—Entonces, solo quedaba el propio ataúd.
—En efecto.
—Y lo abrieron…
—Sí. En su interior estaban los restos mortales de Camille Durant: apenas unos cuantos huesos.
—¿Nada más?
—La policía científica exhumó el cadáver y repasaron el interior del ataúd. Solo encontraron el anillo de pedida que le regalara Maurice Wendel ochenta años atrás. Eso fue todo. Dieron por zanjada la búsqueda y reintegraron los restos de Mm. Durant a su legítimo y eterno descanso. El notario, que había estado tomando notas y a quien el inspector responsable de la exhumación iba relatando todos y cada uno de sus pasos, cerró su libreta y dijo que tendría lista el acta a la mañana siguiente. Salimos al exterior y nos despedimos. Marie Wendel me estrechó la mano mientras me hablaba. «Ha sido una experiencia interesante, señor Alonso, y también algo triste. Usted ha destruido una leyenda que venía acompañando a nuestra familia hace ya tres generaciones». No le faltaba razón, y así se lo reconocí, aunque le respondí: «Quizá la leyenda haya visto su fin, pero la emoción jamás podrán olvidarla». Ella repuso: «Espero que su novela sea capaz de recrear la leyenda». Esa misma tarde tomamos un vuelo a Biarritz y regresamos a San Sebastián.
—Los brillantes… ¡Qué lástima! Habría sido muy hermoso encontrarlos, y sabes que no lo digo por su valor material.
—¡Lo sé! Te comprendo perfectamente: habría sido la culminación de una compleja búsqueda y de una larga historia. Por desgracia, alguien se nos adelantó: lo más probable es que fuera Rilke. También cabe la posibilidad de que, en el caos de la caída de París, se incumpliera el acuerdo a tres bandas al que llegaron Maurice Wendel, Sert y Rilke. ¡Nunca lo sabremos!
Bety paseó su mirada por La Concha. Sol y nubes jugaban entre sí, y la perfecta bahía se veía ocasionalmente atravesada por doradas columnas de luz, aquí y allá, creando fugaces estampas de una belleza inusitada. Se sentía bien, especialmente tranquila, completamente relajada. Y esa sensación de orden fue tan acusada que le permitió realizar la única pregunta que hasta ese instante no se había atrevido a plantear.
—¿Cuándo os vais, Enrique?
—Mañana… pero seré yo solo el que se vaya.
—¿Tú solo? ¿Y Helena?
—Helena se fue hace quince días. Como ya sabes, estuvo a mi lado durante toda mi recuperación, y después me ayudó muchísimo con la redacción de la novela; trabajamos codo con codo hasta acabarla. Su colaboración fue fundamental; me ayudó a encajar todas las piezas del rompecabezas: yo estaba escribiendo demasiado acelerado y ella me aportó la calma necesaria para organizar la estructura de la historia con mayor acierto. Bien, una vez acabé el manuscrito definitivo Helena tenía previsto pasar unos días en Grecia visitando a su familia, pero justo antes del viaje discutimos. Fue un momento muy difícil, pero decidí dejarlo. No podíamos seguir juntos. No se lo tomó bien, Bety. Incluso ha dejado su trabajo en la agencia Goldstein; me enteré gracias a Gabriel, cuando me envió un correo preguntándome al respecto.
—¿Qué os ha ocurrido?
—¿Y tú me lo preguntas?
Bety se levantó, obligando a Enrique a hacer lo propio. Se miraron fijamente, sin pestañear. Sintieron que el mundo se detenía, congelado a su alrededor: era el momento fundamental, y esa magia propia de una situación irrepetible convergió sobre ambos, haciéndoles conscientes de lo extraordinario de su situación. Enrique comprendió que su futuro se decidía allí, en aquel preciso instante.
—¿Por qué no, Bety? ¡Tú y yo juntos! Nada ni nadie nos lo impide. No podía estar con Helena porque es a ti a quien amo. Han pasado los años y aquí seguimos, el uno frente al otro. ¿Cuántas ocasiones más dejaremos pasar? ¿Por qué no intentarlo de nuevo? ¿Por qué no luchar por lo que ambos deseamos?
Enrique la miró de frente, ofreciendo las palmas de sus manos. Y Bety sonrió, afirmando suavemente con la cabeza mientras se las estrechaba.
N
o habían transcurrido más de diez días y Bety aún no podía creer todo lo que había sucedido. Enrique y ella juntos compartiendo el día a día, tantos años después… La alegría corría pareja con la incredulidad, pero, en cualquier caso, decidió abandonarse a sus sentimientos. Él, desde luego, tal como atestiguara durante su reciente aventura, distaba muy mucho de ser el que fue; y también de ella podía decirse lo propio. Donde él había ganado templanza, ella lo había hecho en seguridad. El peso del pasado estaba ahí, era cierto, pero ¿valía la pena mirar hacia atrás en lugar de hacerlo hacia adelante? Le bastaba el hoy y el ahora, sentirse completa junto a él, sabiendo que, en efecto, ambos se amaban sinceramente.
