El restaurador de arte (18 page)

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Authors: Julian Sanchez

Tags: #Intriga, #Aventuras

—Entonces, ¿se trata de esas joyas? ¿Son la base de la intriga?

—Sí. Las joyas desaparecieron misteriosamente, y nunca fueron encontradas; así consta en todas las fuentes.

—Pero ¿cómo llegaron a manos de Sert?

—Aunque en el momento del accidente Sert se encontraba en Venecia, precisamente instalando unos lienzos en un palacio adquirido por Alejandro Mdivani, regresó de inmediato a su residencia veraniega de Mas Juny para hacerse cargo de la situación. En efecto, como he recreado en la novela, todos los diletantes allí reunidos fueron incapaces de resolver los problemas generados por el accidente.

»En mi recreación literaria, Sert, apoyado en su vigorosa constitución y tal como hizo en la vida real, viaja durante dieciocho horas consecutivas hasta llegar a la Costa Brava. Una vez allí se ocupa de recoger todos los efectos personales de los accidentados y llevarlos al Mas Juny. Roussy, que mantuvo esa relación tan íntima con su hermano, estaba sumida en una suerte de estupefacción de la que no lograba recuperarse. Durante alguna de las ausencias de Sert relacionadas con el funeral de Alejandro, ella, presa de un delirio morboso, hizo llevar todos estos efectos a su dormitorio. Cuando Sert regresó a su lado debió encontrarla rodeada por los vestidos y las joyas de los accidentados y, cuando quiso recoger las joyas con el propósito de devolverlas a su legítimo propietario, el barón Thyssen, los desesperados ruegos de Roussy lo conmovieron de tal modo que, como siempre hacía, le concedió su capricho. Para él, el valor económico de las joyas era completamente secundario; y no dudaba de que para el barón Thyssen también lo eran. Lo que realmente le importaba era dar satisfacción a su amada Roussy.

»Que las joyas hubieran desaparecido tras el accidente fue un aderezo al escándalo, un adorno para la prensa amarilla del momento, pero para el gran público lo principal fue el conocimiento de la relación extramatrimonial que mantenían Maud y Alejandro.

—Y Geyer de algún modo sabe que estas joyas están en manos de Sert, y las busca para su provecho personal, pensando en el fin de la guerra.

—Eso es. El dinero carece de importancia, porque, cuando la guerra finalice, la inflación se cebará en todas las monedas depreciando su valor; ahí radica la importancia de acumular oro y joyas.

—Pero en la novela las SS ya han registrado la casa taller de Sert y no las han encontrado.

—Porque no están ahí. Tras la muerte de Roussy fue Misia la que se convierte en depositaria de este recuerdo personal. Su relación en la vida real fue tan absolutamente especial que este hecho no sería improbable.

—Comprendo. Esto obligará a Sert a esconderlas, no puede dejarlas en casa de Misia porque antes o después Geyer podría encontrarlas…

—… Y de ahí se deriva el resto de la trama.

—Se sostiene, Enrique. ¡Sin ninguna duda!

Toda la estructura dependía de este hecho y, una vez revelado, su plausibilidad era absoluta. Enrique sonrió, asintiendo. Helena había corroborado su idea, y solo faltaba ponerse a trabajar a destajo para llevarla adelante.

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odo iba bien. Enrique fue incrementando el ritmo de su trabajo, dedicándole quince horas cada jornada en los dos días sucesivos. Sin apenas dormir, casi sin comer, absolutamente absorto, se dejó llevar por su arrebato creativo. Estaba disfrutando más que nunca. Pero todo tenía sus límites, y descubrió que debía descansar cuando, delante de la pantalla, comenzó a ver borrosas las letras. Echó una ojeada al reloj: llevaba otras cinco horas consecutivas escribiendo.

Decidió dormir un rato: había pensado en no más de cuatro horas, pero debió silenciar el despertador al sonar porque, al despertar, comprobó que había transcurrido el doble de tiempo. Sentía el cuerpo anquilosado, y decidió salir a correr un rato: aunque había avanzado considerablemente, escribiría muchísimo mejor si retornaba a la rutina normal.

Dos horas más tarde, de regreso a su apartamento después de un buen entrenamiento por Central Park, una buena ducha, y un buen desayuno, imprimió el resultado de su trabajo. Lo releyó, haciendo algunas correcciones en los márgenes: estaba satisfecho.

Tenía previsto regresar al trabajo, pero sintió una extraña falta de agilidad mental, así que decidió prolongar su inactividad unas horas más. Podía ser un buen momento para relajarse contestando las cartas de sus lectores. Las había dejado en uno de los cajones del escritorio; las extrajo y se situó junto al ventanal, para aprovechar la luz del día.

Abrió varias de las cartas: eran, en su mayoría, de agradecimiento. Entre ellas destacaba un sobre: era pesado y de tamaño mediano, probablemente el borrador de alguna novela enviado por algún escritor aficionado buscando consejo.

El corazón le dio un vuelco en el momento de rasgar la solapa, cuando vio las señas del remitente.

