—¿Recuerdas la última vez que nos vimos en persona, Enrique?
—Cómo no. Fue justo ahí detrás.
Tres años antes Bety acudió a él para conocer la verdad de lo que había pasado en Barcelona; no la historia escrita en la novela, sino la auténtica, aquella que solo podía conocer él. Allí al lado, junto al espigón del pequeño puerto de San Sebastián, se habían despedido entre la lluvia, sin llegar a decirse adiós.
—Recuerdo tus palabras de aquel día. ¿Sigues sintiéndote solo?
—No. No lo sé. Sí. ¿Y tú?
—Tu respuesta ha sido muy vaga. ¿Hay alguien?
—Hay alguien, sí. Pero no es nadie tan importante como tú lo fuiste, Bety. Al menos, no lo es aún.
—Y ¿en un futuro?
Enrique se encogió de hombros enseñando las palmas de sus manos.
—¿Quién puede saberlo? Nos vemos de vez en cuando. Nueva York es todo lo contrario a San Sebastián, es inhóspita aunque estimulante, y las relaciones personales no son sencillas. ¿Y tú, Bety? ¿Te sientes sola? Aún no me has contestado.
Bety frunció el ceño antes de contestar, tal como solía hacerlo cuando algo le incomodaba. En contra de lo que Enrique esperaba, ella contestó casi de inmediato.
—En mi vida hubo alguien, sí, pero ya se acabó. Y también yo me siento sola. Lo dijiste antes: estoy en mi plenitud. Madura, en realidad. En mi vida han sucedido acontecimientos que me han cambiado, es cierto. Algunos de ellos, recientes. No sabes nada acerca de ellos porque nada te he contado; nuestros correos nunca hablaron de nada personal, ni los míos ni los tuyos. Solo vaguedades. Nunca nos contamos nada importante: algo sobre el trabajo, algún chismorreo sobre los amigos… poco más.
Tiempo atrás, Enrique se habría precipitado en esta conversación, pero también él había cambiado en estos tres años, y tenía claro que en ningún caso debía forzarla a hablar. Guardó silencio, esperando con una paciencia nueva en él. Fue Bety quien habló primero.
—¿Cuánto tiempo vas a quedarte en San Sebastián?
Enrique recordó la fecha del billete de regreso: tres días más. Pero supo, en aquel instante, que tal como imaginara en su piso unas horas antes, su estancia se prolongaría. A su nostalgia se unía ahora una nueva variable con la que no había contado, o, al menos, no en esta forma: supo que Bety, de alguna manera, le necesitaba, y no podía hacer oídos sordos a esta solicitud, incluso aunque ella no le hubiera pedido nada. Improvisó.
—No lo he previsto. Una temporada. Quince días, quizá un mes. No lo sé.
—Bien; así tendremos tiempo para vernos. Me voy a casa, Enrique. No me había dado cuenta, pero estoy cansadísima; han sido casi dos días sin dormir, la adrenalina de la inauguración se ha esfumado y necesito descansar. Llámame. Mañana no, mejor pasado.
—Lo haré.
Bety le dio un suave beso en la mejilla y caminó por la pasarela hacia el Boulevard. Enrique se quedó allí, mirando hacia el mar, como tres años atrás hiciera en el malecón. Bety había sugerido algo aunque dicho poco, y Enrique comprendió que algo había cambiado entre ellos, algo muy profundo y aún imposible de definir.
Decidió quedarse. El porqué ya era otra cuestión. Podía disfrazar su decisión en forma de apoyo y ayuda para Bety, y quizá no errara al así plantearlo. Pero no se engañaba, en su interior había algo más: un deseo, una promesa, un misterio.
S
iete días más tarde todavía no había vuelto a ver a Bety. Dos breves conversaciones telefónicas fueron todo el contacto que mantuvieron. Ella, en ambas ocasiones, manifestó que tenía un sinfín de trabajo durante esos primeros días y le rogó que fuera paciente. Aunque Enrique había mejorado este aspecto de su personalidad, esta situación comenzaba a parecerle excesiva. Quería convencerse de que la razón de continuar disfrutando de San Sebastián era su propia voluntad, pero la realidad era otra muy distinta. Tenía verdaderos deseos de ayudarla, si estaba en su mano hacerlo. No pensaba que hubiera otro fin ajeno a la amistad; la posibilidad de un retorno a su vieja relación se le antojaba una idea atractiva pero impensable habida cuenta de lo que habían pasado juntos. Sin embargo… ¿Realmente lo que deseaba era ayudarla como amigo o guardaba una remota esperanza de volver al pasado?
Enrique no perdió el tiempo durante esa semana de espera. En primer lugar cumplió con sus obligaciones asistiendo a la conferencia sobre guiones del festival de cine. Después localizó a viejos amigos y asistió con ellos a un par de cenas en diferentes sociedades gastronómicas. Y realizó excursiones a aquellos lugares de la provincia repletos de un escondido encanto que llevaba tantísimo tiempo sin visitar. Los había en abundancia, aquellos que conocen todos los turistas: Fuenterrabía, Pasajes, Guetaria, pero también muchos otros, más discretos, aquellos que correspondían a sus descubrimientos personales y cuyos nombres eran desconocidos para la mayoría.
