Pero del verdadero motivo de la presencia de Craig en el archivo familiar, su segunda visita a San Sebastián, no encontró ni una sola palabra.
Absolutamente nada.
Cayó en la cuenta poco a poco, tras horas de lectura, cuando los datos de los centenares de cartas que había leído comenzaron a ajustarse en su cabeza.
Lo que sí encontró fue algo muy diferente: la promesa de un recuerdo, el eco de una certeza, la pista de una emoción. Y, de repente, cuando las piezas comenzaron a encajar, ¡todo un mundo inesperado se abrió de par en par ante él!
B
ety se reencontró con Craig cinco días después de su regreso a San Sebastián. Supo que estaba de nuevo en la ciudad porque escuchó referencias indirectas sobre su presencia en el museo. Y le sorprendió tanto que ni siquiera se acercara a saludarla que su indignación corrió paralela a su sorpresa. Sus pensamientos, que debían estar centrados en la cada vez más cercana inauguración, volaban con frecuencia hacia Craig. No le cuadraba la ruptura de sus rutinas porque ella era una mujer proclive a ellas; pero comprendió lo absurdo de su conducta cuando se sintió molesta con él. Esto la hizo recapacitar: juzgaba este comportamiento por su propio rasero personal y no por el de Craig.
Por eso, cuando el lunes posterior al regreso de Craig a la ciudad volvió a encontrárselo en el claustro, sonrió como si nada hubiera pasado, pues era evidente que sus motivos tendría para actuar como lo había hecho. Estaba sentado en la crujía más cercana a la iglesia; sus azules ojos lucían luminosos pese a ser un día nublado y gris. Caminó hacia Bety, dándole dos besos al encontrarse.
—¡Por fin! Te ha costado una semana entera dejarte ver. ¡Llegué a pensar que no querías saber nada de mí!
—Nada más lejos de mi intención que molestarte precisamente a ti.
—No te ocultaré que, cuando supe que habías regresado y que no te habías dignado saludarme, me enfadé bastante. ¿Qué tal tu viaje a Barcelona?
Craig frunció el ceño mientras apretaba los labios para exhibir una sonrisa pícara. La combinación de ambos gestos era nueva en el repertorio de las expresiones faciales que Bety conocía: le dio la sensación de que expresaba tanto alegría como incertidumbre.
—Provechoso. Y sorprendente. ¿Cómo supiste que estaba en Barcelona?
—Me preocupé al no encontrarte en el museo, así que pregunté por ti a varias personas. Fue Jon Lopetegi quien me lo dijo.
—Solo él conocía mi destino. Tenía previsto realizar una valoración sobre las humedades de
Pueblo de pescadores
, el lienzo de Sert que se encuentra en peor estado, la misma tarde de mi viaje y contaba con mi presencia, así que me vi obligado a excusarme.
—¡Me sorprendió que ni tan siquiera te despidieras!
—Surgió una necesidad repentina: tuve que realizar un viaje relámpago. Hay archivos difíciles de visitar, y me confirmaron que podía ver el de la familia Sert en Barcelona ese mismo fin de semana. Y, ya que estaba allí, no pude evitar la tentación: existen otras obras de Sert en la ciudad y en sus alrededores que llevaba muchísimos años sin ver en persona… Así que prolongué el viaje un par de días más para darme este pequeño placer.
—De acuerdo, ¡pero regresaste el martes y han pasado varios días!
—Ocurrió que, nada más llegar a San Sebastián, tuve que comprobar un montón de antigua documentación en los archivos históricos provinciales. Y también tuve que ir a Zumaia, al museo Zuloaga. Lo acaban de reformar: un lugar hermoso que bien merece una visita.
—Lo conozco. Corrígeme si me equivoco: Zuloaga fue la persona clave para que la junta de gobierno del museo San Telmo escogiera a Sert para decorar la iglesia.
—En efecto. Quería revisar parte de su correspondencia particular.
—Craig, ¿a qué se debe tanta urgencia? Te he visto trabajar siempre con un ritmo muy definido, con muchísima tranquilidad. Y, de repente, estás que no paras, de aquí para allá.
Llegados a este punto, Craig no supo qué contestar. Ciertamente, Bety se había convertido en una persona muy cercana a él, prácticamente una amiga. Si, como le dijera días atrás, hubiera tenido él no treinta, quince años menos, no hubiera dudado en intentar un acercamiento más personal: sus motivos tenía para ello, tan íntimos y personales, tan imposibles de explicar, que ni se le había pasado por la cabeza explicárselos a Bety. Ella era un guiño del destino, sin duda, un premio a su fidelidad al pasado, un misterio vivo. Pero por mucho que se compenetraran, el abismo de la edad resultaba excesivo. Aunque se habían explicado intimidades de sus vidas que seguramente nadie más conocía, ¿podía contarle ahora la investigación que estaba desarrollando? Dudó, y estuvo muy próximo a explicárselo todo. Pero, en el último momento, decidió no hacerlo sino en una versión muy sencilla hasta que hubiera confirmado todos los extremos de su investigación.
