Todo en ella sugería alegría. En verdad parecía resplandecer, ataviada con un largo vestido verde de tirantes a juego con su mirada y que resaltaba su cabello rubio, peinado con sencillez, con una coleta a un lado, sobre su hombro derecho. Era alta, y debía llevar unos tacones de vértigo; estaba a la altura de la mayoría de invitados varones. «Parece tan desenvuelta y tan natural…» Esto sí le resultaba extraño a Enrique, no así su evidente belleza. Bety, pese a haber sido profesora universitaria, siempre se había mostrado algo insegura ante la exposición pública, por mucho que lo disimulara con acierto. «No parece la Bety que yo recordaba. Pero aquella Bety nunca hubiera aceptado un cargo semejante, y la actual parece disfrutar con su desempeño. Pero ¿por qué no? ¿Acaso no he cambiado yo? ¿Por qué no iba a hacer ella lo propio?»
Disfrutó contemplándola así, desde la distancia, hasta el momento en que sus miradas se encontraron entre un bosque de personas en movimiento. Sonrieron y caminaron el uno hacia la otra, encontrándose aproximadamente en el centro del claustro. Fue ella la que habló primero.
—¡Por fin, Enrique! ¡Cuánto me alegro de verte!
—Y yo a ti, Bety. —Le dio un abrazo tan cálido como breve, así como dos besos en las mejillas. Tras ello permanecieron cogidos por los hombros mientras duró su conversación.
—Por un momento pensé que no ibas a venir.
—Nunca me hubiera perdonado no hacerlo. Para ti es una noche importante, y debía estar aquí.
—No te imaginas todas las cosas que tengo que contarte… Pero, ahora, ¡no tengo mucho tiempo!
—Lo sé, no te preocupes. Estate a lo tuyo, ya hablaremos después. Recuerda, estoy acostumbrado a las presentaciones de las novelas; ya sé que debes atender a todos los invitados.
—Gracias, Enrique. ¡Hablaremos más tarde! Cuando finalice la recepción y los invitados se hayan marchado espérame aquí mismo, en el claustro. ¿Lo harás?
—¡Cuenta con ello! Venga, ve; tus invitados te esperan.
Bety regresó a su trabajo mientras Enrique buscaba algunos conocidos a los que sumarse para charlar. Más tarde, junto con los demás invitados, escuchó las diferentes alocuciones de los políticos de turno así como de los responsables culturales del museo, que se hicieron en la hermosa iglesia de San Telmo. La piedra de la iglesia, restaurada y sabiamente iluminada, relucía mientras los lienzos pintados por Sert y que tanto le impresionaban servían de perfecto marco. Después regresaron al claustro, donde la calidez de la noche permitía el servicio de cáterin. Enrique, pese a mantener la conversación con unos y otros, no perdió de vista a Bety, corroborando la notable impresión de seguridad que anteriormente le había transmitido.
La inauguración transcurrió agradablemente y Enrique llegó a reírse de veras con alguno de sus viejos conocidos. No había bebido lo suficiente ni para estar achispado, y así supo que su estado de ánimo sin duda había cambiado para mejor. En realidad se sentía realmente contento por haber vuelto a ver a Bety, y su melancolía había quedado atrás. El entorno también propendía a ello: al fin y al cabo, a su alrededor se encontraba un elevado número de personas inteligentes con las que mantener conversaciones de su agrado. En uno de esos momentos en los que se cambia de grupo y uno se queda momentáneamente a solas observó a un hombre en particular: rondaría los setenta años, vestía un impecable traje de color crema, pajarita, sombrero y bastón, y estaba sentado en el pretil de piedra del claustro. El hombre se llevó la mano al sombrero, saludando desde la distancia; a continuación se incorporó, caminando muy erguido hacia él. Era alto, bien pasado el metro ochenta, de hombros muy anchos y de delgada figura.
—Le ruego me disculpe, pero ¿usted no es Enrique Alonso, el escritor?
