El restaurador de arte (22 page)

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Authors: Julian Sanchez

Tags: #Intriga, #Aventuras

Bety pensaba que, cuando llegara el momento de establecerse definitivamente en Nueva York, Enrique buscaría un piso alto en un rascacielos, o quizá se conformara con ver el
skyline
de Manhattan desde Brooklyn. Le costara lo que le costara, era persistente: siempre se establecía objetivos que, pese a ser difíciles, le ofrecieran una oportunidad, y siempre se agarraba a esta con todas sus fuerzas.

Conocía muy bien la casa: durante su matrimonio se habían alojado en ella con frecuencia, siempre que visitaban a Artur. La última vez, ya separados, hacía cuatro años, cuando ella acudió a ayudarle en su búsqueda. Entonces se instaló en el dormitorio de invitados, y en esta ocasión hizo lo propio: aunque pensaba que su situación estaba clara, no quería que hubiera confusiones de ningún tipo.

Respetó la intimidad de Enrique. Durante una hora, estuvo dando vueltas por la casa, abriendo las persianas, conectando la luz y el agua, y repasando el estado general de la misma pese a que no hubieran pasado ni dos meses de su anterior visita, cuando regresó a España para asistir a la inauguración del museo. Desde un rincón de la sala, mientras disimulaba pasando las páginas de un libro, Bety lo vio caminar de aquí para allá, deambulando con aparente rumbo en sus acciones pero perdido en sus ensoñaciones. Lo conocía demasiado bien como para no ser consciente de ello.

Finalmente, Enrique la invitó a asomarse a la terraza: había dispuesto dos tumbonas junto al parasol. Tomaron asiento, como tantas otras veces.

—¿Qué vamos a hacer ahora?

—Esperar a que los herederos de Sert nos autoricen a visitar el archivo. El actual conde vive entre Comillas y Barcelona, y ha de ser él quien dé la autorización. No tardará en hacerlo: esta tarde; a lo sumo, mañana.

—Hubiera preferido viajar con la visita ya cerrada.

—Enrique, hay que cazar las ocasiones al vuelo. Piensa que sin la mediación del museo se hubiera podido demorar semanas. Aquí careces de influencia. Y el hecho de que ya estemos en la ciudad ayudará a que, por una cuestión de compromiso, aceleren la decisión.

—¿Conoces al actual conde? ¿Cómo es?

—No lo conozco en persona, solo por referencias. Dicen que es un amante de la buena vida, un hombre afable y expansivo. Y un reconocido gastrónomo.

—¿Crees que nos pondrá dificultades?

—No, no lo creo. Pero te pediré una cosa: yo llevaré la voz cantante, esté él, nos atienda alguno de sus hijos, o su secretario.

—Bien, pero ¿cómo justificaremos mi presencia?

—Diciendo, si no toda la verdad, parte de ella: que estás escribiendo una novela de intriga basada en parte en la obra y vida de Sert.

—¿No será un inconveniente? Puede que no les haga gracia que novelen la vida de su antepasado.

—No estoy dispuesta bajo ningún concepto a que el buen nombre del museo quede en entredicho. Les comuniqué que vendría acompañada, y que mi acompañante serías tú. Tienen un dosier con tu obra: saben a qué atenerse. En todas tus novelas has hecho constar tus fuentes: ellas son tu mejor aval. La verdad, Enrique, es el ariete que abre todas las puertas, siempre y cuando se maneje con acierto. Tú pondrás la verdad; del acierto me encargo yo.

—De acuerdo.

—Por último: existe un detalle que aún no te he contado.

—Si no lo has hecho antes, será porque sabes que no va a ser de mi agrado.

—Antes de estudiar los archivos tendremos que firmar un documento de aceptación donde conste que la familia se reserva el derecho a autorizar el uso de la información que obtengas. Tendría importancia si la situación fuera otra: lo que prima es seguir los pasos de Craig. Tu novela es secundaria.

—Comprendo… La vida de Sert fue intensa, y en su correspondencia podremos encontrar detalles muy personales. No hay problema. Tienes razón, ahora mismo la novela es secundaria. Y yo nunca escribo para desacreditar a nadie: no hay nada más sencillo que inventarse a un malo.

El teléfono de Bety emitió un sonoro pitido. Consultó el mensaje: «A partir de las 17 h en la mansión familiar». Se lo mostró a Enrique.

—¡Fantástico! Nada me hubiera fastidiado más que tener que esperar sin nada que hacer. ¡Gran noticia!

Bety lo hubiera apostado todo a que esa iba a ser su reacción. Recordó las palabras que Enrique atribuyera al Sert novelado, leídas apenas cinco días atrás en su despacho del museo —«¡Hacer! ¡Esa es mi vida! ¡Hacer para vivir!»— y comprendió por qué había escogido al pintor como protagonista. No era por la intriga, ni porque su vida hubiera sido novelesca y, por tanto, adecuadísima para el personaje clave.

