El secreto del Nilo (32 page)

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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

Para cuando Heny fue retirado de la mesa en estado de embriaguez, su joven esposa ya había tomado una decisión, y estaba resuelta a llevarla a efecto. Isis le había enviado a aquel escriba, por algún motivo, y solo la magia de la diosa podía hallarse detrás de aquello.

Lo que ocurrió después había superado sus expectativas. Tal y como había sospechado durante la velada, Neferhor era célibe, y este motivo no hizo más que acrecentar su deseo hacia él. Niut exploró en su corazón para descubrir un ánima en pena feliz de entregarse sin reservas. Esta circunstancia la encendió hasta el punto de dejarse llevar por sus más bajas pasiones. La desesperación que leía en el escriba la excitó hasta el paroxismo, en tanto cabalgaba sobre un miembro que la había deseado durante toda su vida. Ahora era suyo, y con él se había apoderado del alma de aquel hombre al que amarraría de por vida.

Él le dio placer como nunca había sentido, y cuando ella notó su avenida, desbordándose en sus entrañas, tuvo el convencimiento de que Isis, la gran diosa de la que era devota, había escuchado por fin sus plegarias.

Al abandonar la habitación tras dejar a su amante envuelto en su sueño, Niut no albergaba dudas de que se había quedado embarazada. Neferhor había dejado en ella su simiente, y ya no había vuelta atrás.

Habían pasado casi seis meses desde entonces, durante los cuales Niut no había vuelto a tener noticias de su amante; pero no importaba; la magia estaba hecha y antes o después Neferhor volvería a ella.

Niut pestañeó repetidamente para regresar de su ensoñación. Los hipopótamos habían vuelto a sumergirse en el río, y los pájaros se retiraban ante la proximidad del crepúsculo. El jardín parecía hallarse en paz, e incluso el perfume deel perfu las flores se hizo más fragante. La joven sonrió y se acarició el vientre una vez más. Alumbraría un niño para el que guardaba grandes planes.

10

Egipto estaba de luto. Un hecho terrible había tenido lugar para cubrir de pesar a las gentes del valle. El corazón del dios se hallaba roto en pedazos pues su heredero, el príncipe Tutmosis, había sido llamado a la Sala de las Dos Justicias inesperadamente. El joven había aparecido muerto sin que nadie se explicase cuál había sido la causa.

«Sekhmet le envió su cólera con alguna extraña enfermedad», aseguraron los médicos en Menfis.

Nebmaatra apenas podía dar crédito a semejantes palabras. Desesperado, el faraón rugía en su palacio incapaz de aceptar la noticia. ¿Acaso no había honrado a Sekhmet como se merecía? ¿Acaso no había sembrado el país de la Tierra Negra con sus estatuas para apaciguar su ira? Él mismo había erigido nada menos que setecientas treinta imágenes de la diosa leona en su templo de Millones de Años, su templo funerario. Trescientas sesenta y cinco sedentes y otras tantas de pie, dos por cada día del año. Mas Sekhmet resultaba imprevisible, como el dios bien sabía, y había decidido castigarle con la pérdida de su primogénito.

Todo el país de Kemet se preguntaba cómo había podido ocurrir una cosa así. El príncipe Tutmosis era jefe de los Artesanos, sumo sacerdote de Ptah y, por ende, máxima autoridad de su clero. Sekhmet era esposa del dios Ptah, y por este motivo estaba íntimamente ligada a su primer profeta.

Muchos veían una mano extraña en aquello y un golpe terrible para sus futuras aspiraciones. Los sacerdotes de Karnak cayeron en un mutismo que no vaticinaba sino sombrías consecuencias. Su primer profeta había sido destituido como visir del sur apenas un año antes, y hacía tiempo que ya no controlaban al resto de cleros. Precisamente era el príncipe fallecido quien ostentaba el cargo de director de los Profetas del Sur y del Norte, y ahora el futuro se presentaba poco propicio para sus pretensiones.

Huy advertía en aquel hecho luctuoso una catástrofe que podía reportar insospechadas consecuencias. Tutmosis había sido educado para gobernar Kemet algún día, y la situación que se creaba tras su inesperada muerte era difícil de calibrar. El país de la Tierra Negra bullía de rumores y especulaciones, pero la única realidad era que el príncipe Amenhotep era ahora el heredero de la doble corona y que, desgraciadamente, no estaba preparado para gobernar.

Amenhotep, hijo de Hapu, reparaba en este detalle mejor que nadie. Como Primer Amigo del faraón conocía a su familia desde hacía muchos años, y sabía perfectamente de la extraña personalidad del segundogénito. Este a veces parecía encontrarse ausente durante horas, y su trato no era fácil; incluso para con sus hermanas.

Su madre, la reina Tiyi, ejercía un gran ascendiente sobre él. Amenhotep era su único hijo varón, y si este llegaba a faraón ella se aseguraría su poder como
mut-nisut
, Madre del Rey, y conservaría una gran influencia sobre las cuestiones de Estado.

