—Tú dirás.
—Necesito un contacto al que solo puedes acceder tú.
—Dime quién… y por qué.
—He comenzado una nueva novela. Cuando Goldstein me explicó la situación en Nueva York sentí ese típico subidón de adrenalina, construí un argumento y me puse a escribir como si estuviera poseído. La novela ha avanzado muchísimo, y he llegado a un punto en el que necesito una información que no está a mi alcance.
—¿Y crees que yo puedo ponerte en la pista correcta?
—Sin duda. Tu grupo editorial está en negociaciones con un importante grupo francés.
—Confidencia por confidencia: la compra está prácticamente hecha.
—Y la firma definitiva estará en manos de algún miembro de la familia Wendel.
—¿Cómo lo…? Ya entiendo. ¿Necesitas hablar con un Wendel? ¿Qué estás tramando, Enrique?
—Son parte del argumento de mi nueva novela. No de forma directa, pero con peso en la trama. Y necesito cotejar determinada información histórica con ellos.
—Una novela histórica, entonces.
—No. Una novela de intriga.
—Y ¿qué pintan ellos en tu intriga?
—Tuvieron relación con Sert, el pintor. ¿Conoces su obra?
—Más bien conozco al personaje. En su momento editamos la obra de una historiadora basada en la vida de Misia, su primera esposa.
—Ha sido una de mis fuentes de documentación. E incluso la familia Sert me ha permitido el acceso a los archivos privados del pintor.
—Comprendo. Quieres ir sobre seguro y respetar la veracidad de los hechos.
—Cuando menos, en parte. He llegado a un punto del argumento en el que debo comprobar si lo que he investigado e imaginado tiene sentido. Y solo los Wendel podrían confirmarlo. Además, no deseo que la novela ofrezca polémica de ninguna clase; quiero contar con su aquiescencia.
—Bien… es un asunto delicado. He tenido alguna reunión a la que asistieron algunos de ellos, y por tanto los conozco un poco. Tendrías que viajar a París, claro está. ¿Cuándo podrías estar allí?
—Mañana mismo.
—¡Parece que tienes mucho interés!
—En efecto.
—Bien. Imaginemos que, por amistad, te consigo el contacto. Me gustaría que, también por amistad, tuvieras el detalle de enviármela una vez acabada. Permíteme hacerte una oferta.
—Goldstein me da carta blanca para la publicación en España y la elección final es mía, pero no puedo prometerte más que estudiar tu oferta. Sabes que siempre he sido fiel a mi editorial.
—Lo sé. Pero todo en la vida cambia, y en Estados Unidos vas a hacerlo al firmar con Lion.
—Es cierto, pero no tenía una relación de afecto personal con mi anterior casa americana, algo que sí me sucede aquí.
—¿Me enviarás la novela?
—Sí.
—Viaja a París. A lo largo de mañana contactaré con los jefes; en cuanto tenga el contacto te enviaré un correo. ¿De acuerdo?
—¿Podrás conseguirlo?
—¡Enrique!
Se rieron al unísono; Bárbara era la verdadera alma de su editorial, y tenía a su alcance casi cualquier prerrogativa. Enrique ya podía ir buscando billete para el vuelo porque estaba claro que ella cumpliría. Salieron a cenar y pasaron el resto de la velada charlando animadamente de mil asuntos relacionados con el mundo editorial, tanto el español como el europeo y el americano. Se despidieron tarde, cerca de las doce, con una frase de Bárbara acompañada por un guiño:
—¡Te lo pondré difícil, Enrique!
Él no lo dudó. Desde luego, le iba a deber un favor.
P
arís. No hubiera creído a quien le hubiera dicho que transcurridos apenas quince días después de escribir los avatares de Sert con las SS iba a acabar allí, documentándose. No era su ciudad favorita —Venecia era la indiscutible vencedora de este imaginario
ranking
—, pero, dejando a un lado San Sebastián, Barcelona y Nueva York, estaba entre las diez que más apreciaba.
Su vinculación a París surgía de la relación entre las culturas francesa y americana, particularmente en relación al
jazz
. Los clubs de la calle de Lombards, la Caveau de la Huchette, el Petit Journal Saint-Michel y tantos otros lugares en los que había dejado deslizarse las noches en la mejor compañía; los había recorrido todos junto a Bety, quien en las calles de París se sentía en su verdadero elemento. Su transformación resultaba extraordinaria: era ella y, a la vez, era otra diferente cuando dejaba su perfecto castellano para hablar en un francés cantarín y delicioso. Aunque ella estuviera por completo hecha a la vida española mantenía en una parte de su alma las raíces de su pasado francés, y cuando podía expresarse en su idioma parecía revivir, como una planta mustia que recibiera una gratificante lluvia de verano.
Enrique había viajado en el primer vuelo, y se trasladó a su hotel habitual en la ciudad, en el barrio de Le Marais. Por una afortunada casualidad, los Archives Nationales estaban situados en el edificio Hotel de Soubise, a escasos cinco minutos andando. Pensaba visitarlos después de la entrevista con los Wendel: la pista del
Major
Rilke podía llevarle muchas horas de trabajo, y no deseaba interrumpirlo una vez comenzado.
