El restaurador de arte (27 page)

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Authors: Julian Sanchez

Tags: #Intriga, #Aventuras

»Craig me relató el último enfrentamiento cuando le explicó a Chris que iban a casarse. Este le contestó que, si existía justicia en el mundo, su relación no prosperaría. No lo dijo con rabia, o enfadado, no; lo dijo con toda frialdad, como si estuviera tocado por un don malévolo y pudiera lanzar una maldición. Mi hermano le contestó que ojalá se equivocara porque, aunque él mereciera lo peor, April no tenía culpa alguna. La respuesta de Chris fue terrible: «Los dos me habéis traicionado; jamás seréis felices».

—Y, por desgracia, así fue.

—Una semana más tarde el coche de April atravesaba la mediana del puente Franklin y se estrellaba contra un camión. Habían pasado la tarde aquí, nadando en el río, tomando el sol en el jardín. Craig pensaba acompañarla a su casa, pero hubo no sé qué problema, y ella regresó sola a la vieja Phily. Así acabó su historia: la maldición de Chris se hizo realidad. Y Craig jamás se perdonó no haberla acompañado en su último viaje.

—¿Por qué? Comprendo que pudiera sentirse morir por el dolor, pero ¿qué hubiera ganado acompañándola? ¿Acaso hubiera podido salvarla?

—Seguro que no. El coche quedó completamente destrozado. Y April… Su cuerpo también sufrió el mismo impacto. Pero, en aquel entonces, Craig deseó haber muerto con ella.

—Mary Ann, ha dicho que el impacto dejó el coche completamente destrozado. ¿Sabe qué pudo suceder?

—No hubo evidencia exacta de lo sucedido, al menos no en los restos, pero los testimonios de los demás conductores explicaron que el coche culebreó por el puente de un lado al otro hasta atravesar la mediana y colisionar contra el camión.

—Es una historia terrible.

—Hacía muchísimos años que no la recordaba. Todavía me parece estar viéndola en el jardín, jugando a la pelota, nadando en el río, subiendo al coche aquella tarde…

Llegados a este punto, la conversación pareció extinguirse. La lluvia arreciaba, y eran más de las cinco. Había oscurecido, y, al fondo, Filadelfia comenzaba a iluminarse. La melancolía pareció hacer presa en ambas mujeres, aunque el motivo de cada una quizá fuera diferente. Mary Ann, tras un rato ensimismada en los recuerdos del pasado, con la mirada perdida en el oscuro jardín, retornó al presente formulando una pregunta que no logró tomar a Bety por sorpresa. La esperaba, era cierto, y su respuesta iba a ser muy diferente a la que tenía pensado darle antes de hablar con ella sobre el pasado de Craig.

—Bety, dígame. ¿Por qué ha venido a verme?

—Craig estaba trabajando en su libro sobre Sert, y como usted sabe viajó a Nueva York para recabar información relacionada con su obra en el museo San Telmo de San Sebastián. Mi viaje tiene un doble motivo: por un lado, intentar localizar a ese otro experto con el que estuvo hablando, y por el otro, entregarle a usted sus dibujos.

—Y ¿para qué quiere encontrarlo?

—Me he propuesto intentar que su obra sobre Sert vea la luz. Tengo una cita con Books Inc., su editorial, para ofrecerles la colaboración institucional del museo. Pensamos que ese experto podría colaborar en la obra.

—Ya comprendo… No sé si puede serle de ayuda, pero transmítales que cuenta con el apoyo de la familia. Si lo desean pueden hablar conmigo, ya tiene el número.

—Se lo agradezco.

No había mucho más que decir. Era tarde, y Bety debía regresar a Nueva York. La cita con Books Inc. era a la mañana siguiente. Mary Ann llamó a un taxi por teléfono, y charlaron mientras lo esperaban, pero ahora de cosas insustanciales, del trabajo de Bety, del presente de su anfitriona. Cuando el taxi se presentó junto a la verja se despidieron. Mary Ann le dio un cariñoso abrazo, casi maternal, y Bety dudó acerca de si se lo estaba dando a ella o al recuerdo de April. Concluyó que probablemente a las dos.

