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Authors: Julian Sanchez

Tags: #Intriga, #Aventuras

El restaurador de arte (7 page)

Lo cierto es que Helena le parecía muy atractiva, y a ella también debía parecérselo Enrique, ya que solían quedar con cierta asiduidad, la justa para ser algo más que una relación puntual y algo menos que una relación estable. No había compromiso entre ambos, aunque quizá fuera inevitable que este acabara cristalizando. Helena fue la causa de que, cuando en San Sebastián Bety le preguntara, tras la inauguración del museo, si seguía sintiéndose solo, contestara con tan escasa claridad.

Helena estaba al teléfono, pero sonrió al verle, y le tendió un fajo de cartas sujetas con una goma que sacó de un cajón. Eran bastantes, unas cuarenta; Enrique las recogió y le guiñó el ojo a modo de despedida; ella lo señaló con el dedo y a continuación simuló un teléfono con la mano libre, expresando así que le llamaría más tarde. Enrique ojeó las cartas en el ascensor, mientras descendía al vestíbulo: no eran pocos los lectores que enviaban sus impresiones sobre las novelas, o localizaban pequeños errores en los textos, o simplemente deseaban saludar al autor que les había hecho pasar un buen rato de lectura. Contestarles era parte del trabajo, pues es necesario cuidar a los lectores. Pero, en ese preciso momento, su interés estaba focalizado en la escritura de los nuevos argumentos… Lo haría más adelante, cuando la primera de las novelas se estuviera convirtiendo en una obsesión y necesitara romper la dinámica de trabajo.

10

E
nrique pasó la mañana en su apartamento, escribiendo unas primeras notas a mano. Pese a los enormes deseos que sentía de entrar en faena con la impactante escena del ahogado, no podía sentarse a escribir sin establecer una mínima estructura en la que asentar su trabajo.

Pasó un buen rato analizando su obra anterior: no deseaba repetir las estructuras y técnicas narrativas ya utilizadas. Ni los lectores ni Goldstein darían importancia a este hecho, pero era su voluntad exprimirse la cabeza para que su obra fuera lo más diferente posible de una novela a otra. Buscaba la originalidad, pero no a cualquier precio: la buscaba porque, de momento, era capaz de ello, y eso constituía estímulo suficiente para que el esfuerzo valiera la pena.

Si las novelas debían enfocarse a la intriga histórica o al
thriller
, debían basarse en un misterio. Localizar cuál fuera este era clave, pues en función del misterio se construiría la ambientación de la novela.

Estuvo dándole vueltas a esta cuestión un buen rato. Dejó la mente en suspenso mientras escribía, al azar, una serie de posibles escenarios en una hoja. Después, fue tachando la mayoría de opciones a medida que las analizaba en profundidad. Muchos requerirían conocimientos históricos que, en el momento presente, no dominaba, así que, en el caso de elegirlos, se vería obligado a estudiarlos a fondo.

Intentó centrarse en tiempos históricos más cercanos: la acción narrativa de la novela debía centrarse desde inicios del siglo XX hasta el presente, época sobre la que sus conocimientos eran mayores y la investigación podría ser más sencilla. Eso le aseguraría un mayor dominio del entorno histórico y un mejor aprovechamiento del tiempo de trabajo.

Hizo una pausa antes de comer. La sala de su apartamento estaba llena de hojas repletas de anotaciones, la mayoría de ellas ya desechadas, y todavía no había adoptado una resolución. Normalmente, se ponía a trabajar en sus novelas cuando ya había elegido el eje central del argumento, y esto siempre ocurría de una manera pausada, siguiendo un ritmo natural. Era la acumulación de estímulos externos la que le mostraba el camino: asistir a una conferencia, leer un libro, ojear la prensa, descubrir a un artista desconocido, todo esto se iba procesando de forma inconsciente en su cabeza hasta dar con la idea. Jamás había intentado forzar su creatividad en esta dirección, y estaba descubriendo que era, con mucho, lo más difícil que jamás hiciera antes. Teniendo la idea, era sencillo trabajar, pues bastaba con dotarla de un argumento, y esto, la mayoría de ocasiones, caía por su propio peso. Cada idea tenía su escenario, y en ese escenario debía haber unos personajes lógicos con los que trabajar.

Después de comer reinició el trabajo. No tardó en tener la sensación de estar dándose cabezazos contra una pared. Había llegado a ese momento en el que, mientras más buscara la idea, más esquiva se le mostraría. Consciente de ello, decidió abandonar momentáneamente su búsqueda. Si el paso de los años trae consigo inconvenientes, hace lo propio con las ventajas, y Enrique sabía bien cómo funcionaban sus procesos creativos: no valía la pena forzar, sino hacer precisamente todo lo contrario. Se relajó; años atrás se habría sentido incómodo al hacerlo, como si hubiera sido derrotado. Ahora, en cambio, sabía que hacerlo con un controlado abandono constituía una gran victoria.