Esas palabras bien podrían haber sido pronunciadas por Sert, pero también podían aplicarse a Enrique. Eran muy, muy parecidos, más de lo que Enrique imaginara.

Y, con Barcelona ahí abajo, permaneció meditando cuánto habría de Enrique en esta novela que quizá jamás llegara a ver la luz.

42

L
a casa de la familia Sert estaba situada en una zona noble de la ciudad, cercana a la avenida Tibidabo: un palacete que hablaba bien a las claras de las glorias pasadas y presentes de la familia.

La fortuna de los Sert siempre estuvo ligada a la industria textil, de larga raigambre en Cataluña. Su padre, Domingo, introdujo telares mecánicos traídos desde Inglaterra, lo que aumentó notablemente el rendimiento de su fábrica. Fue un hombre preocupado por el bienestar de sus trabajadores, para los que fundó un montepío de socorro e invalidez. Diputado adscrito al partido conservador, su ideología buscaba el orden, pero siempre desde la libertad. Una máxima familiar fue: «Pienso lo contario de lo que usted piensa, pero daría mi vida para que usted pudiera expresar sus ideas». Domingo Sert también fue presidente de la diputación provincial, recibió importantes condecoraciones y se le ofreció un título nobiliario, que finalmente recayó en su primogénito Francisco, el hermano mayor de José María Sert.

La influencia de la familia en la vida de José María Sert fue notable: desde pequeño se acostumbró al trabajo, que en su caso fue el arte, pero comprendido como ocupación y realizado con la misma escrupulosidad con la que primero su padre y después su hermano Francisco dirigieron la fábrica. En cierto modo, también José María pintaba de una forma industrial: ayudado por sus colaboradores Massot y Mancini, realizaba coreografías fotográficas en las que participaban decenas de personas como modelos para el posterior dibujo de sus lienzos.

Pero, a diferencia del pintor, acostumbrado a derrochar fortunas siguiendo su capricho, la familia hizo crecer su patrimonio, y parte de él era el palacete frente al que estaban Bety y Enrique. Accedieron al mismo por los jardines, tras identificarse por un interfono. En la puerta principal les esperaba un hombre con el inofensivo aspecto de un secretario. Les tendió la mano; se la estrecharon.

—Señorita Dale, señor Alonso, soy Pere Mascaró; sean bienvenidos. En este momento no se encuentra en Barcelona ningún miembro de la familia, pero se me han dado instrucciones para facilitar su trabajo. Acompáñenme, por favor.

La entrada daba paso a un enorme distribuidor decorado con exquisito gusto. Lo atravesaron, para llegar a una de esas bibliotecas clásicas capaces de hacerle perder el sentido a cualquier amante de los libros: todas las paredes, de tres metros de altura, estaban forradas por una librería construida a medida, con las estanterías a rebosar de ejemplares de época. La decoración era tan gloriosa como la propia biblioteca: tres grandes bocetos del pintor iluminaban estratégicamente la estancia, a lo que se sumaba un globo del mundo de considerables dimensiones situado en su mismo centro. A un lado, cerca de un ventanal, se encontraba una deliciosa mesa clásica, dos sillas modernistas y, junto a ellas, un sillón de lectura.

Bety conocía el amor de Enrique por las antigüedades, lógica herencia del trabajo de su padre adoptivo, Artur. Desde pequeño se había visto rodeado de esa peculiar fascinación que ejercen los más hermosos objetos del pasado en muchas personas; pero, si su amor por la imperecedera belleza de los objetos era notable, la que sentía por los libros era aún mayor. Allí, rodeado por centenares de ejemplares, Enrique se sintió muy cercano al paraíso. Mascaró lo comprendió al instante, en cuanto se detuvo para mirar en derredor Enrique, apenas traspasado el umbral.

—Veo que aprecia una buena biblioteca, señor Alonso.

—¡Es magnífica!

—¡En verdad que lo es! Uno de mis privilegios al trabajar con la familia Sert es poder disfrutar de ella; no solo de su contenido, sino también de su continente. Bien, corríjanme si me equivoco; deseaban estudiar la correspondencia del pintor José María Sert correspondiente a los años 1942, 1943 y 1944.

—Así es.

—Tengan la bondad de esperar mientras traigo la documentación.

Mascaró desapareció tras una oculta puerta lateral, también cubierta por la librería. No tardó en regresar con un carrito que contenía tres grandes archivadores y una carpeta. Aparcó el carrito junto a la mesa, y de la carpeta extrajo unos folios.

—Señorita Dale, como ya le indicamos, es necesario que firmen esta autorización. Incluye tanto su compromiso a no revelar la información contenida en las cartas sin el consentimiento previo de la familia, así como las instrucciones para el manejo de la documentación. Aunque imagino que ambos dos conocerán perfectamente cómo hacerlo teniendo en cuenta sus respectivas profesiones, deben recordar que se trata de correspondencia fechada setenta años atrás. Toda ella se encuentra protegida por una película transparente sellada, y no debe ser extraída de la misma. Además, cada hoja de película lleva un chip de control que impide su extracción de la biblioteca. No está permitido realizar copias por cualquier método sin nuestra autorización. Por último, deben saber que existe una cámara de vigilancia que les grabará mientras se encuentren aquí. Ahora, si me hacen el favor…

Les tendió un bolígrafo; Bety y Enrique firmaron al pie tras leer la hoja de compromiso. Bety le devolvió las hojas, y Enrique inició una nueva conversación sin que ella tuviera tiempo de detenerlo.