La lluvia insistía en su ciega e incansable labor mientras corría hacia el taxi cubierta por un nuevo paraguas regalado por Mary Ann. En el porche, bajo la luz de una lámpara, Mary Ann agitó la mano en señal de despedida, y Bety hizo lo propio desde el interior del taxi.

Según avanzaban hacia la North Station fue pensando en si había hecho bien al omitir las dudas que tenía sobre la muerte de Craig y en los descubrimientos que Enrique y ella habían realizado.

¡Había pensado decírselo todo! Sin embargo, al verse reflejada en April, un sentimiento de perplejidad se había instalado en su interior, acompañado por un notable distanciamiento hacia Craig. ¿Podría haberle dicho que ella era la doble exacta de su viejo amor, muerto tantos años atrás? ¿Cómo se lo hubiera tomado ella en el caso de haberlo hecho? Comprendía la decisión de Craig, aunque no la justificaba. ¡Todo parecía en exceso inverosímil!

Durante el resto del viaje a Nueva York, no pudo apartar ni un instante de su cabeza el rostro de April, su propio rostro. Y cuando llegó al apartamento se sentó frente al ordenador. No pudo reprimir la curiosidad. Introdujo el nombre en el buscador y, pese a haber pasado tanto tiempo, no tardó en encontrar referencias sobre ella. Siguió alguna, al azar, y entonces ocurrió lo que nunca habría podido imaginar.

—¡No puede ser! ¡Es imposible!

Pero era verdad, lo comprobó en otras páginas.

Apagó el ordenador y se metió en la cama.

Las horas transcurrieron y Bety seguía sin dormir, con los ojos abiertos como platos, dándole vueltas a lo que acababa de averiguar. Solo muy de madrugada consiguió conciliar un sueño incómodo y poblado de inseguridades.

49

B
ety se despertó a la mañana siguiente en el apartamento de Enrique con una tremenda sensación de cansancio. La noche había sido pésima, y a los sueños extravagantes que poblaron su mente tuvo que añadir el calor. La calefacción central característica de la mayoría de edificios de la ciudad estaba activada, y no logró regularla ni dejando parcialmente entreabierta la ventana del dormitorio.

La ducha le supo a gloria, y desayunó con ganas envuelta en una toalla del baño, pero nada de esto contribuyó a despejarle la mente. Incluso despierta no lograba evitar pensar en April y su triste destino; la fotografía de la playa en la que los tres jóvenes irradiaban felicidad le pareció destilar una amarga ironía.

Miró el reloj: eran las nueve y media. La reunión en Books Inc. estaba fijada a la una. Se dispuso a dar un paseo. Ninguna ciudad del mundo podría ofrecerle más que Nueva York para distraerse. Había de todo, y en abundancia: cultura, espectáculo, o el simple placer de deambular por sus calles y observar a sus heterogéneos ciudadanos.

Caminaba hacia el dormitorio cuando el sonido de la cerradura de la puerta de la calle la sobresaltó. ¡Alguien estaba intentando abrirla! Dudó entre avanzar o retroceder, y un aluvión de pensamientos a cuál más delirante cruzó por su asustada mente. Se decidió a empujar la puerta y tratar de impedirle el paso a quienquiera que fuese, pero ya era demasiado tarde.

La puerta se abrió.

La hoja, entreabierta, impedía ver de quién se trataba.

Bety, temblando de miedo, con el corazón desbocado, sin ni siquiera darse cuenta de que estaba retrocediendo, tropezó con una mesa auxiliar y la lámpara que había sobre ella cayó al suelo y se rompió en cien fragmentos.