Después de que se celebraran los ritos funerarios pertinentes, Huy se centró más que nunca en las tareas de gobierno, con la esperanza de controlar la nueva situación y garantizar un equilibrio que diera estabilidad al país en el futuro. La inminente celebración del jubileo requería de toda su atención y el faraón le nombró su maestro de ceremonias durante el festival. Aquello suponía un honor sin precedentes, ya que el dios acudiría a la conmemoración en compañía de su heredero como gran oficiante. El príncipe Tutmosis había sido designado para ello, y ahora que había fallecido, Nebmaatra había decidido poner su confianza, en un acto tan importante como aquel, en su bienamado Huy.

Semejante comportamiento ponía en evidencia al príncipe Amenhotep, y dejaba ver la poca confianza que tenía su padre en él. Con apenas quince años cumplidos, el heredero no estaba a la altura para dirigir una festividad de tal complejidad. Todo recaería sobre las espaldas del viejo Huy, y hasta la reina Tiyi estuvo de acuerdo.

A Neferhor todos aquellos acontecimientos le daban que pensar. Era consciente de las ambiciones que recorrían los pasillos de Malkata, y también de lo difícil que podía llegar a ser controlarlas. Tras su regreso del Bajo Egipto, el escriba tenía una idea clara de lo que representaba el jubileo que se avecinaba, y también lo que podía esconderse detrás. Para él, Huy se había convertido en una suerte de genio digno de ser divinizado; un hombre cuya talla superaba la de cualquier otro que hubiera conocido; a sus ochenta años, su lucidez era extraordinaria.

—Ya tengo casi ochenta años —le dijo un día el anciano—, aunque espero llegar a los ciento diez. Como tú muy bien sabes, es la edad perfecta para visitar el mundo de los muertos según los viejos papiros.

Aquellas palabras las decía convencido de que podían hacerse realidad, y Neferhor deseaba que así fuera aunque le pareciera una exageración. Su trabajo en las necrópolis menfitas había sido alabado por Huy, quien se había mostrado muy satisfecho por las explicaciones que había recibido del escriba, y los oficios podrían celebrarse tal como se realizaran mil quinientos años atrás.

Huy encargó a Neferhor que visitara los emplazamientos en los que iba a tener lugar la fiesta
Heb Sed
. Por ello, una mañana se dirigió a la mansión de Millones de Años que Amenhotep III había edificado al norte de Per Hai, a un kilómetro y medio de distancia.

Neferhor no había tenido oportunidad de verla con anterioridad, y cuando estuvo ante ella enmudeció de asombro. Huy se había superado a sí mismo, y había levantado un templo sin parangón, rodeado de un muro de ladrillo con enormes pilonos que daban acceso a una larga vía procesional a cuyos lados se alzaba un gran número de estatuas del faraón de granito, cuarcita y alabastro. La diosa Sekhmet se hallaba por doquier para mostrar su forma leontocéfala esculpida en granito negro. Al escriba le llamó la atención el lago interior, que se llenaba cuando el Nilo presentaba su crecida, así como el magnífico templo, construido con fina piedra caliza, cuyas paredes estaban revestidas de oro y donde sus suelos eran de plata. «Nunca se había visto algo igual en Kemet», le aseguraban, pues hasta las puertas de acceso al templo eran de oro puro. Aquel era el mayor templo funerario construido jamás, y Neferhor calculó que debía de tener una supeener unarficie aproximada de unos ciento cincuenta
seshat
, treinta y ocho hectáreas. De una u otra forma todos los dioses de Egipto se encontraban en aquel recinto, y el escriba comprendió que el faraón se uniría a ellos durante la celebración de su jubileo. Sobre un monolito de granito, la imagen esculpida de un escarabajo se alzaba enigmática; tal como si vigilara el templo. Luego el escriba se percató de que había tres más, cada una situada en uno de los puntos cardinales, y que representaban a Khepri, símbolo del renacimiento.
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En el complejo, Huy no había omitido ningún detalle. Había edificios para acoger al personal de servicio, grandes almacenes en los que se guardaban los alimentos y abundante ganado para que el faraón dispusiera de todo lo necesario en la otra vida y su culto quedara asegurado.

Junto al templo, Nebmaatra había ordenado levantar una estela hecha de oro y piedras preciosas, y el joven se aproximó impresionado por el fulgor que desprendía bajo los rayos del sol.

«Es un monumento de eternidad y para siempre —empezó a leer—. Construido con piedra caliza revestida de oro en su totalidad…»

Neferhor continuó con su lectura, en la que se relataban todas las maravillas que había en el templo. El texto finalizaba así: «… se alzan los mástiles fabricados con oro puro. Es semejante al horizonte del cielo cuando Ra surge en él».
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Sin duda el dios había preparado a conciencia su festival, y el gran Amenhotep, hijo de Hapu, había hecho posible que toda aquella magnificencia se desbordara como si en realidad se tratara de Hapy, el señor de las aguas. Pero el limo benefactor se había transformado en oro, y toda la tierra de Egipto brillaba como si en verdad el sol habitara en ella.

