El Secreto de Adán (13 page)

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Authors: Guillermo Ferrara

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

Adán lo tomó y lo observó detenidamente.

—Tiene varios símbolos esotéricos.

—¿Puedes entender algo?

Hizo una pausa. Observó aquellos símbolos, los conocía perfectamente, eran egipcios, hindúes, judíos, griegos.

—También muestra una estrella de dos triángulos, que parece señalar un punto en el mar. Alexia frunció el ceño.

—¡Esto parece ser un mapa antiguo de Grecia! Si así fuera, la estrella señala un punto al sudoeste de la isla de Santorini y el norte de Creta —dijo ella, con excitación.

—Podría ser. —"Un punto en el mar Egeo y símbolos antiguos", Adán no lograba encajar aquello con claridad.

—¿La Atlántida?

17

El cardenal Tous entró a la habitación totalmente pálido. Su taquicardia era una de sus debilidades, no la podía contener.

Sopenski y Villamitrè notaron su rostro completamente cambiado.

—¿Todo bien? —le preguntó Sopenski.

Tous suspiró.

—Tenemos problemas.

—¿Qué ha sucedido? —los ojos de Sopenski se hicieron enormes.

—El clima —contestó Tous mirando al suelo—, hay problemas con el Sol.

—¿El Sol? —Sopenski no lograba entender nada.

En menos de dos minutos, El Mago había tomado decisiones.

—Escúchenme —les dijo—, quédense aquí, yo debo hablar y comunicarme con la organización.

Dio tres grandes zancadas en dirección hacia donde estaba el arqueólogo, ahora su potencial mental de defensa y elaboración de estrategias estaba funcionando a gran velocidad.

—Usted gana por el momento, profesor —le dijo, enviándole una mirada detrás de los focos de luz—. Tendrá que seguir esperando aquí dentro. Pero no se haga ilusiones, cuando regrese, usted tendrá que confesar todo lo que sabe.

Dijo algo al oído de Sopenski y se marchó de aquel lúgubre sitio.

La alarma mundial era ya una noticia compartida. Se evaluaba la situación en los diferentes países, ya que el calor y la vibración del Sol habían provocado tormentas solares, aunque no de gran magnitud, las cuales habían llegado a cortar momentáneamente algunas de las ondas de información, alterando el funcionamiento de algunos satélites de comunicaciones, como también cierta parte del cableado de alta tensión. Esto generó disturbios en las conexiones telefónicas y en los servicios de internet.

—No debe haber pánico, necesitamos que estén tranquilos en sus casas hasta que podamos evaluar la situación." Ésas eran más o menos las palabras que todos los ministros de Seguridad Social, Defensa y Asuntos Internos de los países decían por televisión alrededor del globo. En las Naciones Unidas habían convocado a una reunión de asamblea. Los representantes oficiales de los gobiernos de todos los países estaban ya listos para tomar medidas.

En Atenas, en el hall del Hotel Central, El Búho estaba pálido con un vaso de gin tonic vacío en la mano y a punto de pedir otro mientras esperaba a Tous, con la mirada perdida en la televisión. Le molestaba que estuviese pasando eso, estaba ansioso por ver al cardenal y recibir al menos algo de confort.

En menos de diez minutos la imponente y magnética figura del cardenal atravesó las puertas del hotel. Se aproximó agitado hacia El Búho.

—He venido cuanto antes, todas las avenidas están colapsadas y fue difícil encontrar un taxi.

Los ojos del Búho se iluminaron de alegría al verlo.

—¿Qué haremos? —preguntó el joven, mostrando mucha familiaridad con el cardenal.

—¿Tú estás bien? —le preguntó mirándolo a los ojos afectuosamente.

—Sí —respondió El Búho—, pero un poco asustado. ¿Cuál será el siguiente paso? ¿Qué haremos? ¿Ha confesado algo más el arqueólogo?

—Por el momento dejemos al profesor Vangelis para más tarde. Lo que está sucediendo con el Sol es grave. Mi teléfono no ha parado de sonar de parte del Vaticano, mi secretario me ha informado que debo ir a Roma a una reunión urgente con el Papa y algunos miembros del círculo interno del Gobierno Secreto. Hay que elaborar estrategias.

El cardenal se refería a un grupo de unos cien miembros de inteligencia dentro de los dos mil que componían aquella macabra organización; eran los representantes más poderosos, de donde salían las decisiones vitales de control mundial.

—¿Tienes que irte? —quiso saber El Búho. Sus ojos mostraban pena.

—Sí, tengo que estar en Roma en menos de tres horas. He movilizado algunos de mis contactos y ya tengo un vuelo especial. Saldré para el aeropuerto en quince minutos, tengo el taxi esperando en la puerta. Escúchame con atención, tengo un plan. Te diré lo que haremos con el arqueólogo.