Las oficinas del grupo editorial propiedad de los Wendel estaban situadas en el barrio de La Défense, a unos veinte minutos en taxi del hotel. Mientras, tenía dos posibilidades: la primera, ponerse a escribir; la segunda, salir a pasear. Escribir le apetecía relativamente poco; la situación real llamaba más su atención que la imaginaria, y había decidido dejar de teclear hasta que finalizara su investigación y supiera a qué atenerse.
Su plan consistía en pasear en dirección al Louvre y a las Tullerías; desde allí ya vería qué camino tomar, si cruzar a la
rive gauche
y la torre Eiffel o seguir hacia la Madeleine y la Ópera, pero la pantalla de su tableta se iluminó al recibir el correo de Bárbara: «En la sede de Edition9, a las cuatro. Te recibirá Marie Wendel. ¡Me debes una y quiero tu novela!»
Tres horas de margen, tiempo suficiente para pasear, comer y acudir a la cita. Y así lo hizo: se dejó llevar por un París nublado, pero jamás gris. Comió en un bistró junto al Sena, sentado en la terraza pese a la baja temperatura, viendo frente a él Notre Dame, y después cogió un taxi para ir a La Défense, todo recto por las avenidas de los Campos Elíseos y de Charles de Gaulle.
La sede central de Edition9 estaba situada en un rascacielos próximo a la Arche de la Défense. Se identificó en la recepción, y una elegante secretaria lo acompañó hasta el último piso. Allí esperó unos minutos en un amplísimo vestíbulo, de más de cien metros cuadrados; otra secretaria estaba sentada junto a lo que evidentemente era la puerta del despacho principal. La secretaria recibió una comunicación, se levantó y le indicó que la siguiera; abrió la puerta del despacho, le cedió el paso y la cerró después.
El despacho era aún más enorme que el vestíbulo, y sus ventanales ofrecían una vista completa de la Arche de la Défense. En su interior estaban una mujer y un hombre, ambos impecablemente vestidos. Eran más jóvenes que él, en torno a los treinta años, y se parecían notablemente. Ella se acercó, tendiéndole la mano; parecía evidente que iba a llevar la voz cantante en la entrevista.
—Soy Marie Wendel, y este es mi hermano gemelo Richard.
—Enrique Alonso. Encantado de conocerles.
—¡Igualmente! Pero sentémonos, por favor.
Lo hicieron a la mesa principal; Marie, al otro lado de la misma; Richard tomó asiento junto a Enrique. En verdad eran parecidos, pero no solo en la apariencia física: se movían con idéntica fluidez, como si se deslizaran y, aunque el timbre de sus voces era lógicamente diferente, el tono sonaba idéntico.
—Veo que habla usted nuestro idioma. Si lo prefiere, podemos hablar en inglés, e incluso en español.
—No hablo el francés tan bien como quisiera pero preferiría, si es posible, utilizarlo.
—Muy bien. Esta mañana recibimos una llamada desde Barcelona. Nuestro
partner
nos pidió que mantuviéramos una entrevista con usted para hablar de un asunto literario, pero del que los Wendel formábamos parte.
—Así es.
—Señor Alonso, antes de comenzar me gustaría que satisficiera nuestra curiosidad por saber cómo consigue un escritor que no pertenece a nuestro grupo editorial acceder a esta entrevista.
—En el mundo hay muchísimas buenas personas que están dispuestas a ayudarnos. Basta con pedírselo, y así lo hice.
—Bárbara Llopis debe tener muy buen concepto de usted.
—Nos conocemos hace más de diez años y mantenemos una excelente relación personal.
—¿Incluso viviendo usted en Nueva York? Estamos al tanto de su carrera literaria americana.
—Bárbara nunca ha perdido la esperanza de reclutarme para su editorial. En España gozo de cierto prestigio pese al éxito comercial.
—¿Considera incompatibles lo comercial y la calidad literaria?
—¡En absoluto! Eso es asunto de los críticos. Yo sé que escribo razonablemente bien, incluso me considero bien dotado para los géneros que cultivo.
En este momento intervino Richard, y fue quien a continuación llevó el peso de la conversación.
—Intriga histórica y literatura policíaca. ¿Y nuestra familia va a formar parte de una de sus novelas?
—En realidad, no directamente. La novela trata en mayor medida sobre el pintor José María Sert.
—Habíamos entendido que el motivo de esta entrevista estaba relacionado con esa posibilidad.
—Y es cierto, pero no como parte de una novela. La parte que estoy investigando sucedió en realidad.
—Me ha picado la curiosidad, señor Alonso. Dígame, ¿qué desea saber?
—Todo lo relacionado con el internamiento en Sarrebruck-puis des Fresnes de Ségolène Wendel, durante la Segunda Guerra Mundial.
Marie y Richard se miraron; Richard iba a hablar, pero Marie lo detuvo realizando un explícito gesto con la mano derecha.
