El restaurador de arte (5 page)

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Authors: Julian Sanchez

Tags: #Intriga, #Aventuras

—¿En una sociedad? ¿No sería más lógico hablar en la comisaría?

—Tu estancia en Nueva York ha debido oxidarte los reflejos. ¡No olvides que estamos en San Sebastián! Y lo que ha sucedido no es tan grave como para citarte oficialmente. No, amigo, no vas a privarme del placer de prepararos una buena cena. Allí nos veremos.

Enrique se presentó en Gaztelupe diez minutos antes de la hora prevista. Se entraba desde la calle 31 de Agosto, la calle con más historia de la ciudad en plena parte vieja donostiarra. Al ser un día entre semana estaban ellos solos. El local era un gran comedor con las cocinas al fondo; las mesas eran alargadas, de gran tamaño; los bancos, corridos, a ambos lados. La decoración, sencilla, para no distraer del verdadero objetivo de la sociedad, la amistad y la comida. En la mesa del fondo, junto a las cocinas, Lekaroz, con un delantal puesto, estaba llevando a la mesa los entrantes. Junto a él había otras dos personas; Enrique se acercó, sonriendo. Cuando residía en la ciudad no acostumbraba a acudir a las sociedades con regularidad, pero, si antes ya apreciaba sobremanera su encanto, ahora, debido a su prolongada ausencia, este se veía multiplicado. Lekaroz, ejerciendo de anfitrión, le presentó a los otros invitados; uno de ellos, el más joven, era, como bien supuso Enrique, Germán Cea, el inspector de policía, y el otro Floren Encinas, médico forense.

Enrique comprendió de inmediato que Cea era uno de esos hombres reflexivos y prudentes, de los que piensa detenidamente aquello que va a decir antes de hablar. Encinas, por el contrario, era de sonrisa fácil y trato directo, buen narrador de anécdotas. Durante el transcurso de la cena se habló de cualquier cosa excepto de trabajo. Enrique no se extrañó por que la conversación derivara a temas más frívolos en lugar de aquel que realmente motivaba su presencia allí. Sabía que a los postres, como mandaba la tradición, llegaría el momento adecuado. Dieron buena cuenta de una excepcional merluza y tras los postres, con una copa en la mano, con el ambiente ya relajado y creada una cierta confianza entre todos ellos, Cea comenzó a hablar de lo que llamó «el asunto Bruckner».

—De acuerdo con lo que me habéis contado, puedo comprender que Bety, con la que mantienes una buena relación, cogiera la novela, así como también que quisiera conocer si tenías alguna relación con el asunto. Y me parece bien que llegara a la conclusión de que, una vez hubiera comprobado tu inocencia, tuviera claro que debía entregárnoslo. El suyo es un comportamiento erróneo desde el punto de vista policial, pero también comprensible dada vuestra relación personal. Hasta aquí, estamos de acuerdo, y no debéis preocuparos por la ocultación del libro. Lo que no acabo de entender es por qué ha desaparecido esa libreta de anillas en la que Bruckner tomaba sus anotaciones. Si lo he entendido bien, se supone que en ella se guardaban notas sobre su trabajo dedicado a la monografía sobre Sert y también sobre la restauración de los lienzos de la iglesia. ¿Qué interés tendría nadie en llevarse esa libreta? ¿No podría estar en algún otro lugar del museo?

—Según Bety, Bruckner no hacía más que ir de la iglesia a la biblioteca; si la libreta no se encuentra en ninguno de esos lugares dudo mucho que la encontremos.

—Esta, llamémosle desaparición, por sí misma, no es excesivamente importante. Cualquier documento puede traspapelarse. El problema viene dado por una segunda variable. Floren, si eres tan amable, explícale a Enrique tu parte.

Encinas, que había estado escuchando con atención, tomó un buen trago de güisqui antes de hablar. Todo su aspecto bonachón se desvaneció como por ensalmo en el momento en que la sonrisa se borró de su rostro; en un instante desapareció el contertulio para verse sustituido por el profesional. Las explicaciones de Encinas fueron interrumpidas por las preguntas de Enrique; Lekaroz y Cea, que ya conocían los extremos de la autopsia, permanecieron todo ese rato en silencio.

—Craig Bruckner falleció por un cuadro de sofocación por sumersión. Presentaba un cuadro peculiar, ya que no había líquido alguno en sus pulmones.

—¿Eso es posible?

—Entre un dos y un diez por ciento de las muertes por sumersión ocurren por este motivo. Un espasmo de la glotis impide el paso de agua: se considera un mecanismo defensivo del cuerpo, aunque sus consecuencias acaban por ser idénticas. A la apnea inicial debida al espasmo le sigue una parada cardíaca.

—Y ¿cuál es la causa del espasmo?

—Fundamentalmente la diferencia de temperatura entre el agua y el cuerpo. Un choque térmico podría inducir un cuadro semejante.

—Un choque térmico… Entonces, la inmersión debió ser repentina.

—En efecto. El espasmo de glotis precisa una diferencia de temperatura acusada y una inmersión súbita.