—Trasteando en la biblioteca del museo descubrí recientemente pruebas de un viaje de Sert a San Sebastián, en 1944, un viaje que no está documentado en ninguna parte. Esto es bastante sorprendente, porque su vida está muy estudiada. Me puse en contacto con los herederos de Sert y estos me ofrecieron la posibilidad de estudiar su correspondencia.
—Y ¿encontraste algo al respecto?
—Bueno… digamos que estoy en ello. No encontré una referencia directa sobre el viaje, aunque esto no es de extrañar porque, si la hubiera habido, el viaje sería conocido desde tiempo atrás. Así que tuve que acudir a las fuentes locales. Y aquí pude confirmar que Sert sí estuvo en la ciudad una segunda ocasión: esto es un hecho. Pero esto no ha hecho más que comenzar. Tengo que viajar a Nueva York y saldré de viaje mañana mismo.
—¿Mañana? Pero ¿ya has acabado tu trabajo aquí?
—¡Casi! Es cierto que el trabajo de campo está muy avanzado, aunque ahora he abierto una línea de investigación sobre los lienzos que debo cotejar con otro experto en la materia. Por eso regreso a casa unos días.
—Recién llegado, y ya vuelves a marcharte… Craig, sé que, antes o después, tendrás que irte definitivamente. Y quiero que sepas que, cuando lo hagas, te echaré de menos. Hoy en día eres mi único amigo.
—¡Pero todavía no ha llegado ese momento! Es cierto que mi trabajo para la monografía sobre Sert está prácticamente finalizado, pero estaré presente en la inauguración del museo, ¡seguro! Y después, en octubre, regresaré a casa para redactar el texto definitivo. Por otra parte, no te olvides del compromiso que he adquirido con el museo. Las obras de restauración de la iglesia ya están finalizadas: después de la reparación del tejado no habrá más filtraciones, y los lienzos de Sert dejarán de recibir humedad. Cuando el edificio se asiente climáticamente podremos comenzar la definitiva restauración de los lienzos. De momento nos hemos limitado a localizar las áreas afectadas y detener puntualmente su deterioro. Este es un trabajo que requerirá bastante tiempo, ¡y tendré que venir con frecuencia!
Craig se sintió emocionado al comprobar que, en efecto, su relación con Bety era mucho más profunda de lo que ambos imaginaran. Estaba bien claro que ella lo había echado en falta, y el sentimiento, ahora que el embrujo de la investigación había quedado atenuado por su conversación, era recíproco. Para él, ella era alguien muy, muy especial. Solo quien conociera en profundidad su pasado podría saber hasta qué punto lo era.
Decidido a, en la medida de lo posible, compensar su ausencia, charlaron un buen rato, mucho más de lo habitual. Ni Craig tenía prisa en regresar a la biblioteca, ni la tenía Bety en volver a su despacho. Pero no disponían del tiempo a su libre albedrío, y ambos debían atender sus obligaciones. Al fin, se despidieron con otros dos besos y una recomendación de Bety para el largo viaje en avión: leer la novela de Enrique
El anticuario
, que le entretendría durante el vuelo. Y Craig, que ciertamente sentía curiosidad por conocer tanto la obra como la persona del exmarido de Bety, prometió hacerlo sin falta.
C
raig regresó a San Sebastián a finales del mes. Bety no tardó en apreciar que parecía cambiado: a ratos estaba ausente, casi ido. Su buen humor habitual parecía intacto, pero solo lo exhibía en momentos muy concretos. Seguían viéndose en el claustro casi todas las mañanas; los paseos de las tardes no se repitieron. Craig se excusó arguyendo que tenía muchísimo trabajo por delante y poco tiempo para realizarlo.
Bety sabía que esto era cierto: además del trabajo sobre la monografía y del análisis de las humedades en los lienzos de Sert, seguía atareado investigando sobre el segundo viaje del pintor a la ciudad. Su mesa de trabajo en la biblioteca estaba repleta de documentación, y pasaba literalmente horas frente a la gran pantalla de su ordenador enfrascado en el estudio de detalles muy concretos de las diversas obras de Sert.
Craig dejó de hablar de su trabajo casi por completo. Por propia experiencia, sabía Bety que, en ocasiones, cuando uno está volcado en una investigación, esta parece impregnar todo el espacio alrededor de la persona, abarcando incluso el mismo aire que se respira. Y en estas ocasiones es cuando más se precisa una desconexión, so pena de acabar uno obsesionándose con el trabajo y perdiendo la objetividad. Así pues, charlaban de otros asuntos: las ocupaciones de Bety en el museo, la vida de la ciudad; cualquier tema era válido siempre que no se tratara de Sert.