18

—Tenemos un mapa —afirmó Alexia—, pero lo que no puedo hallar es el plan de urgencia del cual te hablé, el salvoconducto de sus hallazgos, la bitácora. Acordamos que, por seguridad, yo podría encontrarlo aquí para seguir las pistas de sus investigaciones.

Adán le clavó sus vivos ojos marrones y asintió, un tanto cansado.

—¿Y no lo has encontrado?

—Hay muchos archivos, es seguro que está en clave, pero creo que mi padre no ha traído aquí nada más que la computadora, es seguro que lo que ha hallado está oculto en su laboratorio personal —su atractivo cuerpo sudaba, su vestido blanco se pegaba al cuerpo mientras seguía buscando entre los archivos.

—Entonces habría que ir a Santorini, al estudio de tu padre.

Alexia asintió.

—No podemos perder más tiempo, Adán. La vida de mi padre está en juego. Durante el viaje abriré todos los archivos, uno a uno con detenimiento.

Adán lo pensó un momento.

—¿Qué sucede? —preguntó ella, que sentía el flujo de adrenalina por todo su cuerpo.

Adán frunció el ceño.

—¿Has dicho que tu padre tiene un asistente? Creo que deberías llamarlo y preguntarle si sabe algo, antes de tomar la decisión de ir a Santorini.

—¿A Eduard? ¿Otra vez? —Alexia hizo una mueca de duda. Aquel asistente nunca le había gustado, pero sabía que Adán tenía razón—. Pásame la cartera, lo llamaré a su móvil.

Adán le extendió la elegante cartera. Sus finos y delicados dedos teclearon sobre el teléfono. Hubo un silencio.

—Hola, ¿Eduard? Soy Alexia, ¿estás bien?

—Sí —la voz joven del otro lado de la línea sonaba sorprendida.

—¿Dónde estás?

El joven asistente dudó un instante antes de responder.

—En Atenas, llegué hace unas horas.

—¿En Atenas? ¿Qué haces aquí? ¿Has tenido noticias de mi padre?

—Absolutamente nada, es como si se lo hubiera tragado la tierra.

A Alexia no le hizo gracia ese comentario.

—Tenemos que hablar. Dime lo que te dijo antes de venir desde Santorini, háblame de su descubrimiento.

Eduard hizo un silencio del otro lado de la línea.

—Alexia, tú conoces a tu padre. Yo le ayudaba pero él es tremendamente hermético en su trabajo. No me dijo nada más de lo que tú, supongo, ya sabrás.

La bella hija del arqueólogo se tomó un instante para pensar, se mostró incisiva con el catalán.

—Eduard, yo estoy ahora en Atenas con un amigo de mi padre e iremos a Santorini. Quiero que vengas con nosotros, necesito saber algunas cosas.

Eduard se sorprendió.

—¿A Santorini?

—Sí, al laboratorio. Te llamaré dentro de media hora.

Apagó la Blackberry y volvió su luminoso rostro hacia Adán. "Después de todo aún trabaja para él", pensó Alexia.

Adán la observó detenidamente, admirando su fuerza y el magnetismo de su espíritu. Su inteligencia era fluida y se mostraba resuelta en sus acciones; era una mujer que combinaba aquellos dones internos con la sensibilidad y la dulzura a flor de piel.

—¿Y cómo llegaremos a Santorini? Supongo que el colapso producido por el Sol habrá suspendido algunos vuelos.

Sin dudarlo, Alexia fue hasta la mesa donde estaba su cartera, se colocó las gafas de leer, cogió los archivos y un par de libros, la computadora y salió de allí sujetando la cálida mano de Adán.

—¿Qué piensas que haremos con el mapa? Sólo señala un punto medio en las aguas entre Santorini y Creta, además de estar lleno de símbolos esotéricos.

—Exacto. Mira, sea lo que sea que mi padre haya descubierto, no lo debe haber traído aquí a Atenas, debe estar oculto en su laboratorio de Santorini. Finalmente, él nos llamó desde allí antes de venir a recogernos. Así que partamos al puerto, de prisa. Un amigo de mi padre tiene un yate y puede facilitárnoslo. Llegaremos rápido.

19

Si bien el Sol había bajado su intensidad y casi retornado a su color normal, los expertos decían que para el transcurso del siguiente día el aspecto del astro regresaría a su estado habitual. Mucha gente no se fiaba de esto, se pensaba que de cinco pronósticos, los expertos erraban en cuatro. Así y todo Febo parecía retornar a su actividad común.