Estuvo un par de horas dedicado a no hacer nada. Quitó el polvo a los libros, ejemplar por ejemplar. Después, reorganizó muchos de ellos modificando los criterios de orden en las estanterías. Más tarde, se sentó a ojear algunos viejos libros de literatura y de arte, pasando las páginas con regularidad y sin apenas detenerse en ninguna de ellas. Sintonizó una emisora de radio especializada en
jazz
, y la belleza de la música sirvió de banda sonora a su fuga.

¡Y entonces apareció la idea!

La muerte de Bruckner era la escena inicial y ¿qué sentido tenía modificar la ocupación laboral del ahogado? ¿Acaso un restaurador de arte no constituía una identidad perfecta para un
thriller
histórico? ¿Quién mejor que un experimentado restaurador para justificar su contacto con el pasado? ¡Sí, este era un buen camino!

Retomó papel y lápiz y realizó un rápido esbozo argumental: restaurador encuentra misterio del pasado y muere por ello; se realiza investigación sobre su misteriosa muerte, se siguen sus pasos hasta encontrar la explicación y eso implica una inmersión en el pasado para mostrar la intriga en su origen; a todo ello, sazonado con una historia de amor, se le añaden escenarios cosmopolitas para que la novela ofrezca la mayor repercusión internacional. Todos estos elementos, bien mezclados, daban seguro en la diana. El restaurador de la novela sería un trasunto de Bruckner, y el objeto de su estudio, la obra de José María Sert. Además, inventaría un par de personajes principales para la ocasión, chico y chica, para plantear una historia romántica paralela a la acción principal.

La decisión estaba tomada. Estas mimbres podrían parecer escasas, pero eran suficientes: el trabajo podría comenzar en breve. Solo precisaba mayor documentación, y a adquirirla dedicaría sus inmediatos esfuerzos.

11

L
os conocimientos de Enrique sobre la obra de Sert no pasaban de ciertas generalidades: que había nacido en Barcelona a finales del siglo XIX; que se había trasladado muy joven a París, la capital cultural del mundo a principios del XX, y que su obra se componía, fundamentalmente, de grandes murales en edificios públicos y privados.

Años atrás, incluso antes de trasladarse a vivir a San Sebastián con Bety, Enrique había visitado la iglesia de San Telmo, y quedó admirado por el poder de los murales y su extraordinaria conjunción con el espacio arquitectónico de la iglesia. Pese a que era evidente la necesidad de una restauración tanto de la iglesia como de los propios lienzos, no podía ocultarse que allí había ese algo intrínseco a lo que debe ser una gran obra de arte: un soplo de inspiración, un impulso creativo, flotaba en la iglesia de San Telmo.

Sin embargo, la obra de Sert, que antaño gozó del beneplácito del público y de la crítica llegando al extremo de convertirle en el artista mejor pagado de su tiempo, parecía haber caído en un relativo olvido: no podía discutirse su enorme capacidad creativa, pero quizá su medio natural de expresión, las composiciones murales de gran tamaño, dificultaban las retrospectivas por las dificultades inherentes a su traslado.

Guiado por uno de sus habituales impulsos abandonó su apartamento. Enrique conocía que en el vestíbulo del Rockefeller Center estaba otra de las grandes obras de Sert, pero jamás antes la había visitado pese a encontrarse en el cruce de la calle Cuarenta y Nueve con la Sexta Avenida, en pleno corazón de Manhattan y cerca de su apartamento. Anduvo hasta la calle Cuarenta y Nueve y giró a mano izquierda; desde allí llegaría en no más de quince minutos. Mientras caminaba sonó su móvil: se trataba de Helena. Ella le propuso quedar, y él la citó allí mismo, en la plaza, frente a la estatua de Prometeo; la agencia estaba equidistante tanto de su piso como del Rockefeller Center, no tardaría más de veinte minutos en llegar.

Así como nunca había entrado en el edificio, sí conocía la plaza: en Navidades era una de las estampas más identificables de Nueva York, con el gran árbol iluminado y la pista de patinaje sobre hielo. Incluso él mismo se había deslizado, mal que bien, sobre su superficie, precisamente acompañado por Helena. Ella no llevaba más de dos años viviendo en la ciudad y todavía estaba deslumbrada por ella, deseosa de vivirla por entero. Enrique, que la conocía incluso desde antes de trasladar su residencia desde San Sebastián, le sirvió de guía en ese primer contacto. De la misma manera que él se sentía enamorado de las ciudades de su vida, Barcelona y San Sebastián, ella parecía haberse enamorado de Manhattan. Quizá su carácter fuera, como previera Goldstein, muy parecido al suyo: también poseía ese brillo en la mirada de quien vive el momento, de quien cree que el mundo es un escenario puesto a su disposición. Enrique lo había apreciado al instante, aunque ahora, con el transcurso de los años, tuviera una percepción diferente de la vida: la vida, desde luego, no era un juego, aunque el escenario siguiera siendo magnífico para quien supiera apreciarlo. Enrique venció su deseo de entrar y decidió esperar la llegada de Helena: al fin y al cabo, ella, licenciada en arte, era muy posible que conociera la obra de Sert.