Y uno de los temas que más trataron fue la aventura que pasaron en Barcelona Bety y Enrique. Fue un tema recurrente, en especial los días siguientes al regreso de Craig, cuando acababa de leer la novela. Craig se condujo con prudencia, pues sabía que había sido una experiencia difícil para ella. La novela le pareció muy entretenida y tenía, tal y como le explicara Bety, el morbo añadido de basarse en una historia real.
Pero no era sobre los temas personales sobre los que estaba más interesado: lo que más llamaba su atención era todo lo referido a la investigación desarrollada para encontrar la Piedra de Dios. Para Craig, era sorprendente que Enrique hubiera sido capaz de conducir la búsqueda de la Piedra tal y como lo hizo.
—En lugar de hacerlo como un escritor, actuó como un investigador. Pero tengo entendido que esa no es su formación.
—No, no lo es. Sin embargo, sí puedo decirte que, como vivimos juntos, lo he visto trabajar y conozco su método. Aunque su personalidad es muy impulsiva, la estructura de trabajo que utiliza no lo es. Una vez surge la idea, es metódico. Puede que la inspiración sea clave a la hora de crear un argumento, pero la organización a la hora de escribirla es rigurosa.
—Probablemente por eso consiguió encontrar la Piedra cuando las posibilidades no parecían a vuestro favor. Un investigador precisa combinar ambas cualidades para alcanzar el éxito.
—Es posible que Enrique tenga muchos defectos, pero su capacidad para imaginar está fuera de toda duda. Podía pasar bastante tiempo madurando una idea, y no se sentaba a escribir hasta que la historia se había desplegado casi por completo en su imaginación.
—¿Quieres decir que cuando se sentaba a escribir tenía la novela ya en su mente?
—No tal y como lo has expresado. Sí tenía una idea general del argumento y, en especial, completamente cerrado el comienzo y el final. Según me explicaba, la historia tenía derecho a vivir en relativa libertad; pero siempre debía acabar ajustándose a sus necesidades.
—Entonces, una vez comenzaba…
—Se transformaba en una auténtica máquina. Podía escribir durante horas, o, por el contrario, verse continuamente interrumpido y regresar al trabajo sin perder un ápice de concentración. Alguna vez me dediqué a interrumpirle de una forma deliberada pidiéndole que me trajera a la cocina cosas de la despensa, que teníamos en el piso inferior, solo para ver cómo volvía a sentarse frente al ordenador para seguir escribiendo la frase que dejara por la mitad al levantarse.
—Yo nunca hubiera podido hacer algo semejante. Una vez he perdido la concentración me resulta casi imposible recuperarla hasta que pasa un buen rato.
—Lo mismo me sucede a mí, y prácticamente a todas las personas que conozco. Pero para Enrique esto carecía de mérito. Decía que la concentración no era necesaria porque la historia ya se había desarrollado en su mente y el hecho de sentarse a escribirla era más bien algo mecánico. Es más, escribía en la sala, al lado del televisor: por las noches yo solía tenerla encendida y él se sentaba a mi lado a escribir ignorándola por completo… ¡o comentando de repente escenas de películas como si estuviera siguiéndolas! Otras veces sonaba su móvil y contestaba la llamada, o atendía correos electrónicos que le iban llegando saltando de un tema a otro con toda naturalidad.
—¿Y dices que la parte central de sus historias no estaba desarrollada en su totalidad?
—Enrique decía que lo más importante de todo era permitir que su mente inconsciente asociara el argumento por sí sola. Si planificaba en exceso, se agarrotaba; si no planificaba nada, nada obtenía; por eso dejaba fluir las ideas hasta que llegaba el momento de sentarse y dejarlas salir en tropel. Podía levantarse de repente y sentarse en la terraza media hora sin hacer absolutamente nada más que mirar a lo lejos y pensar muy por encima en el argumento. Luego se sentaba, y se ponía a escribir como un poseso.
—Por más que lo deseara, jamás podría conseguir nada semejante.
—Consuélate: a Enrique le pasaría lo mismo si intentara seguir nuestro habitual método de trabajo.
—Es como si su mente volara alrededor de los problemas, viéndolos en conjunto, de una forma global.
—Algo así, en efecto. ¡Bien expresado!
—Me parece muy, muy interesante.
Bety tuvo la impresión de que el interés de Craig por Enrique se debía a algún hecho que ella desconocía; Craig sabía que Enrique iba a asistir a la inauguración, y aunque su curiosidad fuera completamente natural, máxime conociendo que habían estado casados, en ese momento creyó percibir un exceso de interés en sus capacidades creativas.
Ella no le dio la menor importancia. Bastante tenía con saber que la fecha se aproximaba e iban a volver a encontrarse. Para Craig, en cambio, atrapado en una especie de callejón sin salida en lo que a su investigación se refería, supuso una suerte de revelación. Contar con alguien capaz de enfocar los problemas de una manera diferente podría ser la clave para resolver su actual situación de punto muerto.