Le habló en español con un marcado acento estadounidense. Enrique observó su rostro: cualquiera lo hubiera definido como interesante; su aspecto era el de un hombre que ha vivido con estilo y con deportividad. Estaba moreno y tenía esas arrugas que solo proporciona la exposición continua al sol. Pero lo más llamativo de su persona eran los ojos, de un intenso color azul, que parecían irradiar una notable curiosidad.
—Sí, así es. Y usted…
—Bruckner, Craig Bruckner. He tenido el gusto de leer alguna de sus novelas, pero si me he acercado a saludarle ha sido porque conozco personalmente a Bety y ella me ha hablado de usted.
—Por su acento deduzco que es usted norteamericano.
—Nací en Filadelfia, pero he pasado muchos años en Europa. Soy o, mejor dicho, fui, restaurador y conservador en diferentes museos.
—¿Está trabajando actualmente con el museo San Telmo?
—Oficialmente estoy jubilado, pero dedico mi tiempo libre, que en realidad ahora es todo el tiempo del mundo, a investigaciones personales. Estoy preparando una monografía sobre la obra de Sert, y una visita a San Sebastián era obligatoria para estudiar los lienzos de la iglesia. Además, el Museo San Telmo prevé realizar su restauración y soy lo más parecido a un experto en ese campo.
—Sin embargo, imagino que un museo de esta categoría tendrá su propio equipo de restauradores.
—En efecto, y lo son de primera línea. Pero Sert utilizaba técnicas pictóricas muy poco usuales en la realización de su obra, en este caso en concreto veladuras sobre fondo metálico, y ahí es donde puedo aportar mi experiencia en su obra. La dirección me ha abierto las puertas para poder estudiar estos lienzos y, a cambio, yo aconsejo cuando me lo solicitan. ¡Todos contentos! ¿Y usted? Tengo entendido que actualmente reside en Nueva York.
—Así es. Vivo en el Midtown East. Me trasladé para pasar una temporada, pero…
—… la estancia se fue alargando. ¡Suele ocurrir! Es un efecto muy propio de la ciudad de Nueva York: está repleta de creatividad. ¿Qué tal va su aventura americana? Tengo entendido que se está abriendo paso en el panorama literario de mi país.
—Intentar ser uno más entre los autores americanos es una aventura en sí misma. Solo el tres por ciento de las novelas publicadas en su país pertenecen a autores extranjeros.
—Así que decidió pelearlo desde allí.
—Eso es. Cuando
El anticuario
inició su aventura americana se abrió un inesperado resquicio en la puerta; puse el pie lo justo para que no se cerrara y ahora intento que el resto de mi obra traspase ese umbral. La traducción de mi última novela se ha publicado allí antes que en España, y las ventas son interesantes. Y haber colaborado en la elaboración de los guiones de ambas películas me ha abierto otro pequeño espacio en Hollywood.
—No sabe lo que me alegra. Conozco algo del mundillo literario: la monografía sobre Sert no será la primera que publico. Y sé que publicar allí sin un agente resulta complicado.
—Mi editora española me puso en contacto con Gabriel Goldstein.
—No lo conozco en persona, pero sé que es uno de los más importantes. —En ese momento, la atención de Bruckner se centró en otro lugar. La sonrisa encantadora con la que adornaba la conversación fue sustituida por una expresión más adusta—. Le ruego me disculpe, pero tengo que saludar a otra persona. Enrique, me gustaría tener la ocasión de charlar con usted más adelante. Bety podría darme su número: ¿no le molestará que lo telefonee?
—En absoluto. Tengo previsto quedarme en la ciudad unos días. Llámeme cuando guste.
—¡Lo haré! Hasta pronto, entonces.
Se estrecharon la mano, despidiéndose. Eran cerca de las once y algunos invitados comenzaban a marcharse. Enrique, sin nadie con quien hablar ni deseos de buscarlo, se retiró a un lado del claustro, dejando pasar el tiempo hasta que la fiesta se fue apagando por sí sola. Poco antes de las doce ya casi no quedaban invitados, y los encargados del cáterin comenzaban a desmontar las mesas. Fue entonces cuando Bety se acercó a él.
