimidad con los nuevos amos de París, pero está bien claro que personas como él saben moverse a la perfección en territorios ambiguos. Tampoco fue difícil para mí. Donde Jean emplea la sutileza, yo aplico la fuerza; donde él utiliza el bisturí, yo prefiero aplicar la espada. El resultado, en cualquier caso, fue el previsto: sigo teniendo abiertas las puertas de la ciudad para cualquiera de mis necesidades. Y haré todo lo necesario para finalizar las pinturas de Vic, mi sagrado objetivo.
Noviembre de 1942
Si París fuera el escenario de una de mis pinturas, quedaría reflejado en un grupo de ciudadanos retorcidos en grotescas manifestaciones de pesar, sometidos al poder absoluto de la ocupación alemana. Las calles mantienen su actividad, pero el clima ha cambiado sustancialmente. La indiferencia generalizada ha sido sustituida por el encubierto rencor. La resistencia ha comenzado a actuar en la ciudad de forma regular, y la represión de los nazis se hace notar con brutalidad.
Respecto a los alemanes, debo decir que no todos ellos son las bestias en las que se han convertido para el imaginario popular. Hay entre ellos personas de cierta sensibilidad artística, y también de calidad social; no todos parecen atrapados por el influjo pernicioso de Hitler y los suyos. Entre estos oficiales destacaría en especial a Schmied y Jäger, dos coroneles herederos de la clásica tradición militar prusiana. Son hombres de buenas familias que se han visto arrastrados al vértigo de la guerra por el compromiso con su país, pero que, en privado, parecen detestar la creciente presencia y el poder omnímodo de la Gestapo y de las SS en las fuerzas de ocupación. Compartimos el amor por el arte y por el buen vivir, y, cuando sus obligaciones se lo permiten, hallan discreto acomodo y buena conversación en mi taller o en mi casa.
Nuestra amistad, con todo el recelo que puedo expresar en una situación semejante, parece sincera; si no estuviéramos inmersos en la locura de la guerra podrían haber llegado a ser incluso clientes. Conocen mi obra artística, y la valoran y respetan. Existe entre nosotros esa complicidad social que tantas puertas me ha abierto en el pasado: la conciencia de clase no es privilegio de los comunistas, y puede extenderse también a la acomodada burguesía o incluso a la más rancia nobleza.
Su abierto apoyo, unido al del embajador español, me mantiene con plena libertad de movimientos y sin restricción alguna. Gracias a ello mi obra avanza, aunque no sin lentitud. El peso de los años me ha restado capacidad y debo medir bien mis recursos.
Por si todo ello no fuera poco, el peso de los recuerdos me atenaza cada vez con mayor fuerza. Son numerosas las ocasiones en las que siento la presencia de Roussy a mi lado, y me sorprendo buscándola por el taller como si no hubiera muerto. La pasión por la vida sigue estando ahí, es la característica que siempre me ha definido, pero a veces queda atenuada por la ausencia de mi amada.
Maldigo su debilidad, y maldigo mi incomprensión. No fui capaz de rescatarla de su apatía ni alejarla de la morfina, y en parte me siento responsable de su triste final. Retomé mi relación personal con Misia, pues era la única conclusión posible a nuestra relación a tres. Mi complicidad con ella es absoluta, y quisiera sentirme como si Roussy hubiera sido un vendaval que se esfumó con idéntica fuerza a la que tuvo al aparecer. Sé que esto no es ni será posible: esa fantasmal presencia que parece acompañarme así lo evidencia.
La situación de Misia en París es precaria. Nacida en San Petersburgo, de ascendientes judíos, con toda su documentación como ejemplo perfecto del desorden de a quien jamás le preocuparon semejantes insustancialidades burocráticas, se mantiene con un pasaporte diplomático que difícilmente podrá protegerla de los malos tiempos que ya están llegando. Además, está baja de ánimo, y ha perdido parte de la visión. Será pues, otra de mis labores velar por ella, y a fe mía que puede contar conmigo como siempre pude yo contar con ella.