—¿Qué sabe usted al respecto y cómo lo ha averiguado?
—La trama de la novela que actualmente estoy escribiendo tiene que ver con ese suceso. Ségolène era su…
—Nuestra tía abuela.
—Sé que su tía abuela fue internada en Sarrebruck-puis des Fresnes, y que Maurice, su padre y bisabuelo de ustedes, intentó por todos los medios liberarla de su confinamiento. Para ello utilizó todos sus contactos, y hubo uno, en especial, que se ofreció a ayudarle debido a sus correctas relaciones con los responsables de la Wehrmacht en París.
—Sert, el pintor. Esa historia forma parte del anecdotario de la familia.
—He tenido ocasión de leer la correspondencia que se cruzaron Sert y su bisabuelo Maurice.
—¡Desconocíamos que existiera esa correspondencia!
—Existe, y está en el archivo de la familia Sert, en Barcelona.
—Y ¿en qué podemos ayudarle?
—En teoría, las cartas que su bisabuelo Maurice remitió a Sert debieron ser destruidas, pero Sert no lo hizo. Además, realizó una copia de las que envió a Maurice, por lo que sabemos exactamente lo que él escribió también. Sert actuó de intermediario entre los oficiales nazis y Maurice Wendel. En primera instancia logró detener la deportación de Ségolène a los campos de exterminio. Y, más tarde, medió en un acuerdo para obtener su definitiva liberación.
—Nuestra tía abuela Ségolène fue liberada, eso es evidente, pero nunca supimos cómo ocurrió con exactitud.
—Puede que ella no lo supiera. Pero José María Sert y Maurice Wendel, sí, porque ellos fraguaron el acuerdo que lo permitió. Las cartas no dejan lugar a dudas: Sert las dirigió al
Major
Rilke, secretario del
Generalleutenant
Freiherr von Boineburg, uno de los máximos dirigentes de la Wehrmacht en la ciudad.
—¿Cuál fue ese acuerdo?
—Eso es precisamente lo que estoy investigando. Encontré un pequeño detalle en una de las cartas remitidas por Maurice Wendel a Sert.
—Continúe, señor Alonso.
—Una de ellas hablaba de una cifra: «Tengo parte de los Trescientos», le escribió Maurice Wendel a Sert. Trescientos, sí, pero ¿trescientos qué?
—¡Los Trescientos, Marie!
—¡Calla!
Richard Wendel hizo ademán de levantarse cuando Marie intentó silenciarlo, pero no logró hacerlo a tiempo. Enrique permaneció impasible, guardando estricto silencio, esperando a ver cómo se resolvía la situación. Richard Wendel volvió a sentarse, frunció los labios y desvió su mirada hacia el gran ventanal. Los ojos de Marie observaron a su hermano sin ocultar su indignación. Pasados unos instantes pareció recobrar el control, sonrió forzadamente y se dirigió a Enrique.
—Señor Alonso, debe saber que su descubrimiento ha supuesto para nosotros una verdadera sorpresa.
—Luego sí saben qué son esos «Trescientos».
—¡Y quién en la familia ignoraría lo que son! Pero se trataba de una leyenda familiar cuyo conocimiento hasta ahora se había limitado a los nuestros y algunos otros, pocos, fuera de la misma. Hoy en día se puede hablar sobre ellos con mayor libertad, como comprenderá cuando conozca su historia, y ha habido algunos reportajes sobre ellos, aun limitados a determinado mundo de expertos de los que más tarde le hablaré.
—No le ocultaré que me tienen sobre ascuas.
—¿Puedo contar con su discreción, señor Alonso?
—No puedo prometerle eso. Pero sí puedo decirle que no tomaré decisión alguna sobre la publicación de aquello que tenga a bien explicarme sin consultarlo previamente con usted.
—Bastará. Confiamos en Bárbara, y ella confía en usted. Está bien: le diremos lo que sabemos sobre los Trescientos.
—
S
eñor Alonso, ¿sabe usted cuál puede ser hoy el valor de un brillante en el mercado?
—No, yo… ¿Brillantes? ¿Los Trescientos son brillantes?
—Sí. Y no unos brillantes cualesquiera. Imagino que conocerá la diferencia entre un diamante y un brillante.
—Creo que sí: un diamante es la forma mineral, sin tallar. Los brillantes requieren una talla específica destinada a extraer toda su luz.
—Cierto. Y su valor depende del tamaño, el color, la pureza y la forma que presenten, así como de su estructura interna. Verá, no será difícil encontrar páginas en la Web sobre la cotización de los brillantes; permítame un instante… Esta misma, por ejemplo. Un prestigioso diamantista belga ofrece la posibilidad de comprar piezas de diferentes precios con un simulador. Pongamos unas dimensiones medias: cuatro quilates, pero con el resto de opciones en su máxima calidad. Son piezas con certificado gemológico y con la garantía de no ser diamantes de sangre, es decir, no haberse extraído en países en conflicto. Pulido y simetría perfectos, sin fluorescencias interiores. Y aquí está su precio, ¡véalo usted mismo!