—Señor Mascaró, si no tiene inconveniente, quisiera expresarle una inquietud.

—Usted dirá.

—Que se deban tomar estas precauciones me resulta sorprendente. Entiendo que, si lo han hecho, sus motivos habrán tenido para ello, y resulta triste pensar que pueda haber personas tan descorteses como para hacer mal uso de la información histórica que contienen, ¡o incluso llegar a apropiarse de los documentos originales! Pero le aseguro que no seremos precisamente nosotros quienes vulneremos este acuerdo.

—Conociendo sus antecedentes, estoy seguro de ello. Comprenda que es parte de un protocolo ya establecido…

—… Y usted, que, bajo ningún concepto, les planteo su modificación. Solo quería manifestarle nuestros sentimientos e intenciones al respecto.

—Se lo agradezco.

—Señor Mascaró, es posible que el estudio de toda la correspondencia nos lleve su tiempo.

—No deben preocuparse por ello. Estaré a su disposición el tiempo necesario, ¡excepto por la noche, claro está! Si deben regresar mañana bastará con que me lo comuniquen al finalizar la jornada. Les dejo trabajar.

Inclinó la cabeza, a modo de saludo, y caminó hacia la entrada principal de la biblioteca. Cuando ya estaba cerca de la puerta, y haciendo caso omiso de una silenciosa y enfadada Bety, Enrique realizó una nueva pregunta.

—Señor Mascaró, discúlpeme; ¿me permite una última pregunta?

—Faltaría más.

—¿Podría decirme si ha habido alguna persona más interesada en esta correspondencia en concreto durante los dos últimos meses?

La expresión del rostro de Mascaró mutó apenas una milésima de segundo, y nadie que no hubiera estado extremadamente atento hubiera podido percibirlo. Enrique lo estaba; no había hecho otra cosa durante la anterior conversación que familiarizarse con la formal máscara social tan definida de Mascaró. Percibió, pues, un destello de interés, quizá sorpresa, y posiblemente también cierta inquietud.

—No puedo contestar a esta pregunta: debo respetar la privacidad de todos los interesados, incluida la suya propia. Le ruego me disculpen.

—Gracias igualmente.

Mascaró abandonó la sala, y en cuanto hubo salido por la puerta Bety comenzó a manifestar su indignación. Enrique cambió de posición, situándose frente a ella.

—¿Pero se puede saber qué demonios has querido de…?

—¡Calla la boca y escucha! ¡No olvides que hay una cámara!

—¿Qué?

—No te muevas, cálmate y déjame explicártelo. La cámara está justo detrás de mí, tapando tu rostro; así no podrán saber qué decimos ni leyendo nuestros labios.

—Enrique, ¡esto es una locura! ¿Qué interés pueden tener en eso?

—Dame un minuto, ¡solo un minuto!, y te lo explicaré. Imaginemos que Craig no murió accidentalmente, sino que fue asesinado. Si fue asesinado, lo fue por algo que descubrió entre el museo San Telmo y este archivo. Pero, si lo asesinaron, ¡alguien más debió conocer ese descubrimiento! ¿Quién te dice que su asesino no estuvo también aquí, consultando la correspondencia?

—Estás diciendo que… ¿Mascaró?

—¡No, no necesariamente! Es el secretario de la familia, y seguro que lo es desde hace muchos años. Mi pregunta tenía un sentido muy concreto.

—¡Pero él no te contestó!

—¡Todo lo contrario, sí lo hizo! Dijo que debía respetar la privacidad de «todos los interesados». ¿No lo comprendes, Bety? No dijo «los» interesados, sino «todos».

—Sí, puede que sea como lo estás diciendo…

—¡Claro que puede ser! Desde que comenzamos esta historia todo puede ser y nada está confirmado. Bety, si en un plazo breve de, pongamos, un mes, fueran tres las visitas que quisieran ver una correspondencia cuyo análisis, siendo realistas, habría despertado poca curiosidad anteriormente, ¿no querrías, teniéndolas ahí, todo el día a tu alcance, averiguar qué excitaba la curiosidad de estas personas? Y, si además conociera la extraña muerte de Bruckner… Es mejor andar con cuidado. A partir de ahora, a trabajar, pero hablando en voz baja y de espaldas a la cámara.

—Pero, Mascaró… Si fuera así, ¿por qué no nos ha impedido ver el archivo?

—¡Porque no es su archivo! ¿Con qué motivo podría denegarnos el acceso si ha sido autorizado por el actual conde?

Bety sonrió, muy suavemente, antes de hablar.

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