Esto significó su entretenimiento razonable; como todos los entretenimientos, acabó llegado su momento, y la situación seguía siendo la misma. La mañana del octavo día Enrique decidió dejar de esperar: había decidido presentarse en San Telmo cuando, a las doce, recibió un mensaje en su móvil: «Por favor, ven a verme al museo». Enrique atribuyó la aparente casualidad a una conexión oculta entre dos personas, capaz de conducirlas a determinadas situaciones.
Caminando no tardó más de media hora en llegar hasta la plaza Zuloaga; el día estaba cerrado y caía un fino sirimiri, pero la temperatura seguía siendo excelente. Como la marea estaba baja hizo el recorrido por la playa, descalzo, dejando que las olas besaran sus pies. Si arriba, en el paseo de La Concha, apenas pasaba algún peatón, abajo, en la playa, no se cruzó con nadie.
Se identificó en la recepción. Bety se presentó al cabo de un momento. Con solo verla acercarse supo Enrique de inmediato que había sucedido algo fuera de normal: todo en ella transmitía tensión.
—Gracias por venir, Enrique.
—¿Qué sucede?
—Acompáñame a mi despacho.
Caminaron juntos, sin hablar, hacia la zona administrativa del museo. El despacho de Bety era grande y, pese a la tan reciente apertura del museo, su mesa de trabajo estaba repleta de diversa documentación. Enrique tomó asiento junto a una mesa anexa que Bety le señaló con la mano, pero ella se mantuvo en pie tendiéndole un periódico abierto.
—Lee esto, por favor.
30 DE SEPTIEMBRE
Al Día
SUCESOS
La policía trabaja en la identificación del hombre encontrado ahogado en la playa de La Concha
SAN SEBASTIÁN
La Guardia Municipal de San Sebastián proseguía ayer con las investigaciones para tratar de determinar la identidad del hombre que apareció flotando ahogado el pasado sábado junto a la isla de Santa Clara. A última hora seguía sin conocerse el nombre de la víctima. En las últimas horas no se ha cursado denuncia alguna por desaparición. En el momento del suceso, el hombre fallecido no portaba documentación alguna y vestía únicamente traje de baño.
La ausencia de una denuncia lleva a los investigadores a sospechar que el fallecido podría residir fuera de San Sebastián, aunque tampoco se descarta que se trate de un hombre que pudiera vivir solo.
Ante la ausencia de datos que permitan la identificación del fallecido, el grupo de la Guardia Municipal al frente de la investigación y el Juzgado de Guardia de San Sebastián iniciaron los trámites para proceder a su reconocimiento mediante un cotejo de las huellas dactilares.
La víctima es un varón de unos sesenta años, raza blanca y rasgos europeos. Todo hace suponer que se trata de un hombre de nacionalidad española.
Si alguna persona puede aportar algún dato relacionado con el caso puede ponerse en contacto con el 092 de la Guardia Municipal de San Sebastián.
Enrique leyó la noticia con atención; en principio parecía una más de las tantas habituales en las páginas de sucesos. No era extraño que en La Concha, pese a ser una playa habitualmente tranquila, sucediera una o dos veces al año algún desgraciado accidente como el reseñado. Sin embargo, el mero hecho de estar allí sentado en el despacho del museo junto a Bety hacía evidente que en esta ocasión se trataba de un acontecimiento especial.
—¿Qué opinas de esta noticia?
—No veo en ella nada de particular… excepto que me hayas citado para hablar sobre lo ocurrido.
—El ahogado es… era, Craig Bruckner. Han tardado una semana en identificar el cuerpo porque, en efecto, vivía solo en un piso de alquiler junto al Boulevard. No tiene familia y nadie cursó una denuncia por desaparición. Creo recordar haberos visto hablando en algún momento durante la inauguración del museo.
—Sí, estuvimos charlando unos minutos; había leído alguna de mis novelas, pero si se presentó fue porque sabía de nuestra relación personal.
—Craig era una persona excelente. Llevaba en San Sebastián tres meses, investigando sobre los lienzos de Sert. En este tiempo se había convertido en uno más del equipo pese a no pertenecer al mismo, y algunos trabamos una relación más personal con él. Era un hombre muy educado y discreto, y un profesional de primera línea, con un prestigio internacional bien merecido. Había trabajado en algunos de los museos más importantes del mundo: el Prado, el Louvre, la Galleria Brera, los Uffizi, la Pinacoteca Vaticana, Capodimonte, la National Gallery, las Tate de Londres… ¡Lo mejor de lo mejor!
»Craig le solicitó a la directora poder investigar los fondos bibliográficos del museo relacionados con los tapices de Sert, sobre el que estaba preparando una monografía. En ese momento todavía estábamos en plena vorágine de obras y nuestra directora no era partidaria de tener a un desconocido dando vueltas de la biblioteca a la iglesia y viceversa; los plazos para la inauguración se echaban encima y se trabajaba en turnos de veinticuatro horas. Fue una época de verdadera locura; la directora le propuso que esperara a la inauguración, y él no se opuso.
