El secreto del Nilo (14 page)

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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

—Puede —contestó ella, lacónica.

—¡Pero piénsalo bien! —exclamó el chiquillo con la vehemencia que le caracterizaba—. ¡Nos situaremos próximos al dios!

—Eso nunca se sabe —le respondió Niut, quien tenía la facultad de exasperar a todo aquel que se propusiera—. Pero al menos Neferhor dejará de ser
meret
.

Como era habitual, este la miraba embobado, sin tener en cuenta sus ofensas.

—Ahora sí que no te podrás negar más a casarte con alguno de nosotros —le advirtió Heny—. Recuerda que hiciste una promesa.

—Aquella tarde me dolía tanto la cabeza que no sé ni lo que dije —contestó ella muy digna—. Además, mi pobre hermano casi se ahoga.

—Menos mal que no ha venido hoy —intervino Neferhor sin pensarlo—. Tal y como está el río no le hubiéramos podido salvar.

Niut le miró fijamente a los ojos y al instante sintió la turbación del pequeño. Este suspiraba por ella desde hacía tiempo y, a pesar de contar con solo diez años, Niut calibró las posibilidades que podría brindarle en un futuro. Ser escriba no era cualquier cosa, y ella se sintió dispuesta a considerarlo.

—Todavía no he decidido con quién me casaré —suspiró la chica a la vez que miraba a Heny, ya que este no ocultaba sus propósitos hacia ella—. Pero debéis tener en cuenta que yo aspiro a ser una princesa.

Heny lanzó una carcajada y le dio una palmada en la espalda a su amigo.

—¡Ya volvemos a lo de siempre! —exclamó todavía riendo—. Que yo sepa, tu padre, que es capataz, no conoce a ningún príncipe.

Aquello enfureció a Niut.

—Te equivocas, mosquito insolente. Yuya, el difunto padre de la reina, le honró en vida y su familia nos tiene en gran consideración.

Heny volvió a reír, para hacer una de sus habituales burlas.

—Si te casas con un príncipe no serás feliz —intervino Neferhor de repente.

—¿Por qué dices eso? ¿Cómo lo puedes saber? —le desafió Niut.

—Los príncipes tienen muchas esposas. Si te casas con uno tendrás conflictos con ellas todos los días —aseguró el chiquillo con rotundidad.

Niut se quedó perpleja, pues nunca había contemplado esa posibilidad. Siempre había pensado que una niña tan bonita como ella se las bastaría para conquistar a un príncipe; sin embargo, no supo qué contestar. En ese momento decidió crear ilusiones en el pequeño.

—Tú eso nunca lo harías, ¿verdad, Neferhor? Tendrías una única esposa.

—Yo solo me casaré una vez —le aseguró este.

—Ya veo. Cuidarías de tu mujer como corresponde —añadió ella mientras volvía a mirar a Heny.

Este hizo un gesto de fastidio.

—Déjate de pamplinas. Cuando llegue el momento me presentaré ante tu padre y le mostraré lo feliz que podrías llegar a ser conmigo. Te cubriré de oro delante de él.

Niut sonrió, maliciosa, pues le gustaban aquellos alardes que hacía su amigo.

—Y tú, Neferhor, ¿también irías a ver a mi padre?

El chiquillo tragó saliva pues le costaba mucho vencer su timidez.

—Haría todo lo que me pidieras —balbuceó.

—Lo malo es que pronto nos abandonarás. Marcharás lejos, hasta Tebas, y puede que no regreses nunca.

A Neferhor aquellas palabras lo enardecieron.

—En eso te equivocas.

—Si decidiera elegirte algún día por esposo, ¿cómo sé que no te enamorarías de otra? En Tebas hay muchas mujeres hermosas, y yo estaría lejos; esperando que vinieras.

—Regresaría en tu busca; aunque me encontrara en el lejano Kush —aseguró Neferhor.

—Qué exageración —señaló Heny—. Tampoco hay que llegar a esos extremos.

—Bueno —concluyó ella, que parecía dispuesta a despedirse—. Todo esto no significa nada para mí. Cuando os hagáis hombres veremos.

Los dos amiguitos se pusieron colorados, y Niut volvió a reír.

—Hasta entonces aguardaré —señaló en tanto dirigía una de sus típicas miradas a Neferhor. Luego le dio un beso en la mejilla y se marchó.

Ambos chiquillos se quedaron sin saber qué decir, observando cómo ella desaparecía por la vereda.

—¿Podrás venir a vernos? —quiso saber Heny.

Neferhor se encogió de hombros.

—No lo sé, aunque te prometo volver siempre que me lo permitan.

—Bueno, sé que brindaremos juntos algún día, tal y como te adelanté.

—Sí, algún día —dijo Neferhor mientras abrazaba a su amigo.

—Debemos prometer al río que, aunque permanezcamos separados, siempre seremos amigos —indicó Heny—. Pase lo que pase.

—Hapy es testigo de mi promesa —señaló Neferhor, al tiempo que mostraba las palmas de sus manos.