Cuando Neferhor abandonó el recinto se detuvo para admirar las impresionantes estatuas que Men, el escultor real, había tallado allí mismo. Huy se había encargado de pregonar a los cuatro vientos la hazaña que había supuesto trasladar aquellas dos moles pétreas hasta el templo funerario. Al anciano no le faltaba razón al vanagloriarse por ello, pues no se recordaba una proeza igual. Huy había transportado por barco las piedras desde las canteras de Gebel-El-Ahmar, próximas a Heliópolis, setecientos kilómetros al norte de Tebas. Los bloques eran de cuarcita, y tras esculpirlos se convirtieron en dos enormes estatuas de veintiún metros de altura y cerca de mil toneladas de peso cada una.

—Nadie hizo nunca nada semejante —se jactaba el viejo Huy—. Alcanzaré los ciento diez años.

Men, «el que da la vida», había hecho honor al sobrenombre con el que eran conocidos los escultores para esculpir en la durísima piedra al señor de las Dos Tierras en todo su esplendor. A Neferhor le pareció que la elección de aquel material no podía haber sido más acertada, ya que la piedra era roja, color íntimamente asociado con el culto solar. Ambos colosos representaban al faraón sentado en su trono. El situado al sur tenía grabadas imágenes de su Gran Esposa Tiyi, junto con una de sus hijas, y en el situado al norte podían apreciarse a los dioses del Nilo tallados en los laterales mientras anudaban los símbolos del Bajo y el Al Bajo y to Egipto: el papiro y el loto. A su lado se encontraba Nebmaatra, el señor de Kemet, junto a su madre la reina Mutemuiya.
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Dos colosos que trascenderían los tiempos como el dios y Huy deseaban.

En realidad, eran tantas las obras emprendidas durante aquel reinado que algunas no podrían estar listas en el momento de la celebración del
Heb Sed
. Tal era el caso del Santuario Meridional, el templo de Luxor, Ipet Reshut, el santuario de Amón, lugar de su nacimiento, que se conectaría con el templo de Karnak como parte de un conjunto ritual situado en el extremo sur de Tebas. En él se celebraba la fiesta Opet, mediante la cual el faraón renovaba su esencia divina gracias a Amón, con el que se unía en la intimidad de aquel templo para renacer como su hijo carnal a la vez que reafirmaba sus derechos sobre el gobierno de Egipto.

Huy acometió aquella magna obra en tres fases. Primero se demolieron los antiguos templos edificados por Hatshepsut y Tutmosis III para erigir un templo nuevo, con sus capillas correspondientes, en piedra arenisca. Se trabajó durante más de diez años antes de abordar la siguiente fase, en la que se construyó el gran patio solar con columnas lotiformes. La tercera fase se hallaba en sus comienzos, y en ella estaba previsto erigir una gran columnata con siete pares de enormes columnas, cuyos capiteles papiriformes se elevarían hasta los trece metros de altura.

Se trataba de una obra de gran complejidad ritual y arquitectónica, ya que los oficios que allí se celebrarían requerirían una liturgia impregnada de misticismo y simbología que llevarían al faraón hacia una comunión perfecta con el rey de los dioses.

Los arquitectos encargados de llevar a cabo la obra se llamaban Suty y Hor, y eran hermanos gemelos. Ambos se repartieron el trabajo de tal modo que Suty se encargaba de la parte occidental del proyecto y Hor de la oriental. Los dos hermanos eran muy populares en Per Hai y, como arquitectos reales que eran, gozaban de gran consideración, sobre todo por parte de Huy, quien admiraba su genio.

Neferhor sintió una profunda emoción cuando paseó por Tebas, aunque se abstuviera de visitar Karnak. Se preguntó cómo se encontrarían sus viejos amigos, Wennefer y Neferhotep, el bueno de Sejemká o Nebamón, a quien tanto le debía. No sabía nada de ellos, aunque decidió seguir los consejos que Huy le diera en su día y no averiguarlo. Si Amón había resuelto que abandonara su disciplina, él no tenía intención de discutirlo. Durante aquel año que llevaba fuera de Karnak, Neferhor había abierto sus ojos a un Egipto diferente que le proporcionaba nuevas perspectivas. Él mismo había cambiado al conocer una parte de sí que había permanecido dormida y a la que siempre había dado la espalda. Ahora percibía la complejidad que habitaba más allá del estudio de los sagrados textos, y la prudencia que exhibía Huy siempre en sus juicios. Haría bien en seguirlos, pues intuía aquella sutil amenaza que esperaba, agazapada, el momento de presentar su verdadera cara.

11

Neferhor tardó poco tiempo en ser conocido en la Casa del Regocijo. En realidad el complejo palaciego acogía a una pléyaide de funcionarios, artistas y servidumbre que a la postre eran como una gran familia en la que todos sus integrantes estaban al tanto de lo que hacían los demás. Los rumores y chismes eran cosa diaria, y no se tardó mucho en hacer a Neferhor víctima de ellos.

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