—Pero, según recuerdo la noticia del periódico, Bruckner fue encontrado junto a la isla…

—Eso descarta, en principio, este motivo. Si nadó desde la orilla no pudo sufrir un choque térmico. Y, además, la temperatura del agua era la propia de la época, por encima de los veinte grados. Sin embargo, no podemos olvidar que se ha descrito una amplia bibliografía en la que nadadores avezados han sufrido este espasmo: explicarlo resultaría excesivamente técnico, pero habría que realizar un test genético sobre el llamado síndrome QT largo. Estamos a la espera de recibir los resultados del análisis genético.

—¿Y si esos resultados fueran negativos?

La mirada entre los policías y el forense fue significativa: probablemente ese mismo y no otro fuera el resultado que esperaban.

—Si fuera negativo, las posibilidades de encontrarnos con un ahogamiento sin explicación aparente serían mayores.

—Y ¿qué opciones barajaríais en ese caso?

—Si el resultado fuera positivo, las causas quedarían definidas; en cambio, si el resultado fuera negativo, nada podría saberse a ciencia cierta sobre las causas exactas de su muerte. El resto de pruebas forenses, análisis histopatológicos, químicos, biológicos, no han dado resultados concretos… a excepción de un pequeño detalle.

Fue Cea quien tomó la palabra para ilustrar las palabras de Encinas y dirigió la conversación a partir de ese momento.

—Un pequeño detalle sí, pero muy interesante. Bruckner tenía unas marcas en el hombro derecho que podrían corresponderse con la huella de unos dedos.

—Pero, entonces, ¿estáis diciendo que fue asesinado?

—No necesariamente. En realidad, es más bien improbable. Existen dos motivos que así lo indican. El primero, las convulsiones asfícticas, que conllevan movimientos desordenados de los brazos. Bruckner pudo haberse infringido a sí mismo esas lesiones al manotear en busca de aire. Pero, además, está estudiado que el porcentaje de homicidios por ahogamiento es de alrededor de un tres por ciento, y las víctimas suelen ser niños o mujeres. Se precisaría una cierta diferencia de tamaño y peso entre la víctima y el agresor para que la suspensión en el agua de las masas corporales de ambos proporcionara una notable ventaja al atacante. Bruckner era un hombre alto y fuerte, así que esta segunda causa queda prácticamente descartada.

Por vez primera en toda la velada se produjo un silencio espontáneo entre los cuatro comensales. Lekaroz, el más veterano de los presentes y el más cercano a Enrique, lo rompió clarificando la situación.

—Enrique, cuando esta mañana me preguntaste por qué quedar aquí, en la sociedad, en lugar de hacerlo en la comisaría, te dije que parecía mentira que me preguntaras eso habiendo vivido tantos años en San Sebastián. Es cierto que aquí todo lo arreglamos ante una buena mesa, pero si en este caso hubieran existido evidencias directas habríamos quedado con Germán en su despacho.

—No tenemos nada, Enrique —intervino Germán Cea—. Desde el punto de vista forense, Floren no puede pronunciarse en uno u otro sentido. Y llegados a este momento quien interviene es la policía: no siempre los análisis forenses son tan tajantes como muestran tus novelas. Sin embargo, ¿por qué iba a estar alguien interesado en la muerte de Bruckner? Hemos recabado información del FBI sobre el particular y no hemos obtenido nada. Estaba soltero y no se le conocía pareja. No era rico, aunque tenía el dinero suficiente para llevar una vida desahogada. Nunca tuvo enemigo alguno, ni tampoco antecedentes policiales de ningún tipo. En resumen: no hay nada.

—Excepto un libro donde consta «Alonso. Puede ser él», y una libreta de anillas desaparecida —apuntó Lekaroz.

—Y eso tampoco es nada en sí mismo. La nota del libro es irrelevante. En cuanto a la libreta, puede que se la diera a otra persona. No tenemos ni siquiera una sospecha. Ni de ti ni de nadie. No hay caso. Solo una serie de casualidades entrelazadas incapaces de resistir cualquier investigación basada en un motivo concreto.

—La mayoría de historias que escribo suelen basarse en hechos parecidos, de esos que vienen en un rincón de las páginas de sucesos en los periódicos y en los que se fijan pocas personas. En casa guardo un archivo con todos esos recortes de periódico.

—Desde luego, este es uno de esos que puedes guardar, aunque sugiere tanto como poco ofrece. Imagino que en tus manos de buen novelista ganaría mucho juego…

La conversación, pese a proseguir con aparente naturalidad durante un buen rato, había finalizado con el relato del inexistente «caso Bruckner». Enrique fue plenamente consciente de ello, tanto como sus compañeros. Hablaron, sí, de otras historias; fue ahora el turno de las anécdotas policiales, muchas de ellas lo suficientemente interesantes para pasar a formar parte de ese archivo de curiosidades que guardaba Enrique para dotar de mayor vivacidad a sus novelas. Pero ya se había dicho aquello que se debía decir. A las doce de la noche dieron por finalizada la reunión. Después de cerrar la sociedad caminaron en grupo hasta el Boulevard, donde se despidieron, no sin que Cea le recordara a Enrique que Bety debía llevarles a la comisaría de Ondarreta la novela con la nota de Bruckner. Enrique, ya a solas, decidió regresar a su casa caminando, mientras reflexionaba sobre lo hablado. Era cierto lo que había dicho Cea: no había caso. Caminó despacio por La Concha, y, en la soledad del paseo, una sensación muy concreta, en absoluto racional pero muy persistente, se instaló en su mente: la de haber pasado un examen sin ni siquiera haberse dado cuenta de ello.