Heny alzó las suyas para unirlas a las de su amigo.

—Al fin llegó tu oportunidad, la crecida la trajo hasta ti.

Neferhor le sonrió para perder su mirada en el río. Este bajaba revuelto y espeso, pletórico de limo, y al chiquillo le recordó a la cerveza que solía hacer su hermana, tan densa que parecían gachas.

—No han sido las aguas —suspiró—. Fue Amón quien me eligió.

12

Hekaib rumiaba en silencio su venganza. Odiaba a todo el mundo: a los insufribles supervisores enviados por Karnak, a los astutos funcionarios que durante todos aquellos años habían estado a su cargo, a los despreciables
meret
, siervos sin alma, a su cuñado… Aquellos altivos sacerdotes siempre le habían resultado insoportables. Ellos mismos se llamaban «servidores del dios», como si representaran un papel en el que la divinidad les transmutara su propia esencia para impregnarlos de un misticismo que mostraban como sello de identidad. Para un laico como él, semejante comportamiento le parecía vano y ridículo. El clero se mostraba arrogante desde una santidad que ellos mismos se atribuían, para deslumbrar al populacho con toda suerte de artificios en los que eran consumados maestros. Para un tipo como Hekaib, tan apegado al pecado, la conducta de los sacerdotes era motivo de mofa, aunque se hubiera cuidado de manifestarlo durante los años en los que se había hecho cargo de sus dominios.

En realidad, Hekaib tenía pocos motivos para quejarse. No le había ido nada mal en el desempeño de su cargo, pues se había enriquecido hasta no tener que preocuparse por su futuro. Ahora se arrepentía de no haber sido más voraz con las propiedades ajenas, dadas las consecuencias. Aquellos dos santurrones lo habían eximido de continuar con sus obligaciones para con el Templo; así de sibilinos eran. Preferían no enfrentarse abiertamente y hacer su habitual política soterrada. Pero la realidad era que ya no ejercería más como
sehedy sesh
en sus tierras.

El despecho nacido de su descomunal soberbia le había llevado a no considerar los delitos que había cometido. Hekaib sabía muy bien que no se interpondría ningún cargo contra él, y solo pensaba en descargar su furia contra los funcionarios que habían trabajado bajo sus órdenes.

Un tipo tan taimado como él no tenía ninguna duda de que había sido traicionado por alguno de ellos, o quizá por todos. Los escribas se habían vuelto muy ambiciosos, y con el paso de los años habían llegado a mostrar sus exigencias sin ningún pudor. Era el precio que debía pagar, desde luego; para robar como lo había hecho no tenía otro remedio que repartir parte del botín.

El antiguo inspector soltó un bufido. Si aquellos chupatintas de tres al cuarto creían que iban a salir bien parados del asunto se equivocaban por completo. Sus días en Ipu estaban contados. Se encargaría de no verlos más por el nomo. Tendrían que marcharse a otras provincias y ganarse la vida escribiendo cartas para la chusma.

Su cuñado era otro de los motivos de su ira. Se sentía traicionado por él, hasta el punto de que había decidido no hablarle durante un tiempo. Que el segundo profeta de Amón no hubiera intervenido a tiempo para resolver adecuadamente el problema era algo que no comprendía. Anen era el responsable de la administración de los bienes del Templo de Karnak, y por lo tanto la máxima autoridad en aquel proceso. Bajo sus
órdenes directas existía todo un departamento que se ocupaba de recibir las quejas y denuncias que se pudieran interponer, y a él competía resolverlas.

Aquel había sido uno de los puntos sobre los que más había reflexionado. Si había habido sospechas acerca de su administración en el nomo, estas se habían mantenido en secreto, pues de otra forma Anen se hubiera enterado antes que nadie. La única respuesta era que la más alta jerarquía de Karnak se había hecho cargo del asunto por motivos que se le escapaban.

Obviamente, para que ello ocurriese, el primer profeta tuvo que recibir algún tipo de revelación fuera de los conductos ordinarios, y los únicos capaces de hacerlo eran aquellos escribas insaciables, que sabían muy bien adónde hacer llegar sus intrigas, dado su parentesco con Anen.

Hekaib, que no era estúpido, se imaginó la expresión de su cuñado al enterarse de lo ocurrido. Su posición, ya de por sí delicada dado su parentesco con la reina, se vería en entredicho, aunque solo fuera moralmente, y sin duda se apresuraría a tomar cartas en el asunto a fin de solucionar aquel tema tan desagradable. Lo más conveniente era dejar que los dos supervisores enviados por el Templo cumplieran con sus funciones, y eso era lo que había ocurrido.

Hekaib nunca se lo perdonaría, desde luego, aunque poco pudiera hacer contra Anen. En realidad, una persona como el
sehedy sesh
, que se había ocupado de los Dominios de Amón durante tantos años, contaba con los contactos suficientes para poder ostentar algún puesto en la administración local. Aunque no lo necesitara, debía pensar en sus hijos y, como él bien sabía, sería conveniente estrechar sus relaciones con la aristocracia local tanto como pudiera.