El día a día había cambiado notablemente: Bety cumplía con sus obligaciones en el museo con la misma seriedad y compromiso habituales, sin conceder el más mínimo espacio a esa abstracción tan propia de los enamorados; después del trabajo, todo era un vértigo de complicidad, abrazos y caricias, miradas francas y entrega absoluta. «Como si fuera nuestra primera vez», pensaba ella. Quedaba mucho por hacer: planes sobre su inmediato futuro, el trabajo, fijar una residencia, todo lo relacionado con un proyecto común.
Todos esos pensamientos quedaron aparcados cuando Bety entró en el museo. Le esperaba un día ajetreado: San Telmo había sido seleccionado como candidato al premio al mejor museo europeo de 2013. Estaba prevista una reunión con medios de comunicación y la redacción de unas notas de prensa. Ana, su secretaria, la saludó antes de entrar repasándole la agenda.
—Bety, recuerda que tenemos la reunión dentro de cincuenta minutos. Ya he preparado el dosier y tengo confirmada la asistencia del equipo. También ha llamado la directora, quiere verte después. Y te han llamado de la tele, quieren realizar un reportaje sobre la restauración de los lienzos. ¡Ah, se me olvidaba! Un mensajero te trajo un paquete, firmé por ti y lo dejé en tu mesa.
—Gracias, Ana.
Entró en su despacho, colgó el bolso y la chaqueta en la percha y tomó asiento. Ana le había dejado una copia del dosier para que le echara una ojeada; junto a ella estaba el paquete. No tenía mucho tiempo antes de la reunión, pero llamaba poderosamente su atención y eligió abrirlo antes de concentrarse en el trabajo.
Forzó el plástico que lo cubría; sobre la mesa cayeron un sobre y un estuche. El corazón le dio un vuelco al ver las iniciales de la solapa, «H. S». No había duda alguna: ¡Helena Sifakis! Abrió la carta. Se trataba de una breve nota, redactada en inglés:
Enrique chose you and I made my choice as well.
You have his love and I have a small present for you.
«Enrique te eligió, y yo también hice mi elección. Tú tienes su amor, y yo tengo un pequeño regalo para vosotros», tradujo Bety mentalmente.
Lo supo al instante, incluso antes de abrirlo.
Enrique le explicó que Helena iba a viajar unos días a Grecia para visitar a su familia justo antes de que él tomara la decisión de acabar con su relación. Si de algo se arrepentía Bety era del dolor que Helena pudiera sentir por la decisión de Enrique; fueron varias las ocasiones en las que sintió lástima por ella… ¡Sin motivo! Sonrió para sí misma; Helena no fue, desde luego, la más débil de entre todos ellos. Conocía todas las claves y bien que las empleó. Bety abrió el estuche, y el resplandor del brillante más bello que pudiera imaginar reflejó su rostro, inundando de luz su despacho y su corazón.
San Sebastián, 13 de octubre de 2012
1. San Sebastián
Siempre he pensado que mi ciudad adoptiva no ha sido suficientemente loada ni en el cine ni en la literatura. Es muy posible que la violencia terrorista, hoy felizmente desaparecida gracias al esfuerzo común de una amplísima mayoría de demócratas, haya contribuido a mantenerla en un injusto olvido.
Alcanzada la paz, es el momento de reivindicarla y ofrecerla al mundo tal cual es: diversa, plural, compleja y, sobre todo, de una sobrecogedora belleza.
Por una vez no hablaré de su belleza física: de La Concha, del río Urumea, de Igueldo o del Urgull, ni tampoco de sus playas urbanas, las más hermosas del mundo. Ni recordaré su increíble vida cultural: sus festivales de música clásica, de cine, de
jazz
, de teatro o de danza, todos ellos de renombre internacional. Ni tampoco les hablaré de su increíble gastronomía, que reúne el mayor porcentaje de estrellas Michelin de todo el planeta en el territorio más pequeño… ¡Vaya, parece que, sin querer, he vuelto a hacerlo! ¡Qué le vamos a hacer!
Invito a todos mis lectores, tanto españoles como de todo el mundo, a que se dejen atrapar por su encanto, y no olviden que en el año 2016 San Sebastián será la capital europea de la cultura, un ineludible punto de encuentro para los amantes de todo aquello bueno que hay en la vida y que aquí ahora se ofrece en abundancia: cultura, belleza, gastronomía y paz.
2. Realidad y fantasía
¿Cuánto hay en mis novelas de realidad y fantasía? Me precio de investigar a fondo la documentación general de mis obras: cuestiones técnicas e históricas deben ser puestas al servicio de la intriga, y ser suficientes para que, si un lector así lo desea, pueda disfrutar «tirando del hilo».