8

E
n el transcurso de los diez días siguientes Enrique apenas pudo hablar con Bety más que en un par de ocasiones, ambas por teléfono: fueron charlas sin trascendencia, formales, de apenas cinco minutos. Le recordaron esos contactos ocasionales con familiares que ya nos resultan lejanos y sin interés. Lo más reseñable de las mismas fue que Bety le explicó la entrega de la novela en la comisaría de Ondarreta al inspector Cea.

Enrique llegó a la conclusión de que ella, deliberadamente, lo estaba evitando y, por ese motivo, tomó la decisión de regresar a Nueva York. Se sentía vagamente inquieto por ello, pues recordaba a la perfección la conversación que mantuvieron en la pasarela, la noche de la inauguración. Las palabras de Bety mostraban, desde su punto de vista, un profundo malestar vital acompañado por la necesidad de sincerarse. Sin embargo, nada de esto sucedió: no mencionó nada. Y, si no deseaba compartir sus problemas, nada podía hacer él por ayudarla. Su presencia en San Sebastián, por tanto, resultaba irrelevante. Tomada esta decisión le envió un SMS; Bety, para su sorpresa, no tardó en contestarle por idéntica vía: «¿Quedamos a la una, en el café de La Concha?» Enrique contestó afirmativamente.

A la hora prevista, allí estaba. Mediaba octubre y la temperatura había descendido casi imperceptiblemente; el día estaba nublado y la playa estaba casi desierta. Una paleta de grises y cobaltos dominaba la bahía; si bajo el sol La Concha refulgía, luminosa, en los días nublados cobraba una nueva expresión, más íntima y, para Enrique, más propia de su verdadera esencia. Quizá más triste; en cualquier caso, más suya.

Sintió dos manos en sus hombros y un beso en la mejilla; se había sentado mirando al mar, dispuesto a disfrutar, como siempre, con su contemplación, y no pudo ver cómo ella se acercaba desde su espalda. Después, Bety tomó asiento, a su lado. Sonreía dulcemente, pero sus ojos verdes también se habían oscurecido, como todo el mundo en derredor. También ella observó con atención la bahía, como si no conociera a la perfección cada uno de sus detalles. Fue Bety la que habló primero, sin apartar su mirada de las oscuras aguas.

—Te sigue gustando tanto como el primer día que la viste, ¿no es así?

—Sí, así es. Nunca perderá su encanto. Da igual la perspectiva; desde el ayuntamiento o desde mi piso en Igueldo, al pie del Sagrado Corazón, en Urgull, o aquí, en el lado opuesto. Contemplarla es un verdadero placer.

—Una vez leí que las parejas, a medida que iba pasando el tiempo, iban adecuando sus miradas hasta casi convertirlas en una sola. Debe ser cierto: a veces, cuando paseo por La Concha, me sorprendo observándola con tu mirada en lugar de hacerlo con la mía.

—Y ¿qué mirada es esa?

—La que permite apreciar la belleza. Sabes apreciar como nadie lo que el mundo te ofrece.

Enrique pensó en las palabras de Bety. Era cierto: podía aceptar que sus defectos fueran muchos, pero esa, sin duda, destacaba entre sus virtudes, mirar al mundo en derredor y ser capaz de contemplar su hermosura, sentir su orden, comprender que parece existir un designio en todas y cada una de las cosas que nos rodean. Lo reconoció, pero a diferencia de lo que hubiera sentido años atrás, lo hizo sin orgullo alguno, como un hecho tan real y evidente como la conversación que estaban manteniendo.

—Tienes razón; esa es mi mirada.

Guardaron silencio unos segundos. Ambos miraban hacia la bahía. Después, Enrique retomó la conversación.

—Es posible que mi mirada se haya quedado contigo, pero también lo es que la tuya siempre me acompaña. No importa que haya pasado tanto tiempo desde que nos separamos y que llevásemos casi tres años sin vernos.

—Y ¿qué mirada es esa?

—La de la honradez. La de la equidad. La del equilibrio. Esa es tu mirada. Y me alegra haberme podido quedar con ella, porque gracias a ti me he hecho mejor persona de lo que fui.

Bety sonrió y, por vez primera en la conversación miró directamente a Enrique.

—¿Cuándo te vas?

—Mañana. No puedo quedarme en San Sebastián indefinidamente; debo regresar. Ha sido una estancia grata, pero tengo compromisos que atender. Bety, ¿qué tal estás?

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