El sorpresivo evento climático había obligado al cardenal Tous a despertar, dentro de él, toda su astucia. Se sentía lleno de una extraña energía. Mezcla de euforia, miedo e instinto de supervivencia, sus neuronas trabajaban al máximo.

El secretario del cardenal lo estaba esperando en el Aeropuerto Intercontinental de Fiumicino "Leonardo da Vinci", en Roma, con un elegante bolso de cuero negro donde llevaba su vestimenta oficial, su crucifijo, el valioso anillo de oro y diamantes que colocó en su dedo y unos zapatos bien lustrados.

—¿Cuál es la situación? —preguntó Tous, que se sentía más seguro al estar otra vez "en casa", y con el hábito puesto.

Su secretario le indicó que esperaban a dos cardenales más que estaban de viaje, y a miembros y representantes mundiales para una asamblea especial antes del atardecer. Su secretario personal no sabía que aquellos delegados internacionales eran en gran parte los cerebros que gestaban y permitían la existencia de calamidades, problemas climáticos, enfermedades, así como los impulsores y máximos beneficiarios del hambre del mundo.

—Muy bien —le dijo el cardenal al secretario—, necesito recoger algunas cosas y varios documentos, llévame a mi despacho.

Subieron a un coche oficial que los aguardaba en el estacionamiento y que los llevaría desde el aeropuerto hacia el Vaticano. El coche no tardó mucho en entrar a las calles de la añeja ciudad. El cardenal llevaba la ventanilla levemente baja para que entrara una suave brisa. Al frenar frente a una tienda de discos, los acordes de una bella melodía se filtraron en sus oídos y las estrofas de la inconfundible versión que habían grabado Lucciano Pavarotti y Eros Ramazzotti de
Se bastasse una canzone
hicieron que el cardenal sintiera un atisbo de emoción en su corazón. También le gustaba la ópera clásica y el arte del Renacimiento. Era lo único que podía quitarle momentáneamente su rígida armadura emocional.

A los pocos minutos el cardenal Tous observó a través de la ventanilla del coche que la plaza de San Pedro estaba atiborrada de fieles con sombrillas y parasoles, soportando estoicamente el calor, esperando que el máximo representante de su doctrina saliera a decirles algo; necesitaban reforzar su fe y eliminar su miedo. Aquello era una reunión multitudinaria de gente presa de pánico frente a lo desconocido.

Sentado sobre el cuero negro del asiento trasero, el cardenal observaba la multitud a lo lejos, y cuando el coche pasó a mediana velocidad por la calle que lindaba la plaza de San Pedro, al ver a aquella multitud, al cardenal Tous le cruzó el angustiante pensamiento de que sería una de las últimas veces que vería tanta gente reunida en ese sitio.

Si así fuera, no vería realizado su sueño de ser Papa.

20

Alexia había tardado sólo tres minutos en ejercer su influencia y poder de seducción para convencer al amigo de su padre de que le hiciera el favor de prestarle el yate con un piloto que los condujera hasta la isla de Santorini.

En aquella moderna y potente embarcación, el trayecto duraría apenas una hora y diez minutos. Parecía que Poseidón no tenía grandes planes para agitar el mar aquella tarde y el Sol estaba con su aspecto habitual, aunque había hecho que la temperatura aumentara más de siete grados. En plena tarde el termómetro marcaba los cuarenta y dos grados.

Ya en cubierta llenaron los permisos y registraron la ruta marina en el famoso puerto ateniense de El Pireo, el cual había sido ideado por el general griego Temístocles en el siglo V a.C. El puerto, que antiguamente tenía como objetivo defender la flota ateniense de los persas, era el punto de partida de una extraña búsqueda. En sus orillas, un enjambre de lanchas se mezclaba con pequeños y medianos barcos pesqueros y poderosos yates de lujo.

Todo el protocolo que llevó el trámite náutico dio tiempo suficiente para que Eduard Cassas llegara para embarcarse con ellos.

—¡La ciudad está hecha un caos! —dijo Eduard, irrumpiendo en la sala del puerto donde se encontraban Alexia y Adán.

Llevaba unas gruesas gafas de Sol, una camiseta azul de manga corta con la cara de Bob Marley grabada y unos anchos pantalones color caqui, estilo alternativo. Había nacido en Lleida, una pequeña localidad de España. Le gustaba cambiar de estilo de ropa, era bastante presumido y camaleónico con la vestimenta; vestía a veces de cómodo y elegante sport como un niño casual, a veces como un yuppie mostrando un
look
más formal y serio, de traje y corbata, o bien, si estaba con gente joven, lo hacía con ropa más suelta y
underground
; en el fondo usaba un disfraz de acuerdo con la ocasión para ser aceptado por la persona que tenía enfrente.

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