»Justo al finalizar esa reunión entre ambos intervino el azar. Uno de nuestros conservadores se cruzó con él. Jon Lopetegi lo conocía en persona; charlaron unos minutos sobre los deseos de Bruckner y, después de este encuentro, convenció a la directora para que le permitiera colaborar con ellos. Tú ya conoces los lienzos de Sert. Están ubicados en la iglesia de San Telmo y han pasado a formar parte íntegra del patrimonio del museo. Una obra magna, absolutamente espectacular. Su valor es incalculable: lo fue en 1932, cuando, tras ser pintados en la casa-taller de París, se instalaron en la iglesia. En aquel entonces Sert era una primera figura internacional, y su adquisición costó sus buenos dineros. Actualmente, aunque la obra de Sert no sea de las más reconocidas en el ámbito popular, todos los entendidos lo valoran como lo que fue: el indiscutible maestro mundial del arte decorativo. No hubo multimillonario en la época que no requiriera sus servicios, y lo curioso es que él mismo provenía de una familia adinerada, por lo que su relación con ese mundo fue de lo más natural.
»Bien: los lienzos de la iglesia se encontraban en un estado delicado. Habían sufrido un par de restauraciones anteriores, y también intervenciones puntuales para paliar los efectos de las humedades en las paredes de la iglesia. Pero todas ellas fueron limitadas en su profundidad debido a los materiales empleados y a la especial técnica pictórica de Sert. La presencia de Craig Bruckner en San Sebastián fue un verdadero regalo del cielo para los restauradores, una oportunidad que no podían desaprovechar. Su trabajo, en su etapa como profesional activo, hubiera estado fuera del alcance económico de nuestro museo; como jubilado dedicado a la investigación no fue difícil un acuerdo verbal que satisficiera a ambas partes.
—Perdona, Bety, pero no comprendo por qué me cuentas todo esto…
—Paciencia: presta atención unos minutos más, no tardarás en entenderlo. Te estaba explicando que Bruckner comenzó a trabajar en la biblioteca del museo de inmediato. Como era una de esas personas extraordinariamente afables no tardó en ganarse la simpatía de todos aquellos que lo tratamos. Fuimos muchos los que lo hicimos: estaba continuamente yendo de la biblioteca a la iglesia, donde podía pasarse horas mirando los lienzos de Sert. Enrique, sabes cómo amo el arte, y en especial la pintura, y que puedo pasarme largo rato contemplando un cuadro de mi agrado. ¡Tú y yo hemos estado juntos en el Prado y en otros muchos museos! Pero cuando veías a Craig allí sentado, solo en la nave de la iglesia, observando fijamente alguno de los lienzos durante un par de horas, comprendías que él estaba a otro nivel: desconozco qué era capaz de ver allí, pero es evidente que captaba algo fuera del alcance de la mayoría de los mortales. Ocasionalmente se acercaba, como si estuviera corroborando alguna idea; a veces utilizaba herramientas con las que comprobaba el estado del lienzo de cara a la restauración. Y escribía continuamente en una libreta de anillas llena de anotaciones. Cuando estaba allí sentado parecía… ¡un sacerdote!
»Cuando Craig estaba sentado en la iglesia ninguno osábamos dirigirle la palabra: su concentración era tan evidente que la idea de hacerlo nos resultaba hiriente. Pero, más tarde, cuando descansaba, siempre charlaba con los que estuviéramos a su alcance. Yo suelo tomarme un café a media mañana, en el claustro; ya sabes que nuestro claustro es único en el mundo, ya que no está en un lateral de la iglesia, sino frente a su pórtico. El monte Urgull tuvo la culpa de esta disposición anómala: al estar la montaña tan cercana y los edificios de la parte vieja al otro lado, fue el único lugar donde construirlo no suponía problema alguno. Pero, además de su extraña ubicación, nuestro claustro es extremadamente armonioso, y a mí me resulta muy relajante desconectar unos minutos sentada en uno de los bancos o paseando por el jardín. Craig se acostumbró a pasear conmigo durante esos ratos. Fue durante esas conversaciones cuando comenzó a gestarse el germen de nuestra amistad. Imagino que concurrieron diversas circunstancias: la primera, que se trataba de un hombre de una cierta edad y, por tanto, no debería tener en mí ningún interés sentimental o sexual; la segunda, que al ser un recién llegado a San Sebastián era completamente ajeno a mi mundo personal; y la tercera, que su experiencia de la vida lo había dotado de una perspicacia y empatía notables. No sabría decirte cómo pasamos a hablar de lo profesional a lo personal, pero así ocurrió: Craig no tardó en conocer aspectos de mi vida. Hablamos, probablemente mucho más de lo que yo pudiera imaginar. Fue así como supo de nuestra relación pasada y llegó a conocer tu obra. Su dominio del español era más que correcto, y no me extrañó ver en la biblioteca alguna de tus novelas junto al resto de su documentación técnica. Y, si yo le expliqué cosas de mi vida, él hizo lo propio con la suya. Verás, estamos hablando de un experto en arte, pero no solo en eso. Craig Bruckner fue un deportista de primera fila en su juventud.