El restaurador de arte
no es una excepción.
Todo comenzó con Sert y sus lienzos de la iglesia de San Telmo. Como a Enrique Alonso, también a mí me atraparon hace veinte años, mucho antes de que ni siquiera imaginara que acabaría viviendo en esta ciudad. Recuerdo perfectamente mi primera visita, una mañana antes del partido de baloncesto que debía arbitrar por la tarde, y la impresión que me causaron: contemplé un abigarramiento inusitado, percibí la complejidad de su estructura y, más que entender, adiviné en ellos una simbología propia de una forma de entender el arte correspondiente a otras épocas pasadas.
Desde entonces visité regularmente la iglesia, asistiendo a la fantástica recuperación del edificio y de los propios lienzos.
No podemos olvidar que Sert, en efecto, fue en su momento el artista mejor pagado y más reconocido del mundo. Si hoy ha caído en un relativo olvido, este se debe a la enorme dificultad de realizar exposiciones sobre su obra debido a las enormes dimensiones de la misma, no a su falta de importancia en la historia del arte.
Y tampoco debemos olvidar que Sert era su obra tanto como su obra era Sert: una figura poliédrica, tan compleja e interesante en sí misma que bien podría convertirse en protagonista de la novela.
En cuanto a los nazis… ¡como bien saben mi allegados, llevaba toda la vida deseando introducirlos en una de mis obras! Y aunque su presencia sea secundaria, no deja de tener su importancia.
Los Trescientos son una invención personal, pero la familia Wendel sí existe: pertenecen uno de los linajes del mundo de la empresa más representativos de Francia, y han contribuido en buena medida al desarrollo empresarial de su país. Me he tomado la licencia de utilizar una verdad histórica como punto de partida de la intriga, y quien quiera investigar sobre ello podrá hacerlo tal y como yo lo hice.
Si escribir es un placer, investigar y, gracias a ello, aprender no le van a la zaga. Cada novela contribuye a mi propio crecimiento personal, y no puedo más que estar agradecido a este don por lo que supone en mi vida.
3. La estructura de la novela
Escribir una continuación de
El anticuario
era un reto personal. Después de ser publicado en todo el mundo, Blanca Rosa Roca, mi editora, llevaba tiempo pidiéndome esta continuación, pero no fue hasta que hube madurado un argumento creo que bien trenzado cuando se lo ofrecí. La respuesta fue inmediata: «¡Adelante!»
Fue mi deseo recoger el legado de
El anticuario
, pero sin crear deliberadamente una obra de encargo. Para ello, ideé la que he considerado una estructura original en la que se mezclara tanto la investigación como la propia escritura de una novela y las relaciones que un escritor mantiene con el mundo editorial. Que Enrique Alonso también fuera escritor fue una feliz circunstancia muy bien aprovechada… En cualquier caso, esta es una espléndida ocasión para aclarar que yo no soy Enrique, como bien saben todos aquellos que me conocen personalmente.
Por último, una curiosidad: la novela fue escrita en tres meses exactos de absoluta locura, dedicándole cada segundo que me dejaban libre mis obligaciones laborales, familiares y baloncestísticas. Un gran esfuerzo que espero me otorgue la mejor recompensa: el disfrute de mis lectores.
4. Agradecimientos.
En primer lugar, a las personas responsables del museo San Telmo, siempre dispuestas a colaborar ante mis numerosas dudas; a la directora, Susana Soto; a Marilís Balenciaga, su filóloga, y en especial a la restauradora Ana Santo Domingo, pieza clave para ajustar la resolución de la novela. Tanto Marilís como Ana han pasado a formar parte de mis amigos personales por su implicación y desinteresada colaboración, pero sobre todo por ser las excelentes personas que son. También a Isabel Margarit, cuya charla sobre Misia en el museo San Telmo, a la que asistí junto a mi madre, Loli, fue la espoleta que me puso en movimiento.
Al personal del museo, siempre tan amable y con una sonrisa en los labios, dispuesto a ayudar en todo momento.
A San Sebastián Turismo, en la que Manu Narváez, su responsable, me ofreció toda su ayuda.
A mis asesores históricos sobre la Segunda Guerra Mundial: museos, archivos, y enciclopedias, que también tienen su papel.
A mi familia, que me soporta —¿o es al revés?— cuando me pongo a trabajar encerrándome en mi mundo imaginario.
A
Coki
y
Ringo
, mis perros, que me dan calor —nunca mejor dicho— en todas y cada una de mis novelas, la más fiel compañía.
Y a mis lectores, por dejarme formar parte de sus vidas, aunque sea solo durante un ratito. Siempre escribí para mi propio placer, pero desde el momento en que fui publicado por vez primera he sido consciente de mis deberes hacia vosotros: entreteneros con honradez y escucharos atentamente cuando la ocasión lo requiera.
A todos, gracias,
JULIÁN