—En efecto. Disculpe; soy Beatrice Dale, la relaciones públicas del museo.
—Craig Bruckner. Restaurador de arte.
Se estrecharon la mano. Bruckner la observó, con recato; no con esa mirada lujuriosa que oculta el deseo en la mayoría de los hombres, sino con una visión más profunda, como si estuviera valorando sus sentimientos. Parecía sorprendido, como si hubiera percibido un sutil detalle que Bety no comprendiera. Quizás esta mirada, en cualquier otro hombre más joven, le hubiera resultado molesta; pero parecía existir en Bruckner una capacidad de comprensión natural que, instantáneamente, le resultó muy cercana.
—He venido a estudiar los lienzos de Sert, en la iglesia. Soy especialista en su obra y es el último trabajo de este gran pintor que me queda por contemplar en persona. Me siento muy alegre por estar aquí.
—Felicidades.
—Sin embargo… Cambiaría muy gustoso esa felicidad por verla a usted sonreír.
Y así sucedió; Bety sonrió porque la frase no le pareció una zalamería vacía de contenido, sino pronunciada con verdadera sinceridad. Él hizo lo propio, y ella se alegró aún más al percibir que él no se sentía orgulloso de su éxito, como hubiera hecho la mayoría de los hombres. ¿Su carácter podría deberse a su edad? No: los setentones que ella conocía seguían manteniendo ese comportamiento inequívocamente masculino del que jamás podrían llegar a desprenderse. Bruckner era diferente a la mayoría: existía en él una cualidad difícil de definir. ¿Quizá delicadeza?
—Es usted muy amable, señor Bruckner.
—La suya es una sonrisa que ilumina, Ms. Dale. Voy a trabajar aquí algunas semanas. Espero tener ocasión de verla sonreír más a menudo.
Bruckner se tocó el ala del sombrero a guisa de despedida y se alejó caminando hacia la iglesia. Bety lo observó alejarse: sus andares estaban repletos de fluida armonía, y le sorprendió la anchura de su espalda. Visto desde atrás parecía mucho más joven de lo que en realidad era.
El sonido de múltiples herramientas envolvió la placidez del claustro devolviéndola a la realidad. Bety miró la hora y pudo ver que llevaba veinte minutos allí parada. La directora apareció por la puerta de la iglesia, acompañada por los arquitectos y con cara de pocos amigos. Fue a su encuentro, y al hacerlo descubrió que la melancolía había pasado y se sentía de nuevo completa y capaz.
L
a llegada de Bruckner al museo fue una noticia más dentro de las decenas que, a diario, circulaban entre los trabajadores. En otro momento, cuando ya hubiera sido inaugurado, habría llamado la atención; en aquel entonces estaban viviendo una carrera contra el tiempo y los acontecimientos se sucedían con tal rapidez que la definición de la palabra «novedad» era, para todos ellos, aquella noticia de ayer que ya había sido resuelta y olvidada. El museo estaba literalmente tomado por obreros, ingenieros, arquitectos, aparejadores, electricistas, fontaneros y canteros; y en las áreas administrativas también se trabajaba a destajo, preparando tanto su puesta de largo en la ceremonia inaugural como toda la estructura administrativa necesaria para su día a día.
Bety, como todos los demás, estaba inmersa en ese particular frenesí de actividad, con jornadas que excedían en mucho las doce horas diarias. Pero siempre encontraba sus momentos de descanso en la relativa soledad del claustro. Como era una mujer de costumbres se había acostumbrado a acudir a horas concretas: a las doce de la mañana y a las cinco de la tarde. Y, en la mayoría de ocasiones, allí encontraba a Bruckner.
Su segundo encuentro fue sumamente discreto. Él ya estaba allí —no donde charlaran la vez anterior, sino en la esquina de la siguiente crujía—, sentado con una carpeta de dibujo en las manos, trazando rápidos garabatos con una plumilla sobre una cartulina.
Al verlo, Bety no supo qué hacer. Él la había visto con las defensas bajas, y esto, en parte, la avergonzaba. Pero sentía curiosidad por su persona; solo sabía que se trataba de un restaurador de prestigio internacional. Pero no era su faceta profesional la que atrajo la atención de Bety, sino esa otra que parecía adivinarse bajo la superficie de excelso profesional: una humanidad profunda y sincera. Por eso, cuando él la vio, a lo lejos, y la saludó con la mano luciendo una sonrisa, volviendo después su atención al dibujo, ella decidió acercarse.
—Buenos días, señor Bruckner. ¿Está dibujando?
—Buenos días, Ms. Dale. En efecto: ¿qué le parece?
El dibujo era una fidedigna reproducción del claustro. Lo sorprendente era que los trazos apenas estaban definidos, pero la visión de conjunto no dejaba lugar a dudas sobre el modelo escogido: cualquier persona que conociera el lugar lo reconocería al instante.
—Es muy bueno.
—Se lo agradezco.
—Pensé que estaría en la iglesia, estudiando los lienzos.
—Y eso estaba haciendo hasta hace diez minutos.
—¿Quiere decir que esto lo ha dibujado ahora?