Al margen de todo esto, mi vida continúa: he recibido un nuevo encargo, pintar el salón de música del financiero Juan March, en Mallorca. Y he trabado relación con una mujer excepcional por la que me siento inevitablemente atraído: se trata de Úrsula von Stöher, que, por desgracia, está casada con el embajador alemán en Madrid. No cabe duda de que el sentimiento es recíproco; ya veremos qué acaba ocurriendo.
¡Hacer!
¡Esa es mi vida!
¡Hacer para vivir!
E
nrique esperó con paciencia mientras Goldstein finalizaba la lectura de las primeras cuarenta páginas de la novela. En la primera parte, como estaba previsto, se relataba el hallazgo de un cuerpo flotando en la playa; la segunda, en cambio, estaba formada por el extracto de unas supuestas memorias de Sert que serían introducidas según avanzara la acción.
Mientras el agente leía detenidamente el texto iba tomando notas con una pluma; Enrique conocía, en la medida que la empleaba, el agrado que este le ocasionaba. No tenía claro si iba bien: iba a haber más anotaciones de las que hubiera imaginado. Goldstein depositó las hojas en su escritorio, perfectamente alineadas respecto a la esquina derecha, con la pluma encima.
—¿Y bien?
La pregunta de Enrique encontró una respuesta imprevista. Goldstein se dio pequeños toques en la sien con el índice de la mano derecha durante unos segundos antes de contestar.
—No estoy seguro.
—¿No es bueno? ¿No te gusta?
—Esa pregunta es absurda, Enrique. ¡Claro que me gusta! ¡Eres un excelente escritor! Pero me pregunto, y tú deberías hacer lo mismo, si este tipo de novela es el que están buscando en tu futura editorial.
—Me parece que no sigo tu razonamiento.
—Vayamos por partes. Primero, el comienzo. ¡Es perfecto! Lo has descrito con tal habilidad que el guionista más inútil tendría la escena resuelta. Cualquier lector se verá directamente metido en el agua contemplando el cadáver del restaurador. ¡Para esto tienes un don que tienen pocos!
—Entonces, ves el problema en la parte histórica.
—Sí… y no. El empleo de la primera persona se te da realmente bien, muestras la psicología del personaje tanto en sus reflexiones como en sus acciones.
—Por tanto, no es un problema de estilo.
—No, no lo es. Puede ser, y atento que lo repito, puede ser un problema de concepto.
—¡La acción en presente precisa de esa parte histórica, es la justificación de toda la novela!
—¡Sin duda, sin duda! La muerte de tu restaurador tiene sus raíces en los conflictos habidos alrededor del pintor Sert. Es una época atractiva, un escenario funcional y unas personalidades de indiscutible atractivo. Pero ¿has pensado que la fuerza de la parte histórica amenaza con comerse la intriga? Suele ocurrir que, cuando el escritor se sumerge en una realidad cuyo atractivo es indudable, esta se adueña de sus impulsos creativos.
—Creo que sabré equilibrar la tensión entre el presente y el pasado.
—Eso tampoco lo dudo. Seamos francos, Enrique: si no vas con cuidado, tendrás una novela diferente a lo que habíamos planteado.
—¿Por qué? ¿Qué quieres decir?
—Digo que quizás estás escribiendo algo diferente a lo que se te va a pedir. No olvides que lo principal debe ser la intriga, Enrique. Si el objetivo final no fuera la extensión de la novela al cine, no haría más que felicitarte y encerrarte en tu apartamento atado a la pata de la mesa del ordenador. Pero, salvo que quieras ver modificado el espíritu de tu trabajo, debieras plantearte cómo desarrollarlo. El texto es bueno, sí; pero, tal y como preveo su evolución, daría para una serie de televisión en lugar de una película. Será demasiado extensa si te recreas en los detalles. No debiera tener más de cuatrocientas páginas, a lo sumo quinientas, y amenaza con superarlas con creces.