Por fin, tras unos segundos inacabables, la hoja se deslizó lo suficiente para permitirle ver a la persona que estaba en el umbral de la puerta. Se trataba de una mujer, con la apariencia de estar tan asustada como ella misma.

—¿Quién es usted?

—¿Qué hace en esta casa?

Tenía la llave en la mano. No había forzado la cerradura. Bety comprendió al instante de quién se trataba: solo podía ser la amiga de Enrique, la mujer que ahora lo acompañaba en su vida, aquella de quien le hablara en el puerto el día de la reinauguración del museo, en San Sebastián.

—Soy…

—Eres Beátrice Dale. Y yo soy Helena Sifakis.

Helena entró en el apartamento y cerró la puerta. Bety pudo por fin saciar aquella curiosidad malsana que sintió su primer día en la ciudad, cuando estuvo buscando alguna huella de ella en la vida de Enrique. Lo que más le sorprendió fue su juventud: no llegaría a los veinticinco. Y sus cabellos, tan rizados y rebeldes. Y su mirada, tan inquisitiva como aguzada. Y un acento levantino que no acababa de situar. ¿Griega, tal vez? El apellido lo parecía, desde luego. Si Bety la observaba con atención, no menos atención mostraba Helena. Bety se sintió en inferioridad, junto a la lámpara rota, apenas tapada por la toalla, sujetándola con ambas manos. Tragó saliva, sacó pecho y se sacudió la rubia melena, echándosela hacia la espalda.

—Voy a cambiarme.

—Muy bien. Yo limpiaré esto.

Bety se mordió el labio inferior mientras se vestía: unos vaqueros y una camiseta, nada más. Se pasó el cepillo, alisándose los cabellos, pero sin secarlos, y regresó al salón. Helena ya había recogido los restos de la lámpara y los había metido en una bolsa. Las dos mujeres se miraron, algo menos nerviosas pero no relajadas: existía en ambas un punto de tensa expectación. Para Bety, Helena no era una rival, o al menos eso pensaba. Y, para Helena…

—¿Eres griega?

—Sí, de El Pireo. Después de dos años viviendo en Nueva York pensaba que mi inglés había perdido el acento.

—Soy filóloga clásica: latín y griego… Y me defiendo con el griego moderno.

—Conozco tu currículum.

Esta frase cogió desprevenida a Bety: en la puerta la reconoció con un solo vistazo y ahora mencionaba su currículum. Estaba en desventaja, sin duda. Y decidió preguntárselo abiertamente.

—¿Cómo sabes tantas cosas sobre mí?

—Trabajo en la agencia literaria Goldstein. Me encargo de todo lo relacionado profesionalmente con Enrique. Yo tramité los billetes del viaje a San Sebastián para la inauguración del museo San Telmo. ¿No te la ha contado?

—No. No me había hablado de ti… Creo…

—¿Crees?

¿Cómo iba Bety a repetir las palabras de Enrique en la pasarela del náutico? Si lo hacía, le buscaba a él un problema. No le cabía duda, Helena Sifakis era la mujer de la que le había hablado. Bety notaba una cierta inseguridad en Helena que esta trataba de disimular. Una inseguridad en la que Bety se apoyó para mostrar superioridad.

—Me dijo que había una mujer en su vida, pero no me dijo su nombre. Eres tú.

Helena asintió, muy levemente, como si no estuviera convencida de ello.

—¿Eso te dijo?

—Sí.

—Pero no te dijo mi nombre.

—Nadie hubiera podido imaginar que tú y yo llegáramos a conocernos. No parecía tener importancia.

—¿Qué haces aquí? ¿Por qué estás en Nueva York, en su apartamento?

Esa era otra pregunta delicada. ¿Qué sabría Helena de sus investigaciones?

—Tuve que venir a Nueva York para realizar una serie de entrevistas relacionadas con mi trabajo en el museo. Cuando Enrique lo supo me ofreció su apartamento. En ningún momento me dijo que tú pudieras presentarte aquí.