Por último estaba la cuestión de los
meret
. Indudablemente los había infravalorado, y ahí estaban las consecuencias. El terror que se había encargado de sembrar en sus campos al final no había bastado para atemorizarlos. No tenía ninguna duda de que había sido demasiado condescendiente con los campesinos y, sobre todo, generoso. Debía haberles aplicado una tasa de al menos un veinte por ciento, ya que iban a delatarle, mas nunca les creyó capaces de hacerlo. Él sabía de sobra que los campos que tenía a su cargo habían producido, además de cereales, hijos en abundancia, y que muchos de ellos eran suyos.

«Debería haber fornicado más», se decía malhumorado al pensar en ello.

Y en verdad que Hekaib se encontraba arrepentido por no haberlo hecho. En su opinión pocos habían sido sus abusos, y ahora que no podría seguir cometiéndolos se sentía desolado. Su voraz concupiscencia era la queciaAun saldría peor parada. En adelante no podría aplacarla en la granja de turno, ni someter a las infelices a las infames prácticas que tanto le gustaban. Aquello sí suponía un verdadero problema que le había llevado a considerarlo durante días. Ahora no tendría más remedio que comprar algunas esclavas que fueran de su gusto, y aleccionarlas debidamente, si sabían qué era lo que las convenía.

Al pensar en Repyt no pudo remediar tener una erección. La vio de nuevo sentada sobre su vientre contoneando las caderas como solo ella sabía hacerlo, apretando su miembro dentro de sí, con aquella habilidad digna de Hathor, la diosa del amor. La joven sabía cómo satisfacerle, aunque a la postre se hubiera convertido en la peor de todos. La muy zorra se había ido de la lengua, de eso no tenía ninguna duda, y había ido con el cuento a Pairi. Nunca olvidaría la mirada cargada de desafío que le regaló momentos antes de desaparecer, junto con su familia, en el interior de su miserable casa.

Hekaib había pensado mucho en ello, y en la posibilidad de haber cumplido la promesa que le hiciera a su amante, pero no podía. Era un peligro demasiado grande para sus intereses, ya que tarde o temprano el chiquillo hubiera contado a alguien cuanto ocurría en la granja. Al ver salir de nuevo al sacerdote de aquella choza, más envarado que de costumbre, supo que el daño estaba hecho; incluso la muy perra tuvo la insensatez de mirarle de nuevo con el brillo del triunfo en sus ojos. Más tarde llegó a sus oídos que el pequeño había tenido que ver en el asunto, y que otras familias se habían sentido con ánimos para corroborar las historias que contaron a Pairi.

Hekaib los condenaba a vagar durante toda la eternidad sin encontrar el descanso. Los maldecía a la vez que clamaba venganza contra ellos. Su mano era todavía lo suficientemente larga como para ocuparse apropiadamente. Daría cumplida salida a su ira con aquellos que se habían alzado contra él, aunque tuviera que esperar muchos
hentis
para satisfacer su resarcimiento. Tarde o temprano los enviaría en presencia de Ammit. La Devoradora se alegraría por ello.

La ciudad santa de Amón
1

Neferhor nunca pudo imaginar que existiese un sitio así. El nomo de Min, en el que había nacido, o su capital Ipu, le parecían lugares insignificantes y tan remotos como lo pudieran ser los países situados al norte de Retenu, la tierra de Canaán. Sin duda el pequeño se sentía cohibido y diminuto como un vulgar mosquito, un ser insignificante, abrumado por una grandiosidad que sobrepasaba cuanto pudiera imaginar. La primera vez que el rapaz estuvo ante las puertas del templo pensó que en verdad Amón era el rey de los dioses, y que no había poder en la tierra que se le pudiera comparar.

Después de desembarcar en el muelle de Amón, situado al oeste del templo, el niño se encaminó hacia su propio destino. El pavimento que pisaron sus pies se hallaba adornado de la plata más pura, y a ambos lados de la fachada dos enormes estelas de lapislázuli festoneadas con estrellas doradas le daban la bienvenida al nuevo cosmos que le recibía. Un poco más adelante, se extendía una avenida flanqueada por esfinges con cabezas de carnero que represeciaAun doradntaban a Amón y que tenían figuras del faraón entre sus patas delanteras como símbolo de protección hacia él. La vía comunicaba con un vestíbulo soportado por doce enormes columnas de orden papiriforme abierto; era la primera vez que Neferhor veía unas columnas así.

—Miden casi cuarenta y tres codos de altura —le dijo suavemente Nebamón.

—¡Cuarenta y tres codos! —murmuró el chiquillo, impresionado.

El escriba le sonrió.

—Dentro de poco te resultarán diminutas. Observa el pilono al que dan acceso.

Neferhor ahogó un silbido cuando contempló lo que le decían. Era una estructura colosal que se alzaba hasta alcanzar el firmamento en un claro desafío al poder de los hombres. A ambos lados, cuatro oriflamas del más puro electro se elevaban hacia el cielo, orgullosas, a la vez que guardaban la entrada al templo.

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