Kalispera sas
!

Helena, deseándole buenas tardes en su lengua materna, le dio un beso en la mejilla y se sentó a su lado. Estaba guapísima, con los negros rizos de sus largos cabellos desordenados cada uno por su lado, vestida con zapatos de medio tacón, vaqueros, chaqueta y una sencilla camiseta blanca.

—¡Hola, Helena! No te esperaba tan pronto.

—Puede que haya venido tan rápido porque tuviera ganas de verte. Has estado fuera muchos más días de lo previsto.

—San Sebastián es especial para mí: conozco el efecto que me produce, y se me hizo tan difícil marcharme como ir.

—¿Qué tal lo has pasado?

—Bien…

Enrique supo que una pregunta tan aparentemente inocua guardaba otras intenciones; sin la menor mala fe, de eso no le cabía duda, pero Helena no ignoraba por qué había regresado a San Sebastián. Al fin y al cabo, ella llevaba todos sus asuntos literarios, y eso la obligaba a conocer su biografía personal. Prudente, como siempre, Helena esperaba una respuesta a una pregunta no formulada; elegante, como siempre, Enrique le contestó con idéntica prudencia, diciéndolo todo sin decir nada.

—La inauguración fue un acto muy agradable. El museo San Telmo ha quedado fantástico. Bety realizó una gran labor; me hizo una gran ilusión volver a verla, aunque apenas coincidimos en un par de ocasiones en los días sucesivos. Asistí a la ponencia sobre guiones del festival de cine y creo que no hice mal papel. Y, después de eso, pude ver a algunos viejos amigos. Poco más hay que contar.

Había expuesto lo esencial, lo que realmente Helena quería saber: que entre él y Bety no ocurrió nada.

—Escasa actividad para veinte días.

—San Sebastián es tan hermosa que es capaz de adormecerme. ¡Me vuelve perezoso, Helena! Llevaba demasiado tiempo sin ir…

—No me importaría conocerla y llegar a sentir la indolencia de esa belleza que tan bien describes.

Esta frase sorprendió a Enrique. Nunca antes le había propuesto nada semejante: una leve insinuación, tan solo eso, pero que, tratándose de ella, dejaba entrever mucho más de lo que parecía. Enrique la soslayó desviando abruptamente la conversación al terreno que realmente le interesaba. Helena reaccionó como Enrique esperaba, tal y como siempre se habían conducido al llegar a terrenos delicados: evitando el camino difícil, escogiendo siempre el sencillo.

—¿Conoces la obra de Sert?

—¿El pintor? En parte. Mi formación en pintura es más bien clásica, y Sert me queda un poco fuera de onda. Sé que fue un muralista reconocido, probablemente el mejor de la historia contemporánea, y que vivió en el París de principios del siglo XX, rodeado por los mayores y más influyentes creadores de su época. Más que a Sert conozco a la que fue su primera mujer, Misia.

—¿Misia?

—Misia Godebska. Un personaje fascinante, clave para la cultura de la época. La musa que inspiró a una generación de artistas incomparables. Leí sus memorias: antes de que la estrella de Sert ascendiera al firmamento de los primeros espadas, Misia se convirtió en un referente desde
La Revue Blanche
, fundada por su primer marido, Thadée Natanson. Fue amiga íntima de Mallarmé, Valéry, Toulouse-Lautrec y Renoir; también de Rodin, Diaghilev, Ravel, Debussy, Stravinsky… Todos los artistas del momento, fuera cual fuera su disciplina, formaron parte de su círculo, como si ella tuviera un imán que los atrajera irresistiblemente.

—Un punto focal.

—¡En efecto, eso fue! Todo giraba en torno a ella. Y a su lado estaba Sert.

—Aquí enfrente, en el vestíbulo del Rockefeller, hay unos murales pintados por Sert.

—He oído hablar de ellos, pero todavía no los he visitado. ¿Me has citado aquí para verlos?

—Sí. Vamos.

Estaban frente al vestíbulo. Entraron cruzando una de las seis puertas giratorias que permiten el acceso; sobre la puerta estaba el conocidísimo bajorrelieve de Lee Lawrie ensalzando la sabiduría y el conocimiento. Nada más cruzar la puerta, justo sobre el mostrador de recepción, se encontraba la primera de las pinturas de Sert; Helena reclamó la atención de Enrique con un golpecito en su hombro, señalando hacia el techo. Si la pintura tras la recepción era de gran tamaño, todavía más notable era la que se extendía sobre sus cabezas.

—Mira hacia arriba.

—¡Caramba! ¡Es impresionante!

—¡Lo es! Observa cómo ha distribuido a los titanes; sus pies reposan en las columnas, aumentando la sensación de perspectiva desde aquí abajo. No pintó un tema, sin más; lo adecuó directamente al espacio disponible. ¡Brillante!

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