—¡
P
Por fin! ¡Estoy cansadísima!
—Cansadísima, pero radiante.
—Todo ha ido conforme a lo planificado. La inauguración ha ido sobre ruedas. Mi primera prueba de fuego en el cargo.
—Saldada con éxito. Te he visto manejar todas las situaciones con soltura, estabas en todas partes y atendiste a todo el mundo. Todo el mundo estará de acuerdo en que la nueva relaciones públicas del Museo San Telmo es tan eficiente como encantadora.
—Adulador, como siempre.
En aquel momento pasó por delante de ellos un camarero con una botella de champán; Bety lo detuvo y tomó dos copas al vuelo.
—La primera de la noche. Brindarás conmigo, supongo.
—¡Claro que sí! Pero ten en cuenta que para mí no es la primera copa…
—Y se supone que para mí no debiera ser la última.
Los componentes del equipo debiéramos ir a celebrarlo por ahí, pero llevo días trabajando como una loca y si me escapo contigo no dirán nada.
—Estaré encantado de fugarme contigo.
—Dame unos minutos para despedirme y espérame fuera, en la plaza.
—De acuerdo.
Enrique abandonó el museo. La plaza Zuloaga estaba casi desierta a esas horas. Sobre el museo, en la cima del monte Urgull, la estatua del Sagrado Corazón, iluminada, parecía flotar sobre la ciudad, dominándola. Bety tardó en salir más de diez minutos; Enrique comprendió que despedirse de sus compañeros debió costarle más trabajo de lo que había previsto.
—¿Adónde vamos, Bety?
—Eres tú quien lleva mucho tiempo sin venir a San Sebastián, Enrique. Elige tú.
Lo pensó un momento, antes de contestar. Toda San Sebastián está repleta de lugares encantadores, y eran muchos los que le agradaban.
—Un pequeño paseo: es tarde y la subida a Urgull está cerrada. Elijo la pasarela, junto al Club Náutico.
Enrique le ofreció el brazo a Bety, y ella no lo rechazó. Caminaron hacia el puerto callejeando por la parte vieja; incluso ese barrio, el más animado de toda la ciudad, se preparaba para la noche. Solo se veían pasar brigadas de limpieza, algún guardia urbano y veraneantes tardíos, la mayoría jóvenes y extranjeros, apurando sus postreros días de vacaciones. La temperatura era excelente, y una muy suave brisa se dejaba sentir. Llegaron a la pasarela del Club Náutico, junto a la bahía. La pasarela tendría unos veinte metros de largo y era una lengua de listones de madera introduciéndose en la mar; al final, una escalera descendía hasta las aguas. Urgull, la isla de Santa Clara e Igueldo, iluminados, enmarcaban La Concha proporcionando el mejor de los decorados. La zona era peatonal, así que no había ruido alguno de tráfico, solo las voces ocasionales de algunos transeúntes. Caminaron por la pasarela y se detuvieron en el extremo, junto a las escaleras. Bety lo hizo con cuidado, subiéndose el vestido para ver dónde pisaban sus tacones. Después se apoyaron en la barandilla, de cara a la playa.
—La seguimos viendo con distinta mirada, ¿no es así?
—Sí, Bety. Vosotros, los que habéis nacido en San Sebastián, habéis normalizado lo excepcional. La veis hermosa, pero nunca tanto como aquellos que venimos de otros lugares.
—Lo que ocurre es que tú siempre fuiste muy sensible a la belleza.
—¡Sí, es cierto! Pero no solo a las bellezas naturales, Bety. Te lo habrán dicho multitud de ocasiones durante esta noche, ¡pero estás increíble!