Solo constaban dos iniciales: C.B.

Las anillas de una libreta azul asomaron en el sobre.

Y así, Enrique pudo comprobar que, en efecto, no hay nada como la vida real para encontrar la mejor inspiración. Sentado en el sofá, con el corazón a cien latidos por minuto, sintió un sudor frío por todo su cuerpo.

«¿Por qué?», se preguntó Enrique. ¿Por qué un hombre al que apenas conoció escribe en una de sus novelas «Alonso. Puede ser él» y, antes de aparecer sospechosamente ahogado, decide enviarle su libreta de notas a Nueva York? Observó el cuaderno. Era antiguo, estaba ajado por un uso continuo, con las esquinas de cartón de las tapas sobadas y medio rotas debido al roce. Y era grueso: podría tener más de cien páginas. Las hizo pasar presionando con el pulgar la esquina superior derecha; las páginas avanzaron con rapidez, mostrando una multitud de abigarradas anotaciones, muchas de ellas acompañadas por esquemas y dibujos. Solo las últimas diez o doce permanecían en blanco.

Enrique regresó al comienzo. Intentó localizar una fecha con la que orientarse, pero no la encontró; eso sí, observó que la tinta estaba tan ajada como las esquinas de las tapas. La letra era de trazo antiguo, levemente inclinada a la derecha, pero no parecía difícil de leer. Probó a hacerlo con un texto de las primeras páginas: estaba escrito en inglés, como era de esperar, y fue facilísimo traducirlo; otras partes, en cambio, resultaban más complejas por no decir imposibles: las abreviaturas hacían referencia a textos técnicos, muchos de ellos asociados a dibujos que a Enrique le parecieron de notable calidad. También encontró notaciones matemáticas e incluso fórmulas químicas; no le pareció extraño teniendo en cuenta el trabajo de Bruckner como restaurador.

Enrique cerró la libreta para dejarla sobre la mesa, y se levantó, inquieto, sin saber qué hacer. En principio no había encontrado pista alguna que revelase las intenciones de Bruckner al hacerle llegar lo que parecía el legado de su trabajo. Para averiguarlo, sin duda, serían necesarias muchísimas horas de esfuerzo, y dudaba que pudiera dedicarle el tiempo necesario teniendo en cuenta la novela que estaba escribiendo.

—Pero ¿qué mierda estoy pensando? —se recriminó a sí mismo en voz alta. Nada cambiaba por el hecho de que Bruckner estaba muerto, y él tenía su libreta. Había sido, quizá, su última voluntad. Y, sin duda, tendría un motivo para habérsela enviado. Enrique meditó sobre ello: tenía que existir una relación entre la nota escrita en la última página de
El anticuario
y el hecho de que decidiera enviarle la libreta. Y, además, ¿por qué se la envió a Nueva York en lugar de entregársela en San Sebastián? Desde luego, durante su conversación en la inauguración hablaron sobre Goldstein, y así fue como Bruckner supo dónde enviarla. Pero ¿por qué no se la dio a Bety para que esta, a su vez, se la entregara a él más tarde? Tal vez no quería que Bety supiera que le entregaba la libreta. Y si así era ¿por qué no debía saberlo Bety?

Quizá para alejarla de un posible peligro… Eso podría explicar que se la hiciera llegar a él, en lugar de utilizarla como intermediaria. Bruckner sintió miedo —¿una amenaza, tal vez?—, y decidió salvaguardar su libreta. La metió en un sobre, le puso los sellos y la introdujo en un buzón. La libreta quedó así a salvo mientras viajaba hacia la agencia Goldstein.

A medida que seguía elucubrando, Enrique ganaba en seguridad. Caminaba por el salón del apartamento, asintiendo para sí, murmurando por lo bajo. De repente cayó en la cuenta de un nuevo dato: cuando Bruckner murió ahogado en La Concha nadie encontró sus llaves o sus ropas en la playa. ¿Quizá alguien se las llevó tras ahogarlo? ¿Buscarían la libreta en su piso de alquiler?

Enrique suspiró, preocupado ante las implicaciones de su teoría. ¿Debía entregar la libreta de Bruckner a la policía? ¿Serviría de algo hacerlo? ¿Podrían encontrar algo de interés en sus anotaciones? ¿Qué podía esconderse entre sus páginas? ¿Por qué demonios tuvo que mandársela a él, a seis mil kilómetros de San Sebastián?

Debía decidir, y lo hizo: la estudiaría a fondo. Y si encontraba cualquier dato que le hiciera sospechar lo que fuera en relación con la muerte de Bruckner, él mismo la entregaría en persona.

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E
nrique aparcó momentáneamente la escritura de la novela. Llevaba cien páginas, un cuarto de la misma de acuerdo con su planificación, y podía permitírselo. Su atención se había desplazado hacia la libreta. Esta consistía, básicamente, en una recopilación de notas de campo de las obras de Sert.