—¡Sí! Dibujar me relaja, y llevaba demasiadas horas concentrado. Así que salí al claustro para tomar estos apuntes del natural. ¿Le sorprende?
—Soy una pésima dibujante, y siempre me admira la facilidad de los pintores para reproducir la realidad.
—La mayoría de restauradores somos pintores frustrados. No siendo capaces de crear belleza en idéntica medida que nuestros antepasados nos conformamos con preservarla para mantener impoluto su legado. Nuestro trabajo, claro está, exige profundos conocimientos técnicos sobre pintura. A mí, personalmente, me relaja dibujar. Es algo natural, ¿no le parece?
Si no hubiera finalizado su explicación con esa pregunta abierta, a Bety le hubiera parecido pretenciosa y artificial. Pero, tal y como la había expuesto, en su conjunto, transmitía justo el efecto contrario.
—Imagino que sí.
—¿Me permite?
Bruckner realizó la pregunta acompañándola con un gesto muy evidente: señaló con la plumilla el rostro de Bety, dejando claro que deseaba dibujarlo. Ella se vio tomada por sorpresa y no supo bien qué responder. En parte se sintió halagada, pero también experimentó la sensación de que aquello no era lo apropiado en esos momentos de tanta actividad. Bruckner pareció adivinar sus pensamientos y le ofreció una solución irrechazable.
—No tardaré más de cinco minutos.
—De acuerdo. ¿Cómo me…?
—Siéntese en el pretil y apóyese en la columna. Mire hacia el claustro. ¡No tanto, no tanto! Mejor sitúese de medio perfil… así está bien. Relájese y permanezca quieta.
Bety nunca había posado para un retrato y no sabía cómo desenvolverse. Los cinco minutos transcurrieron con lentitud; no deseaba moverse, como si su quietud fuera garantía de un mejor trabajo por parte de Bruckner. Pensó en esas modelos que pasaban días enteros inmóviles en posturas inverosímiles mientras eran dibujadas, compadeciéndose de ellas. Y también se sintió un poco ridícula, como si fuera una adolescente dibujada por uno de esos artistas callejeros que abundan en las ciudades retratando a los viandantes por unas monedas.
Lanzó fugaces miradas por el rabillo del ojo; Bruckner lanzaba trazos con seguridad, apenas mirándola muy de vez en cuando, como si su presencia apoyada en la columna fuera innecesaria y la composición ya estuviera perfectamente definida en la memoria del pintor.
—Cinco minutos: he acabado. Mire.
Bruckner le tendió la carpeta, sobre la que reposaba la cartulina con su retrato. Bety la tomó en sus manos; la había dibujado a la izquierda y en posición vertical, de manera que el claustro se abría hacia la derecha ejerciendo de contrapunto espacial. Se reconoció de inmediato; era ella, no cabía duda. Si los trazos del claustro eran vagos y fraccionados, aquí, en cambio, estaban asombrosamente detallados. Quizás aquel dibujo no era más que el bosquejo de un retrato, pero sugería más de lo que ofrecía tras un primer vistazo, o eso creyó entender Bety. No había sonreído mientras posaba, pero Bruckner la había dibujado luciendo una evidente expresión de felicidad. Incluso el hoyuelo que se le formaba en la mejilla derecha cuando su sonrisa era franca quedaba perfectamente plasmado en el retrato. Esto le sorprendió tanto que quiso preguntárselo.
—¿Por qué sonriendo?
—Los pintores somos intérpretes de la realidad, y la realidad es siempre subjetiva. Le ruego que no se ofenda por mis palabras: usted, ahora, irradia tristeza. Lo percibí desde nuestro primer encuentro. La tristeza y la alegría son sentimientos que forman parte de nuestras vidas: las más de las veces se suceden sin solución de continuidad. He elegido sacar a la luz su alegría porque sé que está en su interior. Bety, a veces hay que pelear para encontrarla, pero todos la llevamos en nuestro zurrón. Y, créame, vale la pena intentarlo.
Esta respuesta la dejó atónita, porque ese era precisamente el razonamiento que ella solía emplear para combatir su melancólico estado de ánimo. Después de haber dicho esto, Bruckner le tendió su retrato a la par que se ponía de pie.
—Para usted: hágame el favor de aceptarlo. Yo ya guardo en mi memoria esa hermosa sonrisa suya. Quizá sea bueno que, cuando quiera exhibirla y no la encuentre con facilidad, pueda tenerla a mano en este sencillo dibujo para recordarla. Y, ahora, volvamos al trabajo. ¡El tiempo pasa volando!
Bety cogió su retrato, asintiendo. Bruckner se marchó caminando por la crujía, dejándola de nuevo sorprendida por la conversación que habían mantenido. La curiosidad que sentía por él se incrementó considerablemente y se propuso, en su siguiente encuentro, averiguar lo que pudiera sobre su persona.
L
os encuentros matinales entre Bety y Craig Bruckner se sucedieron con asiduidad durante la siguiente semana.