—Cuando él está fuera vengo de vez en cuando, para comprobar que todo está en orden. ¡Me asusté al abrir la puerta y ver la luz encendida, y aún más cuando oí el sonido de la lámpara al romperse!

—¡Pues no te digo nada del susto que me has dado tú!

Por fin fueron capaces de mostrar un poco de simpatía la una hacia la otra.

—Te aseguro que encontrarte aquí es lo último que me habría imaginado. Hoy, a la una, tengo la última entrevista y, si todo va como debe, en un par de días regresaré a San Sebastián.

—Yo no vivo aquí; puedes quedarte el tiempo que necesites.

—No vives aquí, pero tienes un cepillo de dientes.

—Sí, lo tengo. ¿Te molesta?

—¿Y a ti te molesta que yo esté aquí? No quiero confusiones, Helena: Enrique es mi ex, y solo eso. Nada más.

—¿Nada más?

—Como lo has oído.

Bety se sintió molesta consigo misma por lo dicho y por el tono que había empleado al decirlo. Fue tajante en su aclaración, pero la sombra de la duda se había instalado en el rostro de Helena. En cualquier caso, dijera lo que dijera, su mera presencia en el apartamento de Enrique bastaba para indisponerla: eso es lo que Bety hubiera sentido si su posición fuera la de Helena. Al menos, si Enrique no había hablado de Helena con ella, tampoco lo había hecho a la inversa.

—Será mejor que me vaya.

—Sí.

Bety le tendió la mano, y Helena se la estrechó con un movimiento breve y seco. Después caminó hasta la puerta, la abrió y abandonó el apartamento. Era joven y atractiva, algo delgada comparada con ella, pero tenía encanto, no solo juventud. Esa piel morena, los ojos oscuros, la estrecha cintura… ¿Por qué todas las mujeres que compartían la vida de Enrique, o al menos las que Bety había conocido, eran tan opuestas a ella? ¿Pura casualidad?

Estos pensamientos la acompañaron mientras acababa de vestirse. La situación había sido muy incómoda, pero de algo había servido: durante unas horas sustituyó en su mente el rostro de April Evans por el de Helena Sifakis, y el de esta última, aunque más real, resultaba menos inquietante.

50

B
ety, distraída por lo que acababa de suceder, calculó mal el tiempo y llegó tarde a su cita en Books Inc., en la calle Setenta y Cinco Oeste, en el Upper West Side. El barrio era uno de los tranquilos de Nueva York, pero un accidente de tráfico había cortado la calle Cincuenta y Nueve lo que había creado un verdadero colapso circulatorio por toda la zona. Por fortuna, Mr. Fredericks no tenía nuevas citas, motivo por el cual no tuvo problema en recibirla pese a su retraso.

Era un hombre ya mayor, clásico, con americana de
tweed
y pajarita a juego, el estilo de neoyorquino característico del East Side. Sus modales eran refinados y su acento muy marcado, al viejo estilo de acento no rótico. A Bety le era posible seguir su conversación siempre y cuando mantuviera su concentración: se comía buena parte de las erres. Probablemente cultivara a conciencia ese viejo acento tan poco usual en la ciudad: Mr. Fredericks era diferente y, aún más, deseaba ser diferente.

Puesto en antecedentes por medio de unos correos electrónicos que se habían cruzado el día anterior al viaje de Bety, Fredericks conocía parte del interés de Bety en visitarle. El resto lo iría introduciendo en la conversación poco a poco.

—La muerte de Mr. Bruckner ha sido una verdadera desgracia. ¡Estaba tan cerca de finalizar su obra! Años de trabajo desperdiciados en un triste accidente… Pero así es la vida. En Books Inc. agradecemos la oferta de colaboración de su museo en su justa medida. Es muy probable que debamos desplazar a una persona a San Sebastián para recabar la documentación gráfica necesaria.

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