Cada uno de los trabajos de Sert era meticulosamente desmontado partiendo de una sencilla copia del original. Cuando el tamaño de sus obras era notable, cosa que ocurría con frecuencia, Bruckner los fraccionaba en diferentes páginas. Todas estas reproducciones presentaban una numeración que, en las páginas siguientes, desarrollaba en diversos textos. Hasta donde Enrique entendía, la casi totalidad de estas notas numeradas describía las escenas, la técnica pictórica empleada, y el estado general de la pintura. Junto a este último apartado se encontraban los datos de restauración de muchas de ellas.

A medida que avanzaba en el estudio de la libreta, Enrique pudo apreciar que las anotaciones iniciales se iban viendo complementadas con otras posteriores en el escaso espacio libre de los márgenes. La letra era de Bruckner, con esas mínimas modificaciones en la caligrafía que causa el paso del tiempo. También la tinta era diferente, no estaba ajada como la empleada al principio. Un detalle adicional especialmente señalado era la ubicación actual de las obras: eran varias las que habían pasado a formar parte de museos, colecciones particulares o a la obra social de entidades financieras.

Lo más llamativo fue ver la clara evolución de las anotaciones numeradas: mediada la libreta, la mayoría se volvía más breve. Y aparecían exclamaciones, interrogantes, y las palabras «SÍ» y «NO», muchas de ellas corregidas y tachadas. También fechas, pero no de las anotaciones: parecían ser las de la instalación de las obras en su emplazamiento definitivo así como las de sucesivas restauraciones, cuándo se habían realizado, y un listado con los nombres de los restauradores.

En las páginas finales, Enrique encontró unas anotaciones diferentes a las demás: una larga lista de nombres de archivos, fuentes de documentación complementaria, teléfonos y localizaciones. Ginebra, París, Barcelona, Nueva York, San Sebastián. Notas sobre correspondencia y nombres propios asociados a los anteriores. Mucha de esa documentación correspondía a bibliotecas y archivos públicos, pero también se hacía referencia a archivos familiares y personales, seguramente de acceso muy restringido. En definitiva, la cantidad de información que presentaba era impresionante, sin duda la necesaria para poder realizar la monografía que Bruckner imaginara, pero no la suficiente para que un profano como Enrique pudiera reproducir la globalidad de su trabajo.

Fue tomando apuntes a medida que progresaba en la lectura de la libreta. Tuvo la sensación de ser incapaz de resumirla, pues ella, a su vez, no dejaba de ser otro enorme resumen, así que su trabajo se centró en buscar impresiones o intentar extraer ideas. Cuatro horas más tarde tenía el suelo del salón cubierto con decenas de páginas. Un buen trabajo, sin duda: desplegada ante él estaba toda la información recopilada sobre Sert, la propia y la obtenida gracias a la libreta de Bruckner.

Y entonces, ante aquel aparente caos, el argumento de la novela, de su novela, se desplegó ante él, diáfano, perfecto desde su comienzo hasta su mismísimo final.

Un restaurador de arte —Bruckner— pasa toda la vida estudiando la obra de un autor concreto —Sert—, soñando con confeccionar la monografía definitiva sobre su obra. Aprovecha todo su tiempo libre para viajar por el mundo y estudiar la obra del autor en persona: la información es recopilada en una libreta, que le sirve de referencia para la monografía. Un restaurador: por definición, meticuloso hasta el exceso. No solo indaga en la obra, lo hace también en el hombre. Repasa toda su vida, se sumerge en su historia personal y avanza su conocimiento de la obra al mismo tiempo que lo hace en el del hombre.

Su estudio de tantas fuentes de documentación le permite observar una panorámica global de Sert como nadie ha podido contemplar antes. Y es ahí cuando descubre algo nuevo, algo diferente que nadie más ha sabido ver antes, y ese descubrimiento acaba por costarle la vida.

Añadamos a un escritor en busca de argumento. Sazonemos con un encuentro casual entre ambos justo antes de su fallecimiento. Incluyamos a la exmujer del escritor, que guardaba cierta relación con el restaurador. Y una libreta que, misteriosamente, acaba en manos del escritor y que guarda la clave de ese secreto. Para acabar, los escenarios: exactamente los que son, Nueva York, París, y San Sebastián, para que cualquier lector del mundo pueda situarse fácilmente y darle un toque de glamur internacional.

Así era: si el actual texto ya tenía calidad, los cambios estructurales no requerirían excesivo trabajo, y las partes históricas podrían mantenerse tal cual habían sido escritas hasta ahora.

Lo más lógico era reubicar a los protagonistas: teniendo en cuenta que la acción iba en parte a transcurrir en San Sebastián y que, de alguna forma, tanto Bety como él mismo estaban involucrados en esta nueva historia, Enrique tomó la decisión de retomar a sus trasuntos de
El anticuario
y situarlos como personajes centrales, en lugar de hacer girar la historia sobre Bruckner. La parte literaria quedaba perfectamente planificada, solo quedaba escribirla. Pero quedaba una segunda parte que resolver: la libreta de Craig Bruckner estaba en el suelo de la sala, rodeada por decenas de folios anotados, convertida en el centro de un nuevo y particular universo.

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