Si bien ella se había propuesto conocer más detalles acerca de la vida de Bruckner, no encontró oportunidad alguna de hacerlo durante sus breves conversaciones; de alguna manera, él siempre evadía las cuestiones personales antes de que llegaran a plantearse. No había averiguado prácticamente nada, ni siquiera dónde se alojaba en la ciudad. Lo más a lo que habían llegado era a tutearse. Bruckner era un conversador ingenioso incluso en español, y su experiencia de la vida hacía que siempre llevara la iniciativa en sus encuentros.
Bety se sorprendió a sí misma por tercera vez consecutiva en pocos días cuando, transcurrida esa primera semana, en una mañana especialmente laboriosa, se descubrió pendiente del reloj para no perder la oportunidad de llegar al claustro a la hora habitual. De nuevo, tal como había intentado en ocasiones anteriores, iba a intentar acercarse al terreno personal de Bruckner; de nuevo, fracasó. Y eso le hizo tomar una inesperada determinación: le propuso quedar fuera de horas de trabajo con la esperanza de, fuera del ambiente profesional, poder saciar su curiosidad. Bruckner aceptó encantado y Bety tuvo la impresión de que él esperaba la propuesta. Esa misma tarde se encontraron en el Boulevard de San Sebastián. A primeros de junio el tiempo era caluroso en la ciudad y las calles estaban repletas de personas ansiosas de sol tras un invierno y una primavera lluviosos.
Se dieron la mano, formalmente; Bety creyó ver una mirada pícara en Bruckner, como si este gesto fuera parte de una impostura. Pasearon hacia La Concha rodeando el ayuntamiento y se apoyaron en la barandilla, mirando hacia la bahía. Había en el cielo unas pocas nubes algodonosas esparcidas sobre el mar, y la luz descendente del sol las iluminaba por su parte inferior, tornándolas rojizas.
—Apuesto a que en Filadelfia no hay un espectáculo semejante.
—Aunque las vistas de la ciudad desde Camden, al otro lado del Delaware, son muy hermosas, debo reconocer que estas las superan. Bety, aquí en San Sebastián tenéis una joya desconocida para la mayor parte del mundo. Pero déjame decirte que si se conociera en mayor medida quizás acabaría perdiendo su encanto.
—Es posible. Imagino que la habrás visto antes…
La risa de Bruckner, que Bety no había escuchado hasta ahora, apareció con fuerza, un verdadero torrente de energía muy lejano a su habitual y comedido tono de voz. Bety no comprendió dónde radicaba la gracia de su comentario. Bruckner se retorció de la risa durante un par de minutos, hasta el punto de acabar contagiándosela a ella. Rieron juntos, con esa risa floja que se empuja a sí misma, hasta casi quedar sin aliento. Bruckner extrajo un pañuelo del bolsillo de su americana y se enjugó las lágrimas.
—¡He debido decir algo muy gracioso!
—¡No te imaginas cuánto!
—¿Por qué?
—Te lo explicaré. Sin duda, la bahía es hermosa, y contemplarla desde aquí arriba es un verdadero placer. Pero yo he hecho mucho más que ver la bahía de La Concha.
—No te entiendo…
—Cada mañana, a las seis y media, cuando apenas hay nadie despierto, vengo a la playa, dejo las zapatillas y la camiseta y me voy a nadar. No un simple baño como hace la mayoría. Algunas veces le doy la vuelta a la isla; otras, abandono la bahía y me voy hacia la playa de Gros rodeando el paseo Nuevo.
—Eso es mucho nadar… ¡Ahora comprendo la anchura de tu espalda!
Bruckner pareció dudar; fueron dos las veces en que abrió la boca para comenzar a hablar y en ambas ocasiones se detuvo, como si se lo hubiera pensado mejor. Pero, tras encogerse de hombros, prosiguió su explicación.
—Bety, hace muchos, muchos años, fui un nadador destacado, de los mejores del mundo. Participé representando a mi país en dos juegos olímpicos cuando era un adolescente, en los años sesenta. Y nunca dejé de nadar. Es una tradición familiar que seguimos practicando todos en mi familia. Nadar aquí, en San Sebastián, es algo único.
—Ahora lo comprendo.
—Por eso mismo tengo alquilado un piso junto al Boulevard. Cuando decidí venir a la ciudad para estudiar los lienzos de la iglesia de san Telmo busqué información en la Web. Sabía que la ciudad estaba junto al mar, pero que el museo estuviera tan cercano a las playas fue una fantástica casualidad. Prefiero nadar en el mar antes que hacerlo bajo cubierta, ¡ya me harté en mi juventud de dar vueltas y vueltas en la piscina olímpica!
La barrera se había roto. Por vez primera Craig le había contado una historia perteneciente a su mundo íntimo. Y Bety, aprovechando esa nueva complicidad, se lanzó a tumba abierta.
—Cuéntame más, Craig.
—¿Qué más quieres saber?
—¡Todo!
—Eso es mucho querer, Bety. Y, además, lo encuentro algo injusto. Yo no sé mucho sobre ti… excepto que eres una mujer hermosa e inteligente, que has sido profesora universitaria, que eres ahora la relaciones públicas de un museo que abrirá sus puertas en dos meses, y que recientemente has pasado por un mal momento personal.