Era cierto. No se había maquillado apenas nada: una chispa de colorete, un lápiz de labios rojo, algo de rímel; no precisaba más. Su rostro seguía poseyendo la vivacidad de antaño, en especial la sonrisa; siempre fue una mujer deportista, le gustaba correr e ir al gimnasio, y su cuerpo guardaba esa tensión muscular propia de los atletas. Tres años sin verla apenas la habían cambiado: quizá, imposible esconderlas a tan corta distancia, Enrique podía apreciar unas primeras arrugas, junto a la comisura de sus labios y de sus ojos. Pero no era su belleza exterior la que intentaba valorar Enrique; su mirada pretendía penetrar más allá, llegar hasta la persona, apreciar el porqué de su manifiesto cambio de actitud. Bety le habló, pero en esta ocasión su voz se mostró diferente, dejando a un lado el tono distendido.
—Hacía tiempo que nadie me miraba como tú lo estás haciendo ahora. Dime, Enrique, ¿qué ves?
—¿Qué quieres decir?
—No te contentas con ver el exterior. Estás mirando hacia adentro. Las mujeres sabemos distinguir esa mirada porque los hombres no sabéis disimularla como nosotras. Contesta a mi pregunta, por favor.
—Veo… a una mujer parecida a la que recuerdo, pero también diferente. Te he seguido durante la inauguración y en todo momento irradiabas una seguridad que antaño no poseías. Te veo rebosante de fuerza y de energía. Estás en tu plenitud, Bety: absolutamente radiante.
—Sí, es posible…
—Bety.
—¿Sí?
—Todavía no me has contado cómo has llegado a convertirte en la nueva relaciones públicas del museo. ¿Por qué dejaste la universidad?
La sonrisa de Bety se extinguió al escuchar esta pregunta. Su mirada se perdió en la bahía, y Enrique tuvo la sensación de que deseaba evitar este asunto en particular. Cuando habló, lo hizo con un tono de voz que Enrique conoció como falsamente desenvuelto.
—Estaba cansada de enseñar. ¿Qué futuro tiene una filóloga clásica en un mundo como este? Cada vez hay menos alumnos en nuestra universidad. El latín y el griego son lenguas muertas, y su estudio pierde peso con cada reforma del sistema educativo. Llegará el día en que la universidad descarte la enseñanza de estas lenguas al no considerarla rentable. Solo algunos investigadores, cada vez menos en número, se interesan por esos tiempos remotos. ¿Sabes, Enrique? Perdí la ilusión, y en la vida, cuando la ilusión se pierde, es preferible emprender un nuevo camino. ¡Quién mejor que tú para saberlo!
Esto sorprendió a Enrique. Recordaba a una Bety enamorada de ese pasado del que ahora parecía renegar; si la enseñanza, a veces, le resultaba agridulce, la investigación, en cambio, constituía para ella una verdadera pasión. Y cuando mencionó a los investigadores habló de ellos sin incluirse en el grupo.
—Pero ¿y el museo? No puede haber nada más diferente a tu anterior trabajo. ¿Cómo llegaste hasta él?
—Probablemente, por eso mismo que has dicho: es justo lo contrario a lo que hacía antes. Antes tendía fundamentalmente a la investigación, y eso supone acabar encerrándose en una misma. Este trabajo implica exactamente lo contrario: relacionarse continuamente con los demás.
Bety concluyó su explicación y guardó silencio; Enrique, profundamente sorprendido por todo lo que estaba escuchando, hizo lo propio. Había detectado en la actitud de Bety algo que no encajaba, al menos en la mujer que fue su pareja años atrás y que creía conocer. Tuvo la sensación de que ella deseaba explicarle algo en concreto, y que no encontraba la manera adecuada para hacerlo, como si toda la conversación que estaban manteniendo no fuera sino una impostura, una máscara con la que disfrazar su verdadero interés. Enrique valoró si intentar darle pie para hacerlo, pero sabía que difícilmente evitaría provocar una discusión como los cientos que vivieron cuando fueron pareja. Al cabo de unos minutos, Bety retomó la conversación.